9

Emmanuel metió el Packard en el hueco de al lado del Chevrolet del Departamento de Seguridad a las 6:55 de la mañana siguiente. La comisaría parecía pequeña y abandonada a la luz de la mañana. Piet bajó su ventanilla y asomó la cabeza.

—Cambio de planes, Cooper. Síguenos —dio la orden y Dickie puso el motor en marcha—. Primero vamos a parar en el poblado negro y luego vamos a la cabaña de Pretorius.

—Lo que usted diga, subinspector.

Dickie y Piet giraron a la derecha al llegar al hotel Standard y tomaron la carretera principal hacia el oeste. Emmanuel viró detrás de ellos y pisó el acelerador.

No entendía por qué el Departamento de Seguridad se dirigía a un asentamiento negro a las afueras de una pequeña población rural. No había una sola pista que condujera en esa dirección.

Salieron de la carretera por un camino de tierra lleno de baches y, unos minutos más tarde, entraron en el poblado negro, un grupo de casas de bloques de hormigón y chozas de adobe levantadas sin ningún orden sobre un terreno polvoriento rodeado de veld. Había niños con ropa de domingo jugando a la rayuela delante de una iglesia ruinosa con un tejado de zinc oxidado.

El Chevrolet se detuvo cerca de los niños y Piet le hizo un gesto a uno de ellos para que se acercara. Era Butana, el pequeño testigo de la escena del crimen.

—Shabalala —dijo Piet levantando la voz casi hasta gritar para que el niño kaffir le entendiera—. Ve a buscar al agente Shabalala. ¿Me has entendido?

—Sí, baas —Butana subió el volumen de su propia voz para que el holandés le entendiera, luego se quitó los zapatos, que le quedaban grandes, y salió corriendo por el camino de tierra que dividía el poblado en dos. Los otros niños le siguieron, contentos de tener una excusa para alejarse de los hombres blancos y sus grandes automóviles negros.

Emmanuel se bajó del Packard y examinó el lugar. Era un día despejado de primavera. Entre los límites de un terreno con césped y un arroyo crecido por la lluvia nocturna se extendían maizales en barbecho. A continuación, una exuberante alfombra de tierna hierba y flores silvestres se desplegaba bajo un cielo azul y una fila de nubes blancas.

Impresionante, pensó Emmanuel. Pero el paisaje no se come.

Dirigió su atención al grupo irregular de viviendas. Eran construcciones destartaladas levantadas con todo lo que había a mano. Un tejado de chapa ondulada remendado con sacos de harina para que no entrara la lluvia. Un bidón de doscientos cincuenta litros colocado delante de una puerta para que no entrara el aire. Era primavera, pero el recuerdo de un invierno duro seguía vivo en las casas de los nativos.

Los jóvenes y sanos podían irse a E’goli, la Ciudad del Oro, Johannesburgo, donde incluso un hombre negro tenía la oportunidad de hacerse rico. O podían quedarse en el poblado con sus familias y seguir siendo pobres. La mayoría escogía la ciudad.

La puerta de la iglesia se abrió y un pastor arrugado con los ojos acuosos se asomó al exterior. Emmanuel le saludó levantándose el sombrero y recibió como respuesta un gesto de la cabeza lleno de recelo. Desde el camino de tierra llegaron las voces de los niños.

—El agente Shabalala se dirigía hacia los coches apresuradamente, seguido de un largo séquito de niños. El policía negro iba vestido con su ropa de domingo: una camisa blanca con un ligero tono grisáceo, unos pantalones negros y una chaqueta de pana con coderas de cuero. El bajo de los pantalones se había descosido para que fueran lo más largos posible, y les faltaban unos tres centímetros para taparle los calcetines y las botas. Quizá los hubiera heredado del comisario.

Se acercó al coche del Departamento de Seguridad con el sombrero en la mano. Sabía que los afrikáners y la mayoría de los blancos daban mucha importancia a las muestras de respeto. Piet se sacó un trozo de papel del bolsillo.

N’kosi Duma —dijo—, ¿dónde está?

Shabalala mostró las palmas de las manos abiertas como gesto de disculpa.

—Ese hombre no está aquí. Está en la reserva nativa. Quizá esté de vuelta mañana.

—Por el amor de Dios —dijo Piet, que encendió un cigarro y echó el humo al aire limpio de la primavera—. ¿A cuánto está la reserva ésa?

—Está antes de llegar a la finca del baas King. A una hora y media en mi bicicleta.

Piet mantuvo una breve conversación con Dickie, que estaba agazapado detrás del volante.

—Sube al coche —le dijo Piet a Shabalala—. Vamos a ir a buscarle.

Emmanuel se acercó, resuelto a intervenir de alguna forma. Notó cómo le latía el corazón. Piet sabía por quién preguntaba. ¿Cómo narices sabía que había un hombre llamado N’kosi Duma que vivía en un poblado a las afueras de Jacob’s Rest?

—El agente Shabalala puede venir en mi coche —dijo Emmanuel—. Tengo suficiente gasolina.

—Él está con nosotros —contestó Piet con frialdad—. Tu trabajo es llevarnos a la cabaña.

—La reserva está antes de la cabaña —Emmanuel sabía que se la estaba jugando, pero siguió adelante—, ¿paramos allí primero?

—A la cabaña —dijo Piet.

—Es un refugio de caza —dijo Dickie cuando terminaron de inspeccionar la limpia casita del comisario—. Sólo un policía inglés de la ciudad pensaría que es otra cosa.

—Una pérdida de tiempo, justo lo que pensaba —masculló Piet—. Vámonos.

Emmanuel no les enseñó la caja fuerte secreta.

Salieron agachándose por el agujero de la alta cerca de estacas y volvieron con Shabalala, que esperaba pacientemente entre los coches. Piet le hizo un gesto a Dickie para que entrara en el Chevrolet negro y se volvió hacia Emmanuel.

—Tú te vuelves al pueblo —dijo Piet con un brillo de satisfacción en sus ojos como guijarros—. Tu campo de investigación es la historia del mirón, ¿te acuerdas?

—Es domingo. No creo que hoy se pueda avanzar mucho en ese terreno.

—Eres religioso, ¿verdad? Es tu oportunidad de llegar a tiempo a la iglesia. Eso era lo que querías, ¿no?

—Amén —dijo Emmanuel antes de acercarse a Shabalala, que había retrocedido para dejar sitio a los holandeses. La historia del mirón era lo único que tenía para quedarse en Jacob’s Rest y mantenerse cerca de la acción. Tenía que seguir por esa vía y, además, poniendo buena cara.

—La iglesia de los mestizos —le dijo a Shabalala—, ¿dónde está?

—Tiene que pasar la tienda del viejo judío. La iglesia de los ma’coloutini está al final de esa calle.

—En marcha.

Era Dickie, impaciente como un hipopótamo de carreras el día del derbi.

Shabalala vaciló.

—Oficial, esta tarde estará usted en la comisaría.

Era una petición, no una pregunta.

—Allí estaré —dijo Emmanuel, y Dickie pisó el acelerador.

Cuando Shabalala se subió al Chevrolet del Departamento de Seguridad, el chasis del coche descendió quince centímetros hacia el suelo. Los ocupantes del vehículo sumaban músculos suficientes para enderezar una viga de acero deformada.

Piet sacó la cabeza por la ventanilla.

—Ve tú delante —ordenó—, te seguimos para salir.

Emmanuel obedeció. Los del Departamento de Seguridad querían ver cómo se iba con el rabo entre las piernas. Disfrutaban con ello. No era difícil darles lo que necesitaban. Se metió en el Packard y volvió al pueblo.

Emmanuel revisó todos los expedientes policiales y llegó a la letra Z sin haber encontrado nada. No había expedientes en la P de pervertido ni en la M de mirón. No había datos de ninguna de las mujeres de la tienda del viejo judío ni del propio Zweigman. No había ni una prueba escrita de que el caso de los abusos hubiera existido.

Sacó algunos expedientes al azar. Robo de ganado. Un apuñalamiento. Daños a una propiedad. Las denuncias típicas de un pueblo pequeño. Buscó a Donny Rooke y le encontró: acusado de la producción e importación de artículos prohibidos. Las fotografías de las chicas aparecían registradas como pruebas, pero la cámara no.

¿Era posible que las denuncias de las mujeres mestizas no se tomaran lo suficientemente en serio como para abrir un expediente? ¿O es que habían robado los documentos? La cámara robada de Donny Rooke demostraba que el comisario era muy capaz de confiscar pruebas cuando le convenía.

El Departamento de Seguridad y el aparato del Partido Nacional querían un respetado policía blanco abatido en servicio. No querían nada que complicara esa historia. Con las nuevas leyes en materia racial, todo era blanco o negro. El gris había dejado de existir.

Intimidación física, robo y posible importación de artículos pornográficos: quizá el comisario Pretorius aparentara ser un afrikáner sin dobleces, pero debajo de la superficie se escondía algo más complicado.

La pequeña iglesia de piedra estaba abarrotada de fieles. Las familias, todas peripuestas y almidonadas con sus mejores galas de domingo, no cabían en la iglesia y se extendían por las escaleras que llevaban a las puertas de madera abiertas de la fachada. La muerte prematura del comisario era buena para el negocio.

Un órgano silbó «Closer My God to Thee» y las familias mestizas se pusieron de pie para entonar el último cántico. Unas gemelas con idénticos vestidos de lunares se soltaron de los brazos de su rolliza madre y salieron corriendo al jardín. Se tiraron junto a un macizo de flores y se asomaron entre las hojas de las plantas donde Harry, el viejo soldado, estaba acurrucado alrededor del tallo de un arbusto de margaritas, profundamente dormido.

Emmanuel se apoyó en el muro que separaba la iglesia de la calle y observó salir a los asistentes al culto dominical.

Estaban presentes todos los colores, desde el de la leche fresca hasta el del azúcar quemado. En aquel jardín había pruebas directas suficientes para refutar la idea de que mezclar la sangre era antinatural. Había mucha gente que se las arreglaba perfectamente para hacerlo.

Un grupo de matronas de anchas caderas con vestidos de flores y sombreros de domingo empezaron a llevar ollas de comida a una mesa montada a la sombra de un gran eucalipto. Los hombres, con trajes oscuros y zapatos relucientes, pululaban alrededor a la espera de la señal para lanzarse sobre la comida.

Al pie de las escaleras, Tiny y Theo estaban acompañados de dos respetables mujeres mestizas. Emmanuel necesitaba a alguien que le introdujera en la comunidad y le presentara. Un blanco parado en una esquina en una reunión de mestizos tenía un tufo desagradable. También tenía que enseñar a los del Departamento de Seguridad algo que los convenciera de que se estaba aplicando en la investigación de la historia del pervertido, ahora que los expedientes policiales de la comisaría no habían arrojado ningún resultado.

—Tiny —dijo tendiéndole la mano para saludar, consciente de los murmullos de la gente a su alrededor.

—Oficial —contestó Tiny. El hombre mestizo iba impoluto. No quedaba ni rastro de los excesos de la noche anterior—. Qué sorpresa. ¿Qué puedo hacer por usted?

El dueño de la licorería estaba incómodo; su apretón de manos fue un rápido roce con los dedos. La multitud empezó a disiparse cuando la gente retrocedió para evaluar la situación.

—Perdona que te moleste en domingo, Tiny. Necesito volver a interrogar a todas las mujeres que presentaron denuncias en relación con el mirón —se quitó el sombrero con un gesto amistoso—. Esperaba que pudieras echarme una mano.

—Eh… —vaciló Tiny. No parecía apropiado hablar de un degenerado en una comida de domingo con todas las familias decentes allí reunidas.

—No voy a hablar con ellas ahora —le tranquilizó Emmanuel—. Solamente necesito una lista de nombres, nada más.

—Pues…

—Fueron cuatro —intervino sin vacilar la mujer bien enfajada que estaba al lado de Tiny. Tenía la piel clara y dos manchas de colorete en lo alto de los pómulos—. Tottie y Davida, que trabajan para el viejo judío. Della, la hija del pastor, y Mary, la hermana pequeña de Anton.

—Oficial, ésta es mi mujer, Bettina —dijo Tiny, haciendo lo que tocaba—. Y ésta de aquí es mi hija Vera.

Mientras Tiny y Theo se entretenían con las putas hasta tarde, las mujeres de la familia estaban a salvo en casa, atareadas con el peine caliente. La madre y la hija iban bien arregladas, con la ropa planchada y el pelo en una cortina sin vida que les caía hasta los hombros. En el cuero cabelludo se veían las marcas de las quemaduras, ahora de un color rojo pálido: heridas de guerra recibidas en la batalla contra los rizos.

—¿Siguen todas en el pueblo? —preguntó Emmanuel.

—Tottie está allí, junto a las escaleras…

Un enjambre de pretendientes rodeaba al tarro de miel que era Tottie. Llevaba un vestido entallado verde y blanco con un escote lo suficientemente bajo para despertar pensamientos muy poco cristianos. Aquella chica era como un helado en un día de calor.

—Della está allí, al lado de su padre.

La hija de Tiny, Vera, señaló a una joven alta y delgada con unos pechos tan grandes que a un gigante le habría costado sujetarlos con la mano. La hija del pastor tenía una cara vulgar pero escondía un motor trucado debajo del capó.

—Davida vive con la abuela Mariah, pero hoy está con su madre en la finca del señor King, y Mary está ahí, ayudando a servir la comida.

La señora Hanson señaló a una adolescente del tamaño de un duendecillo que estaba atareada en un estrecho hueco entre dos corpulentas matronas. Mary estaba a medio camino entre la infancia y la edad adulta.

Las mujeres eran diferentes entre sí y cada una tenía unos rasgos propios que la distinguían dentro del montón. Estaba Tottie, una auténtica belleza provocadora de sueños húmedos; Della, la hija bien dotada del pastor, y Mary, la niña-mujer diminuta. Quedaba Davida, cuyo único rasgo diferenciador, hasta donde sabía Emmanuel, era el hecho de que no tenía nada que llamara la atención. Había que acercarse a ella para ver algo interesante.

Ahora que tenía los nombres de las mujeres, era el momento de averiguar algo más sobre la historia del incendio del taller. Anton, el mecánico, no estaba entre la concurrencia.

—¿No viene Anton a la iglesia? —preguntó Emmanuel.

—Aquí todos vamos a la iglesia, oficial —dijo la mujer de Tiny con mojigatería—. Éste es un pueblo decente, no como Durban y Jo’burgo.

Las casquivanas mujeres de la licorería estaban desaparecidas en combate.

—Alcohol, dagga, mujeres de vida alegre y costumbres relajadas —Emmanuel dirigió una expresiva mirada a Theo durante unos instantes—. Me alegro de que en Jacob’s Rest no tengan esa clase de cosas, señora Hanson.

—¿Quiere ver a Anton, oficial? —preguntó Theo, ansioso por cambiar de tema—. Está en la iglesia. Venga conmigo, le acompaño.

—Gracias por su ayuda.

Emmanuel se despidió de las dos puritanas mujeres levantándose el sombrero y siguió a Theo entre la muchedumbre hasta el interior de la iglesia. Anton estaba dentro, amontonando los himnarios. Las vidrieras proyectaban un puzle de colores sobre el suelo de piedra.

El mecánico levantó la vista.

—¿Le tienen trabajando los domingos, oficial?

—Todos los días hasta que se cierre el caso.

—¿Qué tal va?

—Despacio —contestó Emmanuel, que esperó a que Theo saliera de la iglesia—. Necesito información sobre el comisario y su familia.

Anton recogió los libros del último banco.

—No creo que pueda serle de gran ayuda. Los holandeses se ocupan de sus asuntos, los negros se ocupan de los suyos, y lo mismo nosotros.

—¿Y el incendio? ¿Cómo acordaste la indemnización con el comisario?

Hubo una pausa mientras el mestizo desgarbado colocaba la pila de libros junto al púlpito.

—¿Cómo sabe eso? —preguntó.

—Tengo las orejas muy grandes —dijo Emmanuel—. Cuéntame lo del incendio.

Anton negó con la cabeza.

—No quiero tener a los Pretorius en contra. Ahora que no está el comisario para controlarlos, podría pasar cualquier cosa.

—¿Sabe King lo del incendio?

—Es uno de mis inversores —contestó Anton—. Lo sabe todo.

—Bien. Si hace falta, les diré a los Pretorius que fue King el que lo contó. Con él no se van a meter, es demasiado grande para ellos, ¿no?

—Sí —asintió el mecánico, que cogió un trapo de un armario y empezó a limpiar enérgicamente el atril de madera. Siguió con su tarea en silencio durante un minuto. Emmanuel dejó que le contara la historia cuando estuviera preparado.

—Yo antes trabajaba en el taller Pretorius —dijo Anton—. Cinco años. El trabajo no estaba mal, pero Erich tiene mucho genio, siempre está encendido por una cosa o por otra. Un día, Dlamini, un nativo que tiene tres autobuses, me llamó para que hiciera un trabajo en el poblado negro, así que, no sé, se me ocurrió que podría montármelo por mi cuenta.

Emmanuel asintió. Ya veía por dónde iban los tiros.

—Hablé con unas cuantas personas. King, el viejo judío y la abuela Mariah pusieron el dinero inicial y todo empezó a marchar. Las cosas fueron bien durante un tiempo. El taller Pretorius se quedaba con los encargos de los blancos y de los turistas que estaban en el pueblo de paso —Anton pasó el trapo del polvo por los bancos de madera—. Yo me quedaba con los encargos de los negros y los mestizos. Era un reparto justo, teniendo en cuenta que son los holandeses quienes tienen casi todos los coches.

—¿Qué pasó?

—El sobrino de King estaba de visita y necesitaba cambiarle las bujías a su descapotable. Me trajo el coche a mí y eso fue lo que desencadenó todo.

—¿Un deportivo rojo con la tapicería de cuero blanco? —preguntó Emmanuel.

—El mismo —contestó Anton—. Claro, imagínese el alboroto que se montó en un pueblo de este tamaño. Un auténtico Jaguar XK120. Todo el mundo, blancos, negros y mestizos, se apelotonó en mi taller para echar un vistazo. Yo mismo estaba emocionado. A uno no le traen un coche como ése todos los días.

—Y se te olvidó.

—Exacto —respondió el mecánico mestizo con una sonrisa forzada—. Se me olvidó que era el coche de un blanco y que era territorio prohibido. No lo pensé hasta que el viejo judío vino aporreando la puerta de mi casa esa noche.

—¿Qué tiene que ver él?

—Él lo vio todo —dijo Anton—. Vio a Erich echar la gasolina, encender la cerilla e irse. Fue Zweigman el que fue a la comisaría a la mañana siguiente para presentar una declaración como testigo. No había forma de convencerle de que no lo hiciera, ni siquiera su mujer lo consiguió.

Para ser un hombre que estaba intentando ocultarse en un pueblo pequeño, Zweigman se las arreglaba para llamar bastante la atención.

—¿Intentaste convencerle tú de que no presentara la declaración?

—Tenía miedo de que a continuación prendieran fuego a mi casa con bombas incendiarias —dijo el mecánico—. Yo quería que King se encargara de manejar el asunto.

—¿Y lo hizo?

—No fue necesario. El propio comisario Pretorius vino a verme por la mañana y me dijo que Erich correría con los gastos de reconstruir el taller y reponer el material que había perdido.

—¿A cambio de qué?, ¿de que hicieras que Zweigman retirara la declaración?

El mecánico se sonrojó.

—No se puede vivir aquí teniendo a los Pretorius en contra, oficial. Le pedí al viejo judío que retirara la declaración, tal como había pedido el comisario. No le hizo gracia, pero la retiró.

—¿Cuánto hace de esto?

—Cuatro meses.

—¿Te pagó Erich todo el dinero en metálico?

¿De dónde iba a sacar tanto dinero alguien que no fuera King?

—La mitad por adelantado, el resto tendría que pagarlo la semana que viene.

—¿Cuánto? —preguntó Emmanuel.

—Aún me debe ciento cincuenta libras —Anton hizo una bola con el trapo y la tiró a un rincón mientras chasqueaba la lengua con fuerza—. No espero ver un penique ahora que ha muerto el comisario. No hay papeles ni nada que demuestre que Erich me deba nada.

—Ha acabado sin antecedentes penales que le relacionen con el incendio y sin deuda —dijo Emmanuel. El irascible Erich se había convertido en una persona de interés para la investigación—. ¿Cómo se tomó Erich lo de tener que pagar el dinero?

—Estaba enfadadísimo —dijo Anton sentándose en uno de los bancos que había limpiado—. Marcus, el viejo mecánico que trabaja en el taller, dijo que el comisario y Erich tuvieron una buena bronca por eso. Erich pensaba que su padre se estaba poniendo de parte de los nativos en lugar de apoyar a la familia.

Aquel detalle no sorprendió a Emmanuel. Los hermanos Pretorius eran los príncipes de Jacob’s Rest y daban por sentado que contaban con la protección de su padre. Erich debía de haberse quedado atónito al descubrir que había pasado de ser un afrikáner privilegiado a ser un delincuente.

—¿Por qué crees que el comisario hizo pagar a Erich?

—Por el viejo judío —dijo Anton—. Estaba completamente seguro de que había visto a Erich provocar el incendio y estaba dispuesto a jurarlo ante un tribunal. Dijo que lo juraría incluso sobre el Nuevo Testamento. Tuve que estar una hora suplicándole para que fuera a la comisaría y retirara la declaración.

—El comisario tenía la sensatez suficiente para darse cuenta de que pagar el dinero era la mejor opción. No era conveniente que el nieto de Frikkie van Brandenburg fuera recluido en una prisión con los desechos de la civilización europea, aunque fuera probable que un jurado cuidadosamente seleccionado e integrado por blancos resolviera a favor de Erich, el afrikáner de pura raza, antes que de un judío. Por lo visto, el comisario Pretorius era experto en mantener las cosas en la intimidad y fuera de la vista del público.

—¿Cuándo tendría que hacerte el siguiente pago? —preguntó Emmanuel.

—Este martes.

—¿Vas a pedírselo?

Anton se levantó.

—¿Usted cree que un mestizo puede llegar a la casa de un holandés y reclamar su dinero? ¿De verdad lo cree, oficial?

Emmanuel miró al suelo, avergonzado ante la emoción descarnada de la voz de Anton. El mecánico no tenía ninguna esperanza de recibir el dinero a menos que un blanco, uno con más poder que Erich Pretorius, se encargara de pedirlo. Tanto Emmanuel como Anton sabían cómo funcionaban las cosas.

La puerta de la iglesia se abrió unos centímetros y Mary, la niña-mujer, se asomó al interior.

—¿Anton?

Sus labios se cerraron de golpe y se quedó quieta como una gacela sorprendida en el foco de atención de un cazador.

—¿Qué pasa? —preguntó Anton.

—El arroz al curry de la abuela Mariah… —dijo antes de retirar la cabeza y desaparecer.

Anton esbozó una sonrisa forzada.

—Ésa es mi hermana Mary. Creo que quería decir que se va a acabar el arroz al curry de la abuela Mariah. Es un plato popular en los picnics de los domingos.

—¿Tu hermana fue una de las víctimas en el caso de los abusos?

Ja —contestó el mecánico mientras frotaba el borde de un banco con el dedo—. Por eso es como la ve ahora. Tiene miedo de los hombres a los que no conoce.

—¿Quién la interrogó?

—Primero el subcomisario Uys, después el comisario Pretorius.

Emmanuel salió al pasillo y se dirigió a la puerta principal.

—¿La interrogaron en la comisaría o en casa? —preguntó.

—En los dos sitios —contestó Anton mientras le seguía—. ¿Por qué? ¿Se está volviendo a investigar el caso?

—Lo estoy investigando yo —dijo Emmanuel.

—Bien —esta vez la sonrisa del mecánico fue genuina—. Nunca acabamos de entender que las denuncias no llevaran a nada.

—Hay algo en el caso que yo tampoco acabo de entender —dijo Emmanuel, pensando en la falta de expedientes policiales y en la actitud desdeñosa de Paul Pretorius hacia la idea de que algún miembro de su raza escogida pudiera haber cruzado la frontera racial en busca de un poco de emoción.

Anton abrió la puerta y dejó salir delante a Emmanuel. Fuera, el picnic estaba en pleno apogeo. En el aire se respiraba el olor del mealie bread y el curry. Casi todas las familias estaban sentadas en la hierba con platos de comida desplegados ante sí o de pie en la franja de sombra que daban los eucaliptos. En la larga mesa, las matronas habían empezado a servirse a sí mismas de las ensaladeras casi vacías.

—¿Crees que habrá quedado algo de arroz de la abuela Mariah? —preguntó Emmanuel. No se le había borrado de la mente el gesto de impotencia de la cara de Anton al hablar del dinero.

—Espero que sí —dijo Anton, y señalando con la mano la mesa de servir, preguntó—: ¿Le apetece un plato de comida, oficial? No se sienta obligado. Seguro que la iglesia holandesa tiene su propio picnic, pero, no sé…, he pensado que a lo mejor.

—Tomaré un plato —contestó Emmanuel. Comer con Hansie y los hermanos Pretorius iba a ser tan divertido como aquella vez que el médico de campaña le había sacado una bala del hombro con un cortaplumas. Por otro lado, la insistencia del Departamento de Seguridad en que investigara el caso de los abusos significaba que iba a pasar mucho tiempo entrando y saliendo de las casas de los mestizos. Aquélla era una buena ocasión para que le vieran y se acostumbraran a su presencia.

—La muchedumbre se quedó quieta cuando Anton y Emmanuel se aproximaron a la mesa de la comida. Una madre dio un cachete en la mano a su hija para que se callara y la congregación observó a Emmanuel con recelo mientras avanzaba.

Emmanuel mantuvo una postura relajada. Un policía blanco de la ciudad nunca sería la persona más popular en una reunión de domingo de un grupo de gente de color. Anton le dio un plato esmaltado con el borde azul. Emmanuel fue avanzando por la mesa y, al estilo de los comedores del ejército, recibió de las matronas cucharadas colmadas de ensalada de patata, pollo asado, lentejas y espinacas. Todas las mujeres mantuvieron la atención fija en las fuentes de servir.

La última matrona le miró directamente a la cara. Emmanuel inclinó la cabeza para saludar a la mujer, cuyos ojos verde claro brillaban como faros en su rostro moreno. Su ondulado pelo cano, que llevaba recogido en un moño despeinado, no había tenido contacto con el peine caliente.

—¿Está investigando a uno de los nuestros por el asesinato del comisario, oficial?

En la actitud de la matrona no hubo ninguna muestra de deferencia ante el hecho de que se trataba de una mujer mestiza hablando con un hombre blanco en una posición de poder. Se hizo el silencio en todo el recinto de la iglesia.

Sin dejar de mirarla a los ojos, Emmanuel sonrió.

—Vengo por el arroz al curry de la abuela Mariah —contestó—. ¿Ha quedado algo?

—Mmm… —Metió la mano debajo de la mesa y sacó una olla plateada—. Tiene suerte de que le hayamos guardado un poco a Anton.

La imponente anciana repartió el arroz entre los dos platos y la gente empezó a hablar de nuevo.

—Gracias —dijo Emmanuel antes de darse la vuelta y mirar hacia los asistentes al picnic.

—Mejor vamos a comer allí —dijo Anton. Se dirigieron hacia una cancela roja y apoyaron los platos en un muro de piedra. Era lo más lejos que podían estar del resto de la gente sin salir del recinto de la iglesia.

Emmanuel señaló a la matrona de piel morena, que estaba atareada recogiendo la mesa de servir.

—¿Quién es la mujer de los ojos de gato?

—La abuela Mariah —dijo Anton riéndose—. Casi consigue que sonría con el comentario del arroz. Habría sido un acontecimiento histórico.

—¿Por qué?

—Bueno… —El mestizo llenó su tenedor de arroz amarillo—. La abuela no les tiene mucho aprecio a los hombres. Da igual el color, para ella somos todos una panda de idiotas.

—Ésa es la impresión que me ha dado —dijo Emmanuel mientras atacaba la comida. Comieron en silencio hasta que los platos estuvieron medio vacíos.

Anton se limpió la boca.

—Si quiere saber de verdad lo que pasa por aquí, es con la abuela Mariah con quien tiene que hablar. Lo sabe todo. Ésa es otra razón por la que los hombres mantienen la boca cerrada delante de ella.

Emmanuel recordó las travesuras nocturnas de Tiny y Theo.

—¿Sabe algo comprometedor sobre ti? —preguntó.

—Sólo lo normal —el empaste de oro del incisivo de Anton emitió un destello brillante cuando sonrió—. Nada que vaya a escandalizar a un exsoldado o a un oficial encargado de investigar un asesinato.

—No sé —dijo Emmanuel—, ¿qué se considera normal en Jacob’s Rest?

—No pienso confesar mis pecados a la policía. No se ofenda, oficial.

—Muy sensato por tu parte —contestó Emmanuel.

Harry, el veterano de la Primera Guerra Mundial, salió arrastrándose de debajo del arbusto de margaritas y cogió el plato de comida que le habían dejado. Empezó a meterse puñados de arroz en la boca, casi sin masticarlo.

—Harry come cada dos o tres días —dijo Anton—. Entremedias no prueba bocado. Nadie sabe por qué.

—Está en las trincheras, pensó Emmanuel, pasando hambre hasta que la línea de abastecimiento mande la siguiente ración. El cuerpo de Harry había vuelto a Sudáfrica, pero parte de su mente seguía metida hasta las rodillas en el barro de Europa. Emmanuel lo entendía.

—¿Hay alguien aquí que trabaje en la oficina de correos? —le preguntó a Anton mientras Harry dejaba el plato limpio con cuatro rápidos lametazos.

—La señorita Byrd —dijo el mecánico señalando las escaleras de la iglesia—. Es la del sombrero.

Varias de las mujeres de las escaleras llevaban sombrero, pero Emmanuel reconoció fácilmente a la señorita Byrd. El sombrero al que se refería Anton estaba diseñado para atraer todas las miradas hacia sus espléndidas capas de fieltro morado y plumas levantadas. Con su tocado de domingo, la señorita Byrd había pasado de ser un gorrión a convertirse en un orgulloso pavo real.

—¿Qué hace en la oficina de correos?

—Clasifica las cartas —dijo Anton—. También atiende en el mostrador de la gente de color, ahora que los blancos tienen su propia ventanilla.

Emmanuel se terminó la comida y se limpió la boca y las manos con su pañuelo. La señorita Byrd era perfecta para lo que necesitaba.

—Me gustaría que me la presentaras —le dijo a Anton.

El pueblo estaba sumido en un sopor de tarde de domingo. Todas las tiendas estaban cerradas y las calles se habían vaciado de transeúntes. Un perro callejero pasó cojeando por la calle Piet Retief y se metió por un camino kaffir que bordeaba la parcela del almacén de material agrícola Pretorius. Las pisadas de Emmanuel sonaban con fuerza sobre la acera. Se asomó a la zapatería Kloppers. Las resistentes botas de granjero y los zapatos de colegial sin punta se amontonaban alrededor de unas sandalias rojas de tacón de aguja, con piedras de estrás pegadas a los tacones. Las sandalias estaban en el centro del escaparate, como un corazón reluciente. El pedido de los zapatos rojos debía de haberse hecho en un momento en el que las escenas imaginarias de bailes y champán no dejaban ver la polvorienta realidad de la vida en Jacob’s Rest.

El Chevrolet del Departamento de Seguridad estaba aparcado delante de la comisaría con las puertas cerradas con llave y las ventanillas subidas. En el porche había un hombre sentado con la cara afilada y las patillas recortadas, mirando hacia la desierta calle principal. Llevaba la corbata aflojada y las mangas de la camisa remangadas por encima de los codos, lo que dejaba a la vista franjas de piel quemada por el sol. El subcomisario Uys había vuelto de sus vacaciones en Mozambique.

—¿Subcomisario Uys? —dijo Emmanuel tendiéndole la mano—. Soy el oficial Emmanuel Cooper, de la policía judicial de Marshal Square.

—Subcomisario Sarel Uys.

El subcomisario se levantó para las presentaciones formales y Emmanuel sintió cómo unos dedos musculosos le apretujaban la mano durante un instante. Sarel Uys apenas superaba la estatura mínima requerida para entrar en la policía, lo que explicaba la «demostración de fuerza» del apretón de manos.

—¿Ya se ha enterado? —preguntó Emmanuel.

—Hace una media hora —dijo el subcomisario mientras volvía a desplomarse sobre su silla—. Sus amigos me han dado la noticia.

Emmanuel no hizo caso a la referencia al Departamento de Seguridad. En la cara de Sarel, desde las comisuras de los labios hasta la mandíbula, se dibujaban profundas arrugas de descontento.

—¿Conocía usted bien al comisario, subcomisario? —preguntó.

Sarel dejó escapar un gruñido.

—El único que conocía al comisario era ese nativo.

—¿El agente Shabalala?

—Ése —Sarel tenía cara de haberse comido un cajón entero de limones para desayunar—. Él y el comisario estaban muy unidos.

Metido entre las dos gigantescas figuras del comisario Pretorius y el agente Shabalala, el pequeño y fibroso subcomisario era el número tres en la comisaría de Jacob’s Rest. Ese hecho parecía dolerle más que el asesinato del comisario.

—¿Lleva mucho tiempo destinado aquí? —preguntó Emmanuel, que siguió adelante con la recopilación informal de datos.

—Dos años. Antes estaba en Scarborough.

—Menudo cambio —dijo Emmanuel. Scarborough era un destino de primera. Los policías luchaban mucho para conseguir que los mandaran a aquel enclave blanco y rico, y después, si eran lo bastante listos, se buscaban unos cuantos amigos influyentes para asegurarse de no abandonar Scarborough más que para jubilarse e irse a vivir a algún lugar soleado. Un traslado a Jacob’s Rest olía a exilio involuntario. Encargaría a alguien de la jefatura de policía del distrito que investigara los trapos sucios del traslado del subcomisario Uys al corral del ganado.

—Por eso voy de vacaciones a Mozambique o a Durban —dijo—. Me gusta más el mar que el campo.

Sarel Uys sonrió y dejó ver una fila de dientes del tamaño de granos secos de maíz baby. Todo en aquel hombre era pequeño y firme.

—Casi toda la gente del pueblo va a Mozambique un par de veces al año, ¿no?

—Todos menos los nativos —dijo Sarel—. A ésos no les gusta el agua.

La aversión de los negros al agua era una creencia trasnochada que perdía su validez en cuanto los blancos necesitaban que les lavaran la ropa o les regaran el jardín.

—¿Iba mucho el comisario Pretorius? —preguntó Emmanuel.

—Un par de veces al año.

—¿Solo o con la familia?

Al subcomisario le entró la curiosidad de repente.

—¿Cree que ha podido ser alguien de allí?

—Quizá. ¿Sabe si el comisario Pretorius iba alguna vez a Lorenzo Márquez por trabajo?

—Pregúntele al nativo —le espetó el subcomisario—. Se lo dirá si le pilla con ganas.

—Usted lleva aquí dos años —continuó Emmanuel. Empezaba a ser difícil mantener un tono amigable con aquel hombre—. Seguro que llegó a conocer un poco al comisario Pretorius, ¿no?

—Este asesinato es típico del comisario —dijo Sarel sacudiendo la cabeza con un gesto de incredulidad—. De verdad, es típico de la forma en que me trataba.

A Emmanuel le costó seguir el razonamiento.

—¿A qué se refiere?

—Se las arregló para que le mataran mientras yo estaba de vacaciones para que yo no pudiera encontrar el cadáver ni llamar a la policía judicial. Mi única oportunidad de volver a Scarborough y él se encarga de que no esté aquí para aprovecharla.

—El comisario Pretorius no planeó que le asesinaran —dijo Emmanuel.

—Él sabía todo lo que pasaba en este pueblo. Tenía que saber que estaba en peligro. Yo podría haberle ayudado si me hubiera contado lo que pasaba.

Los dedos largos y delgados del subcomisario frotaron una zona desgastada del tejido de sus pantalones.

Quizá Sarel Uys necesitara unas vacaciones permanentes de la policía en lugar de seis días en Mozambique.

—Nunca me pidió ayuda —dijo Uys con la mirada fija en la tranquila calle—. Yo podría haber sido su mano derecha si me hubiera dado la oportunidad.

El tono resentido había dado paso al anhelo. Uys aún estaba en el patio del colegio y no había superado el deseo de ser amigo del alumno más atlético y popular. El comisario le había negado el pequeño placer de vivir en el reflejo de su gloria.

—Me han dicho que usted ayudó al comisario en muchos casos. Los dos investigaron el caso de los abusos, ¿no?

—Ah, eso —dijo el pequeño hombre con desdén—. Atrapando a un hombre que se propasa con mujeres mestizas no se llama la atención de los de arriba, se lo aseguro.

Emmanuel apoyó el hombro en la pared y pensó en Tiny y Theo en el veld con un arma cargada y los dedos inquietos. Iban a tomarse la justicia por su mano porque a la justicia le importaba un comino lo que les pasara a sus mujeres.

—Al comisario Pretorius no le interesaba ascender —continuó Sarel—. Él estaba contento aquí, con «su gente», como la llamaba él. No tenía ninguna intención de subir de rango. No era como yo.

Emmanuel dudaba que el subcomisario Uys fuera a ir a ningún lado más que hacia un lateral y, finalmente, fuera del cuerpo de policía. Pasaría sus últimos días calentando un taburete de bar y quejándose de las oportunidades que había perdido.

—¿Duró mucho tiempo la investigación? —preguntó Emmanuel.

—Unos dos meses o así. A veces no pasaba una semana sin que me viniera alguna mestiza quejándose de que la habían seguido o toqueteado.

Emmanuel pensó en Mary, la niña-mujer, desapareciendo a toda velocidad de la puerta de la iglesia como una gacela saltarina asustada. ¿Quién le había metido el miedo a los hombres en el cuerpo, el mirón o el subcomisario Uys?

—¿Archivó usted todas las declaraciones?

—Sí, en una carpeta grande y gorda. En la S de sin resolver —dijo Sarel con satisfacción.

La carpeta no estaba en la S ni en ninguna otra letra. No es que «no hubiera» expediente, es que alguien lo había cogido. Sarel no tenía ni idea de que la carpeta no estaba, pero, incluso si se hubiera dado cuenta, lo habría dejado pasar: uno no cosechaba laureles buscando un expediente relacionado con un problema que no afectaba a los blancos. Las prácticas tradicionales se iban a recrudecer con las nuevas leyes. Los casos que no concernían a los blancos ya eran los últimos del montón. Por eso el Departamento de Seguridad estaba encantado de endilgarle a él el caso de los abusos. Sólo los policías de baja categoría con mucho tiempo y poco cerebro se ensuciaban las manos resolviendo exclusivamente casos que afectaban a la población de color.

Emmanuel se apartó de la pared. ¿Por qué iba alguien a llevarse el expediente si no era porque contenía algo que convenía ocultar?

Dejó a Uys con sus amargas cavilaciones. Tenía que volver a inspeccionar el archivador; después pasaría al agente Shabalala y vería qué retazos de información conseguía sacar al policía negro.

Entró en el despacho de la entrada. Encima de la mesa de Hansie había una carpeta de cartulina con una esquina doblada. Era azul oscuro y distinta a las que había en el archivador de la comisaría. Tampoco era como ninguna que hubiera visto en la policía judicial de Marshal. Tenía una S de color amarillo pálido parecida a una serpiente dibujada a mano en la cubierta: era un expediente del Departamento de Seguridad. Emmanuel echó un vistazo a la entrada principal y a la puerta lateral que daba a las celdas. No podía cerrar con llave ninguna de las dos sin llamar la atención, así que actuó con rapidez.

Abrió el cierre de la carpeta. Dentro había una pila de documentos mimeografiados con la advertencia «Altamente confidencial» sellada en la parte superior con letras de color rojo fuerte. La palabra «comunistas» aparecía repetida en todas las hojas, encima de listas de nombres escritos cuidadosamente en dos columnas.

Había un panfleto con el optimista título «Un nuevo amanecer para Sudáfrica», sujeto con un clip a una desdibujada fotografía de graduación en blanco y negro. La cara de un joven negro con gafas de montura gruesa estaba rodeada con un círculo rojo. En la parte inferior de la foto aparecía el nombre de la universidad, Fort Bennington College.

Emmanuel conocía el centro por su reputación. Pertenecía a una misión anglicana y era famoso por sus resultados en la formación de la élite académica negra. De allí habían salido el primer abogado negro que había abierto un bufete propio, el primer médico negro que había dirigido un consultorio para negros, el primer dentista negro… En Fort Bennington College se formaba a los negros para que dirigieran el país, no para que solamente les llevaran los cubos a los blancos. Los afrikáners y los ingleses conservadores odiaban aquel sitio con todas sus fuerzas.

Alguien tosió en la zona de las celdas, lo que obligó a Emmanuel a cerrar el expediente y volver a echar el cierre. La carpeta era la prueba de que Piet y Dickie eran los perros de ataque de una poderosa fuerza política con una enorme capacidad para recopilar información. Con las manos temblorosas, volvió a poner la carpeta azul como estaba y se desplazó hacia el archivador, donde revisó los expedientes de la letra S sin encontrar nada.

La puerta que conducía a las celdas se abrió. Era Piet, que llevaba las mangas de la camisa remangadas y un cigarro colgando de un extremo de sus gruesos labios. El agente del Departamento de Seguridad abrió el cierre de la carpeta azul y metió un papel en medio.

—¿Te has divertido en la iglesia de los mestizos? —preguntó antes de dar una profunda calada a su cigarro.

—No mucho —contestó Emmanuel.

—Vaya —dijo Piet con una sonrisa burlona—. Van Niekerk se va a disgustar cuando se entere de que su chico número uno ha vuelto a casa con las manos vacías.

Piet lanzó al aire una sucesión de anillos de humo y a Emmanuel se le aceleró el corazón. El Departamento de Seguridad había encontrado algo. N’kosi Duma les había dado algo bueno. Piet apenas podía contener la alegría.

—¿Está por aquí el agente Shabalala? —preguntó Emmanuel. No iba a conseguir nada enfrentándose al Departamento de Seguridad con arrogancia. Tenía que esquivarlos y averiguar todo lo que pudiera utilizando otras fuentes.

—Fuera, en la parte de atrás —dijo Piet—. Puedes pasar por ahí, pero rápido.

Emmanuel atravesó la comisaría en dirección al patio y vio a Dickie de pie junto a la puerta abierta de una celda. Un hombre negro demacrado, que supuso sería Duma, estaba encogido contra los duros barrotes de metal, muerto de miedo.

—Tranquilo… —le dijo Dickie al aterrorizado minero con un tono que sonó como una parodia grotesca de preocupación maternal—. Seguro que tus camaradas entenderán por qué lo has hecho.

—Dickie —dijo Piet, incitando a su compañero a que moviera su cuerpo tamaño tanque hacia el interior de la celda. El hombre negro se estremeció y se puso los brazos sobre la cabeza para protegerse. Los delgados brazos de Duma tenían oscuros moratones y del fondo de la garganta del aterrorizado hombre salió un débil gemido animal. El Departamento de Seguridad siempre conseguía lo que quería, de una forma u otra.

—Sigue andando —ordenó Piet—. Tus asuntos están fuera.

Sobre la pequeña mesa que había junto a la puerta trasera descansaban dos tazas de humeante té. Emmanuel salió y encontró a Shabalala sentado ante una pequeña hoguera que ardía en la lumbre al aire libre. Piet cerró la puerta de golpe.

—Oficial —dijo Shabalala, levantándose para saludarle.

Emmanuel le estrechó la mano al policía negro y los dos se sentaron.

—¿Qué ha pasado ahí dentro? —preguntó Emmanuel en zulú.

—Yo he estado fuera —contestó Shabalala.

—¿Qué crees que ha pasado? —dijo Emmanuel, presionándole un poco más. A diferencia de Sarel Uys y Hansie Hepple, el agente negro tenía verdaderas aptitudes para los aspectos más sutiles del trabajo policial. Shabalala necesitaba estar seguro de que nada de lo que dijera podría ser utilizado más tarde en su contra por el Departamento de Seguridad.

El policía negro echó un vistazo a la puerta para asegurarse de que seguía cerrada.

—Los dos hombres quieren saber si Duma ha visto un papel con cosas… —hizo una pausa para recordar la palabra, con la que no estaba familiarizado— comunistas escritas mientras trabajaba en las minas.

—¿Han conseguido una respuesta?

—Esos dos no han conseguido una respuesta de Duma —dijo Shabalala con un pequeño dejo de desprecio—. Ha sido el shambok el que ha conseguido la respuesta.

Emmanuel tomó aliento y fijó la vista en el fuego. El uso generoso de la fusta de cuero crudo, el shambok, explicaba claramente los moratones de los brazos del minero. Los interrogatorios severos eran una de las cosas que hacían «especial» al Departamento de Seguridad.

—¿Qué ha dicho Duma?

—No lo he oído —dijo Shabalala—. No podía seguir escuchando.

Esta vez Emmanuel no le presionó. El sonido de un hombre siendo destrozado en un interrogatorio bastaba para revolver el estómago a la persona más fuerte del mundo. Shabalala se había ido y Emmanuel no podía reprochárselo.

—¿Han averiguado algo sobre el asesinato del comisario?

—No —contestó Shabalala—. Sólo querían saber lo del papel.

Si se demostraba que había una relación, por débil que fuera, entre un comunista y el asesinato de un comisario de policía afrikáner, Piet y Dickie iban a ir de cabeza a Pretoria y a una entrevista personal con el primer ministro de la Unión. Después del apretón de manos presidencial, los ascenderían por la vía rápida y les darían un shambok todavía más grande para empuñar.

Parecía que el Departamento de Seguridad estaba en mitad de una investigación que se relacionaba de alguna forma con el asesinato del comisario Pretorius. Piet Lapping no tenía un pelo de tonto. Estaba en Jacob’s Rest porque algo en su expediente confidencial le había traído al pueblo con la esperanza de atrapar a un auténtico revolucionario comunista.

—¿Todos los expedientes policiales de esta comisaría se guardan ahí dentro? —preguntó Emmanuel, apartándose de la oscura ciénaga de torturas y conspiraciones políticas que vadeaban Piet y Dickie para ganarse la vida. El Departamento de Seguridad podía seguir persiguiendo a agitadores comunistas. Él haría caso a su corazonada, que le decía que el asesinato estaba relacionado con alguno de los muchos secretos del comisario Pretorius.

—A veces el comisario se llevaba los expedientes a casa para leerlos —dijo Shabalala—. Lo hizo muchas veces.

—¿Tenía un despacho en casa? —preguntó Emmanuel. ¿Cómo no se le había ocurrido cuando había estado en la casa?

—No hay despacho —contestó el agente negro—, pero hay una habitación en la casa en la que el comisario Pretorius pasaba mucho tiempo.

—¿Qué tendrá que hacer una persona para entrar en esa habitación? —se preguntó Emmanuel en voz alta.

—Lo primero, preguntar a la señora. Si ella dice que sí, entonces la persona puede entrar en la habitación y ver las cosas por sí misma.

—¿Y si la señora dice que no?

El hombre negro vaciló y después dijo muy claramente:

—La persona tiene que decírmelo a mí para que yo consiga la llave de la anciana que trabaja en la casa. Ella le abrirá la habitación a la persona.

Emmanuel expulsó aire lentamente.

—Le preguntaré a la señora —dijo, sin añadir nada más.

Se quedaron sentados uno al lado del otro y observaron las llamas en silencio. El vínculo, aunque frágil, se mantenía. Los del Departamento de Seguridad tenían un expediente lleno de enemigos del Estado, pero él les llevaba ventaja en la vida secreta del comisario.

La puerta trasera de la comisaría se abrió y Piet salió al patio con su té. Sus ojos como guijarros tenían un brillo anormal, como si se hubiera tragado el brebaje de una bruja y hubiera descubierto que lo que mataba a otros hombres a él le daba fuerzas.

—Hemos acabado —dijo dirigiéndose directamente a Shabalala—. Puedes llevarle otra vez al poblado, pero asegúrate de que no se mueve de allí hasta que termine nuestra investigación. ¿Entendido?

—Sí, subinspector.

Shabalala se encaminó rápidamente hacia la puerta. Al llegar a la altura de Piet, el agente del Departamento de Seguridad alargó la mano y le dio una palmadita en el brazo.

—Buen té —le dijo con una gran sonrisa—. Tu madre te enseñó bien, ¿eh?

Dankie —contestó Shabalala en afrikáans antes de meterse en la comisaría sin mirarle.

A Emmanuel le asombró la capacidad de Piet para mezclar una tarde de torturas con inocentes comentarios jocosos. Daba igual que Shabalala y Duma se conocieran e incluso pudieran ser parientes. Cuando Piet miraba al agente Samuel Shabalala desde su cara llena de marcas de acné, no veía a un individuo; veía un rostro negro listo para obedecer sus órdenes sin rechistar.

El subinspector del Departamento de Seguridad dio un sorbo a su té y recorrió con la mirada el patio polvoriento dando un suspiro.

—Me gusta el campo —anunció—. Hay mucha tranquilidad.

—¿Estás pensando en mudarte aquí? —dijo Emmanuel al tiempo que se dirigía a la puerta. No tenía ninguna gana de oír a Piet poniéndose poético y hablando de la belleza de la tierra.

—Todavía no —Piet no iba a permitir que nada estropeara su bucólica ensoñación—. Cuando todos los indeseables estén entre rejas y Sudáfrica esté a salvo, me iré a vivir a una pequeña granja con vistas a las montañas.

—Hogar, dulce hogar.

—Emmanuel abrió la puerta trasera y entró en la comisaría. El comisario Pretorius había hecho realidad ese sueño. Era un hombre blanco poderoso en una pequeña granja con vistas a las montañas. Había acabado con un tiro en la cabeza.

Woza. Levántate, Duma, te voy a llevar a casa —el agente Shabalala estaba intentando convencer al traumatizado hombre negro para que saliera de la celda. El minero herido seguía pegado a los barrotes con los brazos sobre la cabeza.

Shabalala extendió los brazos como un padre animando a un niño a dar sus primeros pasos.

Woza —repitió en voz baja—. Ven, te voy a llevar con tu madre.

Duma se levantó con dificultad y se estabilizó sujetándose a los barrotes de la celda para después dirigirse hacia la puerta cojeando penosamente. La pierna izquierda del minero era más de un centímetro más corta que la derecha y se torcía formando un ángulo extraño. Incluso antes del maltrato del Departamento de Seguridad, el aspecto de Duma debía de ser digno de lástima.

Emmanuel sintió un ramalazo de calor recorriéndole el pecho. No la descarga de adrenalina que acompañaba un avance en el caso y que conocía bien, sino una intensa llamarada de rabia. Al comisario le había disparado un hombre robusto con buena vista, una mano firme y dos pies plantados firmemente en el suelo. Duma no se acercaba siquiera al perfil del asesino.

Shabalala cogió al minero lisiado de la mano, le sacó de la celda y le condujo hacia la puerta trasera. La puerta principal y los despachos de la entrada eran sólo para los blancos. La rabia de Emmanuel se transformó en incomodidad al apartarse para dejar paso a los dos hombres negros. Shabalala y su carga se iban a pasar la hora siguiente arrastrándose por el veld hasta llegar al poblado, situado a ocho kilómetros al norte del pueblo.

—Quedaos en la puerta del hospital —dijo Emmanuel rápidamente antes de que le volviera la cordura y cambiara de opinión—. Os recojo allí.

—Allí estaremos —dijo Shabalala.

—Emmanuel atravesó el despacho y salió al porche, donde Dickie y Sarel estaban observando tres coches que pasaban en fila por la calle principal. El subcomisario, con su gesto avinagrado, parecía el muñeco de un ventrílocuo al lado de su corpulento acompañante.

—Es gente que vuelve a Sudáfrica de pasar el fin de semana en Mozambique —dijo Sarel Uys señalando los vehículos embotellados al estilo rural—. Van a darse prisa para intentar llegar a casa antes de que se haga de noche.

Dickie estaba disfrutando ruidosamente de su té. Al igual que su compañero con la cara llena de marcas, tenía el aspecto de un hombre con el viento a favor y el camino allanado. ¿Qué les habría dicho Duma? Le habían soltado, así que no pretendían culparle del asesinato del comisario. ¿Entonces? Podía intentar averiguarlo, pero Duma no estaba en condiciones de hablar con nadie. Por el momento, la relación entre un complot comunista y el asesinato del comisario Pretorius seguía siendo un misterio.

—¿Ha habido suerte con el pervertido? —le gritó Dickie con regocijo.

—Aún no —contestó Emmanuel, que giró en dirección a la pensión Protea, donde estaba aparcado el sedán Packard. Al diablo con la justicia. Encontraría al asesino antes que ellos; no para hacer justicia, sino para ver la cara de Dickie cuando le hiciera tragarse el resultado.

Duma iba tendido en el asiento trasero del Packard con los ojos en blanco. El único sonido que emitía era un débil gemido. Emmanuel aparcó el coche delante de la iglesia y echó una mirada a Shabalala, que estaba atendiendo al hombre trastornado.

—¿Cómo estaba antes de esta tarde? —le preguntó a Shabalala.

El agente negro se encogió de hombros.

—Ha estado mal desde que la piedra le aplastó la pierna. Ahora está peor.

—Un grupo de mujeres negras mayores se acercaron al coche. Se movían con miedo y cautela, sin saber qué esperar cuando se abrieron las puertas del vehículo. Se pararon en seco cuando Shabalala salió y se acercó a ellas. Tras intercambiar unos suaves murmullos en zulú, una mujer muy delgada con un vestido amarillo dio un grito y salió corriendo hacia el Packard. Emmanuel se quedó quieto mientras la mujer incorporaba al minero en el asiento trasero y prorrumpía en fuertes gemidos. El sonido fue un mar de lamentos.

Shabalala la apartó y sacó a Duma del coche. Las mujeres siguieron al policía negro, que llevó al lisiado en brazos hacia su casa por el estrecho camino de tierra.

Los gritos de la esquelética mujer llegaron hasta Emmanuel, que encendió el motor para tapar el ruido. Tras cinco años en el ejército y cuatro de rebuscar entre los restos de los muertos, el sonido del dolor de una mujer seguía encogiéndole el corazón.