16

Carlo Rizzi estaba profundamente resentido con el mundo. Tras casarse con una Corleone, había sido arrinconado al frente de un ínfimo negocio de apuestas en el Upper East Side de Manhattan. Él aspiraba a una de las casas de la finca de Long Beach. Había esperado que el Don ordenara desalojar una de las casas, cualquiera de ellas, para entregársela a Connie y a él. De haber sido así, habría vivido en contacto directo con el estado mayor de la Familia. Pero Don Corleone no lo trataba bien, nunca lo había hecho. El «gran Don», pensó con amargura. Su «grandeza» no había impedido que fuera objeto de un atentado en plena calle. ¡Ojalá se muriera! Sonny siempre había sido amigo suyo, y si se convertía en jefe de la Familia quizá se acordara de él.

Miró a su esposa, mientras ésta le servía una taza de café. ¡Dios, quién lo hubiera dicho! Sólo llevaban cinco meses de matrimonio y ya empezaba a engordar y a regañarlo. Todas las italianas de Nueva York eran iguales, pensó Carlo.

Palpó las anchas caderas de Connie, que sonrió complacida, y en tono burlón le dijo:

—Tienes más jamón que un cerdo. Le gustaba mortificar a su mujer, disfrutaba cuando veía lágrimas en sus ojos. Por muy hija del gran Don Corleone que fuese, también era su esposa, y ahora que le pertenecía podía tratarla como le diese la gana. Ejercer su dominio sobre un miembro de la familia Corleone, aunque fuera femenino, le daba una sensación de poder.

Ya desde el principio la trató como consideraba que debía hacerlo. Connie había intentado guardar para sí la bolsa que contenía el dinero que le habían regalado el día de la boda, pero él le había propinado una bofetada y le había quitado la bolsa. Nunca le explicó qué había hecho con el dinero. Si lo hubiese hecho, se habría visto en problemas. Aún ahora sentía un poco de remordimiento. ¡Eran casi quince mil dólares, y se los había gastado en apuestas y mujeres!

Se daba cuenta de que Connie estaba mirándole la espalda, por lo que tensó los músculos, mientras intentaba alcanzar los buñuelos que estaban al otro lado de la mesa. Acababa de comer huevos con tocino, pero un hombre tan corpulento como él necesitaba comer mucho. Carlo estaba muy satisfecho de su propio aspecto. No era el clásico marido gordo y moreno, sino que era rubio y musculoso, ancho de hombros y estrecho de cintura; y más fuerte que cualquiera de los tipos supuestamente duros que trabajaban para la Familia, gente como Clemenza, Tessio, Rocco Lampone y Paulie Gatto, a quien alguien acababa de enviar al otro mundo. Luego, sin saber por qué, pensó en Sonny. También podía vencer a Sonny, a pesar de que éste era un poco más alto y corpulento que él. Lo que le amedrentaba era la reputación de Sonny, aunque a él siempre le había parecido un muchacho de carácter muy campechano. Sí, Sonny era su amigo. Si el Don moría, las cosas mejorarían.

Carlo terminó su café. Odiaba el piso en que vivía. Estaba acostumbrado a las viviendas del Oeste, más espaciosas. Dentro de poco tendría que ir al otro extremo de la ciudad, a su «oficina», para las apuestas del mediodía. Era domingo, el día más ajetreado de la semana: primero el béisbol, después el baloncesto, y por la noche las carreras de caballos. Advirtió que Connie se estaba moviendo detrás de él y volvió la cabeza para mirarla.

La mujer se estaba vistiendo como solían hacerlo las italianas de Nueva York, con ese estilo que a él tanto le disgustaba: un vestido estampado, cinturón, un brazalete muy vistoso, pendientes y unas mangas guarnecidas con volantes. Parecía veinte años más vieja.

—¿Adonde diablos vas ahora? —le preguntó Carlo.

—A Long Beach, a ver a mi padre —respondió Connie, fríamente—. Todavía no puede levantarse de la cama y necesita compañía. Carlo sentía curiosidad.

—¿Sonny todavía está al frente? Connie le dirigió una mirada irónica.

—¿Al frente de qué, si puede saberse? —preguntó. Carlo Rizzi se puso furioso.

—No me hables en este tono, maldita zorra, o le pegaré una patada al crío que llevas en la barriga.

Ella lo miró, asustada, y esto enfureció todavía más a Carlo, que, sin pensárselo dos veces, le dio una sonora bofetada. A la primera siguieron otras tres. Al ver que el labio superior de su esposa se hinchaba y sangraba, Carlo dejó de pegarle. No quería que quedaran huellas en su rostro. Connie corrió hacia el dormitorio, cerró de un portazo y echó la llave. Carlo soltó una carcajada y se sirvió más café.

Estuvo fumando hasta que llegó el momento de vestirse. Entonces llamó a la puerta y dijo:

—Abre, si no quieres que eche la puerta abajo. Al no obtener respuesta, añadió:

—Vamos, abre. Tengo que vestirme. Oyó que su esposa se levantaba de la cama, se acercaba a la puerta y, a continuación, la abría. Al entrar en la habitación, Carlo vio que su esposa volvía a acostarse. Carlo Rizzi se vistió rápidamente y advirtió que Connie sólo llevaba puestas las bragas. A él le interesaba que visitase a su padre, pues confiaba en que a su regreso trajera información, pero ella no quería ir.

—¿Qué te pasa ahora? ¿Es que unas pocas bofetadas bastan para quitarte todas las fuerzas?

No había remedio. Se había casado con una mujer odiosa y perezosa.

—No quiero ir —respondió ella entre sollozos. Carlo la obligó a mirarlo, y entonces vio por qué Connie no deseaba ir, y pensó que realmente era mejor que no lo hiciese.

Se había excedido un poco. Tenía la mejilla izquierda y el labio superior hinchados.

—De acuerdo, pero hoy regresaré tarde. El domingo es el día en que hay más trabajo.

Salió del piso y encontró una multa sujeta con el parabrisas del coche. Era de quince dólares y por aparcamiento indebido. La metió en la guantera, junto con las demás. Estaba de buen humor. Cuando acababa de pegar a su mujer siempre se sentía mejor; al hacerlo disminuía, sin que él se diera cuenta, la frustración que sentía por verse tratado tan desdeñosamente por los Corleone.

La primera vez que la había abofeteado se sintió un poco preocupado. Ella se había dirigido de inmediato a Long Beach, a quejarse a sus padres y mostrarles su ojo amoratado. Pero, sorprendentemente, a su regreso Carlo se encontró con la clásica esposa italiana, sumisa y obediente. Entonces se propuso ser un marido perfecto.

Durante varias semanas la trató con deferencia, siempre amable y cariñoso, y todos los días, por la mañana y por la noche, le hacía el amor. Finalmente, Connie, que pensaba que su marido no volvería a golpearla, le contó lo que había ocurrido.

Connie había recibido la desagradable sorpresa de que sus padres no parecían dar importancia alguna a la conducta de Carlo. A lo máximo que llegó su madre fue a decirle al Don que hablara con Carlo Rizzi. Pero él se había negado, arguyendo:

—Es mi hija, pero ahora pertenece a su marido. Él sabe cuál es su deber. Ni siquiera el rey de Italia se atrevería a mezclarse en las relaciones entre marido y mujer. Vete a tu casa, Connie, y aprende a comportarte de forma que tu marido no tenga que pegarte. Connie, airada, había replicado:

—¿Has pegado tú alguna vez a tu esposa?

Era la favorita de su padre, por lo que podía permitirse el lujo de hablarle así.

—Tu madre nunca me ha dado motivos para hacerlo —había respondido Don Corleone, provocando con ello una complacida sonrisa de parte de su esposa.

Les explicó que su marido le había quitado la bolsa con el dinero que les habían regalado el día de su boda y nunca había querido explicarle qué había hecho con el dinero.

—Yo habría hecho lo mismo que él —dijo Don Corleone—, si mi esposa hubiese sido tan presuntuosa como tú.

No le quedó otro remedio que volver a casa, desilusionada y un poco asustada. Siempre había sido la favorita de su padre, y no atinaba a comprender la frialdad de éste.

Pero el Don no se había tomado el asunto tan a la ligera como había pensado su hija. Después de algunas averiguaciones, supo lo que había hecho Carlo Rizzi con el dinero que les habían regalado el día de su boda. Hizo espiar a Carlo por algunos hombres, quienes recibieron órdenes de informar a Hagen de todo cuanto hiciera como corredor de apuestas. ¿Cómo podía esperarse que Carlo, temiendo como indudablemente temía a los Corleone, dejara de portarse como un buen marido? Era imposible; y el Don, claro está, no se atrevía a intervenir. Luego, cuando su hija quedó embarazada, Don Corleone se convenció de la sabiduría de su decisión y, además, sintió que tampoco podría intervenir en el futuro, aun cuando Connie se quejara a su madre de que su marido seguía pegándole de vez en cuando. Connie incluso llegó a insinuar la posibilidad de solicitar el divorcio. Por primera vez en su vida, el Don se enfadó con ella.

—Es el padre de tu hijo —señaló—. ¿Qué crees que puede llegar a ser un niño sin padre?

Cuando Carlo Rizzi se enteró de todo esto, se sintió más seguro. No tenía nada que temer. Un día confesó a sus dos empleados, Sally Rags y Coach, que pegaba a su esposa cuando ésta se ponía tonta, y se sintió encantado de que ambos lo mirasen con respeto. Había que ser muy hombre para atreverse a levantar la mano contra la hija del gran Don Corleone.

Pero Rizzi no habría estado tan tranquilo si hubiese sabido lo furioso que se había puesto Sonny Corleone al enterarse de las palizas que recibía su hermana. Si no hizo nada fue porque el Don, a quien ni siquiera Sonny se atrevía a desobedecer, le ordenó que no moviera un solo dedo en favor de Connie. Luego, Sonny procuró evitar a Rizzi, pues si se lo hubiera encontrado frente a frente, difícilmente hubiese conseguido dominar su temperamento.

Sintiéndose, pues, perfectamente seguro, aquella mañana de domingo Carlo Rizzi se dirigió a su trabajo, en el East Side. No vio el coche de Sonny, que venía en dirección opuesta, camino de su casa.

Sonny Corleone había abandonado la protección de la finca para pasar la noche en la ciudad con Lucy Mancini. En ese momento regresaba a Long Beach, escoltado por cuatro guardaespaldas, dos en un coche, delante del suyo, y dos en otro, detrás. No necesitaba a nadie a su lado, pues se sentía capaz de hacer frente él solo a cualquier asaltante. Los cuatro hombres viajaban en sus propios vehículos y tenían sus pisos a los lados del apartamento de Lucy, de modo que no corría peligro alguno al visitar a la chica, sobre todo teniendo en cuenta que lo hacía muy de vez en cuando. Ahora que estaba en la ciudad iría a recoger a Connie para llevarla a Long Beach, pensó Sonny. Sabía que Carlo estaría trabajando, y tenía la certeza de que el muy cabrón se había llevado el automóvil.

Esperó a que los dos hombres que iban en el coche de delante se apearan y entraran en el edificio, y luego los siguió. Vio que la pareja que iba detrás bajaba del automóvil y miraba a un lado y otro de la calle. También él mantenía los ojos bien abiertos. Era prácticamente imposible que sus adversarios se hubieran enterado de su escapada a la ciudad, pero convenía mantenerse alerta. Se trataba de una lección que había aprendido durante la guerra de los años treinta.

Nunca utilizaba ascensores. Eran trampas mortales. Subió deprisa por las escaleras que conducían al piso de Connie, situado en la octava planta, y llamó a la puerta. Había visto salir a Carlo, por lo que tenía la seguridad de que su hermana estaría sola. No hubo respuesta. Volvió a llamar, y momentos después oyó la voz tímida y asustada de Connie, que preguntaba:

—¿Quién es?

El tono de voz de su hermana asombró a Sonny. Ella siempre había sido la más descarada y altanera de la familia. ¿Qué le había ocurrido?

—Soy Sonny.

Connie abrió la puerta y, sollozando, se echó en brazos de su hermano. Tan sorprendido quedó éste, que no supo qué hacer. Luego, al observar el rostro de Connie no necesitó preguntar por qué lloraba.

Se dispuso a bajar corriendo por las escaleras para ir en busca de Carlo. Estaba furioso. Connie lo abrazó con fuerza, para impedirle marchar, pues lo conocía y sabía lo que haría. Temía la reacción de su hermano, por eso nunca le había mencionado los malos tratos de que era objeto por parte de su marido.

—Ha sido culpa mía —dijo Connie—. He intentado pegarle, y por eso me ha zurrado. Sé que no quería hacerme daño. Créeme, la culpa ha sido sólo mía.

Sonny ya había recuperado el control de sí mismo.

—¿Hoy irás a ver a papá? —preguntó. Al no obtener respuesta, prosiguió—: Si quieres ir, te llevo. No me cuesta nada. He tenido que venir a la ciudad por otros asuntos.

—No quiero que me vea así, Sonny. Iré la semana que viene.

—De acuerdo.

Sonny se acercó al teléfono de la cocina y marcó un número.

—Voy a llamar a un médico. Quiero que te cure la cara. En tu estado, debes tener cuidado. ¿Para cuándo esperas al niño?

—Para dentro de dos meses. No llames a nadie, Sonny, te lo ruego.

Sonny se echó a reír, y con expresión deliberadamente cruel, dijo:

—No te preocupes. No convertiré a tu hijo en huérfano antes de que nazca.

Le dio un beso en la mejilla herida y salió del piso.

En la calle 112 Este había una doble fila de coches aparcados frente a la pastelería que servía de «oficina» a Carlo Rizzi. En la acera, los padres jugaban con sus hijos, a quienes habían llevado a pasear, aprovechando al mismo tiempo para hacer sus apuestas. Cuando vieron llegar a Carlo Rizzi, los hombres dejaron de jugar con los niños —comprándoles helados de vainilla para mantenerlos quietos—, y seguidamente empezaron a estudiar las posibles combinaciones ganadoras de la jornada de béisbol.

Carlo entró en la amplia sala situada en la parte trasera de la pastelería. Sus dos «escribientes», el pequeño y nervioso Sally Rags y el fornido Coach, lo tenían todo dispuesto para empezar la jornada. Frente a ellos tenían unas libretas rayadas en las que anotaban las apuestas. En una pizarra adosada a la pared, estaban escritos los nombres de los dieciséis equipos de la liga de béisbol, debidamente emparejados para que se supiera quién se enfrentaría con quién. Junto a la inscripción de cada encuentro figuraban también ocho cuadros destinados a escribir los posibles resultados.

—¿Está conectado con el nuestro el teléfono de la tienda? —le preguntó Carlo a Coach.

—No, ya lo hemos desconectado —respondió Coach. Carlo se acercó a la pared en la que estaba el teléfono y marcó un número. Sally Rags y Coach lo contemplaron impasibles, mientras anotaba las probabilidades de cada encuentro. Cuando hubo colgado el auricular, los dos hombres procedieron a anotar en la pizarra los números que Carlo había recogido por teléfono. Aunque Carlo lo ignoraba, Rags y Coach ya habían efectuado también una llamada, para asegurarse de que aquél había trascrito fielmente los datos que le habían sido transmitidos. En la primera semana de su trabajo como corredor de apuestas, Carlo se había equivocado al escribir las probabilidades en la pizarra, y no convenía que volviera a ocurrir, ya que el único que perdía en esos casos era el corredor. Si un jugador apostaba de acuerdo con un pronóstico falseado, y luego apostaba otra vez, con otro corredor, de acuerdo con el pronóstico correcto, no podía perder. Aquel fallo de Carlo supuso una pérdida de seis mil dólares, lo que confirmó la opinión que el Don tenía de su yerno. Aquel día ordenó que en adelante el trabajo de éste fuera debidamente comprobado.

Normalmente, los miembros más importantes de la familia Corleone nunca se hubieran ocupado de semejantes detalles. Había por lo menos cinco escalones entre ellos y Carlo Rizzi. Pero ya que el negocio de apuestas era, ante todo, una prueba para éste, se encontraba bajo la supervisión directa de Tom Hagen, a quien Sally Rags y Coach tenían que informar a diario, por escrito.

Los apostadores entraron en la sala dispuestos a jugar. Algunos llevaban a sus hijos de la mano. Un hombre que acababa de apostar fuerte, dijo, cariñosamente, a la niña que lo acompañaba:

—¿Quiénes te gustan más, cariño, los Gigantes o los Piratas?

La niña, fascinada por los pintorescos nombres de los equipos, contestó:

—¿Los Gigantes son más fuertes que los Piratas, papá?

El hombre se echó a reír.

La gente empezó a colocarse frente a los dos empleados. Cuando uno de éstos acababa de llenar una hoja, la arrancaba de la libreta, envolvía el dinero con ella y lo entregaba a Carlo. Éste salió de la estancia, subió por unos escalones, entró en la vivienda ocupada por el propietario de la pastelería y su familia, y metió el dinero en una caja fuerte oculta por una cortina. Luego, tras quemar la hoja de las apuestas y echar las cenizas en la taza del váter, regresó a la habitación de la parte trasera de la tienda.

Ninguno de los partidos del domingo empezaba antes de las dos de la tarde, pues la ley lo prohibía. Por ello, después de la primera oleada de apostantes, venía una segunda compuesta por padres de familia que, antes de volver a casa a recoger a los suyos para ir a la playa, tenían que hacer a toda prisa sus apuestas. Venían a continuación los jugadores solteros y aquellos que, por no serlo, condenaban a su familia a pasarse la tarde del domingo en casa a pesar del calor. Los apostadores solteros eran los que jugaban más fuerte. Muchos de ellos, además, volvían a las cuatro para apostar también en los segundos encuentros, cuando los había. Ellos eran los culpables de que Carlo tuviera que hacer horas extras los domingos, aunque algunos hombres casados llamaban desde la playa para apostar en estos segundos encuentros y tratar así de recuperar el dinero perdido en los primeros.

A la una y media de la tarde la actividad era poca, por lo que Carlo y Sally Rags pudieron salir un rato a tomar el aire en la acera, junto a la pastelería. Se entretuvieron mirando jugar a los niños. Pasó un coche de la policía, pero no se preocuparon: su negocio estaba muy bien respaldado, y nada había que temer. Además, llegado el caso le habrían avisado con tiempo suficiente.

Coach salió a reunirse con ellos y estuvieron charlando un rato sobre béisbol y mujeres.

—Hoy he vuelto a pegarle a mi mujer —dijo Carlo alegremente—. He tenido que recordarle quién es el que manda.

—Supongo que ya debe de estar bastante gruesa ¿no? —comentó Coach, en tono de desaprobación.

—Sí, desde luego. Pero sólo le he dado unas cuantas bofetadas. No le he hecho daño. Mira, lo que pasa es que se cree con derecho a mandarme, y eso es algo que no estoy dispuesto a tolerar.

Había por allí varios hombres hablando de béisbol y discutiendo sobre si tal equipo era mejor o peor que tal otro. Lo de cada domingo. De pronto, los niños que jugaban en la calle subieron corriendo a la acera. Un coche que venía a toda velocidad se detuvo adelante de la pastelería, y fue tan brusco el frenazo que los neumáticos chirriaron. El conductor saltó del vehículo con tanta rapidez que todos quedaron paralizados. Era Sonny Corleone.

Su cara era la imagen misma de la cólera. No había pasado un segundo cuando ya tenía a Carlo Rizzi agarrado por el cuello. Trató de arrojarlo a la calzada, pero éste se aferró con toda la fuerza de sus musculosos brazos a la barandilla de hierro de la pequeña escalera que conducía a la entrada de la pastelería, tratando al mismo tiempo de ocultar su cara para protegerla de las manos de Sonny.

Lo que siguió fue tremendo. Sonny empezó a pegarle puñetazos mientras lo insultaba a voz en grito, y Carlo no ofreció resistencia alguna, pese a su fuerza física, ni dijo una sola palabra. Coach y Sally Rags no se atrevieron a intervenir. Estaban convencidos de que Sonny quería matar a su cuñado, y no deseaban compartir su suerte. Los niños seguían en la acera, a cierta distancia, disfrutando del espectáculo. Eran muchos, algunos de ellos bastante mayores, y estaban acostumbrados a pelear, pero no se atrevían a moverse. Llegó otro coche, ocupado por dos guardaespaldas de Sonny, quienes al ver lo que ocurría se quedaron quietos como todos los demás, aunque dispuestos a intervenir en el caso de que algún inconsciente se decidiera a ayudar a Carlo.

Lo más penoso de todo era la absoluta sumisión de Carlo, si bien ésta quizá le salvó la vida. Seguía aferrado a la barandilla y sin devolver un solo golpe, a pesar de que era casi tan fuerte como su cuñado. En un momento dado Sonny pareció calmarse un poco. Jadeaba, al borde del agotamiento, y le dolían las manos de tanto golpear. Entonces, dirigiéndose al maltrecho Carlo, dijo:

—Y ahora escúchame, maldito cabrón: si vuelves a pegar a mi hermana, te mataré. ¿Lo has oído?

Estas palabras hicieron que disminuyese la tensión reinante. Si Sonny hubiera tenido intención de matarlo, no las habría pronunciado. Y bien que lamentaba Sonny no poder acabar con Carlo. Este no se atrevió a mirarlo. Mantenía la cabeza gacha, sus manos se aferraban todavía a la barandilla, y no se movió ni siquiera cuando su cuñado se hubo marchado. Coach, con su voz paternal, le dijo:

—Venga, Carlo, entremos en la tienda. Sólo entonces Carlo Rizzi se atrevió a moverse. Al ponerse de pie vio que los muchachos que habían estado jugando lo miraban con la expresión propia de quienes han sido testigos de la degradación de un ser humano. Estaba semiinconsciente, pero más por el miedo que por los golpes. En realidad, no presentaba ninguna herida seria, a pasar de la lluvia de puñetazos que había recibido. Dejó que Coach le acompañara a la habitación trasera de la tienda, y una vez allí se aplicó hielo en el rostro, que si bien no sangraba estaba completamente enrojecido. El miedo que había pasado, unido a la humillación, lo hizo vomitar. Coach lo sostenía como si estuviera borracho. Luego lo ayudó a subir a la vivienda y a acostarse en uno de los dormitorios. Carlo no se había dado cuenta de la desaparición de su otro «escribiente».

Sally Rags había ido a la Tercera Avenida, y desde allí llamó a Rocco Lampone para contarle lo sucedido. Rocco acogió la noticia con calma y de inmediato telefoneó a su caporegime, Pete Clemenza. Éste exclamó:

—¡Ese maldito temperamento de Sonny!

Pero antes de proferir esta exclamación había tapado con la mano el auricular, de modo que Lampone no lo oyó.

Clemenza llamó a la mansión de Long Beach y pidió por Tom Hagen, quien tras enterarse de lo ocurrido hizo una pausa y dijo:

—Envía algunos coches a la carretera de Long Beach, sólo por si Sonny se ve envuelto en algún accidente de tráfico o en una discusión con algún conductor. Cuando se enfada no es dueño de sus actos. Además, es posible que nuestros «amigos» se hayan enterado de que está en la ciudad. Nunca se sabe.

En tono de duda, Clemenza contestó:

—Antes de que mis hombres se pongan en marcha, Sonny habrá llegado a su casa. Y lo que vale para mis hombres, vale también para los Tattaglia.

—Ya lo sé —replicó Hagen, pacientemente—, pero si algo sucediera, Sonny se encontraría solo. Haz lo que puedas, Pete.

De mala gana, Clemenza llamó a Rocco Lampone y le indicó que enviara a algunos hombres con sus coches a la carretera de Long Beach. En cuanto a él, subió a su amado Cadillac y, con tres de los hombres que guardaban su casa, salió en dirección a Nueva York.

Uno de los que habían estado en los alrededores de la pastelería, un apostador que era a la vez confidente de la familia Tattaglia, llamó a su contacto. Pero como la familia Tattaglia no se había preparado para la guerra, y la transmisión de informes era lenta y laboriosa en tiempos de paz, el contacto tuvo que atravesar varias barreras para acceder al caporegime que podía hablar con el jefe de la Familia. Para entonces, Sonny Corleone hacía ya largo rato que había llegado sano y salvo a la casa de Long Beach, donde debería enfrentarse con la cólera de su padre.