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Walter Mosca sentía que lo dominaban el nerviosismo y una agobiante sensación de soledad, ahora que estaba a punto de regresar a casa. Recordaba las escasas ruinas de las afueras de París, como recordaba otros lugares y personas familiares. Ahora, a punto ya de terminar su viaje, apenas si podía esperar la llegada a su lugar de destino, el corazón del continente destruido, la ciudad destrozada que él pensaba que no volvería a ver en su vida. El camino que conducía a Alemania le era más familiar que las carreteras de su país, que las cercanías de su ciudad natal.

Debido a la velocidad, el tren se balanceaba. Era un tren militar, con hombres de reemplazo para la guarnición de Francfort, pero la mitad del vagón estaba ocupado por funcionarios civiles reclutados en los Estados Unidos. Mosca se tocó la corbata de seda y sonrió. Se sentía fuera de lugar. Se hubiese sentido más a gusto con los soldados del otro extremo y, pensaba, lo mismo podía decirse de la mayoría de la veintena de civiles que estaban con él.

En el vagón había dos luces amarillentas, una en cada extremo. Las ventanas estaban tapadas con tablas, como si el vagón hubiese sido construido para que sus ocupantes no pudieran ver las ruinas que deberían atravesar.

Los asientos estaban constituidos por unos largos bancos de madera, que dejaban un estrecho pasillo a lo largo de uno de los lados.

Mosca estiró su cuerpo sobre el banco y se colocó su bolsa azul, de gimnasia, debajo de la cabeza, como almohada. La luz era tan débil que apenas si podía ver a los otros civiles.

Habían viajado todos en el mismo barco militar y, como él, todos parecían deseosos de llegar a Francfort. Hablaban en voz muy alta, para que ésta no fuera ahogada por el ruido del tren, y Mosca observó que la voz del señor Gerald dominaba a las de los demás. Gerald era el civil de más categoría. Llevaba unos palos de golf, y en el barco había procurado que todos supiesen que su grado civil era equivalente al de coronel. Gerald se mostraba alegre y feliz, y Mosca lo imaginaba jugando al golf sobre las ruinas de una ciudad, con el palo alzado sobre calles arrasadas y, después de apuntar cuidadosamente, golpeando una calavera.

Al entrar en una pequeña estación desierta, la velocidad del tren disminuyó sensiblemente. Fuera era noche cerrada, y el interior del vagón estaba muy oscuro. Mosca, adormilado, sólo muy vagamente oía las voces de los otros. Pero cuando el tren volvió a tomar velocidad se despertó del todo.

Los civiles hablaban ahora en voz más baja y Mosca se sentó para mirar a los soldados del otro extremo del vagón. Algunos estaban durmiendo en los largos bancos, pero se veían tres círculos de luz que rodeaban tres partidas de naipes, y que daban a aquel extremo del vagón un brillo amistoso. Sintió nostalgia de la vida que había llevado durante tanto tiempo y que había abandonado sólo unos pocos meses antes. Gracias a la luz de las tres velas, Mosca podía verles bebiendo de sus cantimploras, y estaba seguro de que no era agua, y comiendo chocolate. Los soldados estaban siempre preparados, pensó Mosca, esbozando una sonrisa. Mantas en la espalda, velas en el petate, agua o un líquido todavía mejor en la cantimplora y, siempre, una goma en la cartera. Por si había buena (o mala) suerte.

Mosca volvió a echarse sobre el banco y trató de conciliar el sueño. Pero su cuerpo estaba tan tenso y duro como la madera en la que descansaba. El tren corría ahora a gran velocidad. Miró su reloj. Era casi medianoche y quedaban más de ocho horas para llegar a Francfort. Se sentó, sacó una botella de la pequeña bolsa azul de gimnasia y, con la cabeza apoyada en la enmaderada ventana, bebió hasta sentir que su cuerpo se relajaba. Debió de quedarse dormido, pues cuando volvió a mirar al otro extremo del vagón, sólo una de las velas estaba encendida; pero detrás de él podía oír todavía las voces del señor Gerald y de algunos otros civiles. Debían de haber estado bebiendo, pues la voz del señor Gerald era ahora paternal, condescendiente. Estaba hablando del gran poder que tendría en sus manos y de lo bien que funcionaría su imperio burocrático.

Del círculo del otro extremo del vagón destacaban dos velas, cuyas llamas vacilantes alumbraban, tenue y desigualmente, el pasillo. Cuando pasaron junto a él, Mosca se despertó del todo. El soldado que llevaba las velas tenía una mirada cargada de estupidez y malevolencia. La amarillenta luz de las velas teñía de un color rojo oscuro la cara del soldado y daba a sus hoscos ojos un aspecto peligroso.

—¡Eh, soldado! —gritó el señor Gerald—. ¿Hay alguna vela para nosotros?

La vela, obedientemente, fue colocada cerca de Gerald y su grupo de civiles, y la voz de todos ellos, como si la vacilante llama les hubiese dado valor, se hizo más fuerte. Trataron de que el soldado participara en su conversación, pero él, sus velas sobre el banco, su cara en la oscuridad, se negaba a contestar. Olvidándose del soldado, se pusieron a charlar de otras cosas; sólo una vez Gerald, acercando su rostro a la vela, como para que el otro tomara confianza al ver su cara, dijo, en tono condescendiente, pero con amabilidad, al militar:

—Todos nosotros hemos estado también en el ejército, naturalmente. Pero aquello terminó ya, gracias a Dios —añadió, riendo.

Uno de los otros civiles dijo:

—No esté tan seguro; todavía nos quedan los rusos. Volvieron a olvidarse del soldado hasta que, de pronto, con una voz que dominaba no sólo la de todos, sino también el ruido del tren, de aquel tren que corría ciegamente a través del continente, el soldado gritó, con arrogancia de borracho, pero con un algo de pánico:

—¡Callad, no habléis tanto; cerrad vuestras malditas bocas!

Se produjo un silencio embarazoso, producto de la sorpresa. Poco después Gerald volvió a acercar la cabeza a la llama de la vela y dijo, calmosamente, al soldado:

—Será mejor que te vayas a tu sitio, al otro extremo del vagón, hijo.

El militar no respondió, y Gerald siguió hablando, partiendo del punto en el que había sido interrumpido.

Un momento después estaba de pie, completamente bañado por la luz de las velas, su voz ahogada. Y luego, tranquilamente, sin alarma en la voz, pero en un tono que expresaba una casi total incredulidad, dijo:

—He sido herido, Dios mío. Ese soldado me ha hecho algo.

Mosca, abandonando su posición horizontal, se sentó, y otras figuras casi invisibles se levantaron de los bancos. Uno de los hombres tiró, al levantarse, una de las velas. Gerald, todavía en pie, pero ya un poco menos iluminado, dijo, con voz tranquila, si bien aterrorizada:

—Ese soldado me ha apuñalado.

Dicho esto, Gerald se dejó caer sobre el banco.

Dos hombres del extremo del vagón ocupado por los militares atravesaron el pasillo, corriendo. A la luz de las linternas que llevaban en la mano, Mosca pudo ver el brillo de las barras de los oficiales.

Gerald repetía una y otra vez:

—He sido apuñalado, ese soldado me ha apuñalado.

En su voz ya no había terror, pero sí sorpresa e incredulidad. Mosca pudo verlo sentado en el banco, y luego, gracias a la luz de las tres velas, pudo ver la rasgadura en la pierna del pantalón, a la altura del muslo, y la mancha oscura que se iba extendiendo alrededor. El teniente se inclinó, acercó su vela y dio una orden al soldado que lo acompañaba. El soldado corrió hacia el otro extremo del vagón y regresó poco después con mantas y un pequeño botiquín. Extendieron las mantas en el suelo e hicieron que Gerald se echara sobre ellas. El soldado comenzó a cortar la pernera, pero Gerald dijo:

—No, enróllelo; podrá ser remendado.

El teniente echó un vistazo a la herida.

—No es gran cosa —dijo el teniente—. Envuélvalo con una manta —ni en su joven rostro ni en su voz había simpatía alguna, sino sólo una amabilidad impersonal—. Haremos que nos espere una ambulancia en Francfort, por si acaso. Pondré un telegrama en la próxima parada.

Luego se volvió a los otros y preguntó:

—¿Dónde está?

El soldado borracho había desaparecido; Mosca, escudriñando en la oscuridad, vio una forma humana acurrucada en el rincón del banco delante de él. No pronunció palabra.

El teniente se fue hacia su extremo del vagón y regresó llevando su pistolera. Encaró la luz de su linterna por todo el vagón, hasta que vio la forma acurrucada. Apuntó a la misma con la linterna, a la vez que mantenía la pistola oculta detrás de su espalda. El soldado no se movió.

El teniente le habló con rudeza.

—Levántate, Mulrooney.

El soldado abrió los ojos, y cuando Mosca vio aquella mirada estúpida y animal sintió una repentina piedad.

El teniente siguió enfocando la linterna directamente a los ojos del soldado, cegándolo. Hizo que Mulrooney se levantara. Cuando vio que sus manos estaban vacías, enfundó su pistola. Luego, con brusquedad, obligó al soldado a dar la vuelta y lo registró. No encontró nada, por lo que enfocó la linterna contra el banco. Mosca vio el cuchillo ensangrentado. El teniente lo tomó y empujó al soldado hacia el otro extremo del vagón.

El tren fue disminuyendo su marcha hasta que, finalmente, se paró. Mosca se dirigió al extremo del coche, abrió la puerta y miró fuera. Vio al teniente dirigirse a la estación, con objeto, sin duda, de cablegrafiar pidiendo una ambulancia; no se veía a nadie más. La población francesa que se extendía por detrás de la estación era oscura y estaba en silencio.

Mosca regresó a su banco. Los amigos de Gerald estaban inclinados sobre él, animándolo, y Gerald estaba diciendo, con impaciencia en su voz:

—Sé que no es más que un rasguño, pero ¿por qué lo hizo? ¿Por qué cometió esta locura?

Y cuando el teniente regresó y les dijo que en Francfort les aguardaría una ambulancia, Gerald le dijo:

—Créame, teniente: nada hice para provocarlo. Pregunte a mis amigos. Nada hice, nada, para que realizara una acción tan insensata.

—Está loco, eso es todo —dijo el teniente—. Ha tenido usted suerte, señor; conozco a Mulrooney y sé que intentaba agujerearle los testículos.

Las palabras del teniente sirvieron para dar más interés al hecho, y el rasguño en el muslo del señor Gerald se convirtió así en algo realmente importante.

—En cierto modo —siguió el teniente—, me ha hecho usted un favor. He estado tratando de desembarazarme de Mulrooney desde el primer día que llegó al pelotón.

Ahora estará seguro durante un par de años.

Mosca no podía dormir. El tren había empezado a moverse, y volvió a acercarse a la puerta, se apoyó en ella y se dedicó a contemplar el oscuro panorama exterior. Recordaba una tierra igual, o muy parecida, recorrida en camiones, en tanques, a pie, arrastrándose por el suelo. Había creído no volver a ver este país, y se preguntaba por qué todo había ido tan mal. Tanto tiempo suspirando por volver a casa, y ahora había vuelto a partir. En el oscuro tren fue recordando su primera noche en el hogar.

En la puerta había un letrero en el que podía leerse Bienvenido a casa, Walter, y Mosca observó que en las otras dos puertas del rellano había carteles similares, aunque con nombres diferentes, claro está. Lo primero que vio al entrar en el apartamento fue una fotografía suya tomada justo antes de embarcar. Luego, su madre y Gloria se le echaron encima, mientras Alf le estrechaba la mano.

Pasado el primer momento, se produjo un embarazoso silencio.

—Pareces más viejo —dijo su madre, y todos se echaron a reír—. Bueno, quiero decir que pareces más viejo que tres años.

—No ha cambiado —dijo Gloria—. No ha cambiado en absoluto.

—El héroe conquistador regresa —dijo Alf—. Mirad todas esas cintas. ¿Hiciste algo grande, Walter?

—Lo normal —contestó Mosca—; la mayoría han hecho lo mismo.

Se quitó la guerrera, ayudado por su madre. Alf fue a la cocina y regresó con una bandeja de bebidas.

—¡Cristo! —exclamó Mosca, asombrado—. Pensaba que habías perdido una pierna.

Había olvidado por completo lo que su madre le había escrito acerca de Alf. Pero su hermano había estado esperando este momento. Se levantó la pernera.

—Está muy bien —dijo Mosca—. Mala suerte, Alf.

—Las dos quisiera tener así —dijo Alf—. No tendría problemas de infecciones ni debería cortarme las uñas, ¿comprendes?

—Comprendo —respondió Mosca; pasó una mano por el hombro de su hermano y sonrió.

—Se la ha puesto especialmente para ti, Walter —dijo su madre—. Cuando está en casa no suele llevarla, a pesar de que sabe que me disgusta verlo sin ella.

Alf levantó su vaso.

—A la salud del héroe conquistador —dijo, y luego, sonriente, miró a Gloria—. A la salud de la muchacha que lo ha estado esperando.

—Por nuestra familia —dijo Gloria.

—Por todos mis hijos —dijo su madre, afectuosamente. Su brindis incluía a Gloria. Todos miraron a Mosca, expectantes.

—Dejadme apurar este vaso; luego podré pensar en algo.

Se rieron todos y bebieron.

—Y ahora vamos a por la cena —dijo la madre—. Ayúdame a poner la mesa, Alf.

Madre e hijo se dirigieron a la cocina.

Mosca se sentó en uno de los sillones.

—Un viaje largo, muy largo —dijo.

Gloria se inclinó sobre el mantel y tomó en su mano la enmarcada fotografía de Mosca, dándole la espalda a éste.

—Todas las semanas he venido a contemplar esta foto. Ayudaba a tu madre a preparar la cena, comíamos juntas, y luego me sentaba en esta habitación, y dejaba pasar el tiempo contemplando esta fotografía y hablando de ti. Cada semana, durante tres años, como la gente que visita un cementerio, y ahora que estás de vuelta me doy cuenta de que no pareces el mismo de la foto.

Mosca se levantó y se acercó a Gloria. Con la mano en el hombro de la muchacha, miró la fotografía, preguntándose por qué aquel trozo de papel lo irritaba.

Aparecía con la cabeza echada hacia atrás, riéndose, y, evidentemente, había querido que se vieran claramente las barras diagonales negras y blancas de su división. El rostro era juvenil y lleno de inocencia y de bondad. El uniforme era elegante y le caía muy bien. De pie bajo el sol meridional, aparecía como el típico soldado que se hace una foto para mandársela a su adorada familia.

—¡Qué sonrisa más artificial! —dijo Mosca.

—No te burles. Durante mucho tiempo ha sido lo único que hemos tenido de ti —la muchacha permaneció en silencio durante un instante—. ¡Si supieras, Walter, las lágrimas que hemos derramado sobre esta fotografía, cuando no escribías, cuando oíamos rumores de que un barco había sido hundido o de que se había desatado alguna cruenta batalla! El día del desembarco no fuimos a la iglesia. Tu madre permaneció sentada en el sofá y yo, aquí mismo, pegada a la radio. Estuvimos así durante el día. No fui a trabajar. Pasaba de una emisora a otra; en cuanto terminaba un boletín de noticias, buscaba otro, a pesar de que sabía que diría lo mismo. Tu madre se limitaba a permanecer sentada, con un pañuelo en la mano, pero sin llorar. Aquella noche me quedé a dormir aquí, en tu habitación, en tu cama, y me acosté con tu fotografía. La puse en la mesita de noche y le dije «buenas noches», y luego soñé que no volvería a verte. Y ahora estás aquí, Walter Mosca, en carne y hueso, y no te pareces en nada al hombre de la foto.

Trató de reír, pero sólo consiguió llorar.

Mosca se sentía embarazado. Besó suavemente a Gloria.

—Tres años es mucho tiempo —dijo.

Y pensó: El día D lo pasé en una ciudad inglesa, emborrachándome. Estaba con una rubia que me aseguraba que aquél era su primer whisky, y que yo era el primer hombre con el que se acostaba. Estaba celebrando el día D, pero lo que más celebraba era no estar allí. Tenía ganas de explicarle a Gloria toda la verdad, de decirle que aquel día ni uno solo de sus pensamientos había sido para ella ni para su familia, pero se limitó a replicar:

—Esta foto no me gusta. Además, en el primer momento has dicho que no había cambiado ni un tanto así.

—¿No es gracioso? —dijo Gloria—. En el momento de atravesar la puerta eras exactamente igual a la fotografía. Pero, al mirarte más detenidamente, pareció como si toda tu cara se transformara.

La madre llamó desde la cocina:

—¡A la mesa!

Y todos se dirigieron al comedor.

Todos los platos favoritos de Mosca estaban en la mesa; el sabroso asado con patatas fritas, una ensalada y una loncha de queso amarillo. El mantel era blanco como la nieve y, cuando hubo terminado, se dio cuenta de que junto al plato tenía una servilleta sin desplegar. La cena había sido buena, pero menos de lo que él había soñado que sería.

—Es algo diferente del rancho, ¿eh, Walter? —comentó Alf.

—Ya lo creo —contestó Mosca. Del bolsillo de su camisa sacó Walter un cigarro oscuro, grueso y corto, y estaba a punto de encenderlo cuando se dio cuenta de que todos le miraban, divertidos.

Hizo una mueca y, tras explicar: «Ahora ya soy mayor», encendió el cigarro, con exagerados gestos de placer. Los cuatro se echaron a reír. Parecía como si la extraña atmósfera provocada por su llegada a casa, con un aspecto y unos modales tan diferentes de los suyos de antes, se hubiese disipado de repente. La sorpresa, seguida de la diversión, al sacar él el cigarro, había roto la barrera. Pasaron al salón, las dos mujeres del brazo de Mosca, y Alf con la bandeja del whisky y la cerveza.

Las dos mujeres se sentaron junto a Mosca en el sofá, y Alf les sirvió bebidas, sentándose luego frente a ellos, en uno de los mullidos sillones. La lámpara de pie alumbraba suavemente la estancia, y Alf, en el tono paternal y semijocoso que había empleado durante toda la velada, comentó:

—Ahora nos será contada la historia de Walter Mosca.

Mosca bebió.

—Primero, los regalos —dijo.

Tomó del suelo la bolsa azul de gimnasia, y de la misma sacó tres cajitas envueltas en papel marrón, las cuales entregó a cada uno. Mientras abrían los regalos, Mosca se sirvió otra bebida.

—¡Por Cristo! —exclamó Alf—. ¿Qué es esto?

Y mostró cuatro enormes cilindros plateados.

Mosca se echó a reír.

—Cuatro de los mejores cigarros del mundo. Hechos especialmente para Hermann Goering.

Gloria abrió su paquetito, y al ver su contenido quedó boquiabierta. En la cajita, de terciopelo negro, había un anillo. Alrededor de una esmeralda cuadrada, color verde oscuro, había pequeños diamantes. Se levantó y rodeó con sus brazos el cuello de Mosca, y después se volvió para enseñar el anillo a la madre de su novio.

Pero la madre estaba fascinada por un rollo de seda roja, tan largo, que, al desplegarlo, formaba un alto montón en el suelo.

Era una enorme bandera cuadrada, en medio de la cual, superpuesta sobre un fondo blanco y circular, se veía una cruz gamada negra. Nadie hablaba. En la tranquilidad de aquella habitación acababan de ver, por vez primera, el símbolo del enemigo.

—¡Caramba! —exclamó Mosca, rompiendo el silencio—. No ha sido más que una broma. Pensé que debías verlo.

Cogió la pequeña caja que había en el suelo. Su madre la abrió, y al ver los diamantes azules y blancos, levantó la vista y le dio las gracias. Plegó la enorme bandera, se levantó y tomó la bolsa de gimnasia de Mosca, mientras decía:

—Voy a desempacar esto.

—Son unos regalos muy hermosos —dijo Gloria—. ¿Dónde los compraste?

—Botín de guerra —respondió, cómicamente. Todos se echaron a reír.

La madre regresó a la habitación, con gran número de fotografías en la mano.

—Estaban en tu bolsa, Walter. ¿Por qué no nos las has enseñado?

Se sentó en el sofá y comenzó a mirar las fotos, una por una. Las iba pasando a Gloría y a Alf. Mosca se sirvió una bebida, mientras los demás comentaban las fotografías y hacían preguntas acerca de dónde habían sido tomadas. Luego vio cómo su madre palidecía al mirar una de las fotos. Por un momento, Mosca sintió que le invadía una sensación de pánico, mientras se preguntaba si estaría allí alguna fotografía obscena. Pero estaba seguro de haberlas vendido todas en el barco. Vio a su madre pasar las fotos a Alf, y se irritó consigo mismo por haberse dejado dominar por el miedo.

—Bien, bien —dijo Alf—. ¿Qué es esto?

Gloria se inclinó y miró la foto. Mosca vio cómo se clavaban en él tres pares de ojos.

Mosca se acercó a Alf, y, cuando vio de lo que se trataba, dejó escapar un suspiro de alivio. Ahora lo recordaba. Había estado cabalgando a lomos de un tanque, cuando sucedió.

En la fotografía se veía la figura acurrucada del servidor alemán de un bazuca, tendido sobre la nieve, y desde su cuerpo hasta el extremo de la foto se veía una línea oscura. Sobre el cuerpo del alemán, de pie, aparecía Mosca, con la mirada fija en la cámara. Él, Mosca, se veía como desfigurado en su uniforme invernal de combate. La manta, en la que había hecho agujeros para los brazos y la cabeza, colgaba como una camisa hasta más abajo de la guerrera. Semejaba un cazador dispuesto a llevarse a casa su trofeo.

En la fotografía no se veían los tanques ardiendo en la llanura. Tampoco se veían los cadáveres desparramados por el campo, cual basura. El alemán había sido un buen bazuquero.

—Mi compañero tomó esta foto con la Leica del boche.

Mosca siguió bebiendo, pero al volverse observó que los demás esperaban más amplias explicaciones.

—Mi primera víctima —dijo, tratando de dar a sus palabras un acento jocoso. Pero sonaron como si hubiese dicho, por ejemplo, que el fondo de una foto suya hubiese estado constituida por la Torre Eiffel o las Pirámides.

Su madre estaba estudiando las otras fotografías.

—¿Dónde fue tomada ésta? —preguntó.

Mosca se sentó a su lado y respondió:

—En París, durante mi primer permiso.

Pasó el brazo por el talle de su madre.

—¿Y ésta? —preguntó la mujer.

—Fue en Vitry.

—¿Y ésta?

—En Aquisgrán.

¿Y ésta? ¿Y ésta? ¿Y ésta? Mosca fue nombrando las ciudades y contando graciosas anécdotas. Las repetidas bebidas le habían puesto de buen humor, pero pensaba: Ésta fue tomada en Nancy, donde tuve que esperar en la cola, durante dos horas, a que me «vaciaran»; ésta fue en Dombasle, donde encontré al alemán muerto y completamente desnudo, con los testículos que, de tan hinchados, parecían melones. En la puerta había un letrero que decía: Alemán muerto en el interior. Y había sido verdad. Aun ahora se preguntaba por qué tuvo alguien el humor de molestarse en escribir aquello, incluso en plan de broma. Y ésta fue en Hamm, donde cobró su primera pieza en tres meses y tomó su primera píldora. Y ésta, y ésta, y ésta eran las incontables ciudades donde los alemanes, hombres, mujeres y niños, descansaban en sus tumbas de piedra sin labrar, que despedían un desagradable olor.

Y en todas las imágenes semejaba un hombre fotografiado en el desierto. Él, el conquistador, de pie sobre los restos pulverizados de fábricas, hogares, huesos humanos: las ruinas, cual dunas de arena.

Mosca volvió a sentarse en el sofá. Chupó su cigarro.

—¿Os apetece un poco de café? —preguntó—. Lo haré yo mismo.

Se dirigió a la cocina, seguido por Gloria, y ambos pusieron las tazas sobre la mesa y cortaron el pastel de crema que la muchacha había sacado de la nevera. Y, mientras hervía el café, Gloria se le acercó y dijo:

—Te amo, querido, te amo.

Llevaron el café al salón, y entonces fueron ellos los que contaron historias a Mosca. Le explicaron que Gloria no había ido a fiesta alguna durante tres años, la forma cómo Alf perdió su pierna en un accidente de camión en el Sur, en un campamento del ejército, y cómo su madre había vuelto a trabajar, de oficinista, en unos grandes almacenes. Todos habían corrido sus aventuras, pero, gracias a Dios, la guerra había terminado ya, los Mosca habían logrado sobrevivir, aunque habían perdido una pierna. Pero, como decía Alf, con los modernos medios de transporte, ¿qué significaban las piernas? Lo importante era que estaban todos juntos, seguros, en la pequeña habitación.

El lejano enemigo, tan completamente aplastado, no podía inspirarles ya temor alguno. El enemigo estaba cercado, ocupado, muriéndose de hambre, sin fuerza física ni moral. Ya nunca más podría siquiera amenazarles.

Y cuando Mosca se quedó dormido en su silla, ellos, los que lo amaban, lo miraron durante unos minutos; en silencio y con ternura, casi sin poder creer que hubiera viajado tan lejos en el tiempo y en el espacio y regresado, gracias a algún milagro, sano y salvo.

Hasta la tercera noche no pudo Mosca estar a solas con Gloria. La segunda noche la pasaron en casa de ella, donde la madre de Mosca y Alf arreglaron, con la hermana y el padre de Gloria, los detalles de la boda. No es que quisieran entremeterse, sino que lo hicieron únicamente llevados por la alegría derivada del hecho de que todo hubiera terminado bien. Todos juntos decidieron que la boda se celebraría cuanto antes, pero no mientras Mosca no encontrara un trabajo estable. A Mosca la idea le había parecido excelente. Y Alf sorprendió a Mosca. El tímido Alf se había convertido en un hombre seguro de sí mismo, en un joven que desempeñaba a la perfección el papel de jefe de la familia.

Aquella tercera noche, su madre y Alf habían salido, y Alf, haciendo una mueca, había dicho:

—Mira la hora; estaremos en casa a las once.

Su madre había empujado a Alf fuera del piso, mientras decía:

—Si sales con Gloria, no te olvides de cerrar la puerta.

A Mosca le había hecho sonreír el tono de duda en la voz de su madre, como si considerara inconveniente dejar solos en el piso a su hijo y a Gloria. ¡Dios del Cielo!, pensó Mosca, y se estiró en el sofá.

Trató de relajarse, pero la tensión lo dominaba. Por ello, se levantó y se preparó una bebida. De pie junto a la ventana, sonrió, preguntándose cómo sería. Él y Gloria habían pasado algunas noches juntos, en una habitación de un pequeño hotel, en el curso de las semanas que precedieron a su partida hacia el otro lado del mar, pero ahora le era casi imposible recordar los detalles. Se acercó al receptor de radio y lo puso en funcionamiento. Luego, se dirigió a la cocina, donde miró la hora. Eran casi las ocho y media. La muy zorra se había retrasado ya media hora. Volvió a situarse junto a la ventana, pero ahora la oscuridad le impedía ver nada. De pronto llamaron a la puerta y Gloria entró en el apartamento.

—Hola, Walter —dijo, y Mosca notó que su voz temblaba ligeramente. La muchacha se quitó el abrigo. Llevaba una blusa con unos pocos botones de gran tamaño y una falda ancha y plisada.

—Al fin solos —dijo él, y volvió a acomodarse en el sofá—. Prepara bebida para los dos.

Gloria se sentó en el sofá y se inclinó para besar a su novio. Él le puso las manos en los pechos, y ambos se besaron largamente.

—Ahora viene la bebida —dijo Gloria, y se puso de pie.

Bebieron. La radio dejaba oír una música suave, y la habitación estaba iluminada tenuemente por una lámpara de pie. Mosca encendió dos cigarrillos, uno para cada uno. Fumaron, y cuando él terminó el cigarrillo, vio que ella todavía tenía el suyo entre los labios. Con delicadeza, se lo quitó y lo aplastó en el cenicero.

Mosca hizo que Gloria se tendiera en el sofá. Desabrochó su blusa y, luego, la besó.

Gloria se sentó, separándose de Mosca. Éste no pudo evitar un gesto de sorpresa.

—No quiero llegar hasta el final —dijo Gloria.

Estas palabras impacientaron a Mosca, que se acercó a la muchacha, pero ésta retrocedió.

—No, de veras. Hablo en serio —dijo.

—Las dos semanas anteriores a mi partida fueron estupendas. ¿Qué diablos ocurre ahora?

—Sí lo fueron —Gloria le sonrió tiernamente, y Mosca sintió que se le subía la sangre a la cabeza—. Pero entonces era todo muy diferente. Estabas a punto de marcharte muy lejos y yo te amaba. Si ahora obrara como entonces, sé que decrecería tu amor por mí. No lo tomes a mal Walter, pero este asunto lo he discutido con Emmy. Al regresar, te vi tan diferente, que sentí la necesidad de hablar de ello con alguien. Y juntas decidimos que así sería todo mejor.

Mosca encendió un cigarrillo:

—Tu hermana es estúpida.

—Te ruego que no digas estas cosas, Walter. Si no hago lo que tú deseas, es precisamente porque te amo de verdad.

Mosca apuró su vaso y tuvo que hacer grandes esfuerzos para no echarse a reír.

—Mira —le dijo—, si no nos hubiésemos acostado juntos aquellas dos semanas, no te hubiese escrito ni me hubiera acordado de ti. Nada hubieses significado para mí.

La muchacha enrojeció. Se acercó a un sillón, frente a Walter, y se sentó.

—Yo te amaba ya antes de aquello —dijo la muchacha.

Mosca vio que los labios de ella temblaban, por lo que le pasó el paquete de cigarrillos. Seguidamente volvió a beber y trató de razonar fríamente.

Su deseo había desaparecido, y ahora se sentía extrañamente aliviado. ¿Por qué? No lo sabía. No le cabía la menor duda de que, de proponérselo, Gloria accedería. Sólo con decir: «Si te niegas, todo habrá terminado entre nosotros», la muchacha se rendiría. Sabía que había sido demasiado brusco, y que con un poco de paciencia y una cierta dosis de delicadeza la velada terminaría satisfactoriamente. Pero se daba cuenta, con sorpresa, de que no estaba dispuesto a efectuar tales esfuerzos. El deseo había desaparecido absolutamente.

—De acuerdo. Acércate.

La muchacha obedeció.

—¿No estás enfadado? —preguntó, con un hilo de voz.

Mosca la besó y sonrió.

—No, no importa —dijo. Y no mentía.

Gloria le pasó una mano por los hombros.

—Permanezcamos así y charlemos. En realidad no hemos tenido tiempo de hablar, desde tu regreso.

Mosca se levantó y tomó el abrigo de la muchacha.

—Vámonos al cine —dijo.

—Quiero permanecer aquí.

Mosca, con deliberada brutalidad, replicó:

—O el cine, o la cama.

Gloria se levantó y miró fijamente a Mosca.

—Y a ti te da igual una cosa que la otra.

—Exactamente.

Mosca esperaba que Gloria tomaría su abrigo y saldría del apartamento. Pero la muchacha, sumisa, aguardó a que él se peinara y se anudara la corbata. Fueron al cine.

Era casi mediodía, un mes más tarde, cuando Mosca, al entrar en el piso, encontró a Alf, su madre y la hermana de Gloria, Emmy, tomando café, en la cocina.

—¿Quieres una taza? —le preguntó su madre.

—Sí, pero antes deja que me lave un poco.

Mosca se dirigió al cuarto de baño y sonrió sarcásticamente mientras se secaba la cara, antes de regresar a la cocina.

Ya todos delante de sendas tazas de café, Emmy abrió el fuego.

—No tratas a Gloria como es debido. Te ha estado esperando durante tres años, no ha aceptado ni una sola cita y, además, ha perdido un montón de oportunidades.

—¿Un montón de oportunidades para qué? —preguntó Mosca; luego se echó a reír—. El acoplarse precisa de cierto tiempo, pero estamos en el buen camino.

Emmy dijo:

—Estabas citado con ella ayer por la noche, pero no te dejaste ver. Y no has llegado a casa hasta ahora. No es correcto lo que estás haciendo.

Su madre vio que Mosca estaba a punto de encolerizarse, por lo que, conciliadora, dijo:

—Gloria te estuvo esperando hasta las dos de la madrugada. Podías haber telefoneado, al menos.

—Y todos sabemos lo que estás haciendo —dijo Emmy—. Dejas plantada a una muchacha que te ha estado esperando durante tres años, y te vas con la ramera del barrio, que ha tenido tres abortos y Dios sabe qué otras cosas.

Mosca se encogió de hombros:

—No puedo ver a tu hermana todas las noches.

—No, eres demasiado importante para eso.

Mosca vio, con sorpresa, que Emmy lo odiaba de corazón.

—Hubo unanimidad en considerar que debíamos esperar hasta que yo tuviera un empleo estable —contestó Mosca.

—No sabía que te ibas a convertir en un perfecto bastardo. Si no quieres casarte con Gloria, díselo. No te preocupes, puede encontrar otro hombre.

Alf rompió su silencio:

—Eso es una tontería. Naturalmente que Walter quiere casarse con ella. Seamos razonables. Walter tiene que adaptarse a la vida civil. Lo que todos debemos hacer es ayudarle.

Sarcástica, Emmy dijo:

—Si Gloria se acostara con él, todo iría sobre ruedas. Entonces te sentirías completamente adaptado, ¿verdad, Walter?

—Eso es una estupidez —replicó Alf—. Vayamos a lo verdaderamente importante. Tú estás irritada porque Walter tiene un asuntillo y no se preocupa de disimularlo, que es lo menos que podría hacer. Muy bien. Gloria está demasiado enamorada de Walter como para darle el pasaporte. Pienso que lo más sensato es fijar la fecha de la boda.

—Y mi hermana que siga trabajando mientras él se dedica a ir con putas, tal y como hacía en Alemania, ¿no es así?

Mosca miró a su madre, fríamente, y ésta bajó los ojos. Se produjo un embarazoso silencio.

—Sí —dijo Emmy, al fin—, tu madre habló a Gloria de las cartas que te escribe aquella alemana. Debería darte vergüenza, Walter, sinceramente.

—Esas cartas nada significan —dijo Mosca; y observó que todos respiraban aliviados.

—Conseguirá un empleo —dijo la madre de Walter—, y podrán vivir aquí hasta que encuentren un apartamento.

Mosca bebió un sorbo de café. Momentos antes estaba irritado, pero ahora sólo sentía deseos de salir de la habitación, de perder de vista a todos. El asunto había durado demasiado.

—Pero deberá dejar de mariposear alrededor de todas esas zorras —dijo Emmy.

Mosca, con suavidad, dijo:

—Sólo hay una pega. No estoy en disposición de fijar una fecha.

Todos lo miraron, sorprendidos.

—Y tampoco estoy seguro de querer casarme —añadió, sonriendo.

—¿Qué? —gritó Emmy—. ¿Qué?

Estaba tan enojada, que no le salían las palabras de la boca.

—Y no me hables de la espera de tres años. ¿Es que crees que me importa el hecho de que estuviera tres años sin acostarse con un hombre? ¿Es que crees que por ella he pasado noches sin dormir? ¿Piensas que se le ha convertido en oro, por no haberlo usado durante tres años? Tenía otras cosas en qué pensar.

—Por favor, Walter —dijo su madre.

—A la porra —contestó Mosca.

Su madre abandonó la mesa y se acercó a la estufa. Mosca se dio cuenta de que estaba llorando.

Todos estaban de pie, y Alf, apoyándose en la mesa, gritó, irritado:

—Muy bien, Walter; el reajuste puede ser acelerado.

—Pienso que te han mimado demasiado desde tu regreso —dijo Emmy, desdeñosa.

No le quedaba otro remedio que decirles a todos lo que pensaba.

—Puedes besarme el trasero, si quieres —dijo, y aunque se dirigió a Emmy, con la mirada los incluía a todos.

Se levantó, dispuesto a marcharse, pero Alf, apoyándose en la mesa, se situó delante de él, y con rabia, gritó:

—¡Te has pasado de la raya! Discúlpate, ¿me oyes?, discúlpate.

Mosca le dio un empujón y vio, demasiado tarde, que su hermano no llevaba la pierna ortopédica. Alf cayó, y su cabeza chocó contra el suelo. Las dos mujeres lloraban. Mosca se aprestó a levantar a Alf.

—¿Estás bien? —preguntó.

Alf hizo un gesto afirmativo, pero con las manos en la cara, continuó sentado en el suelo.

Mosca salió del apartamento. Siempre recordaría a su madre, de pie junto a la estufa, llorando y estrujándose las manos.

La última vez que entró en el apartamento, Mosca encontró a su madre, aguardándolo. No había salido en todo el día.

—Gloria te ha llamado —dijo.

Mosca asintió, con la cabeza.

—¿Vas a empacar ahora? —preguntó la madre, tímidamente.

—Sí —respondió Mosca.

—¿Quieres que te ayude?

—No.

Se dirigió a su dormitorio y tomó las dos maletas que había comprado. Se puso un cigarrillo en la boca y buscó un fósforo en sus bolsillos. Al no encontrarlo, fue a buscar uno a la cocina.

Su madre estaba todavía sentada en la silla. Se cubría el rostro con un pañuelo y lloraba en silencio.

Mosca tomó las cerillas y comenzó a salir de la cocina.

—¿Por qué me tratas de este modo? —preguntó la madre—. ¿Qué es lo que te he hecho?

No sintió piedad, y las lágrimas de su madre no despertaron en él emoción alguna, pero no quería histerismos. Trató de hablar con calma, ocultando su irritación.

—No me has hecho nada. Me limito a marcharme; eso nada tiene que ver contigo.

—¿Por qué siempre me tratas como si fuese una persona extraña?

Estas palabras le llegaron al alma, pero no podía permitirse el menor gesto de afecto.

—Es que estoy nervioso —dijo—. Si no quieres salir, ayúdame a empacar.

La madre acompañó a su hijo al dormitorio y plegó cuidadosamente sus trajes, para que él pudiera colocarlos en las maletas.

—¿Necesitas cigarrillos? —preguntó su madre.

—No; los compraré en el barco.

—Bajo a comprarte algunos paquetes, por si acaso.

—En el barco son más baratos —dijo él. No quería que su madre le diera nada.

—Unos paquetes de más nunca sobran —replicó la madre, y salió del apartamento.

Mosca se sentó en la cama y contempló las fotografías de Gloria, que colgaban de las paredes. No sintió emoción alguna. No ha podido ser —pensó—. Lástima.

Y le maravilló la paciencia de todos, los esfuerzos que habían hecho, y pensó también en lo poco que él se había esforzado. Intentó hallar en su mente las palabras adecuadas para su madre, para demostrarle que nada podía ella hacer para variar las cosas, para explicarle que sus motivaciones no podían ser dirigidas por él ni por ella.

En la sala comenzó a sonar el teléfono, y se levantó para descolgarlo. La voz de Gloria, impersonal, pero amistosa, estaba al otro lado del hilo.

—He sabido que te marchas mañana. ¿Debo venir personalmente a decirte adiós, o puedo hacerlo por teléfono?

—Lo que prefieras —contestó Mosca—, pero te comunico que tengo que marcharme alrededor de las nueve.

—Vendré antes de esa hora —dijo Gloria—. No te preocupes; es sólo para decirte adiós.

Y Mosca supo que era verdad, que ella ya no se preocupaba por él; que él ya no era el hombre al que ella había amado, y que quería despedirse de él con un sentimiento mezcla de amistad y curiosidad.

Cuando su madre regresó, Mosca había tomado ya su decisión.

—Mamá —dijo—, voy a marcharme ahora. Gloria ha telefoneado. Vendrá esta noche, pero no quiero verla.

—¿Quieres decir ahora, en este mismo momento?

—Sí —respondió Mosca.

—Pero al menos puedes pasar tu última noche en casa —dijo su madre—. Alf no tardará en regresar; aguarda al menos a tu hermano, para despedirte de él.

—Hasta la vista, mamá —dijo; Mosca le dio un beso en la mejilla.

—Espera —dijo su madre—. Has olvidado tu bolsa de gimnasia.

Y, como tantas veces lo había hecho, cuando su hijo se iba a jugar al baloncesto y, finalmente, cuando partió para la guerra, tomó la pequeña bolsa azul y comenzó a llenarla con todo aquello que él iba a necesitar. Sólo que ahora, en vez de pantalones cortos de seda, rodilleras y zapatos de deporte, le puso la maquinilla de afeitar, ropa interior, una toalla y jabón. Luego, tomando una cuerda de uno de los cajones del tocador, ató la bolsa al asa de una de las maletas.

—No sé lo que va a decir la gente. Pensarán que es culpa mía, que no he sabido hacerte feliz. Y creo que, teniendo en cuenta la forma en que has tratado a Gloria, lo menos que podrías hacer es despedirte de ella, para que no guarde tan mal recuerdo de ti.

—El mundo es duro y difícil para todos —dijo Mosca; volvió a besarla, pero, antes de que pudiera salir del apartamento, la mujer le asió fuertemente del brazo.

—¿Es por aquella chica que vuelves a Alemania?

Mosca se dio cuenta de que si decía que sí, su madre comprendería que no era por su culpa que él abandonaba el hogar. Pero no podía mentirle.

—Nada de eso —dijo—. Probablemente estará ya ligada con otro militar.

Y al decirlo en voz alta, con toda sinceridad, quedó sorprendido de que sonara tan falso, como si la verdad que decía fuera una mentira para herir a su madre.

La mujer le dio un beso y lo dejó marchar. Una vez en la calle, Mosca miró hacia arriba y vio a su madre detrás de los cristales de la cerrada ventana, con un pañuelo en la cara. Colocó las maletas en el suelo y dijo adiós con la mano, pero al hacerlo se dio cuenta de que ya ella había abandonado la ventana. Temeroso de que bajara e hiciera una escena en plena calle, tomó las maletas y echó a andar rápidamente en dirección a la avenida principal, con la intención de tomar un taxi.

Pero su madre estaba sentada en el sofá, llorando, con lágrimas de vergüenza, dolor y humillación. Sabía que si su hijo hubiese muerto en una playa desconocida, y hubiese sido enterrado en tierra extranjera, con la cruz blanca sobre su pecho, entre miles y miles de otros soldados, su dolor hubiera sido mayor, tal vez. Pero no hubiese habido lugar para el sentimiento de vergüenza, y, pasados algunos años, mitigado en cierto modo el dolor, incluso hubiese podido llegar a experimentar una sensación de orgullo.

No hubiese existido esta tristeza tan profunda, esta sensación de pérdida definitiva, pues de haber muerto, hubiera podido llorar sobre su cuerpo y llevarle flores a la tumba.

En el tren que lo traía de vuelta a la tierra del enemigo, Mosca, adormilado, se balanceaba de un lado a otro del banco, al compás del movimiento lateral del vagón. Se echó sobre el banco, pero no podía evitar el oír los lamentos del hombre herido, el rechinar de dientes, a pesar de que el hombre estaba dormido. Mosca se levantó y se acercó al soldado que estaba en mitad del vagón. La mayoría de los soldados estaban dormidos, y el vagón estaba sólo iluminado por la débil luz de tres velas. Mulrooney, acurrucado en un banco, estaba roncando, y dos soldados, con sus armas al lado, estaban jugando a las cartas y bebiendo de una pequeña botella.

Mosca preguntó, en voz baja:

—¿Puede alguien prestarme una manta? Ese hombre tiene frío.

Uno de los soldados le dio una manta.

—Gracias —dijo Mosca.

El soldado se encogió de hombros.

—Debo permanecer aquí, quieto, vigilando a este buscabullas.

Mosca miró al dormido Mulrooney. La cara era pálida. Los ojos se abrieron lentamente, le miraron bestialmente, y, en ese momento, antes de que aquellos ojos volvieran a cerrarse, Mosca pensó: «¡Pobre y estúpido bastardo!».

Atravesó el vagón, echó la manta sobre el señor Gerald y volvió a acomodarse en su banco. Ahora se durmió fácilmente y con rapidez. Durmió sin pesadillas, hasta que el tren llegó a Francfort y alguien lo despertó.