8

Mosca subió al jeep, tratando de escapar del frío viento de la tarde de octubre. El helado metal del suelo del vehículo hizo estremecer todo su cuerpo.

Calle arriba, bastante más allá, había una importante intersección; tranvías que se cruzaban entre sí, para luego dirigirse unos a la derecha, a la izquierda otros; vehículos militares que se detenían un momento para leer los carteles indicativos, los cuales mostraban el camino hacia los diferentes cuarteles de la ciudad. Las ruinas se extendían por doquier, y más allá del cruce, en una calle en la que se veían algunas casas en pie, abría sus puertas un local cinematográfico, y una larga cola de personas iba entrando lentamente en él.

Mosca estaba hambriento e impaciente. Miró cómo tres camiones militares tapados, que conducían a prisioneros de guerra alemanes, se detenían en la intersección. «Criminales de guerra, probablemente», pensó. Detrás seguía un jeep con dos soldados armados. Leo apareció en la puerta de la sastrería, y Mosca se sentó en el jeep.

Ambos vieron cómo una mujer, al otro lado de la calle, echaba a correr antes de lanzar un agudo chillido. Bajó de la acera y emprendió veloz carrera en dirección a la intersección. Movía un brazo y gritaba un nombre, pero no era posible entenderlo claramente. Desde el último camión de prisioneros, un hombre movía también su brazo, como diciendo adiós a la mujer. El camión tomó velocidad, con el jeep detrás, cual perro fiel. La mujer comprendió que no había esperanza alguna y cesó de correr y de gritar. Luego cayó de rodillas, para después desplomarse sobre la calle bloqueando la circulación.

Leo saltó al jeep. El ruido del motor en marcha le dio la sensación de calor. Esperaron a que la mujer fuera trasladada a la acera, y luego, Leo arrancó. No hablaron una sola palabra de lo que acababan de ver. No era cosa suya, pero en un rincón de la mente de Mosca, muy vagamente, comenzó a formarse una imagen familiar, una imagen que, poco a poco, iba tomando forma.

Muy poco antes del final de la guerra, hallándose en París, Mosca se encontró un día en medio de un inmenso gentío. El tratar de escapar de allí había sido como una pesadilla y, contra su voluntad, fue llevado al centro, al punto focal. Allí, moviéndose poco a poco a través de la multitud que llenaba las calles, las aceras y los cafés, había una hilera de camiones abiertos, ocupados por franceses; prisioneros de guerra liberados, hombres condenados a trabajos forzados, gente rescatada de la muerte. La alegría y el clamor de la muchedumbre ahogaba los gritos de júbilo de los ocupantes de los camiones. Se inclinaban fuera de la caja de los vehículos, para recibir besos, para aceptar las flores que les eran ofrecidas y echadas por la multitud. De pronto, uno de los hombres cayó del camión y se estrelló contra el suelo. Una mujer se abrió paso y se abrazó al caído, fiera y posesivamente. Desde el camión alguien lanzó una muleta y gritó obscenas palabras de felicitación, palabras que, en otro tiempo y ocasión, hubieran hecho enrojecer a la mujer, quien, en cambio, coreó las risas generales.

Y ahora, Mosca sentía el mismo dolor y la misma congoja que entonces había sentido.

Cuando Leo detuvo el jeep frente al Rathskellar, Mosca saltó:

—No tengo ganas de comer —dijo—. Te veré en casa, más tarde.

Leo, ocupado en poner el candado a la cadena de seguridad, levantó la cabeza, sorprendido. —¿Qué te ocurre? —preguntó.

—Me duele un poco la cabeza. Ya se me pasará.

Sentía frío y encendió un cigarro; el humo del fuerte tabaco calentó su cara. Echó a andar por callejuelas laterales, vías por las que los vehículos no podían pasar debido a la ingente cantidad de cascotes y escombros que llenaban calzadas y aceras. Mosca procuraba ir sorteando los obstáculos, vigilando dónde ponía los pies, para evitar caerse.

Al entrar en su habitación se sentía enfermo, y la cara le ardía. Tenía fiebre, evidentemente. Sin encender la luz, se desnudó, tiró la ropa sobre el sofá y se metió en la cama. Las sábanas eran frías, y Mosca sentía el olor del puro que, a medio consumir, había dejado en el borde de la mesa. Curvó el cuerpo —las rodillas le tocaban casi la barbilla—, pero seguía sintiendo frío. Tenía la boca seca y sentía un martilleo en la cabeza, un martilleo monótono y apenas doloroso.

Oyó una llave introducirse en la cerradura. Se encendió la luz. Hella acababa de entrar. La muchacha se sentó en la cama.

—¿No te sientes bien? —preguntó, preocupada. El verlo así la desazonaba.

—No es más que un resfriado —dijo Mosca—. Dame una aspirina y saca ese cigarro de aquí.

Hella fue al cuarto de baño a por un vaso de agua y, cuando se lo dio, puso la mano sobre la frente de Mosca y murmuró:

—Es gracioso verte enfermo. ¿Quieres que duerma en el sofá?

—No —respondió Mosca—. Estoy más frío que el hielo. Acuéstate conmigo.

Ella apagó la luz y comenzó a desnudarse. En la oscuridad de la habitación, Mosca pudo ver cómo la muchacha colgaba sus prendas de vestir en el respaldo de una silla. Sentía que su cuerpo ardía de fiebre y de lujuria, y, cuando Hella entró en la cama, él se apretó contra su cuerpo. La muchacha tenía fríos los senos, los muslos, la boca, las mejillas, pero él la abrazaba con todas sus fuerzas.

Cuando, después, descansó su cabeza sobre la almohada, Mosca sintió que el sudor mojaba todo su cuerpo. El dolor de cabeza había desaparecido, pero le dolían todos los huesos. Alargó el brazo para coger el vaso de agua que había en la mesita de noche.

Hella pasó una mano por la cara ardiente de Mosca.

—Espero, querido, que lo que hemos hecho no haya servido para empeorar tu estado.

—No, ya me siento mejor —contestó él.

—¿Quieres que me vaya al sofá, ahora?

—No, quiero que estés aquí, a mi lado.

Encendió un cigarrillo, pero después de algunas chupadas lo apagó en la pared, y vio cómo las rojas chispas caían sobre la manta.

—Trata de dormir —dijo Hella.

—No puedo. ¿Ha sucedido algo especial, hoy?

—No, estaba cenando con Fray Meyer. Yergen te vio entrar en el edificio y vino en seguida a decírmelo. Dijo que no tenías buen aspecto, y pensó que yo querría bajar inmediatamente. Es un hombre muy amable.

—Hoy he visto algo gracioso —dijo Mosca, y le explicó lo de la mujer.

En la oscuridad de la habitación, él podía sentir el silencio. Hella estaba pensando: De haber estado yo en el jeep, seguramente la hubiese consolado y hubiese intentado aliviarle la congoja producida por lo que había visto. Los hombres eran más duros, no había en ellos tanta piedad.

Pero nada dijo. Lentamente, como en otras noches oscuras, pasó las puntas de sus dedos sobre el cuerpo de él, sobre la cicatriz. Recorrían la grieta de la herida, como un niño recorre con su juguete la acera.

Mosca se sentó en el lecho, y sus hombros descansaban contra la madera vertical de la parte superior de la cama. Entrelazó las manos en la nuca, a modo de cojín, y dijo:

—Tuve la suerte de que me hirieran en un lugar oculto.

—No tan oculto; yo la veo —dijo Hella.

—Bueno, ya me entiendes. Sería diferente, si la tuviera en la cara.

Con sus dedos siguió acariciando la cicatriz:

—No para mí —respondió.

La fiebre hacía que Mosca se sintiera a disgusto. Los dedos se movían suavemente sobre su cuerpo, y sabía que ella aceptaría lo que había hecho.

—No te duermas —dijo Mosca—. Siempre quiero contarte cosas, pero nunca las considero lo suficientemente importantes —burlonamente, dio a su voz la inflexión cantarina de quien va a contar un cuento de hadas a un niño—. Te voy a relatar una pequeña historia —dijo. A tientas, buscó el paquete de cigarrillos en la mesita de noche.

El depósito o vertedero de municiones se extendía sobre una superficie de kilómetros y kilómetros, y las granadas estaban apiladas en grupos. Mosca, estaba sentado en la cabina de un camión a prueba de balas y miraba a los prisioneros cargar los camiones en frente de él. Los prisioneros llevaban monos color verde, de sarga, y, en la cabeza, gorros del mismo material. Se hubieran confundido fácilmente con el bosque circundante, de no haber sido por una letra P pintada en sus espaldas y en cada una de las perneras de sus pantalones.

Desde algún lugar del bosque se oyeron tres golpes de silbato. Mosca saltó de la cabina del camión y gritó:

¡Eh, Fritz, ven aquí!

El prisionero a quien había hecho una especie de capataz de los cargadores de los tres camiones se acercó.

—¿Tenemos tiempo de cargar este camión antes de regresar?

El alemán, un hombre de baja estatura, de unos cuarenta años de edad y una cara que lo mismo podía pertenecer a un joven que a un viejo, permanecía de pie ante él, sin servilismo. Se encogió de hombros y dijo, en un inglés deficiente:

—Faltará tiempo.

Se sonrieron mutuamente. Cualquiera de los otros prisioneros hubiera asegurado a Mosca que la carga podría estar terminada a tiempo, sólo para no enemistarse con él.

—Bien —dijo Mosca—, que vuelvan a sacar lo que llevan cargado. A esos bastardos no les vendrá mal cansarse un poco.

Dio un cigarrillo al alemán, que se lo guardó en el bolsillo de su chaqueta de sarga. Las ordenanzas prohibían fumar en la zona del depósito de municiones, aunque, naturalmente, Mosca y los otros guardias fumaban.

—Preocúpate de que el resto de los Fritz suban a los camiones, y cuéntalos.

El alemán se alejó y los prisioneros comenzaron a concentrarse junto a los camiones.

Se pusieron en marcha, lentamente, a través de la polvorienta carretera del bosque. En un cruce de caminos, a la procesión se unieron más vehículos, hasta que, finalmente, la larga línea de camiones descubiertos, en fila india, dejó la oscuridad del bosque para entrar en campo abierto, iluminado por el suave sol de comienzos de primavera. Lo mismo para los guardianes que para los prisioneros, la guerra quedaba muy lejos. Estaban seguros, pues entre ambas partes parecía haberse establecido un acuerdo tácito. Con lentitud, y aparentemente contentos, los hombres se iban alejando del campo de municiones, en dirección a los barracones, rodeados por cercas de alambre.

Los guardianes, hombres que, debido a heridas graves sufridas en el campo de batalla, no podían estar en primera línea, estaban ya cansados de la guerra. Los prisioneros lamentaban su destino únicamente al anochecer, Cuando veían a los guardianes subir en los jeeps para Irse a la ciudad cercana. Detrás de las alambradas, las caras de los prisioneros semejaban las de los niños al ver a sus padres prepararse para ir a divertirse fuera de casa.

Luego, con las primeras luces del alba, eran llevados al bosque. Durante los descansos o pausas, los prisioneros se sentaban sobre la hierba y comían el poco pan que habían economizado en el desayuno. Mosca daba a sus hombres descansos más largos que los habituales. Fritz estaba sentado a su lado, sobre una pila de granadas.

—No es mala vida, ¿eh, Fritz? —preguntó Mosca.

—Podría ser peor —respondió el alemán—; hay tranquilidad aquí.

Mosca asintió. Sentía simpatía por el alemán, a pesar de qué nunca se había esforzado en recordar su nombre verdadero. Sus relaciones eran amistosas, aunque era imposible olvidarse de que uno era el vencedor y el otro el vencido. Incluso ahora, aunque sólo fuera como símbolo, Mosca tenía su fusil en las manos. Nunca había balas en la recámara, pero llevaba el arma.

El alemán se hallaba en uno de sus momentos de depresión. De pronto comenzó a lanzar un torrente de palabras en alemán, idioma que Mosca comprendía sólo imperfectamente:

—¿No es ridículo que usted esté aquí, procurando qué no nos movamos a nuestro antojo? ¡Qué trabajo para un ser humano! Nos herimos y nos matamos mutuamente. ¿Y para qué? Dígame, si Alemania hubiese permanecido en Francia y en África, ¿hubiese ganado algo yo, personalmente? ¿De qué me sirve a mí que Alemania, por ejemplo, conquiste el mundo? Aun triunfando, lo único que consigo es un uniforme para toda la vida. Cuando éramos niños recuerdo cómo nos gustaba leer cosas acerca de la edad de oro de nuestra nación, cómo nos emocionaban las historias relacionadas con el dominio mundial ejercido por Francia, Alemania o España. Todos estos países dedicaron estatuas a personas que habían matado a millones de seres humanos. ¿Qué es lo que ocurre? Pues lo siguiente: Como nos odiamos, nos matamos. Podría entenderlo si ganáramos algo. Si después dijeran: «Aquí tienes este trozo de tierra. Antes era de Francia; ahora es tuyo». Sabemos perfectamente que ustedes son los vencedores. Pero ¿cree usted que va a ganar algo?

Bajo el cálido sol, los otros prisioneros estaban echados sobre la fresca hierba. Mosca, que sólo comprendía a medias las palabras del alemán, no se dejaba impresionar. Es más, el monólogo le desagradaba. El alemán hablaba como un perfecto vencido, es decir, sin autoridad. Se había paseado por las calles de París y de Praga y por varias ciudades escandinavas, con alegría y orgullo. Era evidente que el sentido de la justicia llegaba sólo detrás de una alambrada.

Por vez primera, el alemán puso la mano en el brazo de Mosca:

—Amigo mío —dijo—, hombres como usted y como yo, puestos frente a frente, se matan. Nuestros enemigos están detrás de nosotros —dejó caer la mano—. Nuestros enemigos están detrás de nosotros —repitió, amargamente— y cometen los crímenes por los que nosotros morimos.

Pero el alemán estaba casi siempre de buen humor. Había mostrado a Mosca una fotografía de su esposa y de sus dos hijos, y otra de él mismo y sus compañeros, tomada en el exterior de la fábrica donde había trabajado. Y se puso a hablar de mujeres.

—¡Ah! —decía con vicioso deleite—. De mi estancia en Francia y en Italia, por ejemplo, recuerdo lo maravillosas que eran las mujeres. Debo admitirlo, me gustan más que las alemanas, diga lo que dijere el Führer. Las mujeres nunca dejan que la política interfiera en asuntos de más importancia. Ha sido siempre así, desde la creación del mundo —sus ojos azules centellearon—. Lo que siempre he sentido es que no llegáramos a América. ¡Cómo me gustan aquellas hermosas chicas de largas piernas y piel color mazapán! Son insuperables. Las conozco solamente por las películas y las revistas. Sí, fue una lástima.

Y Mosca, siguiéndole la corriente, le replicaba:

—Ni siquiera se hubiesen dignado miraros, cabezas cuadradas.

El alemán movía la cabeza, lentamente, pero con decisión.

—Las mujeres son muy duras de mollera —decía—. ¿Cree usted que se dejarían morir de hambre antes que usar su cuerpo con el enemigo? En esas cosas las mujeres piensan con claridad. Tienen valores más fundamentales. Sí, decididamente, creo que la ocupación de Nueva York hubiera sido maravillosa.

Mosca y el alemán se dedicaban una mutua sonrisa, y Mosca solía decir:

—Ocúpate de que el resto de los Fritz sigan trabajando.

La última noche, cuando sonó el silbato, los prisioneros se concentraron rápidamente, procedentes de los lugares en que habían estado trabajando, y los camiones fueron cargados en pocos minutos. Los conductores pusieron en marcha los motores.

Mosca casi se dio cuenta del ardid. Mecánicamente, sus ojos buscaron a Fritz. Todavía sin sospechar, se acercó un poco a los tres vehículos más próximos, y luego, al ver la extraña expresión de la cara de algunos de los prisioneros, se dio cuenta de lo que había sucedido.

Corrió hacia el punto donde comenzaba la polvorienta carretera e hizo una señal a los conductores, para que se bajaran de sus vehículos. Mientras corría, Mosca colocó un cartucho en la recámara de su arma. Luego, sacando de su bolsillo el silbato que nunca había utilizado, lo hizo sonar seis veces. Esperó un momento y lo hizo sonar seis veces más.

Seguidamente, hizo que todos los prisioneros se bajaran de los camiones, y los hizo sentarse sobre la yerba, formando un círculo. Permaneció de pie, a cierta distancia, vigilándolos, aunque sabía que ninguno trataría de escapar.

El jeep de las fuerzas de seguridad vino directamente a través del bosque, y pudo oír el ruido de las ramas y la maleza al ser atravesadas por el vehículo. El sargento que mandaba a los recién llegados llevaba un bigote estilo inglés, y era muy alto y fuerte. Cuando vio la pacífica escena, bajó del jeep y, lentamente, se acercó a Mosca. Los otros dos soldados se situaron a una distancia prudencial. El conductor tomó su metralleta y se sentó, con un pie colgando y el otro apoyado en el suelo.

El sargento estaba de pie frente a Mosca, esperando. Mosca dijo:

—Que yo sepa, falta uno. El capataz. No los he contado.

El sargento llevaba pistola y cartucheras. Pasó entre los prisioneros y les ordenó formar en filas de a diez. Había cinco filas y dos hombres. Éstos mostraban una expresión culpable, como si se avergonzaran por los hombres que faltaban.

—¿Cuántos faltan? —preguntó el sargento a Mosca.

—En total, cuatro —respondió Mosca.

El sargento lo miró.

—Una buena papeleta para usted.

Y por vez primera desde que se dio cuenta de que faltaba alguno de los prisioneros, Mosca sintió vergüenza y temor. Pero no podía sentirse irritado.

El sargento suspiró:

—Todo fue bien mientras duró. Habrá lío, eso es inevitable. Supongo que sabrá usted que se verá en serios, apuros —agregó más suavemente. Ambos pensaron en lo cómoda que había sido su vida hasta entonces, sin guardias nocturnas, sin formaciones, sin inspecciones y sin miedo: una vida casi civil. El sargento estaba evidentemente enojado:

—Veamos lo que procede hacer con estos bastardos, Achtung! —gritó, mientras pasaba por entre las filas de alemanes en posición de firmes. Durante unos minutos nada dijo, y luego comenzó a hablarles en inglés, con voz tranquila.

—Muy bien. Sabemos cuál es nuestra respectiva posición. La luna de miel ha terminado. Habéis sido bien tramitados. Se os daba buena comida, dormíais cómodamente. ¿Os hemos tratado mal alguna vez? Si no os encontrabais bien, os dejábamos permanecer en los barracones. ¿Quién tiene alguna queja? Quien sea, que dé un paso al frente.

El sargento hizo una pausa, como si esperara que alguien se adelantara, y luego prosiguió:

—Bien, veamos si sabéis apreciar este buen trato. Algunos de vosotros sabéis cuándo se produjo la huida y sabéis dónde se ocultan los fugitivos. Decidlo. Sabremos apreciarlo.

El sargento se detuvo y los miró a la cara, uno por uno. Esperó, mientras los prisioneros hablaban entre sí, algunos explicando a los otros lo que el sargento había dicho. Pero después ninguno hizo señal alguna de que deseara hablar.

El sargento dijo, en un tono diferente:

—Muy bien, bastardos.

Volvió la cabeza en dirección al jeep y le habló al conductor:

—Ve a los barracones y trae veinte picos y palas. Consigue cuatro hombres y otro jeep. Si ningún oficial se entera de esto, podremos solucionarlo. Y si el sargento de intendencia pone algún impedimento a que te lleves los picos y las palas, dile que le voy a romper su maldita cabeza.

Luego hizo que los prisioneros se sentaran sobre la yerba.

Cuando regresaron los jeeps con los cuatro hombres y un remolque cargado de picos y palas, el sargento hizo formar a los prisioneros en dos filas, una frente a la otra. Hizo sacar los picos y las palas, y, como no había bastantes para todos, obligó a los hombres sobrantes a tenderse sobre la hierba, cara abajo.

Nadie hablaba. Unos prisioneros, cavaban; los otros, picaban. Pero todos trabajaban con lentitud. Los guardianes, apoyados en los árboles alrededor, parecían indiferentes a todo.

El sargento guiñó un ojo a Mosca y dijo en voz baja:

—Una buena fanfarronada siempre da resultado. Ahora lo comprenderá.

Dejó que siguieran cavando un rato más, y luego les ordenó que pararan.

—¿Desea alguien hablar?

Les dedicó una sarcástica sonrisa.

Nadie respondió.

—Muy bien —el sargento hizo un gesto con el brazo—. Seguid cavando.

Uno de los alemanes dejó caer su pala. Era joven y de mejillas sonrosadas.

—Por favor —dijo—. Quiero decir algo.

Se separó de sus compañeros, andando en dirección a los guardianes.

—Desembucha —dijo el sargento.

El alemán permanecía de pie, pero sin pronunciar palabra. Temeroso volvió la cabeza hacia los otros prisioneros. El sargento comprendió. Tomó al alemán por el brazo y se lo llevó hacia el jeep. Se pusieron a hablar en voz baja, con la mirada de los prisioneros y de los guardias encima de ellos. El sargento escuchaba con atención, con el cuerpo inclinado y un brazo sobre el hombro del prisionero. Luego hizo un gesto afirmativo. Hizo que el informador subiera al jeep.

Los prisioneros fueron obligados a subir a los tres camiones y la caravana echó a andar a través del ahora desierto bosque; los caminos que se cruzaban con el suyo estaban vacíos. En el último jeep viajaba el sargento, que conducía, y sus largos bigotes ondeaban al viento. Salieron del bosque y, al entrar en campo abierto, resultaba extraño ver la tierra familiar bañada por una luz diferente, por el rojo sol crepuscular.

El sargento volvió un momento la cabeza y dijo a Mosca:

—Tu capataz lo tenía planeado desde hace mucho tiempo. Pero no ha tenido suerte.

—¿Dónde está? —preguntó Mosca.

—En la ciudad. Conozco la casa.

La caravana entró en el campamento, y luego los dos jeeps se alejaron de los camiones en dirección a la ciudad. Enfilaron la calle principal, y en la esquina en la que había una iglesia, giraron a la derecha. Se detuvieron delante de una pequeña casa de piedra. Mosca y el sargento se acercaron a la puerta. Dos de los hombres del otro jeep se dirigieron lentamente a la parte trasera de la casa. Los otros permanecieron en los jeeps.

La puerta se abrió antes de que ellos llamaran. Fritz estaba delante de ellos. Llevaba unos viejos pantalones azules, una camisa blanca sin cuello y una chaqueta oscura. El alemán sonrió vagamente.

—Los otros están arriba —dijo—. Tienen miedo de bajar.

—Llámalos —ordenó el sargento—. Sube y diles que no les haremos nada.

Fritz se acercó al pie de la escalera y gritó, en alemán:

—Todo está en orden. Bajad. No tengáis miedo.

Oyeron cómo se abría una puerta, y los otros tres prisioneros bajaron lentamente las escaleras. Llevaban ropas civiles muy usadas. En sus caras aparecía una expresión aborregada y casi culpable.

—Bajad —dijo el sargento. Luego, preguntó a Fritz—: ¿De quién es esta casa?

El alemán levantó la vista. Por vez primera miró a Mosca.

—Una mujer que conozco. Déjala ir; lo hizo porque se encontraba sola. Nada tiene que ver con la guerra.

—Salid —dijo el sargento.

Salieron todos. Con el silbato, el sargento llamó a los dos hombres que se hallaban detrás de la casa. Mientras los jeeps se alejaban, una mujer iba calle abajo llevando un grueso bulto envuelto en un papel. Vio a los prisioneros en el jeep, se volvió y echó a andar en la dirección de la que había venido. El sargento sonrió a Mosca.

—Malditas mujeres —dijo.

En un sector solitario de la carretera, aproximadamente a mitad del camino del campo, el jeep del sargento se arrimó a la cuneta y se detuvo. El otro jeep hizo lo mismo. En un lado de la carretera había un pedregal que llegaba hasta la línea oscura del bosque, a doscientos metros más allá.

—Que se bajen todos de los jeeps —ordenó el sargento. Descendieron todos y, con expresión asustada, permanecieron de pie en la desierta carretera. El sargento, por unos momentos, pareció concentrado en sus pensamientos. Luego se acarició el bigote y dijo—: Dos de vosotros podéis llevar a estos alemanes de vuelta al campamento. Sacad picos y palas del remolque y traedlo —señaló a Fritz—. Tú, quédate aquí.

—Yo me marcho —dijo Mosca, con voz inquieta.

El sargento lo miró de arriba abajo, lentamente, con insolente desdén.

—Escucha, hijo de perra, tú te quedas aquí. De no haber sido por mí, te la hubieses cargado. Comprenderás que no he cazado a estos cerdos por cuenta tuya para que ahora te marches tranquilamente. Lo dicho: te quedas aquí.

Dos de los guardias se alejaron silenciosamente con los tres prisioneros. Subieron al jeep y desaparecieron carretera adelante. Fritz volvió la cabeza para verlos marchar.

Los cuatro hombres, uniformados de color verde oliva, estaban de pie frente al solitario alemán, y detrás de ellos quedaba el pedregal. El sargento volvió a acariciar su mostacho. La cara del alemán estaba pálida, pero el hombre parecía tranquilo.

—Empieza a correr —ordenó el sargento; con un dedo señaló al pedregal.

El alemán no se movió. El sargento le dio un empujón.

—Corre —dijo—. Nosotros te ayudaremos.

Obligó al alemán a dar la vuelta, por lo que quedó de cara al bosque. El sol se había ocultado, y los colores habían desaparecido de la tierra; sólo se veía el apagado color del crepúsculo. El bosque, a lo lejos, era una larga pared oscura.

El alemán se volvió, quedando de nuevo frente al sargento y Mosca. Con la mano se tocó la camisa sin cuello, como buscando amparo. Miró a Mosca, luego al sargento y a los soldados. Dio un paso hacia ellos. Las piernas le temblaban, y parecía a punto de desplomarse, pero su voz era firme. Dijo:

Herr Mosca, Ich hab’eine Frau und Kinder.

En la cara del sargento apareció una expresión de odio y rabia:

—¡Corre, bastardo, corre!

Se acercó al alemán y lo golpeó en el rostro. Cuando el alemán empezaba a caer lo levantó.

—Corre, alemán bastardo.

Lo repitió tres o cuatro veces.

El alemán cayó y se levantó, y volvió a ponerse frente a ellos. Y ahora, no en tono de súplica, sino de la forma más natural, repitió: Ich hab’eine Frau und Kinder. Uno de los guardias se adelantó rápidamente y, con la culata de su fusil, le dio un golpe en la ingle, y luego, con la mano libre, golpeó el rostro del alemán.

La cara de Fritz se llenó de sangre, y entonces, antes de echar a andar por el pedregal, en dirección al bosque, les dirigió una última mirada. Era una mirada desesperada, una mirada de horror, como si hubiese visto algo terrible y vergonzoso, algo que nunca hubiese podido creer.

Lo miraron marchar lentamente por el pedregal. Esperaban que corriera, pero seguía andando despacio. Cada pocos metros, el alemán se detenía, daba la vuelta y los miraba fijamente, como si todo aquello se tratara de un juego y desconfiara de los que habían quedado en la carretera. Éstos podían ver la blancura de su camisa sin cuello.

Mosca se dio cuenta de que cada vez que el alemán se volvía para mirarlos, al echar a andar de nuevo, se desviaba un poco hacia la derecha. Vio la ligera elevación del terreno que conducía al bosque. La artimaña era evidente. Los hombres se arrodillaron en la polvorienta carretera y levantaron los fusiles, cuya culata apoyaron en sus hombros. A Mosca se le cayó su arma al suelo.

Cuando el alemán, de repente, echó a correr para situarse al otro lado de la elevación, el sargento hizo fuego y el cuerpo había comenzado a caer cuando de los fusiles salieron los otros disparos. La parte superior del cuerpo quedaba oculta al otro lado del montículo, pero los pies quedaban a la vista.

En el silencio que siguió al ruido de los disparos, bajo las espirales de humo gris, los hombres que habían disparado temblaban. El acre olor de la pólvora se fue desvaneciendo.

—Marchaos —dijo Mosca—. Yo voy a esperar el remolque. Vosotros podéis marcharos.

Nadie se había dado cuenta de que él no había disparado. Les dio la espalda y se alejó unos pasos.

Pudo oír cómo el jeep abandonaba el lugar; se apoyó en un árbol, mirando, a través del pedregal y de los pies del alemán muerto, el negro muro del bosque que ahora, totalmente de noche casi, parecía muy cercano. Encendió un cigarrillo. No sentía emoción alguna; sólo un ligero malestar físico y una dejadez interna. Esperó, confiando en que el remolque llegara antes de que fuera noche cerrada.

En la ahora completa oscuridad de la habitación, Mosca alargó el brazo hacia la mesita de noche, en busca del vaso de agua. Bebió y volvió a tenderse.

Quería ser completamente sincero:

—El recuerdo no me molesta —dijo—. Sólo me afecta cuando, como hoy, veo, por ejemplo, a aquella mujer corriendo detrás del camión. Recuerdo lo que dijo el alemán, lo dijo dos veces: «Tengo mujer e hijos». Esta frase no tenía entonces significado alguno para mí. No puedo explicarlo, pero viene a ser lo mismo que cuando gastamos todo nuestro dinero, porque el ahorrarlo no tiene sentido.

Esperó a que Hella hablara.

Prosiguió:

—Tenía miedo de entrar otra vez en combate, y sospecho que tenía miedo de aquel sargento. Y el otro era alemán, y los alemanes han hecho cosas mucho peores. Pero lo más grave fue que no sentí piedad alguna cuando fue herido, ni cuando suplicaba, ni cuando fue muerto. Después sentí vergüenza, pero no piedad, y sé que eso es malo.

Mosca buscó con la mano la cara de Hella y notó que tenía las mejillas húmedas. Por un momento sintió náuseas y, de repente, de su cuerpo desapareció el deseo. Quería decir a la muchacha cómo sucedió todo realmente, que fue algo distinto a todo lo conocido, que fue como un sueño, algo mágico. En las extrañas y desiertas ciudades, llenas de tumbas, la lucha proseguía; negras nubes de humo se elevaban por encima de edificios destruidos. Todo era ruina y destrucción. En todas partes se veían cruces blancas, hechas con tiza: alrededor del tanque enemigo destrozado, para señalar que no había sido comprobada la posible existencia de minas; fuera de las puertas de las casas, como en un juego infantil, pues la señal indicaba que uno no podía acercarse allí. La marca de tiza figuraba también alrededor de la iglesia, alrededor de los cadáveres de la plaza, en los toneles de vino de las granjas, etc.; y quería explicarle cómo, una mañana cualquiera, la ciudad amanecía quieta y tranquila, y cómo, por alguna razón, él había sentido miedo, a pesar de que la lucha se desarrollaba a varios kilómetros de distancia. Y luego, repentinamente, repicaban las campanas de la iglesia, y podían ver que la plaza se llenaba de gente, signo seguro de que era domingo. En el curso de aquel mismo día, desaparecido el temor, en algún lugar donde no habían sido vistas las cruces blancas, donde algún muchacho había olvidado hacer la marca de tiza, donde por un error humano la mágica cruz blanca no estaba donde hubiese debido de estar, él, Mosca, había sufrido la primera violación de su carne y huesos, y había aprendido a conocer el significado, el terror de la aniquilación.

No dijo nada. Sintió cómo Hella se colocaba sobre su estómago y enterraba su cara en la almohada. Le dio un empujón y dijo:

—Vete a dormir al sofá.

Apretó el cuerpo contra la pared, sintiendo el frío penetrar en su cuerpo roído por la fiebre.

En su sueño, los camiones corrían a través de tierras extrañas. Incontables mujeres salían del suelo, andaban de puntillas por las calles, y todas tenían una expresión de hambre en la cara. Los hombres emancipados bailaban como espantajos, en señal de alegría, y luego, mientras las mujeres, delante de ellos, comenzaban a llorar, se inclinaban para que les dieran un beso. Las cruces blancas rodeaban los camiones, a los hombres, a las mujeres, todo. El terror nacido de la culpabilidad estaba por todas partes. Las flores blancas se marchitaron y murieron.

Mosca despertó. La habitación estaba aún dominada por las sombras y por los últimos fantasmas de la noche, pero le era posible, aunque vagamente, ver el armario. El aire era frío, pero la fiebre y los escalofríos habían abandonado ya su cuerpo. Sentía un suave cansancio… Tenía hambre, y pensó con deleite en cómo disfrutaría con el desayuno, más tarde. Se movió y sintió el cuerpo de Hella, que todavía dormía. Sabiendo que la muchacha no se había movido de su lado, apoyó su mejilla en su cálida espalda y se durmió.