12
Wolf tomaba su cena fría, al estilo campesino alemán; cogió la larga y colorada salchicha y cortó un trozo con su navaja de bolsillo. Luego, cortó un trozo del enorme pan moreno que tenía delante de él. La muchacha alemana con la que vivía, Úrsula, y su padre, tomaron a su vez la salchicha y el pan. Los tres tenían delante de sus respectivos platos una lata de cerveza americana, con la que, de vez en cuando, llenaban sus vasos.
—¿A qué hora tienes que irte? —preguntó Úrsula. Era Vina muchacha morena y de baja estatura, y su temperamento era explosivo. Wolf había disfrutado intentando domarla. Había arreglado ya los papeles para su matrimonio, pero lo hizo sólo cuando se le permitió trasladarse a vivir en la casa de su padre. Había otras consideraciones.
—Tengo que encontrarme con Mosca en el Rathskellar dentro de una hora, más o menos —dijo Wolf, mirando el reloj que había quitado al refugiado polaco, después de la guerra. El muerto Polack, pensó Wolf.
—Me disgusta ese hombre —dijo Úrsula—. No tiene modales. No sé qué es lo que una chica puede ver en él.
Wolf cortó otro trozo de salchicha y dijo, bromeando:
—Lo mismo que tú ves en mí.
La esperada reacción fue inmediata:
—Vosotros, los norteamericanos, pensáis que somos capaces de hacer cualquier cosa por vuestro tabaco y vuestra comida. Intenta tratarme como tus amigos norteamericanos tratan a sus chicas. Verás si te aguanto. Te irás de esta casa en seguida.
El padre, sin dejar de comer, dijo, apaciguador:
—Úrsula, Úrsula —pero sus palabras las dictaba únicamente la fuerza de la costumbre, pues seguramente estaba pensando en otra cosa.
Cuando Wolf hubo terminado de cenar, se dirigió al dormitorio y llenó de chocolate, cigarrillos y algunos puros su amplio maletín de cuero marrón. El chocolate y el tabaco los sacó de un armario cerrado del cual sólo él tenía la llave. Cuando estaba a punto de salir, entró el padre de Úrsula.
—Antes de que te vayas, Wolfgang, quisiera hablarte —el padre se mostraba siempre educado y respetuoso, recordando siempre que el amante de su hija era norteamericano. Y a Wolf eso le gustaba.
El padre condujo a Wolf a la fría bodega, situada en la parte trasera del apartamento, el cual, más que una planta baja, era un semisótano, pues quedaba a un nivel inferior al de la calle. El padre abrió la puerta y, en tono dramático y preocupado, exclamó:
—Mira.
De las vigas de madera colgaban los huesos desnudos de algunos jamones, además de un queso blanco, que parecía una luna en cuarto menguante.
—Tenemos que hacer algo, Wolfgang —dijo el padre—, nos queda ya muy poca cosa. Apenas nada.
Wolf suspiró. Se preguntaba qué era lo que el viejo zorro había hecho con los comestibles. Ambos sabían perfectamente que no se los habían comido. Ni todo un regimiento hubiera podido acabar con todo. Como siempre que el viejo entonaba la conocida canción, Wolf pensaba: Espera a que Úrsula y yo estemos en los Estados Unidos. Os voy a dar una buena lección a los dos. El anciano esperaría paquetes. Puñetas recibiría. Wolf movió la cabeza, como si hubiese resuelto el problema.
—Muy bien —dijo; regresaron al dormitorio, y Wolf entregó al padre cinco cajas de cigarrillos—. Son los últimos que podré darle en algunos meses —dijo Wolf, en tono serio—. Los demás voy a necesitarlos para un gran negocio que tengo entre manos.
—No te preocupes —respondió el padre—, bastarán para una buena temporada. Mi hija y yo nos arreglamos con muy poco, Wolfgang, tú lo sabes.
Wolf movió la cabeza, en signo de asentimiento y, también, de admiración por la desfachatez del hombre, y pensó: El viejo ladrón todavía se hará rico a costa mía.
Antes de abandonar la habitación, Wolf sacó de un cajón de su mesa la pesada pistola Walther y se la metió en el bolsillo interior de su chaqueta. Esto siempre atraía la atención del padre, que se volvía aún más respetuoso, lo que agradaba a Wolf.
Mientras salían de la habitación, el viejo pasó, paternalmente, un brazo por el hombro de Wolf:
—La semana próxima recibiré una buena cantidad de tela de gabardina, de colores marrón y gris. Haré que te confeccionen unos cuantos trajes, como regalo. Y si alguno de tus amigos quiere comprar, les haré un precio especial, por ser amigos tuyos.
Wolf, con expresión grave, asintió. Mientras se dirigía a la puerta, Úrsula le dijo:
—Ten cuidado.
Abandonó el apartamento y salió a la calle, después de subir unos pocos escalones. Luego, andando con rapidez, tomó el camino hacia el Rathskellar. Estaba a sólo quince minutos, por lo que disponía de tiempo más que suficiente. Mientras caminaba, pensaba, maravillado, en el padre. Una gran cantidad de tela de gabardina. Su tela, en realidad. Y no parecía tener intención alguna de darle comisión. Tendría que poner los puntos sobre las íes. Tenía que ganar algo. A Mosca, a Cassin y Gordon les daría algunos metros, y hasta al judío tal vez, pero aun así, querría obtener algún beneficio. La vendería directamente. Y se quedaría algún corte para él. Bueno, era poca cosa, pero todo ayudaba.
En el Rathskellar, el gran restaurante subterráneo que antes de la guerra había sido uno de los mejores de Alemania, encontró a Eddie Cassin y a Mosca en una mesa situada junto a unos gigantescos toneles de vino. Los enormes barriles, que llegaban hasta el techo, formaban una sombra sobre los dos hombres, aislándolos del resto de los oficiales y de las pocas mujeres presentes en la vasta y cavernosa sala. Una orquesta de cuerda tocaba suave y melodiosamente; la iluminación era escasa, y las pequeñas mesas con mantel blanco se extendían hasta donde alcanzaba la vista; y, además, había las alcobas y los pequeños comedores privados.
—Wolf, el hombre de los cigarrillos —gritó Eddie Cassin. Su voz se elevó por encima de la música y hasta el casi invisible techo, y allí se perdió; nadie prestó la menor atención. Eddie se inclinó sobré la mesa y murmuró:
—¿Qué es lo que habéis planeado para esta noche, perdonavidas?
Wolf se sentó:
—Sólo deseamos dar una vueltecita por la ciudad. Ver si conseguimos alguna ganga. Si dejáis de hacer tonterías, es posible que pueda haceros ganar algunos centavos.
Aunque hablaba en broma, Wolf estaba preocupado. Se daba cuenta de que Mosca estaba casi tan borracho como Eddie, y eso le sorprendía. Nunca antes había visto borracho a Mosca. Se preguntaba si sería mejor cancelar el asunto por aquella noche. Pero estaba ya todo dispuesto; era la primera noche en que entrarían a formar parte del engranaje del mercado negro, pero a lo grande. Cabía incluso la posibilidad de que lograran saber quién tenía los vales. Wolf pidió una bebida, mientras miraba a Mosca, tratando de darse cuenta de si estaría en condiciones.
Mosca, que se había dado cuenta del examen a que era sometido, sonrió:
—Dos minutos al aire libre y me encontraré bien. No té. preocupes.
Trataba de hablar con normalidad, pero las palabras se, negaban casi a salir de su boca. Wolf no pudo ocultar una mueca de disgusto.
Eddie movió la cabeza, con mímica de beodo:
Lo que te pasa, Wolf, es que te crees listo. Quieres ser millonario. Pero nunca lo serás, Wolf. Ni que vivieras un millón de años. Primero, porque no tienes cerebro, lino sólo un poco de astucia. Segundo, porque te faltan cojones. Eres capaz de golpear a un prisionero alemán, pero eso es todo. Eso es todo, eso es todo.
—¿Cómo puedes aguantar a este desgraciado? —preguntó Wolf a Mosca, en tono deliberadamente tranquilo e insultante—. Son tantas las mujeres que se han sentado encima de su cabeza, que se le ha reblandecido el cerebro.
Eddie, irritado, se levantó y gritó: ¡Tú, sucio buscavidas…!
Mosca lo obligó a sentarse nuevamente. Algunos de los ocupantes de las otras mesas se habían vuelto para mirarlos.
—Tómalo con calma, Eddie, está bromeando. Y tú, también, Wolf. Está borracho. Cuando bebe, odia a todo el mundo. Y, además, su esposa le ha escrito desde Inglaterra, diciéndole que viene hacia aquí, con el niño. Y, claro, Eddie no puede soportar la idea de prescindir de todas sus damas.
Eddie se volvió a Mosca, y, en tono de reproche, le dijo:
—No es eso, Walter; comprendo que me he portado bastante mal con ella —movió la cabeza, con gesto de aflicción.
Mosca, para alegrarlo, dijo:
—Háblale de tu gorila a Wolf.
Wolf se bebió su whisky, con lo que recuperó parcialmente su buen humor. Sonrió a Eddie Cassin.
Eddie dijo, solemnemente y casi con reverencia:
—Estoy acostándome con una* gorila.
Esperó la reacción de Wolf.
—No me sorprende —dijo Wolf, y se rio con Mosca—. Pero explícate mejor, ¿quieres?
—De veras, me entiendo con una gorila —insistió Eddie.
Wolf miró a Mosca, interrogativamente.
—Es una mujer —dijo Mosca—, pero él pretende que es una gorila, de tan fea como es.
Eddie bajó la vista, y luego se volvió a Mosca. En tono de profunda seriedad, le dijo:
—Debo confesarte una cosa, Walter: se trata realmente de una gorila. Me daba vergüenza admitirlo, pero es una gorila. Te mentí. Vive cerca de la base aérea y trabaja en el Gobierno Militar. Es intérprete.
Sonrió a sus dos compañeros, y Wolf, ya de un humor normal, se rio, pero tan fuerte que los de las mesas vecinas volvieron a mirarlos nuevamente.
—¿Qué os parece si vamos a buscarla, para divertirnos un poco? —preguntó Wolf, en plan de guasa.
Eddie se encogió de hombros:
—¡Cielos! Pero si ni siquiera pie atrevo a salir a la calle con ella. Sólo entro en su casa amparado en la oscuridad de la noche.
—Es hora de marcharnos, Walter —dijo Wolf, secamente—; ésta es la noche señalada, y va a ser muy larga.
Mosca acercó su cara a la de Eddie y le preguntó:
—¿Estás bien? ¿Podrás llegar a casa?
Eddie dijo algo así como que no se preocupara, y mientras se dirigían a la puerta lo oyeron pedir a gritos, al camarero, otra bebida.
Wolf dejó que Mosca andara delante de él, observando qué su paso era poco firme. Mientras subían los escalones, no pudo evitar decirle:
—Has escogido una buena noche para emborracharte.
En la boca de Mosca entró el aire fresco de la noche, hiriendo sus encías y su paladar, dañados ya por el exceso de alcohol y tabaco. Para calentarse la boca y la garganta, encendió un cigarrillo y pensó: Que te zurzan, Wolf. Si este hijo de perra me hace otra alusión, le pego un puñetazo, o me marcho. Sentía el aire frío atravesarle la garganta y notaba que se le helaban las rodillas, los muslos y hasta el torso. Al llegarle el aire fresco al estómago, sintió enormes deseos de vomitar. La mente se le nublaba. Hizo un supremo esfuerzo para que Wolf no notara su estado. Estaba de acuerdo con Wolf en que había escogido una mala noche para embriagarse. Pero es que, por vez primera, había discutido con Hella. No había sido una de aquellas peleas que le hacen a uno perder los estribos y que dejan resentimientos, sino una disputa en la que ambos habían hablado lenguajes distintos. Era triste y deprimente.
La calle que tomaron Wolf y Mosca al salir del Rathskellar hacía pendiente. Pasaron por delante del Club de la Cruz Roja, y la música procedente del interior del local les estuvo siguiendo un rato, cual un fantasma. Un poco más allá del edificio de la policía, con su potente reflector que encerraba los jeeps en un cegador mar de luz, dejaron el centro de la ciudad y se confundieron en la oscuridad de la noche. Aunque debieron de haber andado un buen rato, a Mosca le pareció que sólo había transcurrido un instante cuando Wolf llamó a una puerta. De pronto se encontraron ambos dentro de algún lugar, al amparo del frío.
En la habitación había una mesa de grandes proporciones, con cuatro sillas a su alrededor. Eran los únicos muebles. Adosadas a la pared había montañas de diversos productos, sobre los cuales, aprisa y corriendo, habían colocado mantas del ejército. No había ventanas, y la habitación estaba llena de humo.
Mosca oyó que Wolf decía algo, mientras le presentaba al alemán —un enano casi— que tenía delante de él. A pesar de que el humo acentuaba su necesidad de vomitar, hizo un esfuerzo por centrarse, por darse cuenta de todo.
—Usted sabe qué es lo que a él le interesa —decía Wolf—. Dinero, sólo dinero. Vales norteamericanos.
El alemán movió la cabeza:
—He preguntado, he preguntado a todo el mundo. Nadie tiene la cantidad que usted dice. Yo, personalmente, puedo comprar por unos cientos de dólares, pero no más.
Mosca abrió la boca para enunciar, muy lentamente, lo que Wolf le había dicho que dijera:
—Me interesa vender de golpe una importante partida. Cinco mil cajas, como mínimo.
El pequeño alemán le dirigió una mirada de respeto y deferencia, y en su voz había una nota de envidiosa voracidad, al decir:
—¡Cinco mil cajas! ¡Vaya!
Al pensar en ello, sus ojos adquirieron una expresión soñadora, pero inmediatamente, en plan de hombre de negocios, dijo:
—No obstante, seguiré investigando, ténganlo por seguro. ¿Una copa, antes de despedirnos? ¡Freidl! —llamó; apareció una mujer, procedente de una habitación interior—. ¡Aguardiente! —gritó el alemán, como quien llama a un perro por su nombre. La mujer desapareció para, poco después, reaparecer con una botella blanca y tres vasitos. Detrás de ella entraron dos criaturas, un niño y una niña, de cabellos rubios y cara sucia.
—¡Qué niños tan hermosos! —exclamó. De su cartera de mano sacó cuatro barritas de chocolate e hizo ademán de entregar dos a cada uno.
El padre se interpuso entre Wolf y los niños y tomó en sus manos el chocolate:
—No —dijo—, es demasiado tarde para comer dulces» —se acercó a un armario, abrió uno de los cajones, y luego se volvió, pero ya con las manos vacías—. Mañana, hijos míos —dijo.
El niño y la niña, tristes, se marcharon. Mientras Wolf y Mosca bebían, la mujer dijo algo, en tono cortante y en un dialecto que ninguno de los dos entendía. El hombre contestó algo, y sus palabras fueron acompañadas de una mirada amenazadora:
—He dicho que mañana. Mañana; no se hable más. Mosca y Wolf se fueron, y en la oscura calle, iluminada sólo por la luz procedente de una ventana, pudieron oír las encolerizadas voces del hombre y de la mujer, unas voces que expresaban, además de enojo, miedo y odio.
El blanco aguardiente hecho de patatas, casi tan fuerte y seco como el alcohol, calentó el cuerpo de Mosca, pero Hizo que la oscura noche de invierno le pareciera más negra todavía. La cabeza le daba vueltas y daba algún que otro traspiés. Finalmente, Wolf se detuvo y le preguntó, en tono preocupado y asiéndole del brazo:
—¿Quieres que lo dejemos por esta noche, Walter? ¿Prefieres irte a casa?
Mosca, su cara muy cerca de la pálida faz de Wolf, negó con la cabeza. Echaron a andar nuevamente, Mosca un paso o dos detrás de Wolf. Luchaba contra el frío y contra sus deseos de vomitar. Recordó que Hella le había dicho las mismas palabras, aquella tarde.
Llevaba uno de los vestidos que él le había regalado en las últimas Navidades. Ann Middleton le había prestado su tarjeta, lo que le permitió comprar en el almacén militar. Hella le había mirado meterse su pequeña pistola húngara en el bolsillo interior de su chaqueta. Luego le preguntó, con voz suave:
—¿Quieres regresar a tu casa?
Mosca sabía lo que la muchacha quería decir. La prohibición de los matrimonios entre norteamericanos y alemanas había sido levantada unos días antes de Navidad, y ahora, más de un mes después, él nada había hecho para conseguir el permiso de boda. Y Hella sabía que ello era debido a que una vez casados, tendrían que salir de Alemania y trasladarse a los Estados Unidos. Y respondió:
—No, no puedo ahora; me faltan seis meses para terminar mi contrato de trabajo.
Hella había estado dudando, había tenido miedo casi, y cuando se acercó a dar un beso a Mosca, como siempre hacía cuando él salía, incluso por unas pocas horas, le dijo:
—¿Por qué no lees las cartas de tu familia? ¿Por qué no les envías algo más que una simple nota?
Mosca sentía contra su cuerpo el suave contacto de su estómago y de sus redondos pechos.
—Deberemos marcharnos algún día —dijo Hella.
Y él sabía que esto era verdad. Pero no podía decirle por qué le era imposible regresar a casa ahora. No podía decirle que no sentía verdadero afecto por su madre ni por Alf, y que la lectura de sus cartas sería como oír sus lloriqueos. No podía decirle que le gustaba la ruinosa ciudad, los destrozados edificios, la línea del horizonte, que parecía cortada con un hacha. Que, cuando estaba en su hogar, las calles sólidas, interminables y monótonas le producían un sentimiento de angustia.
—Tenemos tiempo —dijo—. En junio, una vez haya nacido el niño, arreglaré los papeles y nos casaremos.
Hella permanecía de pie a unos pasos de él:
—No es eso lo que me preocupa. Pero creo que no deberías tratar así a tu familia; pienso que, al menos, deberías leer sus cartas.
Mosca, irritado, replicó:
—Mira, no me gusta que me digas lo que tengo o no tengo que hacer.
Y ella, después de darle un beso, le había dicho:
—Ten cuidado esta noche.
Y él sabía que lo esperaría, a pesar de haberle dicho que no lo hiciera.
Pudo oír la voz de Wolf, que decía:
—Ya hemos llegado.
Se encontraban frente a una escalinata y debajo de un círculo de luz formado por una bombilla fijada en la fachada de la casa. Su luz débil y amarillenta era lo único que quebraba la oscuridad de la noche. Mosca, vacilante, los escalones, sin dejar de cogerse fuertemente a la barandilla de hierro.
—Este individuo es un pájaro —dijo Wolf mientras tocaba el timbre—. Pero quiero que lo conozcas. Es joyero, y si quieres algo para tu chica, se portará bien.
Se abrió la ventana situada encima de la bombilla. Wolf levantó la cabeza y dijo:
—Buenas noches, Herr Furstenberg.
—Un momento, Herr Wolfgang —la voz era triste y se adivinaba que pertenecía a un hombre de cierta edad.
Cuando se abrió la puerta, un hombre calvo y de baja estatura, piel morena y enormes ojos negros, los esperaba para saludarles, y cuando Wolf presentó a Mosca, el alemán hizo chocar sus talones y efectuó una ligera reverencia.
—Suban, por favor —dijo.
Subieron las escaleras y atravesaron una puerta que los condujo a un amplio salón con muchos muebles, entre los que figuraban dos grandes sofás, tres o cuatro sillas tapizadas y un magnífico piano. Había una mesa en el centro de la habitación, y algunas otras, más pequeñas, contra las paredes. En uno de los sofás estaban sentadas dos muchachas de no más de dieciséis años; no estaban muy juntas, sino que quedaba un espacio entre ambas. Herr Furstenberg se sentó en dicho espacio.
—Por favor —dijo, señalando las sillas vacías más cercanas a él. Wolf y Mosca se sentaron.
—Quería presentarle al hombre de quien le he hablado —dijo Wolf—. Es un excelente amigo mío, y sé que usted le tratará bien, si algún día necesita su ayuda.
Herr Furstenberg, sus brazos alrededor de la cintura de las dos muchachas, inclinó su calva cabeza cortésmente, con igual formalismo y seriedad:
—No le permito que lo dude —dijo, mirando directamente a Mosca, con sus hundidos ojos negros—. Le ruego que acuda a mí, en todo lo que considere que puedo serle útil.
Mosca asintió y apoyó la espalda en la cómoda silla, sintiendo una gran fatiga en las piernas. Confusamente, a través de la niebla de su cansado cerebro, observó que las dos muchachas tenían muy buen aspecto, a pesar de que no iban maquilladas. Llevaban unos calcetines de lana que les llegaban hasta las rodillas. Estaban sentadas recatadamente al lado de Herr Furstenberg; una de ellas llevaba unas largas trenzas que, cayendo por los hombros, le llegaban hasta el regazo. Herr Furstenberg jugaba distraídamente con una de las trenzas.
—En lo que se refiere al otro asunto —dijo el alemán, dirigiéndose nuevamente a Wolf—, lo siento mucho, pero no puedo ayudarle. Ninguno de mis amigos ha oído hablar del robo de un millón de dólares en vales. Es una listona fantástica —el alemán les dedicó una amable sonrisa.
—No —dijo Wolf, con firmeza—, la historia es cierta —se levantó y alargó la mano—. Siento haberle molestado a una hora tan intempestiva. Si consigue alguna información, le ruego que me la comunique.
—Naturalmente —dijo Herr Furstenberg. Se levantó y estrechó la mano de Mosca, diciendo:
—Le ruego acuda a mí siempre que quiera.
Las dos muchachas se levantaron del sofá y Herr Furstenberpr, cual padre amantísimo, les rodeó la cintura con los brazos, y los tres acompañaron a Mosca y a Wolf hasta el rellano. Una de las chicas, la que no tenía el pelo largo, los acompañó hasta la puerta de la calle. Pudieron oír cómo la muchacha echaba el cerrojo. Luego se apagó la bombilla de la fachada y todo quedó sumido en la más absoluta oscuridad.
Mosca, mortalmente cansado, y disgustado por haber tenido que abandonar la cómoda habitación, preguntó a Wolf:
—¿Piensas que llegaremos a encontrar a esos bastardos?
—Espero lograr algo esta noche —respondió Wolf—. De momento, considero interesante que te vean. Eso es lo principal…
En las oscuras calles vieron jeeps estacionados frente a casas aparentemente desiertas.
—Todo el mundo está de caza esta noche —comentó Wolf—. ¿Qué te ha parecido Furstenberg?
Ya no hacía viento, por lo que podían hablar con facilidad:
—Parece un buen sujeto —contestó Mosca.
—Excelente, para ser un judío. Y no quiero ofender a tu amigo —dijo Wolf; al ver que Mosca no decía nada, prosiguió, Furstenberg estuvo también en un campo de concentración. Su esposa e hijos están en los Estados Unidos. Quería reunirse con ellos, pero padece de tuberculosis, por lo cual no le permiten la entrada. Y la pescó en el campo. Gracioso, ¿eh?
Mosca no contestó. Cruzaron una avenida bien iluminada, y se encontraron en el corazón de la ciudad.
—Está algo loco —casi gritó Wolf; volvía a soplar el viento, que levantaba nubes de polvo; doblaron una esquina y el viento volvió a desaparecer—. ¿Has visto a las dos muchachas? Las consigue en zonas rurales, y cada mes, aproximadamente, le envían otras dos. Fue su agente quien me lo contó; tenemos negocios en común. Furstenberg pasa unas semanas viviendo con las chicas, las cuales disponen de su propia habitación. Y luego, después de haberlas tratado como hijas durante todo este tiempo, una noche entra en su dormitorio y las desvirga.
A la mañana siguiente las pone de patitas en la calle, no sin entregarles alguna joya de valor, y una semana más tarde recibe otro par de muchachas. Las que has visto son nuevas, pues no las había visto antes. Debe ser de película la escena que se desarrolla en la habitación de las jovencitas. Algo realmente salvaje. Como cuando uno persigue a un par de gallinas para cortarles la cabeza.
«Otro sinvergüenza», pensó Mosca. Todo el mundo iba a lo suyo. Y él no era mucho mejor. Así que no permitían la entrada del pobre bastardo porque sufría de tuberculosis. Era una ley que estaba en los libros. Una ley sensata, como todas las leyes. Pero siempre fastidiaban a alguien. En este caso, al hijo de puta de Furstenberg. Pero él, Mosca, tenía sus propios problemas, y eso es lo que había querido explicar a Hella. Que cada día quebrantaba una ley. Era ilegal tenerla en el alojamiento, comprarle vestidos con la tarjeta militar de Middleton, dormir con ella, etc., y por amarla podía dar con sus huesos en la cárcel. Y no se quejaba, no se indignaba, pues así era el mundo. Pero cuando intentaban que se sintiera avergonzado, cuando trataban de convencerlo de que todo aquello era justo, su espíritu se sublevaba. Cuando querían que se condujera como ellos pensaban que debía conducirse, los enviaba mentalmente a hacer gárgaras. El escuchar a su madre, a Alf y a Gloria era superior a sus fuerzas. No podía resistir la lectura de los periódicos, pues su contenido lo asqueaba. Ayer decían que una cosa era buena y hoy dicen que es mala. Hoy te consideran bueno, pero mañana te harán creer que eres un asesino, un animal salvaje. La muerte de Fritz podía quedar sin castigo, pero uno podía ir a parar a la cárcel por amar a una mujer. Una semana atrás había visto cómo ejecutaban a los polacos, en el campo de juego situado detrás de la base aérea. Los tres valientes polacos habían hecho una matanza en una aldea alemana; cayeron hombres, mujeres y niños, pero aquellos pobres polacos habían cometido un error; la matanza la habían realizado pocos días después de haber comenzado la ocupación, en lugar de unos días antes. Por ello, en lugar de ser condecorados por el general, como valientes guerrilleros, la mitad superior de sus cuerpos había sido cubierta por unas capuchas oscuras, y habían sido atados a unos palos de madera. El pelotón de ejecución, desde pocos metros, los acribilló. Unos creerán que la ejecución era necesaria y justa, mientras otros creerán todo lo contrario, pero la realidad es que a nadie le preocupan mucho estas cosas. ¿No se tomó él un buen desayuno después de ver morir a los polacos?
Pero no podía explicar a Hella el motivo por el cual odiaba a su madre, a su novia, y a su hermano; y por qué, en cambio, la amaba a ella. Quizá porque ella había tenido miedo, como lo había tenido él; tal vez porque ella temía a la muerte tanto como la temía él; y quizás, en realidad, era porque ella lo había perdido todo, igual que él; con la diferencia de que él había perdido todo lo que antes había tenido en su interior, en su espíritu, y la muchacha, en cambio, no. Tampoco podía explicar a Hella que odiaba a todas las madres, y padres, y hermanos, y hermanas, a todas las novias y esposas que veía en los periódicos, en los noticiarios y en las brillantemente coloreadas revistas, recibiendo medallas por sus hijos muertos, por sus héroes. Odiaba las orgullosas sonrisas, el orgulloso llanto, los serios vestidos que se ponían para la ocasión, y su dolor, verdadero pero dulce. Y lo mismo le sucedía con las solemnes caras de los erguidos dignatarios, con sus camisas inmaculadamente blancas y sus negras corbatas. Imaginaba también a los seres queridos de los enemigos, recibiendo las mismas medallas por sus hijos muertos y sus héroes, aceptando en cambio, entre sonrisas y lágrimas, el disco metálico colocado en una cajita tapizada en seda. Y de pronto, a su confuso y fatigado cerebro llegaba la imagen, monstruosa, de miles de muertos que levantaban la cabeza para inclinarse, agradecidos, ante los dignatarios, las madres, los padres, los hermanos y las novias.
Pero no se les podía reprochar nada, porque nuestra causa era justa; eso es cierto, pero ¿y lo de Fritz? Eso fue un accidente, nada más que un accidente. Y todos lo perdonarían, sus propios superiores, su madre, Alf y Gloria. Todos dirían que no había podido hacer otra cosa. Los gusanos lo perdonarían también. Hella había llorado, pero lo aceptó también, porque no le quedaba otro remedio. Y él no podía echarles nada en cara. Pero no tratéis de decirme lo que está mal, no me digáis que debo leer sus cartas, no me digáis que no debe llegar el fin del mundo porque los hombres son sagrados y tienen un alma inmortal, no digáis que debo sonreír ni ser amable con todos los hijos de perra que me hacen un favor y se dignan saludarme. Todas las insinuaciones de Hella para que me muestre más amable con Frau Meyer, con Yergen y con mis amigos, y para que lea y conteste las cartas de mi familia. Todo forma una confusa mezcla de la que nadie es culpable. En consecuencia, ¿cómo podemos reprocharles el hecho de que estén vivos?
Tuvo que detenerse, se sentía realmente enfermo; la cabeza le daba vueltas y ni siquiera sentía sus piernas. Wolf lo sostenía del brazo, y él se apoyaba en su hombro, hasta que, finalmente, su cabeza ya un poco más clara, pudo volver a andar.
La noche se veía turbada por el paso de sombras, y Mosca, siguiéndolas, levantó la cabeza y vio por vez primera la fría y distante luna invernal, y se dio cuenta también de que se hallaban en el parque Contrescarpe, que se extiende alrededor de un pequeño lago. La luz de la luna brillaba en el agua y daba a los árboles un aspecto fantasmagórico. Mientras miraba, grandes sombras azules atravesaban el firmamento, y ahora, de repente, se dio cuenta de que no podía ver nada. Luego Wolf le dijo:
—Pareces realmente enfermo, Walter; sigamos andando un poco más y luego nos detendremos.
De pronto se encontraron en la ciudad, concretamente en una plaza. En un extremo se alzaba una iglesia, cuyas Agrandes puertas de madera estaban cerradas. Se encaminaron a una entrada lateral y subieron por una estrecha escalera. Al final de la misma había una puerta que parecía formar parte de la pared. Wolf llamó y, a pesar de\su estado, Mosca se asombró al ver a Yergen y pensó: Wolf sabe que Yergen no se va a creer que tengo los cigarrillos. Pero se sentía demasiado mal como para preocuparse.
Mosca se apoyó en una de las paredes de la habitación, y luego Yergen le dio una píldora verde y café caliente; mejor dicho, le puso la pastilla en la boca y el vaso en los labios.
Ahora veía perfectamente a Yergen y a Wolf, y también la habitación. El malestar desapareció de su cuerpo, y sintió un sudor frío entre sus piernas. Wolf y Yergen lo miraban, sonrientes, y Yergen le dio una palmada en el hombro mientras, amablemente, le preguntaba:
—¿Se encuentra mejor?
La habitación era fría. Era grande, cuadrada, con el techo muy bajo, y estaba partida en dos gracias a una especie de biombo de madera cubierto con ilustraciones recortadas de un cuento de hadas:
—Mi hija duerme al otro lado —dijo Yergen, y mientras el alemán hablaba pudieron oír la respiración de la pequeña, que luego despertó, comenzando entonces a llorar, como si se hallara sola y el sonido de su propio miedo la asustara. Yergen se dirigió al otro lado del biombo y regresó poco después con su hijita en brazos.
La niña estaba envuelta en una manta del ejército norteamericano, y los miró gravemente con sus ojos húmedos. Tenía el cabello de un negro intenso, y una cara madura y triste.
Yergen se sentó en el sofá, con Wolf a su lado. Mosca ocupó la única silla libre.
—¿Puede usted venir con nosotros esta noche? —preguntó Wolf—. Iremos a ver a Honny. Es el hombre que me interesa.
Yergen negó con la cabeza:
—Esta noche me es imposible —apretó su mejilla contra la de su hijita—. Mi pequeña ha sufrido un susto antes de que vinieran ustedes. Alguien llamó a la puerta, y ella sabía que no era yo, porque tenemos una señal especial. Debo dejarla sola muchas veces, y la mujer que cuida de ella se marcha a las siete. Cuando regresé, la niña estaba tan asustada que tuve que darle una de las píldoras.
Wolf meneó la cabeza:
—Es muy pequeña. No le convienen las píldoras. Pero espero que no piense que fuimos nosotros. Usted sabe que respeto sus deseos y que vengo solamente cuando así lo hemos acordado usted y yo.
Yergen seguía con la niña en brazos:
—Lo sé, Wolfgang, sé que es usted muy razonable.
Y sé que no debería darle pastillas. Pero se encontraba en un estado tal que me asusté.
Mosca se sorprendió al ver la mirada de amor en la orgullosa cara de Yergen, y su tristeza y desesperación.
—¿Piensa que Honny puede tener ya alguna noticia? —preguntó Wolf.
Yergen movió la cabeza:
—Creo que no. Perdóneme por decir esto: sé que usted y Honny son muy buenos amigos. Pero si tiene alguna noticia, no estoy seguro de que la comunique inmediatamente.
Wolf sonrió:
—Lo sé. Por eso me hago acompañar por Mosca, para convencerlo de que tengo un hombre con cinco mil cajas.
Yergen miró fijamente a Mosca, y por vez primera éste se dio cuenta de que Yergen era su cómplice, un socio.
Y vio que en los ojos de Yergen había una mirada de temor, como si mirara a alguien de quien supiera que Iba a cometer una muerte. Ahora se daba cuenta del papel que sus dos socios le habían asignado. Devolvió la mirada a Yergen, hasta que éste bajó la cabeza.
Salieron. En la calle, la oscuridad no era tan intensa como antes, como si la luna hubiese disuelto en parte las sombras, pero sin dar luz. Mosca se sentía como nuevo, y el aire fresco le había aclarado la cabeza. Caminaba, rápidamente, al lado de Wolf. Encendió un cigarrillo, y el suave humo le calentó la lengua. Andaban en silencio. En un momento dado, Wolf dijo:
—Es una larga caminata, pero nos queda ya sólo una parada. Luego tendremos el premio. Combinaremos los negocios con el placer.
Tomaron diversos atajos a través de edificios en ruinas, hasta que Mosca perdió su sentido de la orientación, y de pronto se encontraron en una calle que parecía desgajada del resto de la ciudad, una pequeña aldea rodeada de un desierto de escombros. Wolf se detuvo en la última casa del final de la calle y dio una serie de rápidos golpes en la puerta.
Se abrió, y frente a ellos vieron a un hombre bajo y rubio. La parte delantera de su cabeza era completamente calva, y parecía como si el cabello del centro y de la parte posterior no fuera tal cabello, sino un casquete dorado. Iba muy correctamente vestido.
El alemán estrechó la mano de Wolf y dijo:
—Wolfgang, llega usted a punto para el tentempié de medianoche —los hizo pasar y cerró la puerta; pasó el brazo por los hombros de Wolf—. Me alegro muchísimo de verle. Pasen, pasen.
Pasaron a una lujosa sala, en la que se veía un chinero lleno de copas y vasos de cristal y piezas de vajilla; el suelo estaba ricamente alfombrado en rojo. Una de las paredes estaba tapada por una estantería llena de libros, y había lámparas de pie y suaves sillones. En uno de ellos, los pies sobre un cojín amarillo, estaba sentada una mujer de formas opulentas, labios carnosos y brillante pelo rojo. Estaba leyendo una revista norteamericana de modas. El hombre rubio le dijo:
—Aquí están nuestro Wolfgang y el amigo de quien nos habló.
La mujer extendió una mano fláccida, que ambos estrecharon. Dejó la revista en el suelo.
Wolf se quitó la chaqueta y dejó su cartera de mano en la silla que tenía al lado.
—¿Ha habido suerte, Honny? —preguntó al hombre rubio.
—Creo que se está usted burlando un poco de nosotros —dijo la mujer—. No hemos podido encontrar nada.
Hablaba a Wolf, pero miraba a Mosca. Su voz era extremadamente dulce, una voz que suavizaba el sentido de cualquier cosa que dijera. Mosca encendió un cigarrillo, sintiendo que su cara ardía debido al deseo que la mujer había despertado en él con su mirar, con la absoluta franqueza de sus ojos, y con el recuerdo de su mano, ardiente cuando Mosca la estrechó. Y, sin embargo, al levantar los ojos vio, a través del humo del cigarrillo, que era fea; a pesar del maquillaje, no podía ocultar la voracidad de su boca ni la crueldad de sus ojos azules.
—Es una historia completamente cierta —decía Wolf—. Me consta. Necesito únicamente ponerme en contacto con las personas adecuadas. Quienquiera que me ayude obtendrá una buena recompensa.
—¿Y éste es su rico amigo? —preguntó el hombre, sonriendo. Mosca observó que tenía pecas en la cara, lo que le daba un aspecto juvenil.
Wolf se rio y contestó:
—Aquí está sentado un hombre con cinco mil cajas.
Lo dijo en tono burlesco y, a la vez, con admiración. Mosca, que comenzaba a disfrutar de la situación, dedicó los dos alemanes una sonrisa que parecía indicar que igual podía tener un camión cargado de cigarrillos estacionado frente a la casa. Le devolvieron la sonrisa. Veremos si después os reís también, cabezas cuadradas, pensó.
Se abrió la puerta corrediza que daba a la otra habitación y apareció otro alemán, delgado, vestido con un traje oscuro. Detrás de él, Mosca pudo ver una mesa con mantel y servilletas blancas, cubiertos de plata y bonicas copas de cristal.
El hombre rubio dijo:
—Por favor, acompáñennos en nuestra tardía cena. En el asunto que le interesa, Wolfang, no puedo ayudarle. Pero imagino que un hombre qué, como su amigo, tiene una fortuna tal en cigarrillos, podrá hacer algún negocio conmigo, aunque no sea a cambio de vales.
Mosca dijo, gravemente:
—Es muy posible.
Sonrió, y los otros se echaron a reír, como si su respuesta hubiese sido muy graciosa. Pasaron al comedor.
El sirviente trajo una fuente llena de jamón, de un hermoso color rojo oscuro, y que era evidente que procedía de los almacenes militares norteamericanos. En otra fuente, de plata, había rebanadas de pan blanco, de procedencia militar norteamericana, también. Todavía estaba caliente. Wolf puso mantequilla sobre una de las rebanadas, enarcó las cejas, como asombrado, y dijo:
—Veo que lo reciben incluso antes que el comisariado norteamericano.
El hombre rubio hizo un gesto de complacencia y se echó a reír. Trajeron varias botellas de vino, y Mosca, muy sediento a causa de la larga caminata, y encontrándose ya mucho mejor, apuró su vaso de un solo trago. El alemán rubio pretendía estar pasándolo muy bien.
—Un hombre, como los que a mí me gustan. No como usted, Wolfang, que es cauteloso en todo, lo mismo en la bebida que en los negocios. Ahora comprendo por qué él tiene cinco mil cajas y usted, en cambio, no.
Wolf sonrió y replicó, en tono zumbón:
—Psicología superficial, amigo mío, muy superficial. Se olvida de lo que como —comenzó a servirse lonjas de jamón y salchichas de diversas clases; también se mostró liberal con el queso y la ensalada—. Bien, Honny, ¿qué me dice ahora?
Honny, con sus ojos azules centelleantes de placer, gritó casi, con excelente buen humor:
—Sólo puedo decir una cosa. Buen apetito.
La mujer de cabellos rojos se rio, como lo hicieron también los demás, y se inclinó para dar de comer al enorme perro que estaba echado debajo de la mesa. Le dio un buen trozo de jamón, y luego tomó un gran plato de madera, que le entregó el sirviente, y vació en el mismo una botella de leche. Mientras se inclinaba puso descuidadamente su mano libre sobre la pierna de Mosca, y luego le apretó el muslo para poder levantarse. Lo hizo abiertamente, sin disimulo.
—Estás demasiado encariñada con ese perro —dijo Honny—. Lo que necesitas es un hijo. Tu vida se llenaría.
—Mi querido Honny —replicó ella, mirándolo a los ojos—‘, entonces será preciso que cambies tus gustos amorosos.
Pero la dulzura de su voz suavizó las palabras.
Honny murmuró:
—Y ése es un precio demasiado alto para mí —guiñó un ojo a Wolf—. Cada uno tiene sus gustos, ¿eh, Wolfgang?
Wolf asintió, sin dejar de ocuparse del enorme emparedado que él mismo se había preparado.
Comieron y bebieron. Mosca, vigilante, comió más y bebió menos. Se sentía bien. Hubo un largo silencio, roto al fin por la mujer, que, con súbita energía y entusiasmo, dijo:
—Oye, Honny, ¿por qué no les mostramos nuestro tesoro?
Desde detrás del emparedado la cara de Wolf mostró un súbito, y algo cómico, interés. Honny se echó a reír y exclamó:
—No, no, Wolfgang, eso nada tiene que ver con negocios. Y además es muy tarde. Pienso que tal vez estarán ustedes demasiado cansados.
Tratando de disimular su interés, Wolf dijo, cautelosamente:
—Explíqueme de qué se trata.
El alemán le sonrió:
—No hay ganancias de por medio. Es sólo una curiosidad. En el patio trasero estoy construyendo un pequeño jardín. La casa del otro lado de la calle está destruida, y parte de la misma cayó sobre mi propiedad. Comencé a quitar los escombros, tarea a la que tomé afición. Pero de pronto encontré algo muy extraño. Descubrí un agujero entre los escombros. Debajo del mismo está el sótano, completamente intacto, y el resto de la casa ha caído sobre el mismo. Y ahora viene lo interesante: por alguna rara casualidad, algunas de las vigas cayeron de un modo tal que sostienen el edificio, formando una gran sala debajo —sonrió, y las pecas de su cara se hicieron más aparentes de lo normal—. Les aseguro que es algo único. ¿Quieren verlo?
—Desde luego —dijo Mosca, y Wolf asintió, simulando indiferencia.
—No necesitarán ponerse la chaqueta. Está al otro lado del jardín, y una vez allá abajo, se tiene calor.
Pero Mosca y Wolf hicieron caso omiso de las palabras del alemán, pues no querían salir fuera inermes y tampoco deseaban que Honny supiera que llevaban armas. Honny se encogió de hombros.
—Esperen a que tome mi linterna y algunas velas. ¿Quieres venir, Erda? —preguntó a la mujer.
—Naturalmente —dijo Erda.
Los cuatro atravesaron lo que sería el jardín; el alemán iba delante, con la linterna en la mano, para mostrar el camino. El jardín era cuadrado y estaba rodeado de una valla de ladrillo, pero tan baja, que podía ser saltada sin dificultad. Subieron a un pequeño montículo de escombros, desde el que podían ver, detrás de ellos, la parte superior de la casa. La ciudad, situada debajo, era, en cambio, invisible, pues la luna había quedado oculta detrás de una nube. Descendieron al valle formado por dos terraplenes de esquisto y de fragmentos de ladrillos, y llegaron a la pared que sostenía y protegía otro montón de ruinas.
El hombre rubio se agachó:
—Por aquí —dijo, y les mostro un agujero en la pared, el cual parecía tan negro y opaco como una profunda sombra. Entraron en fila india; el alemán iba delante, seguido de la mujer, de Wolf y de Mosca.
Inesperadamente, cuando sólo habían dado unos pasos, se encontraron con una escalera descendente. Honny lanzó un grito de aviso a quienes le seguían.
El alemán los esperaba al final de la escalera. La mujer encendió dos velas y entregó una a Mosca.
A la amarillenta luz de las velas pudieron ver ante ellos, como el mar contemplado desde los acantilados, una gran sala subterránea, iluminada por tres velas, que derramaban profundas sombras sobre la estancia. Ni el suelo ni las paredes estaban lisos. En el centro de la sala había una escalera ascendente, pero semibloqueada por los cascotes que habían caído sobre ella.
—Esto era un refugio de las SS poco antes de terminar la guerra, cuando su aviación bombardeaba la ciudad —dijo Honny—. Hace ya más de un año que están todos aquí enterrados. ¡Glorioso!
—Puede haber algo de valor —dijo Wolf—. ¿Lo han mirado?
—No —respondió Honny.
Sus pies se hundían en el suelo. La mujer permanecía junto a la pared, apoyada en el extremo de una enorme ' viga de madera, uno de cuyos extremos había caído, quedando trabada en el suelo; el otro extremo de la viga… estaba acuñado contra el techo. Sostenía la vela en lo alto, y los tres hombres se adentraron en la enorme sala.
Se movían con cautela, sus pies sobre una alfombra irregular de vidrios rotos, polvo y fragmentos de ladrillos; parecía como si estuviesen atravesando una rápida corriente de agua. A veces, cuando sus pies se hundían en los escombros, los movimientos de sus brazos para guardar el equilibrio eran asombrosamente similares a los que hubiesen hecho en el agua.
Delante de él, Mosca vio una bota negra, muy lustrosa. La cogió; era inesperadamente pesada. Se dio cuenta de que dentro de ella había una pierna. Su parte superior estaba cubierta de polvo y trocitos de piedra, mezclados con sangre seca y tuétano de huesos quebrantados. Dejó caer la bota y se dirigió al extremo opuesto dé la sala, hundiéndosele a veces media pierna en los escombros. Cerca de la puerta tropezó con un cuerpo humano al que le faltaba la cabeza, las piernas y los brazos. Lo apretó con los dedos, y notó la carne, en la que ya no quedaba ni un gramo de grasa ni nada de sangre estrujada por la enorme presión de los escombros. Las extremidades del cuerpo aparecían, como la bota, cubiertos de una argamasa de polvo y piedras.
Nada había de horrible en estos restos de seres humanos. No se apreciaba rastro alguno de sangre ni de carne. Habían sido aplastados de una forma tal que las ropas parecían sustituir a la piel. La sangre había sido absorbida por las toneladas de ladrillos convertidos en polvo seco. Mosca apartó con un pie parte de los escombros que lo rodeaban, pero cuando su otro pie comenzó a hundirse, se alejó rápidamente. Wolf estaba ocupado, solo, en un rincón, sin iluminación, casi invisible. De repente, Mosca sintió un calor agobiante. Se levantó una polvareda caliente, de la que se desprendía un curioso olor, como dé carne quemada, y tal parecía que en el subsuelo de la destrozada ciudad estuviese encendida una enorme hoguera.
—Necesito luz —dijo Wolf, desde su rincón. Su voz semejaba un murmullo hueco. Mosca le tiró su vela, encendida. Describió un gran arco de luz amarilla y cayó a los pies de Wolf. La dejó allí, en posición vertical.
Pudieron ver la sombra de Wolf ocupada con un torso. Honny, con voz tranquila, comentó:
—Es curioso el hecho de que estos cuerpos no tengan cabeza. He encontrado seis o siete; algunos tienen una pierna o un brazo, pero no se ve ni una sola cabeza. Además, ¿cómo es posible que no se hayan descompuesto?
—¡Eh! —resonó la voz de Wolf—. He encontrado algo.
Levantó una funda de cuero de la que colgaba una pistola. Sacó el arma de la funda y cayeron al suelo pequeños trozos. Wolf echó la funda lejos de él y siguió buscando, mientras hablaba con el alemán.
—Como las momias, como ]as momias de la antigüedad —dijo—. El polvo y los escombros han quedado prensados en sus cuerpos. Y la cabeza les quedó partida en miles de trozos, trozos que ahora, con toda seguridad, estamos pisando. He visto cosas así anteriormente —se había alejado de la vela, adentrándose aún más en la sala, y volvió a decir:
—Luz, por favor.
La mujer, sin moverse de donde estaba, levantó más la vela que tenía en la mano, y entonces vieron, a la débil y amarilla luz de la candela, que Wolf tenía algo en las manos. En el mismo momento, el alemán lo enfocó con su linterna.
El grito de Wolf fue corto, más de sorpresa que de otra cosa, pero el de la mujer fue histérico. A la luz de la linterna y de la vela vieron una mano gris, de dedos extremadamente largos y cubierta por una pátina de polvo. La luz de la vela se apagó casi en el instante mismo en que Wolf arrojó la mano lejos de sí. Permanecían todos en silencio, sintiendo ahora el fuerte calor, la opresión del polvo que ellos mismos habían levantado con sus pies. Luego, Mosca dijo a Wolf, en tono de reprobación:
—¿No te da vergüenza?
El alemán rio quedamente, pero su risa resonó por todo el subterráneo. Wolf dijo, como disculpándose:
—Es que pensé que se trataba de una rata.
La mujer, todavía junto a la pared, dijo:
—Vayámonos en seguida, necesito aire.
Mientras Mosca comenzaba a andar delante de ella, se derrumbó parte de la pared.
Una gran cantidad de cascotes cayó a sus pies. Su cabeza fue a chocar contra uno de los torsos. Sus labios lo tocaron, y el contacto le dijo que no había ropa sobre el cuerpo, sino piel quemada, dura como el cuero. Debajo de la piel, el cuerpo se notaba caliente, como si se estuviera ya quemando en el infierno. Cuando trató de levantarse, notó la imperiosa necesidad de vomitar. Oyó cómo los otros se acercaban para ayudarle y casi gritó:
—¡Apártense de mí, apártense!
Se arrodilló e inmediatamente vomitó todo lo que había comido y el alcohol, ahora convertido en bilis, que había bebido.
Su estómago había quedado totalmente vacío. Se levantó. La mujer lo ayudó a salir de allí. A la luz de la vela que ella sostenía en la mano, Mosca pudo ver en su rostro una extraña expresión de excitación y de placer. Mientras subían las escaleras, la mujer se cogía a la parte trasera de la chaqueta de Mosca.
Salieron al aire libre, muy frío, y respiraron profundamente.
—Es una gran cosa estar vivo —dijo el alemán—. Eso de abajo es lo que viene después de la muerte.
Desde el desfiladero por el que caminaban, subieron el montículo de escombros. La luna bañaba la ciudad y la hacía parecer como un fantástico desierto gris, con niebla y polvo en vez de arena. Su aspecto era fantasmagórico, como si fuera morada de muertos vivientes. Más allá, junto a la Polizeihaus, vieron la luz amarilla de un tranvía que, lentamente, subía por la empinada calle, y oyeron, apagadamente, el sonido de su campanilla. Mosca pensó que debían hallarse muy cerca de su alojamiento, en la Metzer Strasse, pues a menudo había visto aquel tranvía, subiendo por la misma calle y haciendo sonar la misma campanilla.
Mientras permanecían de pie sobre aquel montón de escombros, la mujer se colgó del brazo del alemán y preguntó:
—¿Quieren entrar a tomar una copa?
—No —respondió Mosca, quien, a continuación, dijo a Wolf:
—Vámonos a casa.
Se sentía solo y asustado, temeroso de todos los que lo rodeaban, incluido Wolf, temeroso de que hubiese sucedido algo a Hella, mientras se encontraba sola en el alojamiento. Ahora, completamente sobrio, tenía la impresión de que hacía mucho que había dejado a Eddie Cassin, completamente borracho, en el Rathskellar. Con Wolf a su lado, Mosca comenzó a andar el largo camino de regreso.
Se preguntaba si Eddie había podido llegar a casa, y estaba casi seguro de que era muy tarde, bastante más de medianoche, probablemente. Hella lo estaría esperando, sola, leyendo en el sofá. Por vez primera pensó con emoción en su madre, en Alf y en Gloria, en las cartas que no había querido leer. Por vez primera supo que no sentían la seguridad que él había creído que sentían. De repente, imaginó que estaban todos en peligro, que lo estaban todas las personas a las que conocía, y que él nada podía hacer por ayudarlas. Recordó a su madre yendo a la iglesia y supo lo que él había querido siempre decirle, lo que lo explicaba todo, lo que hacía que lo aceptara todo, porque era una gran verdad: «No estamos hechos a imagen y semejanza de Dios». Ahora podía seguir viviendo, ahora estaba en situación de buscar su felicidad y la de Hella.
El cansancio borró de su mente todos los pensamientos. Comenzó a bajar la colina de escombros, con la barbilla protegida por las solapas de su chaqueta, sintiendo el frío y doliéndole el cuerpo. Mientras, con Wolf, andaba por las calles, la pálida luz de la luna mostraba las heridas de la ciudad tan cruelmente como el sol, pero sin color ni piedad, de una forma neutra; como si su luz procediera de un instrumento sin vida, reflejando su propia imagen en la tierra, sus propios áridos cráteres y sus mortales heridas.