17
—Hojas de eucalipto machacadas… —le dijo Emmanuel al mecánico cuando él y Shabalala volvieron al taller—. ¿Qué te echas en las manos que tenga ese olor en particular?
Anton revolvió en un cubo de madera y sacó una lata con un dibujo de una hoja alargada de la que salían disparados unos rayos picudos.
—Desengrasante. Lo usamos los mecánicos para limpiarnos. Te quita la suciedad de alrededor de las uñas y de entre los dedos.
—¿Quién utilizaría este producto en concreto? —preguntó Emmanuel mientras levantaba la tapa y olía la espesa pasta blanca. El olor a hojas de eucalipto era intenso—. ¿Sólo los mecánicos o cualquiera que arregle maquinaria?
—Bueno, no es barato, así que no lo usaría alguien que estuviera trasteando con una bicicleta o con una bomba para sacar agua de un pozo. El único sitio del pueblo donde lo he visto aparte de aquí es el taller de Pretorius.
—¿Es de ahí de donde sacas tus existencias?
Anton se echó a reír.
—¡Por Dios santo! ¿Se imagina a Erich Pretorius dejándome comprar algo en su negocio? No, le encargo a mi hermana pequeña que me traiga dos o tres botes cuando viene de Mooihoek en vacaciones. Está estudiando en un internado allí. Este fin de semana estuvo aquí sólo por el funeral.
—¿Te darías cuenta si te faltara una lata?
—Desde luego. Tengo que repartir mis existencias a lo largo de todo el año. Como le he dicho, es caro. La remesa de diciembre me tiene que durar hasta Semana Santa, y después tengo que estirar la siguiente hasta agosto.
—¿Diciembre y agosto? —Emmanuel le devolvió la preciada lata de desengrasante a Anton y sacó su libreta. Tenía algo rondándole la memoria—. ¿Por qué esos meses en particular?
—Las vacaciones de los colegios —dijo Shabalala—. Mi hijo pequeño también viene a casa en esas fechas.
El acosador había actuado durante dos períodos bien diferenciados: agosto y diciembre. Emmanuel echó un vistazo rápido a sus notas. Efectivamente, así era. Repasó fechas concretas con Anton. Las agresiones habían tenido lugar durante las vacaciones y en ninguna otra época del año. Quizá el agresor tenía debilidad por las colegialas. O quizá él mismo estaba de vacaciones.
—Caballeros —dijo Zweigman, que apareció con una lata de galletas de mantequilla de su mujer como excusa para meterse en la conversación—. Mi mujer se va a enfadar si no le doy esto como le había prometido.
—El acosador…, ¿por qué pensaba usted que era blanco? —le preguntó Emmanuel.
—No tengo pruebas. Solamente me da la sensación de que su color de piel es la razón por la que nunca le cogieron ni le llevaron a juicio.
—De acuerdo —dijo Emmanuel, que incluyó a los tres hombres en la conversación—. Vamos a suponer que el acosador era holandés. ¿Sabéis de algún hombre blanco que sólo venga al pueblo en esos períodos largos de vacaciones escolares?
Zweigman, Anton y Shabalala negaron con la cabeza. Emmanuel continuó:
—¿Qué chicos blancos estaban estudiando en internados el año pasado? Me refiero a chicos de más de catorce años.
—Los Loubert, Jan y Eugene —dijo Anton—. Luego también Louis Pretorius, y me parece que el hijo de los Melmon, Jacob. De los chicos holandeses de las granjas no sé.
—¿Y Hansie?
Era una idea absurda, pero tenía que agotar todas las vías que pudiera. Reducir el número de sospechosos reuniendo a duras penas información sobre colegiales blancos era, cuando menos, un método rudimentario.
—Estaba con la formación —contestó Shabalala—. El agente pasó la segunda mitad del año en la academia de policía.
—Y de los chicos que estaban estudiando fuera el año pasado, ¿alguna vez pillaron a alguno en los caminos kaffir por la noche?
—A Louis y a los Loubert —respondió Anton—. Usaban el camino para conseguir…, eh…, cosas que al comisario le parecían malas para la salud.
—¿Alcohol y dagga de Tiny? ¿Eso?
—Ja —dijo Anton levantando las cejas con un gesto de asombro—. Pensaba que el comisario Pretorius y los mestizos éramos los únicos que lo sabíamos. Se mantuvo bastante en secreto.
—Es un pueblo pequeño —dijo Emmanuel—. ¿Cuál de esos tres chicos podría haber tenido acceso al desengrasante?
—Louis desde luego —de nuevo contestó Anton—. El chico siempre anda trasteando con los motores y arreglando cosas. Es muy mañoso y Erich le deja llevarse todo lo que quiera del taller.
—¿Pasó Louis en casa las vacaciones de agosto y de diciembre? —preguntó Emmanuel a Shabalala.
—Sí —respondió Shabalala—, venía siempre en vacaciones. A la señora no le gusta que pase demasiado tiempo lejos de casa.
Eso eran tres de tres para Louis. Conocía el camino kaffir casi tan bien como un nativo, había pasado las vacaciones en el pueblo y tenía fácil acceso al desengrasante con olor a eucalipto. Esos hechos por sí solos justificaban un interrogatorio, a pesar de que la idea de que el muchacho fuera el acosador seguía pareciendo absurda.
Emmanuel volvió a la cuestión de las habilidades manuales de Louis. El primer día de la investigación había dado a entender claramente que el as de la mecánica era su padre. Eso había dicho.
—Yo pensaba que el comisario estaba dejando que Louis le ayudara a arreglar una vieja motocicleta —dijo Emmanuel.
—Al revés: el comisario estaba ayudando a Louis. No hay prácticamente nada sobre mecánica que no sepa ese chico, pero el comisario siempre le estaba pidiendo ayuda cuando se cargaba algo.
—¿Crees que Louis es capaz de terminar de montar esa motocicleta Indian sin ayuda?
—Completamente —dijo Anton mientras metía su preciada provisión de desengrasante en el cubo de madera—. No entiendo por qué fue a la escuela de estudios bíblicos cuando tendría que haber estado trabajando en el negocio de su hermano. Ser mecánico le pega muchísimo más que ser pastor.
—Ya, pero no le pega a su madre.
La señora Pretorius tenía una idea muy clara del futuro de su hijo pequeño: un futuro sin manchas de aceite ni monos de trabajo.
—La pregunta sobre las vacaciones escolares es interesante —intervino Zweigman educadamente—, pero eso no explica por qué las agresiones terminaron en mitad de las vacaciones de Navidad y no se han repetido.
—Tiene razón. La última agresión de la que hay constancia es del 26 de diciembre. ¿Cuántas vacaciones quedan después de eso?
—La primera semana de enero —contestó Shabalala, con una voz tan débil que Emmanuel se volvió hacia él. El agente zulú tenía exactamente la misma expresión que había tenido en la orilla del río justo antes de que sacaran del agua al comisario Pretorius. Su rostro reflejaba una tristeza tan profunda que no se podía expresar con palabras.
—El Drakensberg —dijo Emmanuel, recordando las divagaciones etílicas de Hansie en el veld. ¿Cuándo había mandado el comisario «muy lejos» a Louis al enterarse de que bebía alcohol y fumaba dagga?—. ¿Era allí donde estaba, Shabalala?
—Yebo —respondió el zulú—. El comisario llevó al hijo pequeño, Mathandunina, a un sitio en los montes Drakensberg, en Natal, el primer día de enero. No sé por qué.
Emmanuel anotó el nombre y el teléfono de Van Niekerk y una pregunta en una hoja de su libreta, la arrancó y se la dio a Zweigman.
—Llame a este número y pregunte a esta persona, el inspector Van Niekerk, si tiene una respuesta a esta pregunta. El agente Shabalala y yo estaremos de vuelta dentro de menos de una hora. Si no, vaya a buscarnos a las celdas de la comisaría.
Eran las doce y cinco y la señorita Byrd estaba sentada en los escalones traseros de la oficina de correos, masticando un sándwich de carne en conserva preparado con gruesas rebanadas de pan de molde blanco. Se sobresaltó al ver acercarse al oficial y al policía zulú.
—La pieza del motor que está esperando Louis Pretorius, ¿ha llegado ya? —dijo Emmanuel.
—Llegó el día antes de que falleciera su padre. Una tragedia, ¿verdad? Que el comisario no pudiera montar en la moto después de todo lo que habían trabajado Louis y él. Tenerlo tan cerca y no…
—Pensaba que Louis venía a la oficina de correos todos los días a ver si había llegado la pieza.
—No —dijo la señorita Byrd con una sonrisa—. Viene a buscar el correo para su madre. Es muy atento para esas cosas, un encanto de chico.
—Sí, y Lucifer era el más hermoso de todos los ángeles de Dios —contestó Emmanuel.
Shabalala y él volvieron al camino kaffir. Echaron a andar a la vez en dirección al cobertizo del comisario. Emmanuel le había hablado al agente zulú de la agresión en la cabaña de piedra y el traqueteo mecánico que había oído justo antes de desmayarse.
—Parece que desmontó la moto después de terminarla, para que nadie supiera que tenía un medio de transporte —dijo Emmanuel, conjeturando cómo se habían sucedido los acontecimientos—. Me apostaría algo a que Pretorius no tenía ni idea de que había llegado la pieza de Jo’burgo.
—A mí no me dijo nada.
Apretaron el paso y fueron corriendo a la par por el tramo del veld que rodeaba la parte posterior de la comisaría de policía y describía una curva junto a las vallas traseras de la fila de casas que daban a la calle Van Riebeeck. El sol del mediodía había achicharrado las nubes dejando al descubierto una bóveda azul.
—No tienes por qué entrar —dijo Emmanuel cuando se detuvieron delante de la puerta del cobertizo—. Sea verdad o no, esto va a traer problemas serios.
—Ese de ahí dentro… —contestó Shabalala, que ni siquiera había sudado con la carrera— es el único que sabía por qué caminos kaffir corría el comisario. Quiero oír lo que tiene que decir sobre eso.
Emmanuel empujó la puerta con el hombro esperando encontrar resistencia, pero no hubo ninguna. La puerta se abrió y dejó ver el oscuro interior del cobertizo. Emmanuel entró. Ni Louis ni la moto estaban allí. Se acercó al lugar en el que había estado apoyada la Indian sobre unos soportes y lo único que encontró fue una gran mancha de aceite.
—Ese cabroncete se ha ido en la moto. ¿Tienes idea de adónde puede haber ido, Shabalala?
—Oficial…
Dickie y dos nuevos miembros del Departamento de Seguridad apartaron al agente zulú de la puerta abierta por la fuerza y le mandaron otra vez hacia el veld a empujones. El subinspector Piet Lapping entró vestido con una camisa llena de manchas de sudor y ceniza y unos pantalones arrugados. La falta de sueño le había dado a su rostro de facciones duras el aspecto de una bolsa de canicas metida en una media de nailon blanca.
—Subinspector Lapping.
Emmanuel olió la ira y la frustración que salían directamente de su piel llena de gotitas de sudor y se concentró en mantener la calma. El Departamento de Seguridad no podía haberle pillado. Aún no.
—Siéntate.
Piet señaló la silla que había delante del escritorio de la zona de caza. Dickie y sus dos amigos bulldozer le siguieron y se apostaron a los lados de la puerta. Emmanuel obedeció y se sentó.
—Dickie —dijo Piet, que alargó la mano, cogió una fina carpeta que le dio su segundo al mando y la sostuvo en alto para verla más de cerca—. ¿Sabes lo que es esto, Cooper?
—Una carpeta —contestó Emmanuel. Era la carpeta con información traída expresamente por un mensajero el día de su viaje a Mozambique.
—Una carpeta… —Piet hizo una pausa y hurgó en el bolsillo del pantalón en busca de un cigarro—. Enviada expresamente por la jefatura de policía del distrito para nosotros. ¿Habías visto alguna vez esta carpeta en particular, Cooper?
—No, nunca la había visto.
Piet encendió el cigarro y dejó que la llama de su mechero plateado ardiera más tiempo del necesario antes de cerrarlo con un fuerte chasquido. Le puso la carpeta a Emmanuel en las piernas con delicadeza.
—Mírala bien. Ábrela y dime si ves algo raro en el contenido.
Emmanuel levantó la tapa amarilla e hizo como si comprobara lo que había dentro antes de cerrar la carpeta y poner las manos encima.
—Está vacía.
—¿Has oído, Dickie? Está vacía —la ceniza del cigarro del subinspector cayó sobre la carpeta, pero Emmanuel no hizo nada para quitarla—. Ahora veo claramente que a Cooper le ascendieron tan deprisa porque es muy listo. Tiene lo que hay que tener aquí arriba, en la kop, que es donde importa. ¿Verdad, oficial?
—Emmanuel se encogió de hombros. No estaban manteniendo una conversación. El subinspector Lapping estaba siguiendo el calentamiento estándar del manual de interrogatorios, según el cual el interrogador tenía al menos que hacer el intento de obtener información a través de una confesión voluntaria. Dar palizas a los sospechosos era un castigo para las manos y los músculos del cuello y, por lo que indicaba su aspecto, Piet venía de pasar una dura noche en las celdas de la comisaría.
—No estoy enfadado —el subinspector se puso en cuclillas como si fuera un cazador observando un rastro—. Sólo quiero saber cómo coño conseguiste sacar el contenido de un expediente confidencial que estaba guardado bajo llave.
Al ver de cerca la cara llena de marcas de Piet, Emmanuel se fijó en las ojeras azules del cansancio y olió la mezcla repulsiva de sangre y sudor que desprendía su cuerpo. Era un fétido olor a matadero revestido del suave aroma a lavanda de una marca de jabón vulgar.
Emmanuel hizo todo lo posible por no echarse hacia atrás para apartarse del agente del Departamento de Seguridad.
—A lo mejor se olvidaron de meterlo en la jefatura —dijo.
Piet sonrió y dio una profunda calada al cigarro.
—Mira, me tragaría esa explicación si fuera cualquier otro equipo de la policía. Pero estamos hablando de mi equipo, y mi equipo no comete errores.
—Yo volvería a contactar con la jefatura de policía y averiguaría quién mecanografió el informe y envió la carpeta —sugirió Emmanuel.
—Todo eso ya lo he hecho —contestó Piet con un tono casi amable—. Y lo que he averiguado es lo siguiente: tú, oficial Cooper, fuiste la persona que ayudó al mensajero a registrar la carpeta en el buzón de la policía cuando llegó al pueblo.
—Estaba siendo amable. Se supone que un departamento de la policía tiene que ayudar a otro, ¿no?
—Mi primera idea es que tu querido amigo Van Niekerk te dio el chivatazo de lo que había en la carpeta. Sabías que iba a llegar el expediente y te las arreglaste para robar el contenido de alguna forma. ¿Te dejó abrir el buzón de la policía alguna de esas solteronas de la oficina de correos? Hemos estado demasiado ocupados para preguntárselo en persona, pero creo que una hora conmigo bastará para que se abran, por así decirlo.
Los agentes del Departamento de Seguridad se rieron de la provocadora expresión de Piet y Emmanuel notó la expectación del equipo ante la posibilidad de interrogar a dos damiselas del campo. La amable y confiada señorita Byrd, con su afición a los sombreros de plumas… Cinco minutos con el subinspector Lapping y quedaría destrozada para el resto de su vida.
—¿Cómo es que andáis detrás de empleados de correos? Pensaba que teníais en el bote a un comunista, listo para confesar. ¿Es que ha salido algo mal en la comisaría?
Los oscuros ojos de Piet estaban muertos en el mismo centro.
—Lo primero que vas a tener que aceptar, oficial, es que soy más inteligente que tú. Sé que fuiste tú quien cogió esos papeles y voy a averiguar cómo. También voy a averiguar por qué.
—¿Entonces no tenéis confesión? Qué lástima. Paul Pretorius estaba convencido de que sólo harían falta un par de horas para que el sospechoso se abriera, por así decirlo.
Piet sonrió y el oscuro centro de sus pupilas se avivó con un brillante destello de determinación.
—Le prometí a Dickie que podría encargarse de ti si llegaba el momento, pero he cambiado de opinión. Voy a disfrutar viéndote crujir yo mismo.
—¿Igual que has hecho crujir al sospechoso en comisaría? —dijo Emmanuel. El subinspector Lapping podía ser un agente del Departamento de Seguridad, pero tenía superiores ante los que responder, inspectores y comisarios ansiosos por lograr una victoria contra los enemigos del Estado.
El subinspector Lapping parpadeó con fuerza, dos veces, se levantó y se dirigió resueltamente hacia la puerta. Alargó la mano y Dickie le puso encima un sobre marrón con una mirada que hizo que un escalofrío recorriera la espalda de Emmanuel.
¿Qué narices tenían? Era algo bueno. Tenía que serlo.
«Mantén la calma», se dijo a sí mismo. «Has vivido una guerra. Has visto cosas que han matado a otros hombres y has sobrevivido». ¿Qué motivo había para tener miedo?
—¿Sabes lo que hay aquí dentro? —dijo Piet sujetando el sobre a la altura de sus ojos.
—No tengo ni idea.
Emmanuel se dio cuenta de que su voz sonaba relajada a pesar de que el estómago le daba vueltas. ¿Qué narices había en el sobre? ¿Se las habían arreglado para conseguir un nuevo informe sobre su pasado en las últimas catorce horas?
Piet abrió el sobre y sacó dos fotos, que sostuvo en alto con la precisión de una maestra.
—Dime, Cooper, ¿habías visto antes estas fotos?
No había tiempo para volver a ponerse la máscara de indiferencia. Intentó entenderlo, ver todos los ángulos a la vez, pero no conseguía ir más allá de las explícitas imágenes en blanco y negro de Davida Ellis, primero con las piernas abiertas y después estirada en la cama como una gata esperando a que la acariciaran. Sus copias estaban de camino a Jo’burgo, sanas y salvas debajo de una capa de rulos de plástico rosa en el equipaje de Delores Bunton. A menos que. A menos que el Departamento de Seguridad hubiera interceptado de alguna forma el paquete que llevaba su mensajera.
—Entonces… —Piet apagó el cigarro con el tacón del zapato—. Las habías visto.
—¿De dónde las habéis sacado?
—Las encontramos exactamente donde tú las dejaste. Debajo de tu almohada.
¿Estaba diciendo la verdad o sólo intentaba pillarle mintiendo? No tenía ni idea, y así era justamente como les gustaba tenerle a los chicos del Departamento de Seguridad. Hasta que supiera exactamente de dónde habían salido las fotografías, iba a intentar ganar tiempo e información.
—¿Qué hacíais en mi habitación? —preguntó—. Ya la registrasteis el otro día y no encontrasteis nada.
—Ha salido a la luz información nueva —dijo Piet mientras le hacía una seña a Dickie, que cogió las fotos pero se quedó de pie al lado de su compañero—. Información relacionada con tus gustos personales.
Dickie chasqueó la lengua con desaprobación y lanzó una mirada lasciva a las fotos de la mujer.
—Eso son dos leyes infringidas, Cooper. Si fuera una mujer blanca o con la piel clara, quizá podríamos haber hecho la vista gorda, pero esto…, esto es serio.
—¿De dónde habéis sacado esa información? —preguntó Emmanuel. Tanto Dickie como Piet parecían estar siguiendo el plano personal. Estaban asociando las fotografías a sus supuestas perversiones y no a la investigación del homicidio. Bien. Eso significaba que el paquete de fotografías que había enviado por la mañana en el autobús Intundo Express estaba a salvo. La sensación de victoria desapareció enseguida. Seguía metido en un buen lío: habían encontrado material prohibido en su poder.
—¿Quién nos ha contado lo de las fotos, Dickie?
—Un pajarito —contestó Dickie como si la expresión se le acabara de ocurrir a él.
Emmanuel echó un vistazo a las fotos. Si sus copias estaban sanas y salvas de camino a Jo’burgo para Van Niekerk, entonces éstas tenían que haber salido de la caja fuerte de la cabaña del comisario. Era la única explicación lógica, y todos los hilos que había atado por la mañana indicaban que el ladrón había sido el hijo menor del comisario.
—¿Ha sido el guapito de Louis quien os ha dicho dónde podíais encontrar las fotos? —Emmanuel mantuvo la mirada fija en Dickie para ver si el nombre y la descripción provocaban alguna reacción. Lo que recibió no fue una contracción sutil de la mandíbula sino un gruñido con los dientes a la vista.
—¿Cómo puedes pronunciar su nombre siquiera después de lo que has…?
—¡Dickie! —le interrumpió Piet—. Ya sé que esta clase de actos te afectan, pero tienes que apartar tus sentimientos personales del trabajo. Somos mineros y nuestro trabajo es encontrar la veta de oro entre la porquería. No puedes dejar que te altere la porquería.
¿«Actos»? A Emmanuel se le quedó grabada la palabra. ¿Qué clase de actos afectarían a Dickie tanto como para justificar una sesión de terapia de su superior en mitad de un interrogatorio? La respuesta le hizo enderezarse en su asiento. ¿Qué profundidad tenía el hoyo que había cavado el angelical muchacho para él?
—¿Louis dice que he abusado de él?
—¿Qué estás haciendo exactamente en el cobertizo, Cooper?
—Recoger pruebas.
Emmanuel contuvo el pánico que estaba creciendo en su interior. El muchacho rubio le había tendido una llamativa trampa con fotografías prohibidas como cebo y la había rematado con una acusación que garantizaba el escándalo entre todos los hombres de pelo en pecho de Jacob’s Rest.
Dickie dio un resoplido.
—Un pervertido buscando a un pervertido. Ésa es buena.
—Vuelve atrás y quédate con los otros —ordenó Piet a su compañero mientras estiraba los tensos músculos de los hombros—. Estoy demasiado cansado para interrogar al oficial Cooper y enseñarte los detalles sutiles del trabajo.
—Pero…
Piet le lanzó una mirada que le hizo retroceder pesadamente y volver a su rincón, desde donde dirigió una mirada feroz a Emmanuel, como si fuera culpa suya que le hubieran dejado fuera de la acción.
—Bueno, ¿en qué quedamos? —preguntó Emmanuel—. ¿Me gusta mirar a chicas morenas o perseguir a jovencitos blancos?
—No se excluyen mutuamente. Pudiste utilizar las fotografías para despertar el interés de un muchacho que sin ellas no vería ningún atractivo en ti. ¿Lo captas?
—¿Por qué narices iba a decidir enseñarle fotografías de una mujer mestiza a un muchacho afrikáner para excitarle? ¿Qué sentido tiene eso?
—A lo mejor son las únicas fotografías que pudiste conseguir.
—Somos policías. Cualquiera de nosotros puede conseguir fotos de una chica blanca haciendo de todo menos tirarse a un gorila. Los polis y los delincuentes siempre tienen el mejor material, lo sabes.
—Tienes razón —dijo Piet, que se dio unas palmaditas en el bolsillo de la camisa y sacó una cajetilla de tabaco aplastada—. Pero eso no elimina la denuncia de Louis Pretorius. Un jurado no va a tener en cuenta sutilezas como la raza de la mujer de las fotos. El hecho de que sea una mujer mestiza sólo hará que te caigan más años de cárcel.
¿Por qué se había puesto Louis en evidencia tan abiertamente? Tenía que haberse dado cuenta de que colocar las fotos en su habitación le iba a delatar como la persona que había robado las pruebas de la cabaña, y aun así lo había hecho.
—¿Me ha denunciado Louis formalmente, por escrito y bajo juramento? —preguntó Emmanuel. ¿Hasta dónde llegaba el empeño de Louis en mantenerle acorralado y fuera de juego?
—Sí.
—Enséñame la denuncia —dijo Emmanuel. Los hombres del Departamento de Seguridad estaban en mitad de la resolución del caso más importante de sus carreras. ¿De dónde habían sacado tiempo para redactar una denuncia formal sobre un intento de corrupción de un muchacho afrikáner de pueblo a manos de un pervertido inglés? Moco de pavo en comparación con conseguir una confesión de un miembro del Partido Comunista involucrado en el asesinato premeditado de un comisario de policía casado con la hija de Frikkie van Brandenburg.
—Tú a nosotros no nos pides nada —contestó Piet.
—Arréstame y acúsame —dijo Emmanuel claramente, para asegurarse de que no hubiera ninguna confusión. No se creía que tuvieran algo más que la denuncia verbal de Louis, y eso no bastaba para meter entre rejas a otro policía blanco. En ese preciso momento tenía cosas mejores que hacer que servirles de descanso a los exhaustos agentes del Departamento de Seguridad.
—¿Sabes lo que creo? —dijo Piet—. Creo que el expediente que robaste contenía los trapos sucios sobre ti y tu amigo Van Niekerk, sobre el cariño que os tenéis el uno al otro y el interés que compartís por los jovencitos. Me juego lo que quieras a que ésa es la razón por la que te dio el chivatazo.
—¿Por qué no llamas a la jefatura de policía y les pides que te digan exactamente lo que había en la carpeta? ¿O es que no es buen momento para admitir que has perdido los documentos? Ni la confesión ni el expediente. A tus superiores les va a encantar cuando se enteren.
Hubo movimiento en la puerta y Dickie se hizo a un lado arrastrando los pies para dejar entrar en el cobertizo al policía con cara de pan y el traje mal cortado.
—Ja? —Piet dio permiso para hablar al recién llegado.
—Ya ha pasado una hora, subinspector. Ha dicho que le buscáramos y le avisáramos de la hora.
Piet miró el reloj sacudiendo la cabeza con cansancio. ¿Cómo había pasado tan deprisa el tiempo?
—Puedes irte, Cooper, pero antes tengo que advertirte una cosa.
Emmanuel se preparó para la amenaza. No pensaba ocupar un segundo plano en la gran orquestación de acontecimientos de Piet pidiéndole que especificara la naturaleza de su advertencia.
—Louis ha venido a la comisaría y se ha quejado a su hermano de tus… atenciones. Tienes suerte de que estuviéramos allí para impedir que Paul Pretorius y los otros vinieran a por ti directamente. No puedo prometerte nada en lo que respecta a tu seguridad porque en este momento tenemos cosas más importantes de las que ocuparnos.
Los agentes del Departamento de Seguridad recuperaron parte de su entusiasmo. Le dejaban irse porque era un obstáculo menor para el buen desarrollo de su investigación. Una hora sacudiendo el árbol para que cayera información sobre el expediente desaparecido y las alegaciones de Louis era todo lo que se habían permitido mientras Cara de Pan vigilaba el auténtico trofeo en las celdas de la comisaría. A saber en qué postura habrían dejado al joven del Fort Bennington College mientras ellos se tomaban un pequeño descanso: ¿colgado de los pulgares o asfixiándose en una saca de correos húmeda?
—¿Se te ha ocurrido pensar que el hombre de la comisaría no ha confesado el crimen porque no es el asesino? —dijo Emmanuel.
Piet la emprendió contra él:
—El kaffir estaba en el río a la misma hora y en el mismo sitio que el comisario Pretorius. Tenemos al hombre correcto y antes de esta noche tendremos una confesión firmada. ¿Qué tienes tú, Cooper? Unas tristes fotos de una furcia mestiza y una familia entera de afrikáners preparados para desollarte vivo. Si estabas en el caso era sólo porque el inspector Van Niekerk se moría por tener alguna participación en la acción, y ahora ha llegado el momento de que te vayas a tomar por culo y nos dejes seguir con nuestro trabajo. Esto te queda muy grande. ¿Te enteras?
—Perfectamente —dijo Emmanuel. ¿Cómo acabaría el día: hecho un cromo por los golpes de los hermanos Pretorius o entre rejas con el asesino? Un jugador apostaría dos a uno por una paliza. Las únicas incógnitas eran el momento y la dureza del castigo.
El cobertizo se vació. La gran explanada del veld se extendía hasta el horizonte. ¿Cómo iba a encontrar a un muchacho en un espacio tan grande?
La llamada, una serie de breves silbidos seguidos de un suave zureo, no era nada que Emmanuel hubiera oído antes. Salió al camino kaffir y el reclamo se repitió con una fuerza y una insistencia que llamaron y mantuvieron su atención por segunda vez. Hubo movimiento tras una espesa maraña de vegetación y Shabalala surgió de entre la maleza como una aparición. El agente zulú se levantó cuan largo era y agitó la mano en dirección a los arbustos con una insistencia que parecía decir «echa a correr como un condenado», de modo que eso fue lo que hizo Emmanuel. Echó a correr por la hierba y la tierra, seguido ahora por el sonido de unas voces masculinas procedentes del jardín del comisario. Estaba a la altura del asilvestrado seto cuando Shabalala le agarró y le tiró al suelo.
Emmanuel notó el sabor del polvo en la boca y sintió cómo el hombro se le contraía de dolor cuando el zulú le sujetó contra el suelo con sus fuertes manos.
—Chist —dijo Shabalala poniéndose el dedo en los labios y señalando el cobertizo del comisario.
Emmanuel se asomó por el pequeño hueco que había abierto Shabalala entre la vegetación que los tapaba. Los hermanos Pretorius estaban en el cobertizo vacío, buscando al policía inglés que había intentado corromper a su hermanito. Henrick y Paul fueron los primeros en salir al camino kaffir, con los rifles colgados a la espalda en bandolera en una demostración de fuerza armada.
—Joder —dijo Paul, pronunciando la palabra con auténtico veneno. Su frustración se percibía claramente en la postura tensa de sus hombros.
—No puede haberse ido muy lejos —dijo Henrick, más tranquilo que su hermano—. Coge a Johannes e id bordeando el hospital y las casas de los mestizos. Erich y yo iremos en esta dirección por delante de las tiendas. Nos encontramos detrás de Kloppers.
—¿Y si no está en el camino kaffir? ¿Y si se ha ido por el campo?
—Los ingleses de la ciudad no van por el campo —contestó Henrick con desprecio—. Estará en el pueblo, escondido en algún sitio como una rata.
Johannes, el tranquilo soldado de infantería del cuerpo del ejército de los Pretorius, salió del cobertizo con las manos bien metidas en los bolsillos.
—La moto. Se la han llevado, pero no entiendo cómo. Louis todavía está esperando a que llegue la pieza de Jo’burgo.
—No estamos buscando la puta moto —contestó Paul, pagando sus frustraciones con su hermano—. Estamos intentando encontrar a ese policía.
—Bueno, en el cobertizo no está —dijo Erich mientras se unía al trío de hombres con músculos superdesarrollados—. Ha debido de oírnos y se habrá ido por el veld.
—Si anda por ahí, no va a durar mucho —dijo Henrick—. Vamos a mirar primero en el camino kaffir y después en la pensión Protea. Si no le encontramos, nos sentaremos a decidir en qué casas buscar.
Los hermanos se dividieron y partieron por el camino de hierba en direcciones opuestas. Johannes era el único que parecía no estar seguro del propósito de la misión. Echó una última mirada de desconcierto al cobertizo vacío antes de seguir a Paul con paso firme hacia el hospital Gracia Divina.
La partida de caza inició su primer rastreo del pueblo. Los Pretorius habían decidido tomarse la justicia por su mano y nadie iba a impedírselo.
—¿Cómo voy a encontrar a Louis y a esquivar a sus hermanos al mismo tiempo? —se preguntó Emmanuel en voz alta. El reducido tamaño del pueblo hacía imposible escapar de la familia Pretorius, y la extensión ininterrumpida del veld hacía improbable poder encontrar al muchacho sin una partida de búsqueda.
—Le encontraremos —dijo Shabalala.
Emmanuel se volvió hacia el policía zulú. Shabalala tenía que saber con exactitud cuánto cubría el agua antes de meterse.
—Louis les ha dicho a sus hermanos que he abusado de él. No es verdad, pero los hermanos le creen, y si te pillan conmigo, te van a castigar a ti también.
—Mire eso.
El policía negro hizo caso omiso de la advertencia y señaló una hondonada poco profunda cavada en la tierra y camuflada entre los espesos matorrales. En el hueco había una lata envuelta en una tela impermeable. Sacó el paquete y se lo dio a Emmanuel para que lo inspeccionara. Emmanuel desenvolvió la lata y olisqueó el envoltorio de hule, todavía húmedo.
—Gasolina —dijo—. ¿De Louis?
—Creo que el hijo pequeño la tenía aquí guardada para llenar la motocicleta. La lata está vacía.
—Mathandunina tiene pensado salir de viaje —dijo Emmanuel. La frontera internacional estaba a sólo unos kilómetros de allí. Si Louis entraba en Mozambique, tardarían meses en dar con él, y eso suponiendo que la policía mozambiqueña decidiera cooperar—. ¿Puedes indicar hacia dónde se dirige Louis?
—Puedo encontrar el lugar adonde ha ido el hijo pequeño —dijo Shabalala sin arrogancia—. Iré al cobertizo y seguiré las huellas. Tiene que seguirme por aquí, por el veld. No es conveniente que esté en el camino.
—De acuerdo —dijo Emmanuel.
El agente zulú caminó hasta el cobertizo desierto y se quedó quieto durante un rato, examinando las huellas en la arena. Giró en dirección al hospital Gracia Divina y echó a andar a un ritmo pausado. Louis no había salido disparado por el veld en medio de una nube de humo de gasolina y hierba aplastada como un adolescente impulsivo desfogándose. Se había mantenido cerca de los límites del pueblo por algún motivo. Y tenía que haber uno, pensó Emmanuel. Todo lo que había hecho Louis hasta entonces estaba planeado y bien pensado. El joven era lo suficientemente astuto para engañar a su propio padre sobre la moto: toda una hazaña, teniendo en cuenta lo reservado y embustero que había sido el comisario. De tal palo, tal astilla.
Emmanuel aceleró el paso para alcanzar a Shabalala, que siguió el rastro hasta el borde de las canchas del Club Deportivo. Pasaron del lado blanco de Jacob’s Rest a las filas de casas de los mestizos, y a continuación a los caminos que conducían al poblado negro, en dirección norte. ¿Adónde demonios iba Louis?
Los edificios del hospital aparecieron ante ellos. Emmanuel y Shabalala pasaron sigilosamente por delante del depósito de cadáveres y del ala reservada a los pacientes de color. Era el mismo tramo del camino kaffir en el que había aparcado el comisario cuando había ido a recoger a Davida Ellis para ir a retozar al aire libre por última vez…, y donde Donny Rooke había tenido la mala fortuna de encontrarse al mismo tiempo.
Más adelante, a la izquierda, se veía la fila de eucaliptos que identificaba la casa de la abuela Mariah. A Emmanuel le vino un recuerdo a la cabeza y apretó el paso. También él tenía buenos motivos para conocer aquel lugar. Había sido allí, a la vista de la valla trasera, donde se había topado con la presencia humana acechante, respirando en la oscuridad.
Shabalala dio un giro de noventa grados y salió del camino kaffir en dirección al veld, de forma que quedó casi justo delante de Emmanuel.
—¿Qué pasa? —preguntó Emmanuel cuando llegó al lugar donde el agente zulú se había agachado para inspeccionar una zona en la que la tierra estaba removida.
—Ha salido del camino y ha aparcado la moto aquí —dijo Shabalala señalando unas marcas en la tierra que no habrían tenido sentido más que para un rastreador—. El hijo pequeño ha aparcado y se ha ido andando en esa dirección.
Miraron hacia la fila de eucaliptos. La puerta del jardín trasero de la abuela Mariah se mecía con la brisa, colgando de las bisagras. Los pensamientos sobre la labor parapolicial de los hermanos Pretorius se esfumaron y Emmanuel fue corriendo con Shabalala en dirección al camino kaffir y a la puerta abierta.
Nada más entrar en el jardín, Emmanuel vio a la abuela Mariah en el suelo, tendida en un surco de tierra removida y con un corte en la frente que regaba de sangre las semillas recién plantadas con un reguero rojo y continuo. Se acercó a ella corriendo y comprobó si tenía pulso. Débil, pero tenía. Se volvió hacia Shabalala, que estaba echando prudentemente el cierre de la puerta del jardín desde dentro.
—Sal por la puerta delantera y ve a buscar al viejo judío. Dile que se traiga el maletín y el juego de costura de su mujer.
Shabalala vaciló.
—Sal por delante —insistió Emmanuel. A los mestizos de Jacob’s Rest no les iba a quedar más remedio que convivir con la impactante imagen de un hombre negro saliendo y entrando de casa de la abuela Mariah a la vista de todo el mundo—. Los Pretorius todavía están en los caminos kaffir, así que tienes que ir por las calles principales. Vuelve lo antes posible sin causar revuelo.
—Yebo.
El agente zulú desapareció en el interior de la casa y Emmanuel se quitó la chaqueta y se la puso debajo de la maltrecha cabeza a la abuela Mariah. Volvió a tomarle el pulso. No había cambios, así que fue a registrar la antigua habitación del servicio, convencido ya de que la encontraría vacía. Metió la cabeza y buscó indicios de la presencia de Davida antes de mirar debajo de la cama para asegurarse de que no estaba allí escondida.
—¿Davida? Soy el oficial Cooper. ¿Estás aquí?
Abrió el armario. Unos cuantos vestidos de algodón y un abrigo de invierno con botones de carey falso. Salió al jardín, donde mojó su pañuelo con agua de la regadera y limpió con delicadeza la cara ensangrentada de la abuela Mariah. Aquel destrozo era exactamente lo que sugería la información del expediente de los abusos: una escalada de violencia que había desembocado en privación de libertad y a saber qué otras cosas. El comisario sólo había retrasado lo inevitable al enviar a Louis a una granja en la montaña y después a la escuela de teología, donde, por lo visto, el Espíritu Santo no había conseguido apagar el fuego del pecado que ardía en su interior.
La abuela Mariah dio un gemido de dolor pero siguió inconsciente. Mejor. En el debilitado estado en que se encontraba, la desaparición de su nieta iba a ser una carga pesada sobre los hombros de la anciana, normalmente fuerte. Tendría suerte si levantaba la cabeza de la almohada en los días siguientes.
Zweigman entró apresuradamente en el jardín con Shabalala siguiéndole de cerca. El alemán de pelo cano se puso a trabajar enseguida, comprobando los signos vitales y determinando el alcance y la gravedad de las lesiones con sus manos expertas.
—Son graves. Pero no mortales, gracias a Dios.
—¿Cómo de graves?
—Una laceración en el cuero cabelludo que va a haber que coser. Conmoción cerebral severa, pero no hay fractura de cráneo —Zweigman el cirujano había tomado las riendas—. Vamos a tener que llevarla dentro para poder limpiarla y empezar a cerrar esta herida. Por favor, entre en la casa y busque toallas y sábanas mientras el agente Shabalala y yo la llevamos a un dormitorio.
Emmanuel obedeció y Zweigman se puso enseguida a prepararlo todo. Abrió su maletín de médico y depositó vendas, agujas, hilo y antiséptico en un tocador situado junto a la cama de matrimonio en la que Shabalala había tumbado a la abuela Mariah, aún inconsciente.
Emmanuel le hizo un gesto a Shabalala para que saliera al jardín. Se quedaron en la puerta trasera, mirando la franja de tierra removida llena de sangre.
—Davida no está. El hijo menor del comisario se la ha llevado. No puede haber otra explicación —dijo Emmanuel.
—Voy a ver.
Shabalala examinó las marcas del suelo. Fue avanzando lentamente hasta la puerta del jardín, la abrió y siguió en dirección al veld. ¿Por qué, se preguntó Emmanuel, le parecía necesario que el agente zulú confirmara lo obvio? ¿Era porque seguía sin fiarse de su instinto en lo relacionado con Davida y, por lo tanto, no conseguía librarse de la molesta sensación de que quizá, sólo quizá, de algún modo Davida y Louis estuvieran juntos en aquello? Dos amantes desventurados unidos por el asesinato a sangre fría de Willem Pretorius. Pero aquella conclusión no era más descabellada que la revelación de que el muchacho era, con toda probabilidad, el acosador.
Shabalala volvió a entrar en el jardín y echó el cierre a la puerta. Traía un gesto sombrío en el rostro.
—Así es —dijo—. El hijo pequeño se ha llevado a la chica y se han ido en la moto.
—¿Se la ha llevado o se ha ido ella con él?
Shabalala señaló las huellas de una refriega en la tierra.
—Ella ha salido corriendo, pero él la ha atrapado y ha ido tirando de ella hasta el sitio donde estaba la anciana tendida en el suelo. Después de eso, la chica se ha ido con él sin resistirse.
—¿Por qué iba Louis a enseñar sus cartas sin esperar siquiera a que le interrogáramos?
—Tenemos que encontrar a Mathandunina —dijo Shabalala con sencillez pero con elocuencia—. Así lo sabremos.
Encontrar a Louis iba a ser una tarea ingente para la que hacía falta personal y tiempo: dos cosas que Emmanuel no tenía y que probablemente no fuera a conseguir en el futuro inmediato.
—¿Qué dirección ha tomado? —preguntó Emmanuel, visualizando la enorme extensión de veld que rodeaba Jacob’s Rest y llegaba hasta la frontera con Mozambique. Volvió a llevar su pensamiento al jardín ensangrentado. Tenía que trabajar con lo que tenía: un rastreador zulú-shangaan y un enigmático judío alemán. Podría haber sido peor: podrían haberle dejado con el agente Hansie Hepple.
—Hacia el poblado. También es el camino que lleva a la finca del nkosana King y a la granja de Johannes, el cuarto hijo.
—¿Adónde iría un chico blanco en una moto con una joven mestiza a la que tiene retenida contra su voluntad?
La historia entera llevaba impreso el sello del desastre. Era imposible que Louis no se diera cuenta.
—No al poblado.
—Ni a la granja de su hermano. Vaya adonde vaya, Louis va a llamar mucho la atención. Yo diría que va a tener que quedarse bien escondido hasta que haya…
—Acabado con ella —Zweigman completó la frase desde el oscuro pasillo en el que había aparecido con los pantalones y la camisa de tendero manchados de sangre de la operación—. Era eso lo que estaba pensando, ¿verdad, oficial?
—No sé qué pensar. Tal como lo veo yo, todo el asunto del secuestro no tiene ninguna lógica.
—A lo mejor tiene muchísima lógica para Louis Pretorius —dijo Zweigman, que se metió la mano en el bolsillo y sacó un trozo de papel que le entregó a Emmanuel—. Su inspector me ha dicho que le pasara esto cuanto antes.
Emmanuel desdobló la hoja de papel con renglones y leyó la información. En lo más recóndito de los montes Drakensberg de Natal había una granja, un retiro, conocida como Suiwer Sprong, los Manantiales Puros, adonde los afrikáners ricos de alta cuna que tenían estrechos lazos con el nuevo partido en el poder enviaban a sus vástagos para que fueran «reconducidos» hacia el Señor. El electrochoque, los fármacos y la hidroterapia eran algunos de los métodos a través de los cuales esa «reconducción» se transmitía de las manos del Todopoderoso a la minoría sufridora. Un tal doctor Hans de Klerk, que se había formado con el pionero alemán de la eugenesia Klaus Gunther antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, era el director del tinglado.
—Una granja manicomio con orientación religiosa. ¿Está seguro de esto Van Niekerk?
—Su inspector parece un hombre seguro de muchas cosas. Está convencido de que ese sitio del Drakensberg es la única institución a la que acudiría una familia como la de los Pretorius en busca de tratamiento para una enfermedad psicológica.
Deberían pedir que les devolvieran el dinero. Fuera cual fuera la terapia que había hecho Louis, no había calado. Unas semanas de vuelta en Jacob’s Rest y había vuelto a las andadas de un modo más peligroso que antes.
Emmanuel analizó todos los pasos que habían conducido al secuestro y a la agresión. Louis no estaba tan trastornado como para no ser consciente de que Davida Ellis era la única que podía relacionarle con el caso de los abusos y el asesinato de su padre. Si quitaba de en medio a Davida, lo único que se interpondría entre él y la libertad sería la palabra de un policía inglés al que había acusado de intentar seducirle. Era un plan ingenioso, bien ejecutado. Por ahora.
—Puede que este secuestro no sea tan irracional como parece —dijo Emmanuel, que recordó la información del expediente del caso de los abusos. Al leerlo había tenido la sensación de que el agresor se encaminaba hacia una culminación violenta de sus fantasías—. Louis consigue terminar lo que empezó en diciembre y consigue eliminar a la única persona que puede señalar una relación, por vaga que sea, entre él y el asesinato de su padre.
—Si es así —observó Zweigman en voz baja—, la mantendrá con vida hasta que haya hecho realidad sus fantasías.
—Eso creo —dijo Emmanuel, que no quiso ahondar en el comentario del alemán. Se volvió hacia Shabalala—. ¿A qué lugar donde no le puedan encontrar podría haber ido Louis a esconderse? Tiene que ser un sitio en el que quepan dos personas. No creo que vaya a la cabaña del comisario, no está lo suficientemente escondida. ¿Hay una cueva o, no sé, un antiguo refugio de caza?
El agente zulú miró al cielo durante unos instantes para pensar. Después cogió un largo palo rápidamente y trazó un mapa esquemático en la tierra. Dibujó tres cruces que prácticamente no podían estar más lejos unas de otras.
—En la finca del nkosana King hay tres lugares que yo conozca. El comisario y yo nos escondíamos muchas veces allí cuando éramos niños. El hijo pequeño, Louis, también ha estado en esos sitios con su padre, cuando la finca todavía era de la familia.
—¿Podemos ir a los tres en una tarde?
—Están lejos unos de otros, y a éste de aquí tenemos que ir a pie. Es una cueva en lo alto de la ladera de una montaña y la maleza es espesa por esa zona.
—¿Y los otros dos?
—Éste es una vieja casa en la que vivía un afrikáner solo. Se está derrumbando, pero algunas de las habitaciones tienen techo.
—¿Cómo es? La zona de alrededor de la casa.
—Llana. La casa es triste, igual que el hombre blanco que vivía en ella.
—Ése no es el sitio.
Emmanuel visualizó el lugar del crimen junto al río, la gran extensión de tierra y el cielo que brillaba con una luz puramente africana. Era un hermoso lugar para morir. Louis y su padre compartían la afición a los placeres prohibidos de la carne y quizá eran lo suficientemente parecidos para que a ambos les gustara cortejar a las mujeres en lugares al aire libre. Nada como la belleza pura de la naturaleza para suscitar una fantasía en la que Adán y Eva devoraban la manzana entera y las leyes de segregación racial no existían.
—¿A cuál de esos lugares llevarías a una chica para enseñarle las vistas?
Shabalala señaló el lugar en el que estaba la cueva de la montaña.
—Desde la cornisa que hay delante de la cueva se ve todo el campo y un abrevadero al que van los animales. Es un lugar que conmueve el corazón.
Justo la clase de lugar aislado y romántico al que un joven holandés trastornado podría llevar a hacer su última excursión a una mujer. El amor de los afrikáners por la tierra era tan tenaz como el virus de la gripe.
La cueva era una posibilidad remota, pero tenía sentido. El muchacho no había salido disparado por el veld con una joven prisionera sin tener ya un escondite concreto en la mente. Y Louis no se iba a esconder en una granja con el suelo pisoteado por peones y rebaños de ganado. El feudo personal de King, anteriormente la casa familiar de los Pretorius, tenía muchos espacios abiertos y muy poca gente que pudiera estropear la ilusión de que Sudáfrica estaba realmente vacía cuando llegó el hombre blanco. Louis podría esconderse allí durante un buen rato sin llamar la atención.
—¿Cuánto hay que andar para llegar a ese sitio? —preguntó Emmanuel.
—Tenemos que aparcar y después caminar una media hora hasta el pie de la colina y otros quince minutos hasta la cima.
Emmanuel lo redondeó a una hora. El rastreador zulú-shangaan recorría más distancia en menos tiempo que cualquier persona a la que hubiera conocido en su vida, y eso incluía a soldados corriendo como condenados para huir de una lluvia de granadas de mortero.
—Deberíamos ir a mirar la cueva. Un lugar aislado y protegido en una zona desierta parece apropiado para lo que seguramente ha planeado Louis. No tengo nada que respalde mis argumentos. Sólo es una corazonada, nada más.
—Su instinto y el conocimiento de la tierra de Shabalala es lo único que tiene, oficial, así que debe ponerse en marcha y debe hacerlo enseguida —dijo Zweigman—. Los de la comisaría de policía no van a mover un dedo para salir a buscar a una chica mestiza.
—No, a menos que sea comunista —contestó Emmanuel, que se volvió hacia el enorme hombre negro que tenía al lado. Sin la ayuda de Shabalala, las cosas sólo podían ir de mal en peor.
—Tenemos que ir a buscar mi coche y ponernos en marcha hacia la finca de King. ¿Aún puedo contar contigo?
—Hasta el final —dijo Shabalala.