24
Los primeros rayos del sol siciliano penetraron en el dormitorio de Michael. Éste despertó y al sentir el cuerpo de Apollonia junto al suyo, comenzó a hacerle el amor. Cuando hubieron terminado, Michael, como siempre, se sintió maravillado por la belleza y la pasión de su esposa.
Apollonia abandonó la habitación y bajó al cuarto de baño. Michael, todavía desnudo y con los suaves rayos del sol acariciando su cuerpo, encendió un cigarrillo, que fumó tendido en el lecho. Era la última mañana que pasarían en la casa. Don Tommasino lo había dispuesto todo para que se trasladaran a otra localidad, en la costa meridional de Sicilia. Apollonia, que estaba en el primer mes de embarazo, quería ir a pasar unas semanas con su familia, por lo que se reuniría con él más tarde.
La noche anterior, Don Tommasino se había reunido con Michael en el jardín, después de que Apollonia se hubiera acostado. El Don se había mostrado muy preocupado, y admitió que la seguridad del hijo menor del Padrino le quitaba el sueño.
—Tu casamiento ha atraído la atención de todo el mundo sobre ti —dijo Don Tommasino—, y me extraña que tu padre no haya ordenado que te trasladásemos a otro lugar. En lo que a mí se refiere, bastantes preocupaciones tengo con los jóvenes radicales de Palermo. Les he ofrecido algunos arreglos sumamente ventajosos para ellos, que es mucho más de lo que se merecen, pero esos cerdos lo quieren todo. No logro comprender su actitud. Han intentado asesinarme, pero no soy presa fácil. Todavía sigo siendo demasiado fuerte. Es curioso, pero todos los jóvenes, por inteligentes que sean, tienen el mismo defecto: lo quieren todo.
Luego Don Tommasino le dijo a Michael que Fabrizzio y Calo lo acompañarían, como guardaespaldas, en el Alfa-Romeo. Se despidieron antes de acostarse, ya que a la mañana siguiente el Don debía marcharse muy temprano para resolver algunos asuntos en Palermo. Michael recibió órdenes dé no poner al corriente de su traslado al doctor Taza, ya que éste tenía pensado pasar la noche en Palermo y podía irse de la lengua.
Michael había advertido que Don Tommasino tenía problemas por la cantidad de hombres armados que había visto patrullar alrededor de la villa. Además, en el interior de la casa habían aparecido algunos fieles pastores con sus lupare a punto. El mismo Don Tommasino iba siempre armado, y un guardaespaldas le seguía constantemente.
El sol calentaba con fuerza. Michael apagó la colilla del cigarrillo, se puso unos pantalones y una camisa, y se caló una gorra como la que llevaban la mayoría de los sicilianos. Todavía descalzo, miró por la ventana y vio a Fabrizzio sentado en una de las sillas del jardín; estaba peinándose y su lupara descansaba descuidadamente encima de la mesa del jardín. Michael silbó y Fabrizzio dirigió la vista hacia la ventana.
—Prepara el coche —le indicó Michael—. Saldré dentro de cinco minutos. ¿Dónde está Calo?
Fabrizzio se levantó. Llevaba la camisa desabrochada, dejando al descubierto las líneas azules y rojas del tatuaje que le cubría el pecho.
—Calo está en la cocina, tomándose una taza de café —respondió—. ¿Irá su esposa con usted?
Michael lo miró, malhumorado. Le parecía que Fabrizzio llevaba unas semanas mirando demasiado a Apollonia. Claro que jamás se atrevería a hacer la más leve insinuación a la esposa de un amigo del Don. Semejante cosa era, en Sicilia, el camino más seguro hacia el cementerio.
—No —respondió Michael fríamente—. Primero irá a pasar unos días con su familia. Se reunirá con nosotros más tarde.
Fabrizzio se dirigió rápidamente al lugar que servía de garaje para el Alfa-Romeo. Michael fue a lavarse. Apollonia ya había salido del cuarto de baño y debía de estar en la cocina, preparando el desayuno. Sin duda querría compensar el remordimiento que sentía por el hecho de desear ver una vez más a su familia antes de viajar hacia el otro extremo de Sicilia para reencontrarse con Michael. Don Tommasino se encargaría de trasladarla hasta allí.
Terminado su aseo, Michael se dirigió a la cocina, donde Filomena le dio una taza de café y, con timidez, se despidió de él.
—Cuando vea a mi padre, le hablaré de usted —le prometió Michael.
En ese momento Calo entró en la cocina.
—El coche está preparado —anunció—. ¿Quiere que me ocupe de su equipaje?
—No, gracias —respondió Michael—. Lo llevaré yo. ¿Dónde está Apollonia?
Calo esbozó algo parecido a una sonrisa.
—Está sentada en el asiento del conductor, muriéndose de ganas de apretar el acelerador. Se convertirá en una verdadera americana antes incluso de llegar a América —comentó.
Nunca se había oído decir que una campesina siciliana se hubiera puesto al volante de un automóvil, pero a veces Michael permitía a su esposa conducir el Alfa-Romeo, siempre dentro de los muros de la villa, naturalmente. En tales ocasiones él se sentaba a su lado, para evitar las posibles consecuencias de los errores que cometía, como pisar el acelerador en lugar del freno, por ejemplo.
—Vé a buscar a Fabrizzio y esperadme en el coche —indicó Michael a Calo.
Subió nuevamente al dormitorio, a buscar el equipaje, ya preparado. Antes de coger las maletas, miró por la ventana y vio que el coche no estaba estacionado delante de la puerta de la cocina, sino de los escalones que conducían al porche. En el interior del automóvil, Apollonia simulaba conducir, mientras Calo colocaba la bolsa de la comida en el asiento trasero. Michael sonrió, pero enseguida hizo una mueca de disgusto al observar que, un poco más lejos, Fabrizzio iba de un lado para otro, sin hacer nada y sin motivo aparente. ¿Qué diablos le ocurría? Notó que el guardaespaldas miraba hacia atrás una y otra vez, y le pareció que lo hacía de modo furtivo. Tendría que tomar medidas con respecto a él, pensó. Luego, comenzó a bajar por la escalera, y decidió pasar por la cocina para dar un último adiós a Filomena.
—¿El doctor Taza todavía está durmiendo? —preguntó a la anciana criada.
—Los gallos viejos no pueden saludar al sol —dijo Filomena en tono, socarrón—. El doctor se fue a Palermo, anoche.
Michael se echó a reír. Abrió la puerta de la cocina y aspiró el perfume de los limoneros. Vio a Apollonia hacerle señas de que no se moviera, y comprendió que quería llevar el coche hasta el lugar donde él se hallaba. Junto al automóvil, con la lupara en la mano, Calo sonreía. De Fabrizzio, ni rastro. En ese instante, Michael lo comprendió todo.
—¡No! ¡No! —gritó dirigiéndose a su esposa.
Pero su grito quedó ahogado por una tremenda explosión, producida al hacer girar Apollonia la llave del encendido. La puerta de la cocina quedó hecha astillas, y la onda expansiva envió a Michael a tres metros de distancia. Algunas piedras que cayeron del techo de la villa lo hirieron en el hombro, mientras que otra, cuando ya estaba en el suelo, le dio en la cabeza. Antes de perder el conocimiento vio que del Alfa-Romeo sólo quedaban las cuatro ruedas y los dos ejes.
Cuando recobró el sentido, Michael se encontró en una habitación oscura. Oía voces, pero eran tan débiles que no llegaba a entender qué decían. Instintivamente, simuló estar todavía inconsciente, pero las voces cesaron. Alguien que estaba junto a la cama dijo:
—Bien, ya ha vuelto en sí.
La luz de una lámpara hirió las pupilas de Michael, que entonces se dio cuenta de que quien había hablado era el doctor Taza.
—Permíteme examinarte. Es cuestión de un minuto. Luego volveremos a apagar la luz —explicó Taza, mientras con una pequeña linterna le estudiaba los ojos—. Te pondrás bien muy pronto —añadió, y volviéndose hacia alguien a quien Michael no podía ver, dijo—: Puede hablar con él.
El médico se había dirigido a Don Tommasino, que estaba sentado en una silla, cerca del lecho. Ahora Michael lo vio, claramente. El Don le decía:
—Michael, Michael ¿puedo hablar contigo? ¿O prefieres descansar?
Michael hizo un ademán de que hablara.
—¿Fue Fabrizzio el que sacó el coche del garaje? —preguntó Don Tommasino.
Michael, aun sin saberlo, sonrió. Era una sonrisa fría, y con ella quiso decir que sí, que había sido Fabrizzio.
Don Tommasino añadió:
—Fabrizzio ha desaparecido. Escucha, Michael. Has estado inconsciente durante casi una semana. ¿Comprendes? Todos piensan que has muerto. Ahora, pues, es cuando más seguro estás. Ya no se preocuparán de ti. Informé de inmediato a tu padre, y acabo de recibir sus instrucciones. No tardarás en regresar a América. Entretanto, descansarás aquí. Estás en plena montaña, en una granja de mi propiedad. Los de Palermo han hecho las paces conmigo, ahora que suponen que has muerto, lo que demuestra que era a ti a quien perseguían. Querían acabar contigo, pero haciendo creer a todo el mundo que la presa era yo. He pensado que debías estar informado de la situación. En cuanto a todo lo demás, déjalo de mi cuenta. Tú limítate a permanecer tranquilo y a recuperarte.
De pronto, Michael lo recordó todo. Sabía que su esposa había muerto, al igual que Calo. Pensó en la vieja criada. No podía acordarse de si había salido con él de la cocina.
—¿Y Filomena? —murmuró.
—No le pasó nada —respondió Don Tommasino—. Sólo le sangró un poco la nariz, debido a la explosión. No te preocupes por ella.
—Diga a sus pastores que el que me entregue a Fabrizzio será dueño de las mejores tierras de Sicilia —indicó Michael.
Don Tommasino y el doctor Taza soltaron un suspiro de alivio. El primero cogió un vaso que estaba sobre una mesilla de noche y bebió un trago. El licor debía de ser muy fuerte, pues Don Tommasino sacudió la cabeza y se estremeció. El doctor Taza, en tono de resignación, dijo a Michael:
—Eres viudo, muchacho. Y eso es raro en Sicilia.
Tal vez había pensado que el «honor» que suponía ser uno de los pocos viudos de la isla le serviría de consuelo.
Con un movimiento de la mano, Michael indicó a Don Tommasino que se acercara. El Don se sentó en la cama y aproximó el oído a la boca de Michael.
—Diga a mi padre que quiero regresar a casa —susurró Michael—. Y dígale también que quiero ser su hijo.
Pero debería pasar otro mes antes de que Michael se recobrara de sus heridas, y otros dos antes de que todos los papeles estuvieran listos. Sólo entonces fue en avión de Palermo a Roma y de Roma a Nueva York. Habían pasado tres meses, y seguía sin saberse nada de Fabrizzio.