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Durante la noche anterior al atentado contra Don Corleone, su más fuerte, leal y temido subordinado se preparaba para enfrentarse con el enemigo. Luca Brasi había mantenido contactos con las fuerzas de Sollozzo varios meses antes, siguiendo instrucciones personales del Don en persona. Dichos contactos habían consistido en frecuentar los nigbtclubs controlados por la familia Tattaglia y en relacionarse con una de las call-girls de más categoría. Estando en la cama con la muchacha, Luca se quejó de lo poco que lo consideraban dentro de la familia Corleone, de lo poco que apreciaban sus servicios. Una semana después, Luca fue abordado por Bruno Tattaglia, director del night-club. Bruno era el hijo más joven, y evidentemente no estaba relacionado con el negocio de la prostitución, la principal fuente de ingresos de la familia Tattaglia. Pero su famoso night-club, con su grupo de bellas chicas de largas y esbeltas piernas, era una especie de escuela preparatoria para muchas de las rameras de la ciudad.
La primera entrevista tuvo un tono de extremada franqueza: Tattaglia le ofreció un empleo en los «negocios de su Familia». Los contactos duraron casi un mes. Luca desempeñó el papel del hombre prendido en las redes de una hermosa chica; Bruno Tattaglia, el del hombre de negocios que trata de arrebatar un excelente colaborador a una empresa rival. En el curso de una de tales entrevistas, Luca fingió haberse dejado convencer e hizo la siguiente observación:
—Quiero dejar una cosa bien clara. Nunca actuaré contra el Padrino. Respeto mucho a Don Corleone y comprendo que ponga a sus hijos por delante de mí en los negocios de la Familia.
Bruno Tattaglia era uno de esos jóvenes que a duras penas pueden ocultar su desprecio por los viejos como Luca Brasi, Don Corleone e incluso su propio padre. El hecho de que se mostrase tan excesivamente respetuoso con ellos así lo demostraba.
—Mi padre nunca le pediría que hiciera nada contra los Corleone —dijo a Luca—. ¿Por qué iba a hacerlo? Hoy en día todo el mundo se lleva bien con todo el mundo. No es como antes. Yo me limito a ofrecerle un empleo; si le interesa, se lo diré a mi padre. En nuestro negocio siempre se precisan hombres como usted. Es un negocio duro, y se necesitan hombres duros para que todo marche como es debido. Si se decide a aceptar mi oferta, avíseme.
—No es que esté descontento de mi actual empleo… —dijo Luca, dubitativo. De momento lo dejaron así.
De un modo general, el plan de los Corleone consistía en dejar creer a los Tattaglia que Luca estaba al corriente del lucrativo asunto de las drogas y que deseaba entrar en el mismo. Con ello esperaban enterarse de los planes de Sollozzo, si es que tenía alguno. Después de dos meses sin que nada sucediese, Luca informó al Don de que Sollozzo había aceptado graciosamente su fracaso. El Don le había dicho que siguiera con sus averiguaciones, pero sin forzar las cosas.
Luca se había dejado caer por el night-club la noche anterior al atentado contra Don Corleone. Casi inmediatamente, Bruno Tattaglia fue a sentarse a su mesa.
—Tengo un amigo que quiere hablar con usted —le dijo.
—Que venga —contestó Luca—. Siendo amigo suyo, no tengo inconveniente alguno en hablar con él.
—No —alegó Bruno—. Quiere verle en privado.
—¿Quién es? —preguntó Luca.
—Un amigo mío, ya se lo he dicho. Quiere hacerle una proposición. ¿Acepta hablar con él esta misma noche?
—De acuerdo —dijo Luca—. ¿Dónde y a qué hora?
—El club se cierra a las cuatro de la mañana —respondió Bruno Tattaglia, bajando la voz—. ¿Por qué no charlan aquí, mientras los camareros hacen la limpieza?
Conocían bien sus costumbres, pensó Luca. Por lo visto le habían seguido los pasos. Solía levantarse a las tres o las cuatro de la tarde, desayunaba, y luego se entretenía jugando con sus amigos de la Familia o bien pasaba un par de horas con una mujer. A veces se iba al cine a medianoche, y a la salida se iba a tomar una copa en algún club. Nunca se acostaba antes del amanecer. Por ello, la sugerencia de una entrevista a las cuatro de la madrugada no era tan descabellada como parecía.
—Completamente de acuerdo —asintió—. Volveré a las cuatro.
Salió del club y se dirigió en taxi a su habitación amueblada de la Décima Avenida. Se alojaba en casa de unos italianos, parientes lejanos. Las dos habitaciones de que disponía Luca estaban separadas del resto del piso por una puerta especial. Eso le gustaba, pues le permitía hacer una especie de vida de familia, a la vez que le protegía contra cualquier sorpresa desagradable en el lugar donde era más vulnerable.
No tardaría en ver la peluda cola del astuto zorro turco, pensó Luca. Si las cosas iban bien, si Sollozzo se descubría esa noche, tal vez todo terminaría con un agradable regalo de Navidad para el Don. En su habitación, Luca abrió la maleta que tenía debajo de la cama y sacó un chaleco a prueba de balas. Pesaba mucho. Se desnudó, se puso una camiseta de lana, luego la camisa, y, finalmente, el chaleco. Por un momento pensó en llamar al Don para ponerle al corriente de todo, pero luego recordó que el Don nunca contestaba el teléfono y que, además, le había encargado aquella misión en secreto, de modo que nadie, ni tan siquiera Hagen y Sonny, debían saber nada.
Luca siempre iba armado. Tenía licencia de armas, probablemente la licencia más cara del mundo y de todos los tiempos. Había costado diez mil dólares, pero en caso de ser registrado por la policía, le evitaría ir a prisión. Esta noche no quería llevar el arma que estaba facultado legalmente para llevar encima, sino que prefería una pistola «segura», ya que tal vez tendría ocasión de terminar el trabajo. Sí, era mejor un arma que no estuviera registrada. Luego, después de pensarlo mejor, decidió que aquella noche se limitaría a escuchar la proposición y a informar al Padrino, a Don Corleone.
Emprendió el camino hacia el club, pero no volvió a beber. Pasó por la Calle Cuarenta y ocho, donde estaba su restaurante italiano favorito, el Patsy’s, y cenó tranquilamente, a pesar de lo insólito de la hora. Luego, viendo que se acercaba la hora de la entrevista, se marchó hacia el club. Cuando llegó, el portero ya no estaba, ni tampoco la chica del guardarropa. Sólo Bruno Tattaglia le esperaba. Lo condujo hasta la desierta barra del otro lado del salón. Luca vio ante él las desiertas mesitas colocadas alrededor de la reluciente pista de baile que brillaba como un diamante, y, entre las sombras, el estrado de los músicos y el esqueleto metálico de un micrófono.
Luca se sentó frente a la barra y Bruno fue a situarse detrás, en el lugar de los camareros. Luca rechazó una copa que le ofreció y encendió un cigarrillo. Era posible que no se tratara del Turco, sino de alguna otra persona. Pero luego por entre las sombras de la estancia, vio aparecer a Sollozzo en persona.
Sollozzo le estrechó la mano y se sentó en un taburete, a su lado. Tattaglia puso un vaso delante del recién llegado, quien le dio las gracias.
—¿Sabe usted quién soy? —preguntó Sollozzo.
Luca asintió con un gesto y le dirigió una sonrisa astuta. Las ratas iban saliendo de su agujero. Sería un gran placer ocuparse de ese siciliano renegado.
—¿Sabe usted lo que voy a pedirle? —preguntó Sollozzo.
Luca negó con la cabeza.
—Hay un gran negocio en perspectiva —explicó Sollozzo—. Habrá millones para todos los que intervengan desde un puesto elevado. Hablando solamente del primer embarque, puedo garantizarle a usted cincuenta mil dólares. Estoy hablando de drogas, el gran negocio del futuro.
—¿Por qué acude usted a mí? —preguntó Luca—. ¿Pretende que se lo cuente a mi Don?
—Ya le he hablado yo —respondió Sollozzo con una mueca—, y no quiere saber nada del asunto. Muy bien, puedo hacerlo sin él. Pero necesito a un hombre fuerte, a alguien que pueda proteger físicamente la operación. Como sé que no está usted satisfecho con su Familia, he pensado que podría interesarle el cambio.
Luca fingió ciertas dudas.
—Si la oferta es lo bastante buena…
Sollozzo, que había estado observándolo atentamente, pareció haber llegado a una decisión firme.
—Le doy unos cuantos días para que estudie mi oferta; luego volveremos a vernos —dijo.
El Turco adelantó la mano hacia Luca, pero éste fingió no darse cuenta. Para disimular, sacó un cigarrillo del paquete que llevaba en el bolsillo y se lo llevó a la boca. Detrás de la barra, Bruno Tattaglia hizo aparecer un encendedor como por arte de magia y dio fuego a Luca. Luego hizo una cosa muy rara. Dejó caer el encendedor sobre el mostrador, y asió con fuerza, con mucha fuerza, la mano derecha de Luca.
Luca reaccionó al instante. Saltó del taburete y se esforzó por zafarse de Bruno Tattaglia, pero Sollozzo ya le había asido por el otro brazo y se lo retorció contra la espalda. Pese a ello, Luca seguía siendo demasiado fuerte para los dos hombres juntos, y habría conseguido soltarse. Sin embargo, de entre las sombras de la sala y a su espalda, apareció otro hombre que le colocó una fina cuerda de seda alrededor del cuello. La cuerda apretaba cada vez más, y Luca apenas si podía respirar. Su rostro se tornó violáceo y sus brazos perdieron fuerza. Tattaglia y Sollozzo ya no tuvieron dificultad alguna en sujetarlo; la actitud de ambos inmovilizando a Luca tenía cierto aire infantil. Mientras, el otro hombre iba apretando más y más el cerco alrededor del cuello de Luca Brasi. De pronto, el suelo quedó mojado. Luca perdió el control de los esfínteres y la orina acumulada en su cuerpo se fue derramando hasta la última gota. Las fuerzas le habían abandonado por completo; las piernas se negaban a sostenerle y todo su cuerpo temblaba. Sollozzo y Tattaglia le dejaron libres los brazos y la víctima quedó a merced del estrangulador, ahora arrodillado para seguir al cuerpo de Luca en su lenta caída. La cuerda apretaba tan fuerte, que ya no resultaba visible en la garganta de Luca. Los ojos de éste parecían a punto de salirse de sus órbitas. Diríase que tenían una expresión de tremenda sorpresa, de mortal sorpresa más exactamente. Esta expresión era lo único humano que le quedaba a Luca Brasi, pues había muerto.
—Hacedlo desaparecer —dijo Sollozzo—. Es muy importante que tarden un tiempo en encontrarlo.
Acto seguido dio media vuelta y se fue, desapareciendo entre las sombras.