9

Cuando Michael Corleone fue a la ciudad aquella noche, se sentía deprimido. Tenía la impresión de que le estaban mezclando en los negocios de la Familia contra su voluntad, y le desagradaba que Sonny lo utilizara, aunque sólo fuera para contestar al teléfono. Le desagradaba asistir a los consejos de la Familia, como si tuviera la ineludible obligación de estar al corriente de todo, asesinatos incluidos. Mientras viajaba para verse con Kay, también se sentía culpable por ella. Nunca le había sido completamente sincero en lo referente a su familia. Le había hablado de sus parientes, desde luego, pero siempre en un tono jocoso, de modo que para la chica su padre y hermanos debían de ser más los protagonistas de una película que lo que en realidad eran. Su padre había sufrido un atentado en plena calle, y su hermano mayor estaba planeando eliminar a varios hombres. No, desde luego no se atrevería a contarle la verdad desnuda a Kay. Ya le había dicho que lo de su padre había sido sólo un «accidente», y que no pasaría nada, cuando en realidad era precisamente en ese momento cuando iba a empezar todo. Sonny y Tom estaban equivocados respecto a Sollozzo; seguían subestimándolo, pese a que Sonny tenía un olfato especial para oler el peligro. Michael trataba de imaginar el juego del Turco. Evidentemente, era un hombre valeroso y muy listo. De él podía esperarse todo. Sin embargo, Sonny, Tom, Clemenza y Tessio afirmaban que todo estaba bajo control, y ellos tenían más experiencia que él. En esta guerra, él, Michael, era el «civil». Y tendrían que prometerle muchas más medallas de las que había conseguido en la Segunda Guerra Mundial si querían que participara.

Michael se sentía culpable por el hecho de no estar excesivamente dolido por lo de su padre. Era cierto que le habían hecho varios agujeros en el cuerpo, pero Michael consideraba, en mayor medida que los demás, que todo había sido cuestión de negocios; nada personal. Estimaba que su padre había pagado por el poder del que había disfrutado durante toda su vida, que aquél había sido el precio por el respeto de que había sido objeto por parte de cuantos lo rodeaban.

Lo que Michael quería, por encima de todo, era vivir su propia vida, pero no podía separarse de su propia familia hasta que la crisis hubiera pasado. Debía ayudar, aunque sólo fuera como «civil». De pronto se dio cuenta de que el papel que le habían asignado no le satisfacía. No, no le gustaba ser un no combatiente privilegiado; no le satisfacía representar el papel de objetor de conciencia. Por ello, precisamente, no dejaba de brincarle por el cerebro la palabra «civil».

Cuando llegó al hotel, Kay le estaba esperando en el vestíbulo. Dos de los hombres de Clemenza le habían acompañado hasta la esquina próxima, y sólo se marcharon cuando se hubieron asegurado de que nadie les había seguido.

Michael y Kay cenaron juntos y tomaron unas copas.

—¿Cuándo irás a visitar a tu padre? —le preguntó Kay de pronto.

—La hora de visita termina a las ocho y media —respondió Michael, mirando su reloj—. Iré cuando todos se hayan marchado. Me dejarán pasar: tiene su propia habitación y sus propias enfermeras. Así podré estar un rato con él. No creo que pueda hablar. Es más, es posible que ni siquiera se percate de mi presencia. De todas formas tengo que ir.

—Siento mucho lo de tu padre —dijo Kay—. El día de la boda de tu hermana me pareció un hombre muy simpático. No puedo creer lo que los periódicos dicen de él. Estoy segura de que la mayor parte de lo que afirman es mentira.

—Lo mismo pienso yo —respondió Michael.

Se sorprendió al comprobar lo reservado que estaba siendo con Kay. La amaba, confiaba en ella, pero no podía decirle nada acerca de su padre o de la Familia. La muchacha no formaba parte del círculo.

—¿Qué piensas hacer? —preguntó Kay—. ¿Piensas participar en esta guerra entre gángsters de que hablan los periódicos?

Michael sonrió y se desabrochó la chaqueta.

—Mira, no llevo armas.

Kay se echó a reír.

Como se estaba haciendo tarde, ambos subieron a su habitación. Kay preparó una bebida para cada uno y, mientras la tomaban, se sentó sobre las rodillas de Michael. Debajo de su vestido sólo había seda y la piel desnuda, una piel ardiente que los dedos de Michael no tardaron en acariciar. Se tendieron en la cama y, sin desnudarse, se besaron apasionadamente y se hicieron el amor. Después permanecieron uno al lado del otro, sintiendo el calor de sus cuerpos.

—¿Es eso lo que los soldados llaman un «rápido»? —preguntó Kay.

—Sí —respondió Michael.

—Pues no está mal —dijo Kay, seriamente.

Siguieron bromeando y charlando durante un rato, hasta que Michael, inquieto, se levantó y miró su reloj.

—¡Vaya! Son ya casi las diez. Tengo que ir al hospital.

Se dirigió al cuarto de baño para ducharse y peinarse. Kay le siguió y lo abrazó por detrás.

—¿Cuándo nos casaremos? —preguntó.

—Cuando quieras, en cuanto las aguas vuelvan a su cauce y mi padre se haya recuperado. Sin embargo, creo que sería mejor que hablaras con tus padres.

—¿Qué es lo que debo contarles? —preguntó Kay.

Michael se pasó el peine por la cabeza.

—Diles que has conocido a un guapo y elegante muchacho de ascendencia italiana. Notas brillantes en Dartmouth, Cruz de Servicios Distinguidos durante la guerra, además de otras condecoraciones. Honrado y trabajador, aunque su padre es un jefe de la Mafia que tiene que matar a hombres malos y sobornar a funcionarios del Gobierno. Diles también que el padre siempre se halla expuesto, en razón de su trabajo, a que le metan unas cuantas balas en el cuerpo. Y explícales que su brillante hijo nada tiene que ver con todo ello. ¿Crees que podrás recordar cuanto acabo de decirte?

La impresión hizo que Kay tuviera que apoyarse en la pared del cuarto de baño.

—¿Es tal y como dices? ¿Mata y soborna?

Michael terminó de peinarse.

—En realidad, no lo sé —admitió—. Nadie lo sabe con certeza. Pero no me extrañaría.

Antes de que él se marchara, Kay preguntó:

—¿Cuándo volveré a verte?

Michael le dio un beso.

—Quiero que te vayas a tu casa y que pienses bien en lo que acabo de decirte —respondió—. No quiero que te veas mezclada en todo esto. Después de las vacaciones de verano regresaré a la universidad. Nos veremos en Hanover ¿de acuerdo?

—De acuerdo —contestó la muchacha.

Le miró mientras salía de la habitación; él la saludó con la mano antes de entrar en el ascensor. Kay nunca se había sentido tan unida a él, nunca le había amado tanto, y si alguien le hubiera dicho que no volvería a ver a Michael en los siguientes tres años, no hubiese podido soportarlo.

Cuando Michael se apeó del taxi frente al Hospital Francés, se sorprendió al observar que la calle estaba completamente desierta, y todavía se sorprendió más al ver que, en el interior, el vestíbulo estaba igualmente vacío. ¿Qué demonios estarían haciendo Clemenza y Tessio? Nunca habían estado en West Point, desde luego, pero ambos sabían lo suyo en cuanto a tácticas, y nadie tenía que enseñarles nada en cuanto a la forma de realizar una guardia. Un par de sus hombres deberían haber estado en el vestíbulo. Eso como mínimo.

Los últimos visitantes se habían marchado ya. Eran casi las diez y media de la noche. Michael estaba alerta. No perdió tiempo acercándose al mostrador de recepción, pues conocía el número de la habitación de su padre, situada en la cuarta planta. Tomó el ascensor, y le pareció raro que nadie lo interceptara. Llegó a la cuarta planta y pasó por delante del puesto de las enfermeras, pero no se detuvo. Al llegar delante de la habitación de su padre, vio que no había nadie en la puerta. ¿Dónde estarían los dos policías que hacían guardia permanente en la puerta? ¿Dónde estaban los hombres de Clemenza y Tessio? ¿Habría alguno de ellos dentro de la habitación?

La puerta estaba abierta y Michael entró. Vio un cuerpo dentro de la cama. Gracias a la luz de la luna que se filtraba a través de la ventana, Michael reconoció a su padre. Su rostro permanecía impasible y su pecho se movía acompasadamente. Unos tubos se adentraban en los orificios de su nariz. En el suelo había un recipiente de cristal en el que otros tubos vertían los residuos estomacales del paciente. Michael estuvo en la habitación el tiempo justo para asegurarse de que su padre estaba bien, y luego salió.

—Soy Michael Corleone —dijo a la enfermera—. Sólo quería ver a mi padre. ¿Dónde están los agentes que deberían custodiarle?

La enfermera era una chica joven y guapa, muy convencida de la importancia de su trabajo.

—Su padre recibía demasiadas visitas —dijo—. Hará unos diez minutos vino la policía y les hizo salir a todos. Y después, hace cinco minutos, tuve que avisar a los dos agentes de que les reclamaban en la comisaría, por lo que también ellos se marcharon. Pero no se preocupe, pues yo me encargo de ir a menudo a la habitación de su padre. Desde aquí incluso oigo su respiración. Por eso he dejado la puerta abierta.

—Gracias. Supongo que no tendrá inconveniente en que me quede unos minutos con mi padre ¿verdad?

La muchacha le dirigió una encantadora sonrisa.

—Bien, pero sólo un ratito. Luego tendrá que marcharse. Son las normas ¿comprende?

Michael volvió a entrar en la habitación de su padre. Descolgó el teléfono y rogó a la operadora del hospital que le pusiera con la casa de Long Beach, concretamente con el número del despacho. Sonny respondió a la llamada.

—Sonny, estoy en el hospital —dijo Michael, en voz apenas audible—. Aquí no hay nadie. No hay ni rastro de los hombres de Tessio ni de los policías. Nuestro padre no cuenta con protección de ninguna clase.

Tras un largo silencio, Sonny respondió con voz lenta y fatalista.

—Ésta es la jugada de Sollozzo de la que tú hablabas.

—Eso es lo que he pensado yo también —comentó Michael—. Pero ¿cómo consiguió que los policías echaran a todo el mundo? ¿Y adonde han ido los agentes de paisano? ¿Qué ha sucedido con los hombres de Tessio? ¿Será posible que ese hijo de puta de Sollozzo tenga en el bolsillo a toda la policía de Nueva York?

—Tómatelo con calma, muchacho —dijo Sonny con serenidad—. Ha sido una suerte que hayas ido al hospital tan tarde. No te muevas de la habitación y cierra la puerta por dentro. Nuestros hombres no tardarán ni un cuarto de hora. Ahora voy a llamarles. Tú quédate en la habitación y no te dejes dominar por el pánico. ¿De acuerdo, muchacho?

—No tengo miedo —dijo Michael.

Por vez primera desde que había empezado todo, Michael sentía que en su espíritu se estaba formando un torrente de odio hacia los enemigos de su padre.

Una vez hubo colgado el auricular, pulsó el timbre para llamar a la enfermera. Decidió seguir su propio criterio y prescindir de las indicaciones de Sonny. Cuando llegó la enfermera, Michael le dijo:

—No quiero que se asuste, pero tenemos que trasladar a mi padre enseguida a otra habitación o a otro piso. ¿Puede usted desconectar todos estos tubos, de modo que podamos sacar la cama?

—Pero eso es ridículo —balbuceó la enfermera—. Necesitamos el permiso del médico.

Michael habló con gran rapidez:

—Seguramente habrá leído lo que los periódicos dicen de mi padre. Como ve, aquí no hay nadie para protegerle. Pues bien, acaban de avisarme que no tardarán en venir al hospital varios hombres para asesinarle. Créame y ayúdeme.

Cuando le interesaba, Michael sabía ser extraordinariamente persuasivo.

—No será preciso desconectar los tubos —dijo enfermera—. Podremos trasladarlo todo junto.

—¿Hay alguna habitación vacía? —susurró Michael.

—Sí, una al final del pasillo.

El traslado se efectuó en pocos minutos.

—No se mueva de su lado hasta que llegue ayuda —ordenó Michael—. Y no se aleje si no quiere resultar herida.

En aquel momento, Michael oyó la voz de su padre cansada pero fuerte, como siempre.

—¿Eres tú, Michael? ¿Qué ocurre?

Michael se inclinó sobre la cama. Tomó entre la suyas una de las manos de su padre.

—Soy Mike. No temas. Ahora escucha: no hagas menor ruido ni digas nada, sobre todo si alguien pronuncia tu nombre. Quieren matarte ¿comprendes? Pero no te preocupes; yo estoy aquí.

Don Corleone, que todavía no era plenamente consciente de lo que había sucedido el día anterior, padecía terribles dolores. Sin embargo, dirigió una complacida sonrisa a su hijo, como si de ese modo quisiera decirle: «¿Por qué debería tener miedo ahora? Han querido matarme desde que tenía doce años».