6
—¿Qué le parece? —preguntó Elliot King señalando la construcción a medio edificar encaramada en un terreno elevado junto a la ribera del río.
Emmanuel sabía que sólo había una respuesta correcta a la pregunta.
—Impresionante —dijo.
—Ésta va a ser la mejor reserva animal de África meridional. Cinco apartamentos de lujo con vistas al abrevadero, rastreadores y guardas de categoría, paseos privados en coche para ver a los animales. La mejor comida, el mejor vino, la mayor variedad de animales. Joder, me he gastado un auténtico dineral en acondicionar este lugar. Aunque, bueno, la gente va a pagar un dineral por alojarse aquí, así que es lo suyo.
Emmanuel percibió el orgullo en la voz del inglés: rezumaba la clase de placer que siente uno al ser el soberano de su propio pedazo de África.
—Esto antes era la granja de Pretorius —dijo Emmanuel pensando en la familia del comisario, que también era dueña de una enorme porción del Transvaal.
—Sí —contestó King, que alargó la mano hacia la mesita baja que tenía al lado e hizo sonar una campanilla de plata—. El comisario Pretorius me la vendió hace cosa de un año, cuando se dio cuenta de que Paul y Louis no se iban a dedicar al campo.
—Tengo entendido que hubo algunos problemas con la venta.
—Ah, aquello —dijo King sonriendo—. El problema fue entre Pretorius y sus hijos. Ellos no tienen la visión para los negocios que tenía su padre… Era un hombre inteligente.
—¿Sí, señor King?
Era la señora Ellis respondiendo a la llamada de la campanilla. Se había quitado la ropa negra de luto y ahora llevaba el uniforme de la reserva, un vestido suelto hecho a medida, de color verde y con las palabras «Bayete Lodge» bordadas en el bolsillo. Incluso vestida con esa ropa conseguía conservar su elegancia.
—Té —dijo King—. Y unos pasteles, por favor.
—Ahora mismo.
La señora Ellis hizo una media reverencia y desapareció en el frescor del interior de la casa. Estar en compañía de Elliot King era como introducirse en las páginas de una novela inglesa decimonónica. En cualquier momento oirían el batir de los tambores y una llamada desesperada para defender la casa contra un levantamiento de los nativos.
—¿Inteligente? —Emmanuel repitió la palabra. Estaban hablando de un comisario de policía afrikáner con un cuello del tamaño de un tronco de árbol.
—Sí, lo sé —dijo King sonriendo—, tenía la apariencia de un bóer sin cerebro, pero debajo de todo eso se escondía un ser humano complejo.
—¿En qué sentido?
—Venga conmigo —King se levantó y entró en la casa, hablando mientras andaba—. Sí, ésta era la granja de la familia Pretorius. La del comisario era la tercera generación que vivía aquí. No dejó la granja hasta que se casó y se fue a vivir al pueblo.
Emmanuel siguió a King al interior de la casa. En el salón había sofás mullidos con grandes respaldos y alfombras hechas con pieles de animales. En las paredes encaladas, los cuadros de la campiña inglesa se combinaban con fotografías familiares. La señora Ellis lo tenía todo en un orden impecable. Las máscaras tribales, los escudos y las lanzas assagai daban a la habitación el toque primitivo justo para situarla en Sudáfrica en lugar de en Surrey.
—Mire esto —dijo King abriendo un cajón del despacho y sacando un fajo de sobres amarillentos. Todos los sobres tenían algo escrito, casi borrado pero aún visible—. Léalos y dígame cómo lo interpreta.
—Fertilidad con luna llena. Espolvorear en la entrada del kraal después de la medianoche —leyó Emmanuel en voz alta.
—Siga —era evidente que King estaba encantado con su hallazgo.
—Creación de lluvias de primavera. Introducir en la capa más superficial de la tierra el día después de sembrar —Emmanuel leyó por encima los demás, en orden. Todos los rótulos tenían algún componente místico—. Son algún tipo de pociones de magia negra. Los nativos creen ciegamente en esas cosas.
—No sólo los nativos. Las encontramos cuando vaciamos la casa. Eran del viejo Pretorius, el padre del comisario.
«Comisario de policía blanco coquetea con la magia negra»: los periódicos ingleses iban a disfrutar de lo lindo.
—Cuando encontré esto, le pregunté a Matthew, mi chófer, por Pretorius padre —King metió los sobres en el cajón y volvió a dirigirse al porche—. Enviudó joven y vivía aquí solo con su hijo. Los otros bóers pensaban que estaba loco y por lo visto no querían tener ninguna relación con él. Se creía a pies juntillas toda la historia de que los bóers son la «tribu blanca de África».
—Mucha gente se la cree —dijo Emmanuel. Dos tercios del actual Gobierno, de hecho.
—Cierto, pero ¿cuántos de ellos juntan a su hijo con un compañero negro para que aprenda las costumbres de los nativos? ¿Cuántos hacen a sus hijos practicar el entrenamiento de un amabutho zulú entre los catorce y los dieciocho años y soportar el dolor que conlleva?
—¿Eso hizo Pretorius?
—Por lo visto, él y Shabalala corrían descalzos de un extremo al otro de la finca cinco o seis veces sin parar, sin beber. Matthew dice que era todo un espectáculo. A los que se acordaban de los viejos tiempos se les saltaban las lágrimas. El estruendo de los guerreros zulúes, el impi, corriendo por el veld.
King se sentó en su silla mientras dejaba escapar un suspiro lleno de nostalgia.
Aquella extensión de cielo y de bajas colinas, que en el pasado había sido la tierra de los nativos, formaba parte ahora del feudo de King. ¿Por qué ese amor de los británicos a las naciones que habían conquistado por las armas?
—¿Su compañero era el agente Shabalala?
—Sí. El padre de Shabalala era zulú. Él los entrenaba.
—¿Por qué hizo eso el padre del comisario? —preguntó Emmanuel. La mayoría de los blancos se contentaban con reivindicar su estatus superior como un derecho adquirido por nacimiento.
—Ahí es donde aparece la chifladura —dijo King. Era evidente que le encantaba hablar de las excentricidades de los bóers—. El viejo Pretorius pensaba que los blancos tenían que ser capaces de demostrar que eran iguales o mejores que los nativos en todo. Educó a su hijo para que fuera un induna blanco, un jefe, en todos los sentidos de la palabra.
La señora Ellis apareció con la bandeja del té y la puso sobre la mesa entre los dos. Sus movimientos eran escasos y económicos, el lenguaje corporal de alguien que ha nacido al servicio de los demás. Le alcanzó su té a King. Por qué el pretencioso inglés hablaba como si los días de los dirigentes blancos fueran cosa del pasado era algo que a Emmanuel se le escapaba.
La señora Ellis, la criada perfecta, desapareció en el interior de la casa.
—El comisario Pretorius se sabía los nombres de todos los árboles y plantas del veld —continuó King—. Hablaba todos los dialectos, conocía todas las tradiciones. A diferencia de los holandeses de por aquí, no necesitaba que un burócrata de Pretoria legislara su superioridad.
—¿Le conocía usted bien? —preguntó Emmanuel. Era evidente que aquel aristócrata inglés pensaba que el comisario Pretorius pertenecía a la misma categoría que él, la de los «nacidos para gobernar». El resto de la humanidad, incluidos los oficiales de la policía judicial, eran meros sirvientes.
—Tuve la oportunidad de conocerle un poco mientras negociábamos la venta y mucho mejor cuando empezó a construir —King se detuvo para escoger un pastel de la bandeja—. Como le he dicho, en realidad era una persona muy compleja e inteligente, para ser un bóer.
—¿A construir? —repitió Emmanuel mientras apoyaba su taza. Ése era el motivo por el que le habían dejado la nota. Estaba seguro.
—Nada del otro mundo. Sólo una casita de piedra en el terreno que conservó.
—¿Tiene una casa aquí?
—Una cabaña más que una casa —dijo King. Dio un mordisco al pastel y se tomó su tiempo para masticarlo—. Parece sacada del poblado kaffir, pero parecía que a él le gustaba.
—¿Pasaba mucho tiempo aquí?
Nadie, ni Shabalala ni los hermanos Pretorius, había mencionado una segunda residencia de ningún tipo.
—No, que yo sepa. Estuvo unas cuantas veces durante la temporada de caza y luego venía de vez en cuando. Parecía hacerlo al azar, pero eran su parcela y su cabaña.
El comisario Pretorius daba la impresión de ser un hombre de costumbres relajadas y de rutina —pesca los miércoles, entrenamiento con el equipo de rugby los jueves, iglesia todos los domingos—, y, sin embargo, constantemente aparecía la palabra «azar» en relación con él.
—¿Dónde está la cabaña?
De repente, las llaves del coche y el pedazo de papel con el nombre de King garabateado que tenía sobre el muslo se le habían vuelto muy pesados. La hora del té se había acabado.
—A unos quince kilómetros volviendo hacia la carretera principal. Hay un witgatboom enorme justo donde tiene que salirse del camino. Lo ha pasado al venir hacia aquí.
El árbol witgatboom, con sus ramas extendidas para sostener una gran copa plana, era una buena señal de tráfico. Era una imagen puramente africana.
—Voy a tener que ir a verla —dijo Emmanuel.
—No me corresponde a mí concederle o denegarle el permiso. Yo no tengo ni voz ni voto en lo relacionado con esa parte del terreno, así que no dude en hacer lo que le parezca.
Emmanuel se detuvo en lo alto de las escaleras del porche.
—Pensaba que usted le había comprado esta finca al comisario Pretorius.
—Casi toda —le corrigió King—. El comisario se quedó con una pequeña parcela. Eso es lo que los hijos no entendían. La venta no fue por el dinero. Su padre simplemente quería recuperar un trozo de su antigua vida.
Emmanuel estaba convencido de que los hermanos Pretorius no tenían ni la menor idea de la existencia de la cabaña ni de los planes de su padre de reanudar su vida de induna blanco.
—Volveré directamente a la comisaría cuando haya examinado ese lugar —dijo Emmanuel—. Gracias por su ayuda, señor King, y por el té.
—No hay de qué —dijo King al tiempo que un deportivo rojo de dos puertas con aletas redondeadas y faros plateados curvos aparecía en la entrada de gravilla y se detenía a unos centímetros del parachoques trasero del Packard. La puerta del conductor se abrió y un joven veinteañero se levantó con cuidado del hundido asiento de cuero. A Emmanuel le llegó el destello de sus dientes blancos perfectos.
—Winston… —saludó Elliot King al atractivo joven, que se dirigía hacia las escaleras—. No te esperaba hasta mañana. Mira, éste es el oficial Emmanuel Cooper, de la policía judicial. Justo en este momento se estaba yendo.
—Un agente del orden —dijo Winston sonriendo y estrechándole la mano—. ¿Por fin ha conseguido presentar cargos contra mi tío, oficial?
Los King se echaron a reír. La ley estaba a su servicio y era algo ante lo que ellos no tenían que responder. El reluciente deportivo y el bronceado playero irritaban profundamente a Emmanuel, al igual que la sencilla pulsera de pelo de elefante que llevaba Winston para demostrar su «africanidad».
—Ha sido un interrogatorio rutinario —dijo Emmanuel.
—¿Qué ha pasado?
—El comisario Pretorius —King volvió a su silla y tomó asiento—. Fue asesinado el miércoles por la noche. Dos disparos.
—Dios mío —dijo Winston apoyándose en la barandilla—. ¿Eres sospechoso?
—Por supuesto que no —King dio un trago a su té—. Le he facilitado al oficial un poco de información sobre los antecedentes. Como favor a la investigación.
Emmanuel se dirigió a las escaleras. Allí atrapado entre King y su sobrino ataviado con ropa de lino era el último sitio del mundo en el que quería estar. La cabaña secreta le estaba llamando a gritos.
—¿Qué le ha llevado a pensar que mi tío iba a saber algo del comisario Pretorius? —preguntó Winston.
El joven medía la mitad que los Pretorius, pero compartía con ellos esa actitud inconfundible del que cree que lo merece todo. Emmanuel bajó el primer escalón.
—Ha sido un interrogatorio rutinario —repitió mientras bajaba los dos siguientes peldaños, antes de volverse hacia Winston y preguntar—: ¿Sabes tú algo del asesinato?
—¿Yo?
—Sí, tú.
—¿Cómo voy a saber yo algo? Me acabo de enterar ahora mismo.
—Claro —Emmanuel se detuvo para saborear el momento de incomodidad de Winston—. Gracias otra vez por su ayuda, señor King.
—Pasó por delante del Jaguar de Winston para llegar hasta el Packard, que se veía ancho y torpe al lado de su caro primo inglés. No tenía mapas ni latas de bebida vacías en el asiento del copiloto. Lo único que necesitaba Winston King para viajar era un coche rápido, una cartera abultada y una sonrisa. Su aversión hacia él volvió a aumentar y Emmanuel intentó apartarla de su pensamiento.
Metió primera y sacó el Packard de la rotonda de entrada. Winston desapareció en el interior de la casa y su tío se sirvió otra taza de té.
Elliot King escogió cuidadosamente un pastel y observó alejarse el coche del oficial. Tocó la campanilla de plata.
—¿Sí, señor King? —dijo el ama de llaves mientras salía al porche.
—Que venga Davida —dijo—, quiero hablar con ella.
Una alta cerca hecha con estacas unidas con bramante y tiras de corteza de árbol se levantaba al final del camino de arcilla roja. Estaba construida exactamente igual que las que rodeaban los kraals de los nativos, enclavados en el paisaje como setas gigantes.
Emmanuel salió del coche y examinó todo el perímetro. La entrada, una pequeña abertura la mitad de grande que un hombre de tamaño normal, estaba en la parte de atrás, apartada del camino. Estaba claro que no se animaba a entrar a los visitantes imprevistos. Se agachó, entró en el recinto como un suplicante y allí, justo delante, se encontró con un rondavel, una cabaña redonda con un techo de paja y una puerta azul claro.
—La guarida del induna blanco —dijo Emmanuel mientras miraba a su alrededor para asimilar los detalles. La entrada a la cabaña de piedra estaba alineada a propósito con el agujero de la valla para que todos los visitantes entraran y salieran bajo la atenta mirada del jefe de la tribu. Incluso allí, a una distancia de kilómetros del pueblo, se habían tenido en cuenta la seguridad y la vigilancia.
Un río cercano llenaba el ambiente del murmullo y el gorgoteo del agua en movimiento sobre las piedras. Emmanuel sintió una profunda satisfacción. El cobertizo de Jacob’s Rest era una tapadera. Un lugar en el que colocar a la vista las cosas admisibles para los amigos y la familia. Era en aquel kraal, bajo un cielo despejado de primavera, donde el comisario dejaba que su verdadero yo saliera al exterior.
Emmanuel atravesó el terreno en dirección a un montón de piedras apiladas junto a la valla. ¿Qué había dicho King? «Cuando empezó a construir…». Eso explicaría las ampollas de las manos y los fuertes músculos observados durante el examen del cadáver de Pretorius. Él mismo había puesto en pie la cabaña, piedra a piedra.
Emmanuel empujó la puerta azul claro, que se abrió hacia dentro. Accedió al interior en penumbra con los ojos entrecerrados. Había dos ventanas, ambas con las cortinas echadas. Dejó la puerta abierta para que entrara más luz. Las alfombras de piel de vaca crujieron bajo sus pies mientras descorría las cortinas y miraba a su alrededor. Como guarida de un hombre, era para avergonzarse. Todo estaba en orden: la cama hecha, los platos lavados y colocados en el aparador, la pequeña mesa limpia. La tía Milly habría estado encantada de pasar una tarde allí.
—Vamos —dijo Emmanuel. Tenía que haber algo. Un hombre no se construye una cabaña secreta y después la usa para practicar sus dotes de ama de casa.
No había nada en la habitación que llamara la atención por atípico o inusual, aunque lo cierto era que lo mismo ocurría con todo lo relacionado con el comisario. Todo parecía normal hasta que uno se acercaba lo suficiente para pegar la nariz a los cristales sucios de las ventanas. La brutal paliza a Donny al abrigo de la oscuridad, la constante vigilancia del pueblo disfrazada de ejercicio físico diario, la construcción de una cabaña de la que nadie de su familia sabía nada. Había alguna razón por la que aquel modesto rondavel de piedra se había mantenido en secreto.
Emmanuel deshizo la cama y observó la almohada, el colchón y las sábanas, que eran de un delicado tejido de algodón. Agradables. ¿Para una mujer? ¿O es que el comisario tenía la piel sensible? Siguió con la cómoda y, a continuación, con el pequeño armario en el que se guardaban los cubiertos y la loza. Miró por arriba, por abajo, encima y detrás de todo lo que había en la habitación hasta que volvió a estar en la puerta de entrada con las manos vacías.
Se quedó agachado en la entrada. La habitación le devolvió la mirada con su rostro limpio e inocente. Se le había pasado algo, ¿pero qué? Lo había inspeccionado todo excepto el techo y el suelo.
¿Cuántos escondites extraños había encontrado el pelotón durante sus registros en pueblos de Francia y Alemania? Armarios con doble fondo. Trampillas en los techos. Hasta una escalera hueca diseñada para meter a una familia entera. Con la afición del comisario a ocultar las cosas, seguro que lo bueno estaba bien escondido.
Emmanuel agarró la alfombra de piel de vaca por el borde y tiró de ella hacia sí.
El agujero, de forma cuadrada y con una tapa de madera, estaba bien camuflado. Un pequeño trozo de cuerda, del tamaño de un dedo, era el único indicio de que el suelo de tierra compactada había sido alterado. Emmanuel se arrastró por el suelo de rodillas y tiró de la cuerda. La trampilla se abrió fácilmente; las bisagras habían sido engrasadas, previendo que se iba a utilizar a menudo. Metió la mano esperando encontrar la pila habitual de revistas pornográficas gastadas. La dura campaña del Partido Nacional contra las publicaciones inmorales había ralentizado la industria pero no había acabado con ella. Tocó algo de piel suave, una especie de correa. Tiró de ella y notó el peso en el extremo.
—Dios mío…
Era la cámara de Donny Rooke, con su nombre orgullosamente grabado con letras doradas en el cuero de la funda rígida; hasta había incluido la J, la inicial de su segundo nombre. Emmanuel abrió los cierres y examinó el precioso instrumento. ¿Qué había dicho Donny? La cámara había costado mucho dinero y el comisario se la había robado… con las fotografías de las chicas de Du Toit.
—Hasta un reloj roto marca bien la hora dos veces al día —murmuró Emmanuel mientras cerraba la funda. Metió la mano en el agujero y sacó un sobre de papel de estraza. Si la historia de Donny era cierta, dentro estarían las fotografías «artísticas» de sus dos mujeres. ¿Le gustaban al comisario los cuerpos de las menores de edad? Dio la vuelta al sobre y algo proyectó una sombra desde la entrada.
Emmanuel se giró a tiempo para ver la silueta bien definida de un knobkierie que se movía hacia él. El garrote zulú produjo una corriente de aire al descender describiendo un arco y le alcanzó en un lado de la cabeza.
¡Zas!
El ruido le estalló en los tímpanos como el disparo de un mortero. Se desplomó hacia delante y notó el sabor a tierra y sangre en la boca. Sintió un intenso chispazo blanco de puro dolor detrás de los párpados y el garrote le alcanzó una segunda vez. Se oyó a sí mismo respirar con dificultad y le llegó un olor a amoníaco. Una sombra azul se alejó danzando, seguida del sonido de un traqueteo mecánico a lo lejos.