CAPÍTULO II

¿Dónde es que él puso los cigarros? A veces cuando se cambia de camisa no encuentra más el paquete, y tiene que fumarse un buen cigarro, ahora mismo. A él lo quisieron separar de ella, todos hicieron lo posible. Le decían al padre de ella que él era un sinvergüenza, un haragán, y cosas peores todavía. Ella nunca creyó lo que decían de él ¿verdad? y ahora que él no la ve, a él le gustaría que ella supiera eso ¿está claro? que él es una persona decente.

—¿Yo era igual entonces a como soy ahora? ¿cómo tenía el pelo? estoy segura de que no te vas a acordar.

Ella tenía el pelo largo, rubio, hija de italianos. Pero él no encuentra los fósforos, está con muchos problemas, la madre enferma, le pidieron un presupuesto para poner todos azulejos nuevos en el baño de un departamento viejo, y lo dio, y ahora subieron los precios de los materiales y no va a ganar nada, está con deudas, carajo, qué vida es ésa, a él le gusta el trabajo de electricista, no de albañil. Y no encuentra los fósforos, tiene que fumar para acordarse de aquello.

—Hay que acordarse de lo que pasó de verdad, no de las mentiras.

Él se acuerda de lo que pasó ¿está claro? nada más que de eso.

—Tu mamá está enferma ¿quién la cuida cuando te vas a trabajar?

Él tiene más de una hora de viaje desde acá hasta el centro de Río, sale a la mañana temprano y vuelve a la noche tarde.

—¿Te viniste a vivir aquí porque el nombre es tan lindo? a mí me gusta mucho ese nombre, Santísimo.

A él le gustó Santísimo porque tiene aire puro y mucha selva que crece sola, como en Cocotá.

—En mi ventana no había plantas de esas que crecen solas, todas plantas finas que daban flores.

En general ella se quedaba mirando desde la ventana de la pieza de ella, en el piso de arriba, era una casa linda, no así humilde como otras. El padre de ella era vendedor de ropa y zapatos en general, iba al campo y vendía todo. De San Pablo traía las cosas al pueblo y después a vender particular. Llegaba en el ómnibus con todo cargado, en bolsas. Una casa con jardín grande adelante y atrás el sembrado de las verduras. Y delante de la casa los dos árboles grandes de guayabas, pero la ventana de ella estaba al costado y él al llegar la esperaba recostado sobre el tronco del árbol de guayaba, el de la izquierda.

—¿Por qué te escondías detrás de ese árbol?

Él esperaba detrás de uno de los árboles, el de la izquierda, porque dicen que el huevo izquierdo es el que tiene más fuerza, y el árbol trasmite la fuerza, contagia al que también es macho. Cuando él se iba ella lo miraba por la ventana hasta que desaparecía, pero mientras la veía él le seguía haciendo adiós con la mano.

—Hasta ahora es todo verdad, estoy segura.

La madre de él vivía lejos en el campo, aquella última noche él llegó cuando ya empezó a aclarar, lejos, como dos horas de camino de tierra, había que pasar por esos caminos con pozos, barro, a veces el automóvil se atascaba, él lo empujaba, una confusión del carajo, había bueyes dormidos en el medio del camino, vacas y terneros, ramas de árbol atravesadas ¿verdad? por ahí él se quedaba dormido, se bajaba, empujaba el coche, hasta que divisaba a un tal Alcibíades, que le decían Cibides, un peón del padre. Ahora hace muchos años que no lo ve, «Algo te habrá pasado, para que llegues a esta hora». Él había dejado a la María da Gloria a las tres de la mañana, o tres y media, y estaba llegando cerca de las seis por culpa de ese camino tan largo, casi tres horas de marcha a pie, «Se te ve cara de haber tenido una mala noticia». Y él le contestó, «Cibides mi amigazo, mi amigo de siempre». Porque él lo llamaba siempre así, «Mi amigazo, mañana o dentro de un rato mismo, ya no me van a ver más por acá». Pero el otro no le creyó, Cibides era amigo del padre, muy amigo de la familia, por eso no creía en nada de lo que él decía. Él se fue esa mañana, sin ver a nadie, ni siquiera a la madre vio al salir de casa, para no andar regando tristeza.

—No es verdad, ¿acaso no te había dado cinco cruzeiros y la habías abrazado?

La madre de él no estaba en la casa la mañana del lunes.

—¿Tu mamá se iba a trabajar a otra casa? ¿se iba más temprano que nadie para trabajar de sirvienta en otra casa?

Ella nunca trabajó fuera de su casa, hizo siempre los trabajos que son domésticos, pero en su casa. El padre de él ya estaba en el campo del arroz y tampoco lo vio, el padre tenía bueyes, terneros, caballos, chanchos, gallinas, gallinetas, perros. Todos los hijos habían nacido ahí en la chacra, y el Josemar también, que era el tercero a pesar de todo. Antes el padre trabajaba mucho, ahora abandonó todo, los compromisos le cayeron encima al hijo y a la madre, el padre ya no se rompe más la cabeza, cambió ¿verdad? se largó a la bebida, perdió la fe en la vida. El Josemar era el hijo más lindo, y eso siempre le había dado rabia al padre. El Josemar se fue de la casa. Ya era la segunda vez que se tenía que ir.

—Ahora voy a preguntarte algo ¿por qué has vuelto a pensar tanto en mí? hacía años que apenas si te acordabas, o nada.

Eran once hermanos ¿verdad? aunque en aquella época todavía no eran once, pero ya eran muchos. Estaban la hermana, el hermano mayor, y él era el tercero ¿no? La cuestión es que a eso de las cuatro y media de la madrugada siempre lo despertaba el padre para juntar las vacas y ordeñarlas ¿verdad? las vacas estaban en el campo bajo la lluvia, tronando fuerte, y con relámpagos y todo, y siempre lo señalaba con el dedo para que saliera a la intemperie, con seis años nada más, «Ahí, Carminha, ¡vamos carajo! ya es hora de mandar a tu hijo a juntar las vacas». Y ella, «¿Cuál de todos?». Y el más chico tenía que ir, «Josemar, tiene que ir el Josemar a traerlas para adentro». Y él tenía que ir, aunque fuera menor que los otros dos, siempre lloviendo, les sacaba la leche, después traía a los terneros a que mamasen, llevaba las vacas adonde había pasto, y matorrales, para de paso ahorrarse el trabajo de cortarlos él, carpir la quinta y cuidar el naranjal, todo, cazar pajaritos, se volvía loco por los pajaritos y todavía en el día de hoy. Canarios, pechos colorados, cardenales, mirlos, él agarraba todo tipo de pájaro.

—¿Qué les hacías, una vez que los tenías agarrados en la mano?

Si el pajarito valía algo, si era de jaula y cantaba, él le tenía el mayor cariño. Si era un pajarito bobo, y feo, le arrancaba las plumas, lo dejaba pelado y lo soltaba. Ahí un día lo pescó el padre, ya muchas veces había visto pájaros pelados que andaban desnudos, «Carajo, no le hagas eso a un pobre animal, hay que dejar a los animalitos en paz». Y él, «No, usted no sabe lo que pasó, armé la trampa para agarrar este canario, y el otro llegó, picoteó al canario, es un pájaro malo del carajo». Él soltó al pájaro pelado, y se voló. Y basta.

—¿Ese pájaro no se iba a enfermar de la cabeza, como yo, o morirse?

No se mueren porque les arranquen las plumas, les vuelven a crecer. Y hasta pasaba que el mismo pájaro volvía y caía otra vez en la trampa, y él volvía a arrancarle las plumas. Él era así. Lo peor es que el padre tenía una máquina de sacar la cáscara al arroz, después de las vacas, del pasto y soltar los caballos en el campo, carpir la quinta que era lo que siempre le tocaba hacer cuando era chico, él se iba a mirar la máquina del arroz, y ayudar. La máquina no se podía tocar, él tenía seis años, barría todo, ahí estaban los tipos tirando al suelo la cáscara del arroz, y él se iba para ahí, siempre ahí, «¡Esa máquina no se toca! ¡no es para jugar!». Hasta que se incendió la máquina por ahí a medianoche. Se quemó toda. El padre pensó que ya sabía quién era que había prendido fuego a la máquina, «¡Yo estaba durmiendo a esa hora, yo no fui a jugar con fuego!». Nunca se supo quién había sido. Nadie descubrió quién fue, ni los del seguro ¿verdad?

—No, nadie nunca te descubrió.

El padre tenía buen trato con los dos hijos mayores, la Fernanda y el Zé, y después del Josemar vino otra porretada de hijos. Pero con el tercero tenía una manía, diferente de los otros, la criatura no sabía por qué, el padre a veces también mandaba a los otros a trabajar, pero el que nunca se salvaba era el tercero, más que nadie. Es por eso que peleaban tanto: él, el padre y los hermanos. Peleaban como locos. Al tercer hijo le daba rabia porque podía mandar también a los otros a hacer el trabajo ¿verdad? Pero el padre creía que el tercero tenía que hacer todo. No se sabe por qué era, hasta hoy él todavía no lo descubrió.

—No te quería porque eras diferente de los otros. Y yo sé por qué eras diferente.

El tercer hijo era más blanco, no tenía cara de indio como todos los demás, era más lindo todavía que los hijos del dueño del campo, que eran blancos como el Josemar.

—Yo sé bien por qué no te quería tu papá.

No era por nada en especial. Él nunca esperó nada del padre, francamente. Esperaba todo de la madre, porque la madre es lo siguiente: el hijo puede ser de lo peor, que ella siempre le va a dar apoyo, pero en ese caso el hijo era muy bueno, y un día estaba esperando que naciera una de las hermanas menores, la Fátima, después de él está la María Helena, después la Aparecida y el Nelson. Y el hijo adoptivo negro, el Zilmar, su amigo y hermano. Ahí entonces en esa época la madre estaba acostada esperando familia, y había hablado con una tía para mandarle un atado de ropa para lavar y él dijo que no lo llevaba porque la vaca brava andaba por esa zona y lo iba a correr, «No, vas a obedecer, la vaca no ataca a nadie».

—Te escucho.

Ahí él agarró el montón de ropa sucia y el hermano mayor, que era más avispado, abrió la boca, «Lo llevamos entre los dos, nosotros dos». Y el padre se dio vuelta y lo miró al tercer hijo y le dijo que quería esa ropa de vuelta pasado mañana sin falta, lavada. Ahí, carajo, el hermano mayor lo miró, «Hay que hacer lo siguiente, Josemar, te toca llevar la ropa hasta tal lugar, que para cuando llegues yo ya te voy a estar esperando». Era un vivillo, un hijo de su puta madre, donde había visto a la vaca fue ahí que lo mandó a esperar. Y ahí fue, carajo, que el tercer hijo se largó al camino. Tenía que ir hasta el lugar aquél. Está bien. Ahí se fue, con aquel paquetón grandote, pesado, lo fue llevando, arrastrando de cualquier modo que le era posible.

—El que es incapaz de querer al padre es incapaz de querer a nadie ¿verdad?

Ni bien él llegó al lugar la vaca fue y lo atacó, lo corneó por todas partes. Él tiene hasta hoy en día las marcas en la barriga, bien abajo, y el pecho y atrás en las costillas.

—¿Dónde están las cicatrices? quiero que me las muestres, quiero verlas, si es que están del ombligo para arriba.

¡Él ha sufrido mucho en la vida! cayó rodando con la vaca, se le abrazó. Hasta que cayó en una cuneta, una cuneta de ortiga. Ahí quedó todo tapado de ortiga y ella lo seguía pisando, paseándolo, y mordiéndolo, y él quieto tapándose la cabeza con las manos, en fin, qué se le va a hacer. De lejos el padre vio que la vaca estaba atacando a alguien, ahí fue corriendo a ver, era a la criatura que la estaba atacando. Entonces fue que la espantó.

—Tu papá era muy bueno ¿te das cuenta?

Y al hijo se le ocurrió una idea, a él solito, se sanó de aquellas corneadas de la vaca, todo en orden, en un mes más o menos, ni siquiera lo llevaron al médico, y a él le fue creciendo aquel odio, y los nervios ¿verdad? Ahí fue que se le ocurrió matar a la vaca. Él se lo dijo a él mismo, «Voy a matar a esa vaca». Que no quería a la gente, daba leche, mucha leche, pero atacaba. Era el padre quien la ordeñaba, al padre no le hacía nada.

—Quiero que antes me digas si la abrazaste o no a tu mamá antes de irte. Tengo miedo de que se te haya olvidado para siempre la verdad, como me pasó a mí una vez.

Era al padre que la vaca no le hacía nada. El tercer hijo hablaba solo a veces, como los locos, y dijo por ahí caminando solo, «Está bien, no ha pasado nada». Y ahí pasó tiempo, pasó tiempo, pasaron más o menos tres o cuatro meses, él se curó ¿y qué fue lo que hizo? se subió al ropero, agarró el revólver y salió, al encuentro de la vaca, y cuando se le venía a cornearlo, él le apuntó justo en el medio de la frente entre los dos cuernos, le dio al revólver y ¡pa! le mandó dos tiros en la frente, mató a la vaca. Ahí se desató toda la furia del jefe de la casa ¿verdad? le dio todos los golpes habidos y por haber, pero la vaca por fin estaba muerta. De veras fue así, y ahí el padre empezó a mirarlo peor que antes todavía, de sólo ver al hijo ya se enervaba todo. La vida pasó a ser una guerra continua entre ellos dos. Cuando fue viendo que el chico estaba haciéndose más fuerte, ya pronto un hombre, lo miró un día fijo, «Hijo mío, el asunto es el siguiente: te estás haciendo ya hombre, si es tu gusto buscarte tu propio camino, nadie te lo impide». El padre quería decir que lo estaba echando ¿verdad? «Está bien, viejo, yo no tengo nada que decir, quien decide eso es mi madre». Y ella, «Nadie se va de acá, mi hijo es tan hijo mío como de él, y se va a quedar acá como los demás hijos». El tercer hijo era el único que defendía a la madre y la madre lo defendía a él.

—La madre tenía la culpa de todo, ¿no es cierto?

El viejo vendió la vaca muerta al carnicero, según parece, una vez muerta la vaca la agarró, la abrió y la vendió para que el carnicero después la vendiese a la gente. Hasta trajo carne de la vaca para comer y el tercero no quiso, de odio que le tenía, porque ese animal casi lo había matado ¿verdad?

—La vaca te odiaba porque eras malo con ella.

A ella no le gustaban las criaturas, con todos los más chicos era igual, la misma cosa. Tanto con uno como con los otros. Al tercero le tenía una bronca especial porque él le daba unas palizas tremendas, cuando la encontraba amarrada. Él le tenía rabia de antes de la corneada. El viejo la ataba para ordeñarla y mientras iba a buscar el balde el tercero se la montaba y le metía lo suyo, se lo incrustaba para lastimarla ¡puta de mierda! Zelinha se llamaba esa vaca ¡vaca puta! maldita sea, más que peligrosa ¡cómo corneaba! si alguien se descuidaba ella le volteaba una pared fuerte como éstas con uno de esos cabezazos. Era canalla la puta, fuera de serie, y viva como ella sola. El hecho es que el gran problema entre el padre y la madre era que el padre tenía otra mujer. Entonces era eso lo que los mantenía en pie de guerra. Una mujer que vivía ahí en el campo, pero no muy cerca, más joven que las otras mujeres que el padre tenía en el pueblo. Estuvo siempre lleno de mujeres, el padre ¿está claro? ésta era soltera, y el tercer hijo trataba de ayudar, de colocar las cosas en su lugar. La madre no descubría lo que pasaba, pero desconfiaba. El hijo iba contra el padre y a favor de la madre, le decía siempre lo mismo a la madre, pero no al padre, «Mamá, no le haga caso». Y ese tipo de cosas, «No hay que hacerse mala sangre». Él era uno de los pocos hijos inteligentes, le gustaba que todo estuviera bien, sin lío, sin guerra, sin la menor pelea dentro de casa.

—Pero decían que…

Pero nada. Él no tiene para comprarse otro paquete de cigarrillos, y ya le quedan tres apenas, para toda la noche. Y va a encender otro más. Él tenía unos once años cuando descubrió todo. Vio todo, volvió a casa y le contó todo a la madre. Él ya se lo había imaginado, pero no lo sabía con seguridad. Ahí acabó de confirmarlo, se acercó a la madre donde no los oyera nadie, «El asunto es el siguiente: él tiene otra mujer, es por eso que se queda sin dinero para usted ¿se da cuenta? ¿está claro, ahora? porque él anda dándole dinero a la otra mujer, y ese tipo de cosa ¿me entiende lo que estoy hablando? el asunto es un verdadero escándalo». El tercer hijo estuvo siempre lleno de problemas, esas cosas lo dejaban todo jodido.

—Hay gente que no quiere a nadie, tu corazón adentro está seco.

Hasta cierta época el padre no tenía el corazón seco, había sido buenísimo con la madre. Después cambió, aquella persona que él había sido antes ¿está claro? «Pero ahora tiene el corazón seco», decía la madre, cambió por completo. Pero eso fue muchos años después, el tercer hijo no quiere decir más que la verdad, él siempre trató de defenderla, de alguna forma o de otra ¿se entiende? y el día de la vaca el padre peleó con la madre porque le quiso pegar al tercer hijo y ella no lo dejó. Entonces el padre le quiso pegar a ella. Ella se le escapó y se metió en casa de una vecina. Se llamaba Doña Olinda, y la vecina dijo, «Ay Dios mío ¿qué es esto?». Y cosas así, y consejos, «Señora, vuelva a su casa». Y qué sé cuánto, «Yo los voy a acompañar hasta allá, no les va a hacer nada». Entonces la Doña Olinda los llevó hasta la casa ¿verdad? y entraron, todo ese asunto, sin problemas. Ahí al llegar, él recibió ya a todo el mundo bien y demás, pero era bien falso ¿verdad? era ese tipo de persona falsa, traicionera. Y ni bien la otra se fue él agarró una cuchilla y quería matar a la madre de los hijos.

—¿Por haberte defendido, nada más que por eso? Por ahí decían que tu mamá era la mala, y que salías a ella.

Ahí la madre pegó un salto ¡ay de ella si no corría! todas las criaturas se morían de miedo, toda la cría, «¡Yo te mato! ¡te mato!». Por suerte no muy lejos había un árbol de mandarinas, corrieron hasta ahí y se escondieron, había muchos árboles para esconderse, pero debajo de las mandarinas nunca hay cobras, no les gusta el olor a mandarinas. Entonces él y la madre durmieron ahí aquella noche. Pero el árbol mejor de la chacra era otro, y estaba cerca de la casa, demasiado cerca. A él le gustaba ese otro árbol más que ninguno, también echaba perfume y hasta daba agua, estaba al borde del canal y saltaba un chorro de las raíces, él se apoyaba en dos ramas y se abrazaba bien, no se caía, las ramas lo sostenían cuando él se tiraba todo para abajo, y tomaba el agua. Le dijo a la madre que el árbol de las mandarinas no daba agua, si le venía sed a la noche, pero el árbol del agua estaba demasiado cerca de la casa. «Y puede venir una cobra», le dijo la madre. «Sí señora», le contestó él. No volvieron a la casa, durmieron en el campo, «Hijito, mañana nos vamos de acá para casa del abuelo». Muy lejos ¿no? una distancia fuera de serie. Más de tres horas andando a pie, o a caballo, hasta la casa: del padre de la madre, ahora ya fallecido. No se podía ir más que a pie, o a caballo, «Cuando amanezca vamos para allá, le contamos al abuelo los problemas que hay y nos quedamos allá hasta que todo se arregle». Pero antes de aclarar ella quiso entrar a la casa a sacar un poco de ropa para abrigarse, madre e hijo. Ahí el marido la vio y se le vino encima y empezó a darle con la mano abierta pero muy fuerte y cuando el hijo lo vio se le trepó encima y le empezó a dar puñetazos de atrás, y sin querer le pegó a la madre también, una confusión del mismo carajo, hasta que apareció Cibides y separó la pelea, la madre y él por fin se fueron, de eso él se acuerda. De otros detalles se acordará ella sola. Pasaron ocho días, con el abuelo. Hasta que se apareció por allá el padre a buscarlos y habló para que se volviera, que ya estaba todo en orden, que la madre estaba haciendo falta en la casa, por todo el resto de la cría, por él no era necesario, y fue ahí que se volvieron, «Yo siempre la voy a defender, señora, se lo prometo». Y hasta hoy él siempre la defiende. En todo. Sea lo que sea. Es un gasto familiar, como comprar la sal, porque todo lo demás lo tenían en la chacra, desde el arroz hasta la carne.

—¿Por qué le decías señora a tu mamá? ¿no la querías tampoco a ella?

Siempre señor y señora, desde chico él dijo a todos señor y señora. Y todavía ahora. En aquella época era así, ya no más, ahora todo es diferente, se tutea a todo el mundo, y se dicen palabrotas. Pero el padre tenía manía con el tercer hijo, y una tía pasó y la oyó a su hermana Carminha quejándose, «El Astolfo tiene una manía terrible con el Josemarzinho y estoy obligada a pegarle al muchachito a cada rato, y no hay caso, eso me da mucha rabia, y ya tiene doce años y un día se van a matar con el padre». Y la tía le dijo que se lo llevaba para dar un paseo por Río, cerca de Río, el pueblo ese de Coelho da Rocha, Estado de Río. Y se lo llevó. Cuando él estaba llegando apenas, que empezó a ver Río, él miraba, eran muchos montones de lámparas encendidas y eso, completamente diferente de Cocotá. Una lámpara de un color, otra de otro ¡que él nunca había visto! Rojas, azules, una serie de lámparas. Y ahí se quedó mirando, «Voy a tener que hacer ese tipo de trabajo, nada de otro ¡ese mismito!». Siempre le había gustado la electricidad, entonces empezó a mirar las lámparas y esas cosas. Así fue que llegaron de noche, a las cuatro de la madrugada, iba viendo todo ¿no? siempre sin dormir, que era para ver todo sin falta. Normalmente hasta hoy él viaja un día entero en ómnibus, toda una noche, y no duerme por nada del mundo, para ver las cosas nuevas que van surgiendo ¿no? La tía se lo trajo para acá, y él se fue quedando. Aunque lo que quería era irse de vuelta, aunque fuera caminando. Quería volverse, pero la tía no le daba calce, ni le daba moneda ni lo dejaba salir ¿está claro? Ahí él pasaba hasta hambre en casa de la tía. Ella era gente de la Biblia, y hasta hoy en día la comida está racionada en la casa de ellos. Era creyente, de la Asamblea de Dios. Entonces la comida estaba racionadísima y él tenía hambre. Estaba acostumbrado al campo, a comer bastante ¿no? Ahí venía ese platito de comida bien chico, ahí él le dijo, «¡Tía!…no, nada…». Porque él nunca fue de quejarse ¿verdad? estaba todo bien así, después salía y se compraba un pan casero de aquellos grandotes redondos, se lo comía y a otra cosa. Es por eso que hoy en día él no puede comer pan. La tía lo veía y le decía que tenía que comer la comida, no tanto pan, y él le decía que sí, que tenía razón, «Sí, tía mía, está bien». Y pasó cinco años con ella, contando cada hora que pasaba, porque era una menos que faltaba para volver a abrazar tan fuerte a doña Carminha. Pero él juró que no iba a volver si no era en su propio automóvil. Y empezó a trabajar de albañil, de ayudante de albañil, porque de electricidad no sabía nada. Y ya tenía dieciséis años cuando no aguantó más sin volver.

—Ella sí había aguantado sin verte, ya ni se acordaba del tercer hijo.

Ella vio mucha tierra levantarse por el camino que pasa por la chacra, estaban sembrando algo con la hija mayor, sembrando lechuga, «¿Qué es eso, hijita? ¿es una tormenta?», «No, señora, es un coche que se acerca, un Maverick», «¿Quién viene, hijita?», «No sé, señora, de lejos no veo la cara, pero tiene ropa nueva, y ya me está llegando el perfume de él, muy bueno, mejor todavía que el de la planta que da agua», «Hijita, él se va a reír de nosotros porque somos pobres ¿no te parece?», «No sé señora, ese joven tal vez esté pasando a mucha velocidad, y parar por acá, no va a parar».