14

La noche anterior al día señalado para la partida de los Middleton, Hella y Mosca salieron a dar un paseo por la ciudad antes de ir a visitarlos. Al salir de la casa de la Kurfürsten Allee, Hella se detuvo un momento a decir buenas noches a las mujeres que estaban frente a los portales de sus casas. Mosca, a su lado, mostraba en su cara una sonrisa cortés.

Empezaron a andar en dirección al centro de la ciudad.

—Vamos al Club de la Cruz Roja a buscar un helado para Frau Saunders —dijo Hella. Mosca la miró.

—Parece que os habéis convertido en muy buenas amigas en sólo una semana. ¿Con qué objeto? Sé que le das parte de tu comida y también café y azúcar. Cuando no estén los Middleton deberás ser menos generosa, querida. Todos esos productos serán difíciles de obtener.

Hella lo miró, divertida.

—Si supiera que realmente te disgusta, no lo haría. Sé que lo dices porque quieres que me lo quede todo para mí. Pero no puedo hacerlo, Walter. Cuando cocino, el olor de los alimentos se extiende por todo el recibidor, y pienso en ella, en el comedor, con sólo unas patatas. Además, estoy demasiado gorda. Mírame.

—Eso no es por causa de la comida —dijo Mosca.

Hella se rio y dio un leve empujón a Mosca.

Éste sonrió y dijo:

—Pero lo cierto es que estás bastante gorda. Al menos ahora no puedes ponerte mis camisas.

Llevaba un vestido adecuado a su estado, regalo de Ann Middleton.

Siguieron andando; Mosca la tomaba del brazo cuando tenían que caminar sobre escombros. Los árboles estaban llenos de hojas, por lo que sólo muy de vez en cuando les daba el sol. Hella dijo, muy seria:

Frau Saunders es realmente amable. Su aspecto no lo indica, pero la verdad es que da gusto hablar con ella. Aparte, se ocupa de casi todo mi trabajo. Y no porque le doy cosas, sino porque le gusta ayudar. ¿Le comprarás un helado?

—Claro que sí —contestó Mosca, riendo.

Hella tuvo que aguardar fuera mientras él entraba en el Club de la Cruz Roja. De regreso a casa pasaron por delante de la Polizeihaus, y cuando se hallaban en el extremo del Contrescarpe Park vieron cerrado el camino por un numeroso grupo de gente que escuchaba a un hombre que estaba de pie sobre uno de los bancos del parque. Estaba hablando a gritos y agitaba los brazos. Se detuvieron. Mosca pasó el helado de crema a su mano derecha y Hella se apoyó en su hombro.

«¡La culpa está en cada uno de nosotros! —gritaba el hombre—. Ésta es una época y un país sin Dios. ¿Quién piensa en Cristo, en Jesús? Aceptamos su sangre, que nos ha, salvado, pero no creemos. Pero yo os digo, yo os digo que esta sangre que ha lavado tantos pecados, está cansada; que Dios Nuestro Señor está cansado de nosotros, de nuestra conducta. ¿Cuánto durará su paciencia? ¿Por cuánto tiempo seguirá salvándonos la sangre de Jesús? —hizo una pausa, y su voz, al continuar su monólogo, era suave, plañidera—. El amor de Jesús ya no es suficiente, la sangre de Jesús ya no basta. Por favor, creedme. Salvaos, salvadme a mí, salvemos a nuestros hijos y a nuestras esposas, a nuestras madres, a nuestros padres, hermanas, hermanos, y a nuestro país».

Su voz se hizo todavía más tranquila, más razonable, y su cuerpo se relajó.

«Veis esta tierra en ruinas, este continente destrozado, pero Cristo ve más allá que nosotros, ve la destrucción de nuestras almas, el triunfo del demonio. Ve a Satanás, contento por la muerte del hombre y de todo lo que la humanidad ha hecho desde el principio de los tiempos».

Por encima de sus cabezas pasó un avión, en dirección a la base. El rugido de los motores lo hizo callar. Era un hombre de baja estatura y pecho de paloma buchona, acentuado por el modo cómo echaba atrás la cabeza, para mirar con sus ojos inquietos y brillantes. Prosiguió:

«Imaginaos un mundo inocente. Las regiones polares, la nieve y el hielo jamás hollados, siempre inmóviles.

O África, en la selva, donde el sol da, procedente de Dios, innumerables y diversas formas de creación; todo está quieto». La voz era ahora retórica, pomposa, y los ojos del orador parecían querer salirse de sus órbitas: «Los cuerpos de las bestias muertas yacen, putrefactos, en la corrompida vegetación. En las llanuras chinas, junto a los fértiles ríos, ni siquiera el cocodrilo levanta la cabeza para devolver a Satanás su sonrisa sarcástica.

Y en nuestras ciudades, en los muchos corazones de lo que es conocido como civilización, no hay nada más que ruinas. Colinas de piedra en las que jamás volverá a haber vida, un suelo de vidrios rotos. Por toda la eternidad».

Se detuvo, como esperando un signo de aprobación pero en lugar de eso se oyó un grito, procedente de distintos sectores del grupo:

—¿Dónde está su permiso? ¿Dónde está la autorización del Gobierno Militar?

Los gritos procedían de tres o cuatro voces masculinas. El predicador estaba perplejo.

Hella y Mosca se encontraron casi en el centro del grupo. A su izquierda estaba un joven vestido con camisa azul y pantalones de obrero. Sostenía en brazos a una niña de seis o siete años cuyos ojos parecían sin vida y cuya manga, en el lado próximo a ellos, estaba prendida con alfileres a su vestido estampado. A su derecha tenían a un trabajador viejo que fumaba en pipa. El joven era uno de los que gritaba «¿Dónde está su permiso, dónde está la autorización del Gobierno Militar?». Luego se volvió a Mosca y al anciano obrero y dijo:

—Todo el mundo nos regaña ahora que hemos perdido; incluso un cerdo como éste.

Mosca, vestido de paisano, sonrió a Hella, divertido por el hecho de que lo confundieran con un alemán.

El predicador apuntó al cielo con uno de sus dedos y dijo, con voz solemne:

—Tengo permiso de nuestro Creador.

Los últimos rayos del sol bañaron el brazo levantado del orador con una luz carmesí. El sol comenzó a ocultarse, y las ruinas de la ciudad, grises bajo el crepúsculo veraniego, adoptaron a sus ojos un aspecto mágico e irreal. El predicador bajó la cabeza en acción de gracias.

Momentos después levantó el hombre la cabeza hacia el firmamento. Abrió los brazos, como queriendo dar un abrazo a todos. «Volved a Jesucristo —gritó—. Volved a Jesús. Dejad atrás vuestros pecados. Abandonad la bebida. Abandonad la fornicación. Renunciad al juego, al orgullo del éxito mundano. Creed en Jesús y os salvaréis. Habéis sido castigados por vuestros pecados. El castigo está ante vuestros propios ojos. Arrepentíos antes de que sea demasiado tarde. No pequéis más».

La atronadora voz hizo una pausa para tomar aire. La gente estaba perpleja; les parecía imposible que un hombre tan pequeño pudiera poseer aquel tremendo vozarrón. El predicador reinició su monólogo, gritando, pero menos que momentos antes:

«Pensad en la vida que llevabais antes de la guerra. ¿No creéis que el sufrimiento y la ruina que veis es el castigo que Dios os ha enviado por los pecados que entonces cometisteis?

»Y ahora las muchachas fornican con los soldados enemigos, y los jóvenes mendigan cigarrillos —sacó de su boca un humo imaginario, con odio maníaco—. En nuestro Sabbath, la gente se va al campo a robar o mendigar comida. La casa del Señor está vacía. Es como si invitáramos a la destrucción. Arrepentíos, os digo otra vez. Arrepentíos —las palabras tenían ahora un tono histérico—. ¡Creed en Nuestro Señor Jesucristo! ¡Creed en el Señor, el Dios único y verdadero! ¡Creed en el Señor! ¡Creed en Cristo!».

Hizo una nueva pausa y luego, con voz amenazadora, les gritó, con rabia, acusadoramente.

—Sois todos pecadores, seréis condenados al fuego eterno. Veo que alguno de vosotros sonríe. Mejor sería que temblarais. ¿Por qué Dios nos ha enviado este castigo? ¿No os lo preguntáis?

Una voz, en tono de burla, gritó:

—No fue Dios, sino las bombas americanas.

La muchedumbre se rio.

El predicador esperó a que volviera a hacerse el silencio, y entonces, bañado por la decadente luz del sol, señaló, salvaje y vengativamente, a una mujer vestida de negro:

—¿Tú, mujer, te ríes de Dios? ¿Dónde está tu marido, dónde están tus hijos? —apuntó con el dedo al joven que estaba al lado de Mosca—. Mirad —dijo a la multitud, y todos siguieron con la cabeza al punto que señalaba el dedo—. Es otro de los que se burlan, uno de los jóvenes, la esperanza de Alemania. Por sus pecados su hija está mutilada, pero él se ríe de la ira de Dios. Espera, burlón, en la cara de tu hija veo otro castigo. Espera. Mira a tu hija y espera.

Con rencor y malicia apuntó a otros miembros del grupo.

El joven puso a su hija en el suelo y dijo a Hella:

—Vigílela, por favor.

Luego, pudieron ver cómo se abría paso hasta el pie del banco donde estaba el predicador. De un fuerte puñetazo dio con el predicador en tierra. Se arrodilló sobre el pecho del caído; con una mano lo asió por los cabellos y le golpeó la cabeza contra el cemento. Luego, se levantó.

La multitud desapareció. El joven volvió a tomar a su hija en brazos y echó a andar por el Contrescarpe Park. Como por arte de magia, la mayoría de la gente se había esfumado. El predicador seguía en el suelo, inmóvil y solo.

Algunos hombres lo ayudaron a levantarse. De su revuelto pelo salía sangre, la cual, en estrechos hilos, caía por su frente y formaba en su cara una máscara roja. Hella había vuelto la cabeza. Mosca la tomó del brazo y echaron a andar calle abajo. Vio que la muchacha tenía mal aspecto. Ha sido la visión de la sangre, pensó.

—Esta noche será mejor que te quedes en casa con Frau Saunders.

Y luego, como si le debiera una excusa por no haber intervenido, añadió:

—No es asunto nuestro.

Mosca, Leo y Eddie Cassin estaban sentados en la sala de los Middleton. El mobiliario pertenecía a la casa, por lo que había sillas donde sentarse. Todo lo demás fue colocado en cajas de madera, las cuales estaban apoyadas en la pared.

—¿Así que mañana te vas a Nuremberg, a declarar en los juicios? —preguntó Gordon a Leo—. ¿A qué hora te marchas?

—Por la noche —respondió Leo—. Es cuando más a gusto conduzco.

—Sé duro con esos bastardos —dijo Ann Middleton—. Miente, si es necesario, pero asegúrate de que reciban su merecido.

—No tendré que mentir —respondió Leo—. Mi memoria es muy buena.

—Quiero disculparme por el modo en que me conduje la última vez que estuviste aquí —dijo Gordon Middleton—. Temo que me porté muy rudamente.

Leo hizo un gesto con la mano.

—No, lo comprendo. Mi padre era prisionero político, y comunista además. Mi madre era judía, y es por eso que me internaron. Pero mi padre era un político. Naturalmente, después del pacto Stalin-Hitler perdió toda su fe. Se dio cuenta de que el uno no era mejor que el otro.

El profesor, que estaba sentado en un rincón, delante de la mesa de ajedrez, y mostraba una educada sonrisa de interés, se asustó ante el comentario de Leo. Vio, con pánico y desazón, que Gordon Middleton se encolerizaba, y en modo alguno deseaba ser testigo de una violenta escena verbal. La violencia le desagradaba profundamente.

—Debo irme —dijo—. Me esperan para una lección —estrechó la mano de Gordon y la de Ann—. Permítanme que les desee un buen viaje a América y también, claro está, buena suerte. Ha sido un verdadero placer el conocerles.

Gordon le acompañó a la puerta y le dijo, formalmente:

—Espero que no se olvidará de escribirme, profesor. Confío en usted para enterarme de lo que suceda en Alemania.

El profesor hizo con la cabeza un gesto afirmativo.

—No se preocupe, no se preocupe.

Había ya decidido firmemente no tener correspondencia, alguna con Gordon Middleton. Cualquier relación con un comunista, por inocente que fuera, podría, en un imprevisible futuro, resultarle muy perjudicial.

—Espere un minuto, espere un minuto —Gordon condujo al profesor nuevamente a la sala—. Acabo de recordar, Leo, que el profesor tiene que ir a Nuremberg a finales de semana. ¿Puedes llevarle? Si no va contra las ordenanzas, claro.

—No, no —dijo el profesor, presa de gran agitación—. No es necesario, se lo aseguro.

—No es ninguna molestia —dijo Leo.

—No —insistió el profesor, y ahora su cara reflejaba un miedo casi histérico—. Tengo ya los billetes del tren, lo tengo todo dispuesto. Por favor, sé que sería demasiada molestia para usted.

—De acuerdo, profesor, de acuerdo —dijo Gordon, conciliador, y lo acompañó a la puerta.

Cuando Gordon regresó a la habitación, Mosca preguntó:

—¿Qué diablos fue lo que lo puso tan excitado?

Gordon miró de reojo a Leo:

—Es un hombre muy correcto. Su hijo está detenido por criminal de guerra; de ínfima categoría, sin embargo. No sé cuál es exactamente su situación, pero sí sé que va a ser juzgado por un tribunal alemán, no por uno de la ocupación, por lo que la cosa no debe de ser muy grave. Sospecho que le aterrorizaba la posibilidad de que Leo pudiera llegar a saberlo, pues podría relacionarla con los campos de concentración, aunque, lógicamente, no puede tratarse de algo de esa índole. ¿Te importaría llevarlo, Leo?

—No —dijo Leo.

—Te diré por qué —dijo Gordon—. Iré a su casa, mañana. Tendré tiempo. Le diré que pasarás a recogerlo mañana por la noche. Una vez sepa que estás enterado de todo, seguro que no pondrá inconvenientes. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —respondió Leo—. Es conmovedor que te preocupes tanto por ese anciano.

Ann Middleton lo miró vivamente, pero no había ironía en la expresión de Leo. Era sincero. Ann sonrió.

—Gordon se preocupa siempre por sus conversos —dijo.

—No lo he convertido, Ann —dijo Gordon, lentamente y con suavidad—, pero pienso haberle metido algunas ideas en la cabeza. Es un hombre que escucha —Gordon hizo una pausa. En tono de sereno reproche, prosiguió—: No creo que «converso» sea la palabra adecuada.

Nadie hizo comentario alguno.

—¿Cuándo crees que estarás de vuelta? —preguntó Mosca a Leo.

Leo sonrió.

—No te preocupes; no faltaré.

—¿Faltarás dónde? —preguntó Ann Middleton.

—Voy a ser padrino —dijo Leo—. Ya tengo el regalo.

—Sentiré no estar aquí cuando nazca el bebé —dijo Ann—. Y siento también que Hella no esté aquí esta noche. Supongo que no se sentirá muy mal.

—No —dijo Mosca—. Lo que pasa es que ha andado mucho hoy. Quería venir, pero le he dicho que sería mejor que se quedara en casa.

—Después de todo, no somos personas muy importantes, Walter —dijo Ann en tono jocoso, pero con un deje de malicia. Eddie Cassin, en su sillón del rincón, abrió los ojos. Se había adormilado. El visitar a un matrimonio era algo que le desagradaba profundamente. Detestaba casi siempre a las esposas si estaban con el marido y en su propio hogar. Y Ann Middleton no le gustaba. Era fea, tenía una voluntad de hierro y lo trataba con desdén.

Mosca sonreía a Ann.

—Sabes muy bien que tengo razón.

—Es que tu falta de consideración hacia los demás es algo que la irrita —dijo Gordon—. Me gustaría ser así, a veces.

Mosca dijo:

—Tal vez diré una tontería, Gordon, pero voy a arriesgarme. En la base todo el mundo sabe que te mandan a casa porque eres miembro del Partido Comunista. No sé nada de política. Era un niño cuando entré en el ejército.

Y pienso que en algunas cosas lo soy todavía. Lo que trato de decirte es esto: siento por ti un profundo respeto, porque tienes valor. Sabes que las cosas pintan mal. Pienso que estás equivocado, sin embargo, porque yo no podría confiar en nadie que tratara de obligarme a hacer lo que él deseara, no importa por qué razón. Eso incluye al ejército de los Estados Unidos, al Partido Comunista, a Rusia, a ese bastardo y gordo coronel, etc. —Se volvió a Eddie Cassin—: ¿Qué diablos estoy tratando de decir?

Eddie contestó, secamente:

—Que sientes simpatía por él, a pesar de no haber traído a Hella.

Se echaron todos a reír.

Todos menos Gordon. Con cara inexpresiva, dijo a Mosca:

—Ya que has hablado, tal vez pueda decirte algo que siempre he deseado que supieras, Walter —hizo una pausa, juntando las manos—. Sé lo que sientes o, al menos, pienso que lo sé; quizá no puedas evitar ser así. Dices que estoy equivocado, pero por lo menos tengo una creencia, algo que nadie podrá arrancarme, pase lo que pase. Creo en la raza humana, pienso que la vida puede ser en este mundo extraordinariamente hermosa. Y pienso que todo ello puede conseguirse a través de los esfuerzos del Partido Comunista. Tú lo construyes todo alrededor de las escasas personas que te importan. Créeme, el tuyo es un modo de vida muy engañoso.

—¿Sí? ¿Por qué? —Mosca inclinó la cabeza, y, cuando volvió a levantarla para mirar a Gordon, su cara estaba enrojecida por la ira.

—Porque las personas como tú sois movidas por fuerzas que intentáis no ver. No ejercitáis vuestra voluntad cuando lucháis en vuestro estrecho círculo, en vuestra arena, pequeña y personal. Al obrar así, ponéis a la gente que os importa en un peligro terrible.

Mosca replicó:

—En lo que se refiere a esas fuerzas que dominan mi vida, Gordon, debo decirte que sé de su existencia. Pero nada puedo contra ellas. Y nadie va a lograr que un día piense de un modo y, al día siguiente, de un modo radicalmente diferente. Y no me preocupa si está bien o está mal. Todos los días, en la base, en el alojamiento o en el Rathskellar encuentro a algún alemán que me habla de lo feliz que se sentirá cuando todos juntos marchemos contra los rusos; y espera que, a cambio de sus palabras, le dé un cigarrillo. Y, por otra parte, pienso que es lo mismo. ¿Sabes lo que me pone contento? —se inclinó hacia Gordon, con la cara encamada por la excitación y el licor—. El darme cuenta de que existe la posibilidad de que todo se convierta en humo. Todos recibiríamos nuestra parte.

—¡Vaya, vaya! —exclamó Ann Middleton, batiendo palmas.

Eddie Cassin, riendo, dijo:

—¡Vaya discursito!

Leo parecía perplejo.

Mosca soltó una sonora carcajada y dijo a Gordon:

—Mira lo que me has obligado a hacer.

Gordon, sonriente también, había estado pensando en la facilidad con que se olvidaba de lo joven que era Mosca, y se sentía siempre sorprendido cuando la sinceridad juvenil e inmadura de Mosca rompía su natural reserva. Tratando de aliviar la tensión, Gordon preguntó:

—¿Cómo está Hella, pues?

Mosca no respondió. Ann se levantó para llenar los vasos. Leo dijo:

—No cree en lo que él mismo acaba de decir.

Y luego, como si no hubiese oído las palabras de Leo, Mosca dijo a Gordon:

—Me hago responsable de mis palabras.

Y sólo Eddie Cassin se dio cuenta de que había pronunciado la frase con una firmeza y una convicción absolutas. Sus palabras eran para él, pensó Eddie, como un dogma, como una norma de vida. Mosca sonrió a todos y dijo, esta vez en tono jocoso:

—Me hago responsable de mis palabras —movió la cabeza—. ¿Qué más puedo hacer?

—¿Y cómo es que tú no piensas así? —preguntó Ann Middleton a Leo.

—No lo sé —fue la respuesta—. Entré en Buchenwald cuando era muy joven, y allí encontré a mi padre. Estuvimos juntos durante largo tiempo, y la gente es diferente. Además, Walter está cambiando. Lo sorprendí dando las buenas noches a sus vecinos alemanes.

Los otros se rieron, pero Mosca dijo, impaciente:

—Que alguien pase ocho años en un campo de concentración y salga con las ideas que tú tienes, Leo, es algo que nunca podré comprender. Si yo estuviese en tu lugar, cuando un alemán me mirara de reojo, lo mandaría al hospital. Y cada vez que me respondiera de un modo que no me gustase, le pegaría una patada en los cojones.

—Por favor, por favor —exclamó Ann, burlonamente y como escandalizada.

—Lo siento por ti —dijo Mosca, sonriendo. La mujer empleaba un lenguaje peor cuando se dirigía a algún traficante del mercado negro que la había estafado.

Leo dijo, lentamente:

—Olvidas que en parte soy alemán. Y las cosas que los alemanes hicieron, no las hicieron por el hecho de ser alemanes sino por el hecho de ser seres humanos. Eso es lo que siempre me decía mi padre. Y ahora, por otra parte, me lo paso muy bien, vivo una vida completamente nueva. Y si me mostrara cruel con los demás, no podría disfrutar de esta vida de ahora.

—Tienes razón, Leo —comentó Gordon—. Es preciso considerar las cosas de un modo intelectual, no emocional. Hemos de razonar; el mundo debe cambiar a base de acciones presididas por la lógica. El Partido Comunista cree en eso.

No cabía la menor duda de su sinceridad, de la pureza de su creencia.

Leo lo miró, fijamente.

—Del comunismo sólo conozco una cosa. Mi padre era comunista. Los campos de concentración no lograron derrumbar su espíritu. Cuando por el campo corrió el rumor del pacto entre Hitler y Stalin, mi padre no tardó ya en morir.

—¿Y si dicho pacto era necesario para salvar a la Unión Soviética? —preguntó Gordon—. ¿Y si el pacto era necesario para salvar al mundo del nazismo?

Leo bajó la cabeza y se puso la mano en la mejilla para evitar el tic.

—No —dijo—, si mi padre tuvo que morir como lo hizo, no vale la pena salvar al mundo. Eso es emocional, lo sé. No tiene nada que ver con la frialdad mental con que tú ves todo lo referente al Partido.

En el silencio que siguió, todos pudieron oír el llanto de la criatura que dormía arriba.

—Voy a cambiarle —dijo Gordon. Su esposa le dedicó una sonrisa de gratitud.

Cuando él hubo marchado, Ann dijo:

—No le hagas mucho caso, Leo.

Lo dijo con voz totalmente exenta de inflexión, por lo que en modo alguno podía nadie considerar que estaba siendo desleal con su marido. Se dirigió a la cocina, a preparar el café.

Cuando la velada terminó, se estrecharon todos las manos. Ann dijo a Mosca:

—Pasaré por tu casa mañana; sólo un momento, para despedirme de Hella.

Y Gordon dijo a Leo:

—No te olvides del profesor, Leo, te lo ruego. Te deseo buena suerte —añadió, con tono de absoluta sinceridad.

Gordon cerró la puerta tras ellos y regresó a la sala. Encontró a Ann sentada en su silla y en actitud pensativa.

—Quiero hablarte, Gordon —dijo.

Gordon le sonrió.

—Bien, aquí estoy; hablemos.

Sentía un vago temor. Pero podía hablar con Ann, sin Irritarse, incluso de política, a pesar de que ella nunca estaba de acuerdo con él.

Ann se levantó y comenzó a pasear, nerviosamente, de un extremo al otro de la habitación. Gordon la miró a la cara. Amaba sus facciones anchas y vulgares, su roma nariz y sus pálidos ojos azules. Era netamente sajona, pensó, pero a pesar de ello, parecía casi eslava. Se preguntó si es que podía existir alguna relación. Tendría que leer algún libro sobre el particular.

Las palabras de Ann golpearon su cerebro.

—Tendrás que dejarlo; no te queda otra solución que dejarlo.

—¿Qué es lo que tengo que dejar? —preguntó Gordon, inocentemente.

—Lo sabes perfectamente —contestó Ann. Y el dolor que le produjo la comprensión del significado de las palabras de su esposa, el dolor producido por el hecho de que ella hubiese podido pronunciar tales palabras, fue tan profundo que no le causó irritación alguna, sino sólo un gran vacío en el estómago y una profunda desesperación. Cuando Ann vio su expresión, se arrodilló a su lado, pues era únicamente cuando estaban a solas que ella abandonaba su energía y se convertía en una mujer tierna y suplicante—: No estoy enfadada por el hecho de que hayas perdido este empleo a causa de tus ideas políticas —dijo—, pero ¿qué vamos a hacer? Debemos pensar en nuestro hijo. Debes poder trabajar y ganar dinero, Gordon. Además, pierdes a todos tus amigos debido a la forma en que te irritas al hablar de política. Eso no puede seguir así, querido, compréndelo.

Gordon se levantó de su silla y se alejó un poco de Ann. Lo que más le afectaba no era el hecho de que Ann pudiera hablarle como lo hacía, sino el que demostrara conocerlo tan poco, a él, que era el ser humano más cercano a ella. Lo que más le dolía era que ella pudiera pensar que el Partido fuese algo que pudiese abandonarse como se abandona el tabaco o el alcohol. No le quedaba otro remedio que hablarle seriamente.

—Pienso en nuestro hijo —dijo Gordon—. Es por eso que soy comunista. ¿Es que te gustaría verle sufrir un día todo lo que ha sufrido Leo? ¿Es que te agradaría que, de mayor, fuese como Mosca, que no siente la menor preocupación por los seres humanos, por sus hermanos? No me ha gustado la forma en que ha hablado delante de ti, pero eso no le preocupa, a pesar de que dice apreciarme. Quiero que mi hijo crezca en el seno de una sociedad sana, de una sociedad que no lo envíe a guerras ni a campos de concentración. Quiero que viva en una sociedad moral. Por eso lucho. Y tú sabes que nuestra sociedad está corrompida. Ann, lo sabes perfectamente.

Ann se levantó y lo miró directamente a los ojos. Ya no se mostraba tierna ni suplicante. Le habló con crudeza:

—Tú no crees nada de lo malo que se ha escrito sobre Rusia. En cambio, yo sí creo algunas, bastantes cosas, de las que se han publicado. Ellos no darán seguridad alguna a mi hijo. Tengo fe en mi país, del mismo modo que la gente tiene fe en sus hermanos y hermanas. Siempre dices que eso es nacionalismo. No lo sé. Tú estás dispuesto a hacer cualquier sacrificio en aras de tus creencias, pero yo no quiero que nuestro hijo sufra a causa de ellas. Y, Gordon, si creyera que vale la pena, no té exigiría que te apartaras de ellos, pero estoy convencida de que acabarás igual que el padre de Leo. Sentí que era así cuando Leo lo dijo, y pienso que si lo dijo fue para advertirte. Y hasta es posible que te conviertas en un ser corrompido. Debes darte de baja, créeme.

Su ancha cara reflejaba una profunda obstinación, una obstinación que él sabía que era invencible.

—A ver si nos entendemos —dijo Gordon, lentamente—. Quieres que consiga un buen empleo, que viva como un buen ciudadano de la clase media y que no comprometa mi futuro permaneciendo dentro del Partido. ¿No es así?

Al no obtener respuesta, prosiguió:

—Sé que tus motivos son irreprochables. En lo fundamental, ambos estamos de acuerdo. Queremos lo mejor para nuestro hijo. Disentimos únicamente en el método. La seguridad que tú deseas para él es sólo temporal, una seguridad a merced de los capitalistas que gobiernan al país. En cambio, yo lucho por una seguridad permanente, una seguridad que no pueda ser hecha añicos por unos cuantos miembros de la clase dominante. ¿Ves la diferencia?

—Tendrás que dejarlo —dijo Ann, con testarudez—. Es preciso que lo dejes.

—¿Y si no puedo?

—Si no me prometes dejarlo… —Ann hizo una pausa, y luego prosiguió, en tono firme—. Me iré con el niño a Inglaterra, en vez de a América.

Ambos estaban asustados por las palabras que Ann acababa de decir. Luego, la mujer, en voz apenas audible y con lágrimas en los ojos, continuó:

—Sé que cumplirás tu palabra, una vez me la hayas dado. Puedes darte cuenta de que tengo absoluta confianza en ti.

Por vez primera desde que estaban juntos, Gordon sintió irritación contra ella, porque sabía que la fe que Ann tenía en él estaba justificada. Nunca le había dicho una mentira, nunca había roto una promesa. Su estricta conciencia de nativo de Nueva Inglaterra había siempre funcionado en sus relaciones personales. Y ahora se aprovechaba Ann de su honradez para tenderle una trampa.

—Pongamos las cosas en claro —dijo Gordon, midiendo las palabras—. Si no te prometo abandonar el Partido, te irás con nuestro hijo a Inglaterra. Me dejarás —su voz no delataba el enojo y el dolor que sentía—. Si prometo lo que tú quieres, vendrás conmigo a los Estados Unidos.

Ann asintió con un gesto.

—Lo que me planteas no es muy noble, y tú lo sabes —dijo Gordon, sin poder ocultar el dolor que la actitud de su esposa le producía. Se acercó a la silla y volvió a sentarse. Con calma, pacientemente, examinó mentalmente la situación. Sabía que Ann había hablado en serio. Sabía, por otra parte, que jamás podría abandonar su partido, pues si lo hacía no podría dejar de sentir profundo odio contra su esposa; y sabía, también, que le resultaría extremadamente difícil vivir sin Ann, y que no podría soportar vivir sin su hijo.

—Te lo prometo —dijo, sabiendo que mentía. Y cuando ella se le acercó, con lágrimas en los ojos y expresión aliviada, cuando Ann se arrodilló y descansó la cabeza sobre sus rodillas, Gordon sintió por ella piedad y compasión, y sintió también odio hacia sí mismo. Sabía que, una vez en los Estados Unidos, su esposa tardaría un tiempo en darse cuenta de la realidad, y que, para entonces, le sería imposible marcharse a Inglaterra, pues carecería del dinero y de la fuerza de voluntad necesarios. Sus raíces comunes serían ya demasiado fuertes. Sabía que su vida en común estaría llena de odio, desconfianza y desdén hasta el día de su muerte, y no ignoraba que entre ambos se desarrollaría una lucha incruenta, pero interminable y cruel. Pero nada podía hacerse. Pasó la mano por los cabellos de Ann, cosa que siempre le excitaba, como le excitaba su fuerte y robusto cuerpo de campesina. Le pasó las manos por su rostro eslavo y le dio un beso.

No puedo hacer otra cosa, pensó Gordon; y el beso que dio a su esposa le causó terrible dolor.