5

La chapa de hierro ondulado había cedido y Emmanuel estaba dentro, agachado en la penumbra de la chabola. Donny Rooke estaba metido entre sus dos mujeres, con la cabeza hacia atrás, como una morsa protegiendo a su harén con sus estruendosos ronquidos. Emmanuel atravesó la habitación antes de que Donny abriera los ojos. Agarró al pelirrojo por el cuello y le levantó de la cochambrosa cama. Le llegó el olor de los cuerpos desaseados desde debajo de las mantas y oyó los gritos de las chicas mientras sacaba a Donny de la cama y le inmovilizaba contra la pared, desnudo.

—Me mentiste, Donny.

—¡Suéltale!

La mayor se lanzó al ataque. Emmanuel sintió el dolor de sus puñetazos en la espalda, seguido del ruido de los brazos y las piernas sacudiéndose en el aire. Shabalala había levantado del suelo a la muchacha enfurecida. Emmanuel siguió concentrado en Donny.

—Me mentiste —repitió con calma mientras reducía ligeramente la fuerza con la que tenía agarrado el cuello del pelirrojo—. ¿Por qué mentiste?

—Tenía miedo… —dijo Donny, respirando con dificultad.

—Ésa fue tu excusa para salir corriendo ayer. Vas a tener que contarme algo mucho mejor o yo sí que te voy a dar motivos para tener miedo, ¿te enteras, Donny?

Por favor…

—Eh, tú, inglés —era la hermana mayor—, dile al kaffir que me suelte. No puede tocarme. Va contra la ley.

Emmanuel sentó a Donny en una silla de un empujón y se volvió hacia la chica, que estaba sentada en el sofá desnuda. Shabalala estaba detrás de ella, con una mano apoyada firmemente sobre su cabeza y la mirada fija en el suelo. El toque paternal de la extraña escena quedaba reducido por la grotesca postura de las caderas de la joven, levantadas de tal forma que se veía perfectamente todo lo que tenía entre los muslos.

—Cierra las piernas —dijo Emmanuel, que recogió una fina sábana que se había caído al suelo y se la echó a la chica sobre el regazo antes de volverse de nuevo hacia Donny—. ¿Estás listo para contarme la verdad o necesitas que te ayude a recordarla?

—No —dijo Donny encogiéndose en la silla—. Ayer tenía demasiado miedo para contársela. Se lo juro por Dios.

—¿Por qué tenías miedo?

—Sabía que sonaría sospechoso. Que yo hubiera sido la última persona que vio al comisario Pretorius en el pueblo.

—¿En la licorería?

—No —contestó Donny con firmeza—. En el camino kaffir que va por detrás de las casas de los mestizos.

Emmanuel levantó una silla y la puso enfrente de Donny. La silla se inclinó hacia un lado y se quedó torcida, como todo lo demás en la vida de Donny Rooke. Cogió una camisa que había tirada en el suelo y se la dio al hombre desnudo.

—¿El miércoles? —preguntó Emmanuel.

Ja. Voy una vez a la semana a buscar provisiones. Ese día me retrasé y cuando llegué a la tienda de Tiny se estaba haciendo de noche —Donny se detuvo para ponerse la camisa sobre el cuerpo lleno de magulladuras. No se molestó en abrocharse los botones—. Cuando estaba recogiendo mis botellas, entró el comisario Pretorius y me escondí detrás del mostrador. No quería que me viera. Pensé que me iba a quitar las botellas.

—Sigue.

—El comisario se fue y yo me quedé allí. Pensé que era mejor darle tiempo para que recogiera sus lombrices y se fuera a pescar. Salí al camino kaffir. Se había puesto el sol, así que fui despacio. Tomé la curva y fui hacia el hospital, y entonces vi la furgoneta de la policía aparcada detrás de un árbol. Me escondí y esperé a que se fuera —Donny se cerró bien la camisa—. No estaba espiándole. Estaba esperando a que se fuera. Nada más. Lo juro.

—¿Y entonces?

—Oí unos pasos. Miré para arriba y estaba allí delante, apuntándome directamente con su linterna. Me dice: «¿Me estás espiando, Donny?». Y yo le digo: «No, comisario, yo nunca haría eso. Jamás». Se echó a reír y yo casi me meo encima. Había algo en él… —Donny tuvo que esforzarse para encontrar la palabra en su pobre vocabulario—. Algo como de piedra. No sé, algo duro. No levantó la voz, qué va. Entonces yo le dije: «Oiga, comisario…», y zas.

Donny giró la cabeza como si le hubieran dado una bofetada.

—Me pegó así y luego empezó a darme puñetazos. Me tiró al suelo con los golpes, y entonces me coge del pelo y me dice: «Esto no es más que una pequeña muestra de lo que te voy a dar como te vuelva a pillar espiándome». No le estaba espiando, pero le digo: «Sí, comisario». Después me levantó y me sacudió la tierra de la camisa, como si me hubiera caído al suelo yo solo. Y entonces coge mis botellas, me las da y me dice: «No te dejes esto, te va a hacer falta esta noche». Me temblaban las manos, estaba muerto de miedo. Le dije: «Gracias, comisario», y me fui cojeando lo más rápido que pude.

—¿A qué hora llegaste a casa?

—No lo sé —gimió Donny—. Me pegó como a un perro. Me dolía todo el cuerpo. No tengo ni idea de lo que tardé en volver del pueblo.

—¿Tienes un reloj?

—Está roto.

—¿Tienes un arma?

Ja, claro —dijo Donny señalando una repisa detrás del fregadero de la cocina. Emmanuel se levantó y cogió el rifle. Deslizó el cerrojo hacia atrás y no le sorprendió que la pieza entera cayera al suelo.

—¿Tienes más armas?

—No —contestó Donny, y señalando a la muchacha del sofá, añadió—: Ella tiene buena mano con los tirachinas…

Emmanuel volvió a poner el rifle en su sitio y se sentó en la silla inclinada. La imagen de Donny, sin más ropa que la camisa abierta, resultaba perturbadora. Se puso las palmas de las manos en los ojos mientras Donny empezaba a desaparecer rápidamente de la lista de sospechosos. El asesino era paciente y cuidadoso. El escenario del crimen estaba ordenado y bajo control. Donny Rooke era un desastre. Su cuerpo, su mente, su chabola: todo estaba en desorden. Era la clase de persona que dejaría al lado del cadáver una petaca con su nombre y su dirección grabados.

—Estabas enfadado con el comisario Pretorius por darte una paliza. Querías devolvérsela, vengarte —Emmanuel siguió por el mismo camino.

—Quería alejarme lo máximo posible de él. Había algo en él… —De nuevo le costaba encontrar las palabras—, algo que no estaba bien. Algo diferente.

—¿Le seguiste?

—¿Para que me hiciera otra vez lo mismo? Ni hablar. Me vine directo a casa y puse los muebles delante de la puerta.

Emmanuel miró a la mayor de las dos chicas. Era más agresiva que la mayoría de los miembros de las bandas de delincuentes con quienes se las veía en Jo’burgo. Se volvió hacia la hermana menor, una figura silenciosa acurrucada bajo un edredón de retales destrozado. Era su mejor opción. Se acercó lentamente y se agachó al lado de la cama.

—Soy el oficial Cooper —dijo—, ¿cómo te llamas?

—Marta —contestó con una vocecita prácticamente inaudible.

—Marta, ¿te dijo Donny cómo se había hecho daño?

Ja.

—¿Cómo?

La adolescente se mordió el labio inferior antes de contestar.

—Dijo que el comisario Pretorius le había pegado una paliza de muerte, que le había dado una somanta de palos sin motivo.

—¿Qué hizo Donny cuando llegó a casa el miércoles?

—Se metió en la cama a llorar. Al final le dimos una segunda botella para que se durmiera porque estaba haciendo mucho ruido.

—¿No volvió a salir de casa?

—No, no podía ponerse de pie de lo borracho que estaba.

—Estaba herido —se apresuró a defenderse Donny—. Todavía no puedo usar bien el brazo de los puñetazos que me dio. Mire.

Intentó penosamente levantar el brazo derecho por encima de la altura del hombro. No había duda de que se había llevado una buena tunda y de que las manos del comisario Pretorius, con los nudillos llenos de moratones, encajaban perfectamente con la agresión.

—¿Por qué no me contaste esto ayer? Tienes las lesiones y tienes testigos que confirman tu historia.

La risa de Donny fue un sonido débil y amargo.

—¿Quién se iba a creer que me pegó sin motivo? Un «hombre decente» como él. Nunca fumaba ni decía palabrotas delante de las mujeres. Siempre tan simpático. Y yo aquí sin nada. Todo el pueblo se reiría de mí. Dirían que soy un mentiroso.

—¿Estás mintiendo?

—No, si hubiera visto al comisario Pretorius aquella noche lo entendería —Donny se arrodilló y se quitó la camisa rápidamente para recalcar lo desesperado de su situación—. Le dejé en el camino kaffir y vine directo a casa. No volví a saber nada hasta que un chico mestizo le contó a Marta que el comisario había muerto. Si estoy mintiendo, que venga Dios y lo vea.

—Emmanuel dudaba que Dios y Donny se llevaran bien, pero ahora su propia reacción instintiva era una sensación muy fuerte. Con toda probabilidad, el hombre patético que tenía arrodillado delante no era el asesino.

—Agente Shabalala, ¿qué opina usted? ¿Está diciendo la verdad nuestro amigo?

Shabalala habló con profunda conmiseración:

—Creo que este hombre no pudo matar al comisario. Este hombre no es lo bastante fuerte para hacer eso.

—Es verdad, míreme —Donny se levantó de un salto y utilizó su raquítico cuerpo como prueba—. Mire, casi no tengo músculos. En la vida podría yo contra alguien tan grande como el comisario Pretorius.

—Ponte la ropa, Donny. Eso no es lo que está diciendo Shabalala.

El asesino no era físicamente fuerte, eso lo sabían tanto él como el policía negro. Era de fuerza mental de lo que estaba hablando Shabalala, fortaleza de espíritu. Emmanuel sentía una gran curiosidad por el hermético agente. Nunca ofrecía información por iniciativa propia y no hacía comentarios a menos que se le pidiera expresamente. Había una resistencia, un empeño en no involucrarse.

—Eh, tú —era la hermana mayor, molesta por no ser incluida en la conversación—, ¿es verdad lo que dicen de los ingleses?, ¿que les gusta hacérselo con chicos?

—¡Tú cállate la boca! —dijo Donny, que se dirigió rápidamente hacia su mujer con los puños cerrados y con intención de agredirla. La chica se quedó mirándole fijamente hasta que Donny bajó la mirada.

—Siéntate —le ordenó Emmanuel a Donny con voz queda.

La chabola y sus ocupantes estaban empezando a crisparle los nervios. Cogió un vestido de algodón que estaba tirado en el suelo y se lo dio a la joven. Ella se levantó y dejó que Emmanuel la mirara bien. El vientre plano y los pequeños pechos altos, la mata de pelo rubio rojizo sobre el pubis. Y lo que más llamaba la atención de todo, la desafiante invitación sexual que brillaba en sus oscuros ojos marrones.

—Tenemos que irnos al funeral —le dijo Emmanuel a Shabalala. Las chiquillas descaradas no tenían ningún efecto sobre su libido.

Yebo —respondió el policía negro con alivio. También a él estaba empezando a afectarle la miseria de la chabola.

—Como tenga que volver por aquí —le dijo Emmanuel a Donny—, te vas a llevar una ración doble de lo que te dio el comisario Pretorius. Te lo digo muy en serio.

Ja, oficial, por supuesto —dijo Donny, atolondrado del alivio que sentía—. Todo lo que he dicho es tan cierto como la Biblia. Se lo juro por la tumba de mi madre.

La hermana mayor le lanzó una mirada de asco a Emmanuel cuando pasó a su lado.

—Chupaescrotos —le dijo con total naturalidad en afrikáans, convencida de que al policía inglés no le gustaban las chicas. Emmanuel se dirigió al exterior, hacia la luz del sol.

Donny los siguió hasta el coche, con la camisa abierta como la puerta de una tienda de campaña.

—Oficial, si encuentra mi cámara…

Emmanuel cerró la puerta del coche de un portazo y giró la llave.

—Me encargaré de traértela.

Emmanuel empezó a alejarse lentamente con el coche en primera. Le pisó un poco más. Enseguida habían dejado atrás a Donny en su miserable patio de tierra.

—¿Se ponía violento con la gente el comisario Pretorius?

—No —contestó Shabalala firmemente.

—¿Por qué con Donny?

—Ese hombre… —Shabalala señaló la figura de Donny, que iba empequeñeciéndose en la distancia— vino a la comisaría a pedirle su cámara al comisario Pretorius. El comisario dijo que no la tenía y Rooke le llamó mentiroso y ladrón.

—¿Le dio el comisario Pretorius un par de azotes?

—No, pero creo que quizá el comisario no olvidó lo que le había dicho ese hombre.

Emmanuel giró hacia la carretera principal que conducía de vuelta a Jacob’s Rest. Tenía en su cabeza la imagen clara de los nudillos magullados de Pretorius, así como las caras de la gente del pueblo cuando hablaban del comisario de policía asesinado. «Recto» e «íntegro» eran dos palabras que se mencionaban con frecuencia. Ése era el problema. Las personas rectas también creían en el castigo y en las represalias.

—Aquí arriba —ordenó Emmanuel a Hansie. El muchacho, que tenía los ojos hinchados, se subió al guardabarros del coche—. Dímelo cuando le veas.

Hansie se frotó los párpados hinchados y, entrecerrando los ojos, miró a la multitud que salía en tropel del cementerio de la Iglesia Reformada Holandesa. Primero salieron los negros, que habían estado situados en el borde del grupo de asistentes, seguidos de los mestizos y, finalmente, del núcleo de blancos. La región entera había acudido al funeral. Hasta el último centímetro de la calle que conducía a la iglesia estaba ocupado por bicicletas, coches y tractores llegados de granjas alejadas del pueblo. Muchos más negros habían venido a pie desde el poblado. La muerte del comisario había convertido Jacob’s Rest en una bulliciosa metrópoli.

—¿Le ves? —preguntó Emmanuel. Habían invitado a Shabalala a formar parte de la guardia de honor de la familia Pretorius, dejándole a Hansie como única fuente de inteligencia local. La frase casi le hacía reír.

—No, no le veo —dijo Hansie—. A lo mejor no ha venido.

—Si está vivo, está aquí. Sigue mirando.

—Estoy mirando —se enfurruñó Hansie mientras la gente se agolpaba para salir del recinto de la iglesia.

Una joven morena con muchas curvas se abrió paso en dirección a la calle.

—¿Es Elliot King esa del pelo moreno y los grandes pechos? —dijo Emmanuel.

—No —el joven policía hipó de la sorpresa—. El señor King es rubio.

Emmanuel pensó que Hansie estaba bromeando, pero no había brillo alguno en sus opacos ojos azules, sólo un ansia juvenil de estar cerca del tarro de caramelos. Una poderosa mezcla de tristeza y deseo había absorbido la última chispa de energía de un cerebro que no tenía generador de reserva.

—Ve —dijo Emmanuel. Era hora de dejar de perder el tiempo y buscar una fuente alternativa de información local. Hansie le era de tanta utilidad como un loro ciego—. Te veo esta tarde en la comisaría.

Antes de que Emmanuel terminara de pronunciar la frase, Hansie se había bajado del coche y estaba abriéndose paso a empujones entre la multitud. La joven morena aún estaba en el recinto de la iglesia cuando el policía de mayor rango de Jacob’s Rest, el agente de dieciocho años Hansie Hepple, le puso una mano en el hombro.

«Al menos siente algo», pensó Emmanuel. En un pequeño corrillo de mestizos divisó a Anton, el sensato mecánico que le había salvado de llevarse una paliza. Le hizo un gesto para que se acercara.

—Elliot King —dijo después de intercambiar un saludo—. ¿Puedes decirme dónde está sin señalarle?

Los ojos marrones de Anton recorrieron rápidamente la concurrencia con agilidad y agudeza.

—A su izquierda, debajo del árbol. El que está dando el pésame a la familia. Rubio, con traje de safari caqui.

Emmanuel le localizó enseguida. Irradiaba la clase de relajación y desenfado que resultan de estar nadando en una piscina de dinero familiar. El traje caqui hecho a medida era un buen detalle: le daba un encanto rural y campechano sin empañar su estatus superior.

—¿De dónde le viene el dinero?

—De los molinos de azúcar, y ahora también de las reservas de caza.

Elliot King recorrió la hilera de familiares, estrechando una mano tras otra. La frialdad de los Pretorius hizo descender unos cuantos grados la calurosa temperatura del mediodía. Hasta Louis consiguió dirigirle una mirada de desprecio.

—¿Qué es lo que pasa?

—El comisario Pretorius le vendió a King la antigua granja de la familia hace cosa de un año. Creen que King engañó al comisario con el precio.

—¿Y fue así?

Anton se encogió de hombros.

—El comisario nunca se quejó del dinero, fueron sólo los hijos.

—¿Pasó algo a raíz de aquello?

—Sólo un montón de palabrería. Los hermanos fueron diciendo tonterías acerca de que King era un estafador, pero no pueden meterse con él, King es demasiado grande para ellos. A los hermanos Pretorius no les gusta no salirse con la suya.

—¿Has sabido tú lo que es tenerlos en contra?

—Todo el mundo en Jacob’s Rest ha tenido alguna experiencia. Yo no soy una excepción.

Emmanuel estaba a punto de pedir más detalles cuando le llamaron la atención dos recién llegados al grupo de familiares. Los dos hombres, con el pelo cortado al rape y con pinta de soldados de un comando, iban embutidos en los trajes baratos de algodón que usaban para las comparecencias ante los tribunales y en sus tareas en las celdas de interrogatorios. Ambos parecían salidos del apartado de «justicia sumaria» del manual de instrucción. Ninguno de los dos daba la impresión de ser capaz de hacer el papel de hombre amable, versado en sacar confesiones a los presos con empatía y mano izquierda. Eran los hombres del Departamento de Seguridad.

—¿Son amigos suyos? —preguntó Anton.

—Emmanuel se bajó del guardabarros y tiró de Anton para que le siguiera. La multitud se arremolinaba a su alrededor como un oscuro mar, ocultando momentáneamente la presencia de tiburones en el agua. Emmanuel respiró hondo. Dos días. Lo justo para seleccionar al personal para la misión, darles las instrucciones y organizar el transporte. Los del Departamento de Seguridad no tenían ninguna intención de mantenerse en un segundo plano. Iban a participar en la investigación desde el principio. «Interesarse» era sólo la patraña que le habían contado a Van Niekerk para que todo se mantuviera en calma mientras ellos reunían sus fuerzas.

—No los conozco —respondió Emmanuel—, pero me da la sensación de que se nos van a presentar a todos enseguida.

Anton tragó saliva.

—¿Debería preocuparme, oficial?

—¿Estás metido en política? ¿Eres miembro del Partido Comunista o de algún colectivo que se oponga a las leyes del Partido Nacional?

—No —respondió rápidamente el mestizo—. No es que me guste lo que está pasando, pero nunca he hecho nada al respecto.

—¿Tienes toda tu documentación en regla?

—Sí, que yo sepa.

—Entonces sigue así —dijo Emmanuel—. El Departamento de Seguridad ha venido a buscar activistas políticos, y cuando el Departamento de Seguridad busca algo, lo encuentra.

—Eso he oído —respondió Anton en voz baja. Si el Departamento de Seguridad tenía poder para intimidar a un policía blanco, ¿qué posibilidades tenía un mestizo?

—Anton, ya sabes cómo funciona el juego. Tú simplemente sigue jugando.

—Es usted un tipo de lo más raro —dijo Anton quitando hierro al asunto—. Además, ¿qué sabe usted del juego?

—Nací aquí. En Sudáfrica todo el mundo tiene que saber el lugar que le corresponde. Algunos somos peones y otros… —Se detuvo y señaló hacia donde estaba Elliot King, que se dirigía hacia un Land Rover con techo de lona aparcado en la calle— son reyes. Te veo luego.

—Emmanuel se abrió paso entre un grupo de granjeros blancos y alcanzó al elegante hombre con aires de gallito justo cuando estaba llegando a su coche. Un nativo de edad avanzada, vestido con un traje verde de guarda forestal con las palabras «Bayete Lodge» bordadas en el bolsillo del pecho, le sujetaba la puerta del Land Rover.

—Señor King —dijo Emmanuel poniéndose delante de la puerta y tendiéndole la mano—, soy el oficial Emmanuel Cooper, de la policía judicial. ¿Puedo hablar un momento con usted?

—Por supuesto, oficial —la sonrisa fue fría; el apretón de manos, breve y firme—. ¿En qué puedo ayudarle?

En el jardín de la iglesia, los matones del Departamento de Seguridad estaban enfrascados en una conversación con Paul Pretorius. Por la tarde estarían en la comisaría, meando en todas las esquinas para dejar claro a todo el mundo que la investigación era suya.

—Me gustaría hacerle unas preguntas sobre el comisario Pretorius. ¿Le parece bien que hablemos en su casa? El pueblo está abarrotado y creo que sería mejor que tuviéramos un poco de intimidad.

—¿Soy sospechoso, oficial?

—Sólo es una charla informal —dijo Emmanuel, consciente de que la muchedumbre se estaba dispersando y corría el riesgo de poner sus pistas al alcance de la vista de los esbirros del Partido Nacional—. Un favor a la investigación.

—En ese caso, encantado de verle en mi finca dentro de una hora o así —dijo King mientras se metía en el Land Rover—. Ya que viene para allá, tenga el detalle de ir a donde el viejo judío a recoger a mi ama de llaves y a su hija. Así Matthew se ahorra tener que volver otra vez al pueblo. Estarán preparadas para venir a la finca aproximadamente dentro de una hora.

La puerta se cerró de golpe antes de que Emmanuel pudiera contestar. Su reflejo borroso apareció en la ventanilla polvorienta. Elliot King había dado una orden y esperaba que fuera obedecida.

Emmanuel imitó un saludo militar y el coche se apartó del bordillo y se alejó en dirección a la carretera principal. Había conocido a toda clase de ingleses arrogantes en el campo de batalla, pero al menos éste, con su traje caqui hecho a medida y su Land Rover nuevo, no tenía autoridad para mandarle subir a una colina sembrada de minas. Haría el papel de lacayo el tiempo que hiciera falta para averiguar por qué le habían dado como pista el nombre de Elliot King en plena noche.

—¿Cuándo van a llegar mis refuerzos, señor? —preguntó Emmanuel. Había llamado al inspector Van Niekerk a su casa: una mansión victoriana de ladrillo rojo enclavada en un enorme terreno situado en una zona residencial pija del norte de Johannesburgo—. No puedo encargarme de esta investigación yo solo.

—No va a haber refuerzos —contestó Van Niekerk. De fondo se oyó el silbido de una tetera en la que hervía el agua—. El comisario principal me ha dicho que me aparte del caso. Ahora está en manos del Departamento de Seguridad.

—¿Y qué pasa conmigo?

—Estás solo —respondió el inspector—. Los del Departamento de Seguridad quieren que te sustituyan, pero he convencido al comisario de que te mantenga en el caso. Eso significa que vas a ser una incorporación muy poco bienvenida al equipo.

—¿Por qué no me sustituyen? —preguntó Emmanuel.

—Tú no eres una marioneta del Departamento de Seguridad —le informó Van Niekerk—. Tú te asegurarás de que la persona a la que se cuelgue por el crimen sea la persona a la que hay que colgar.

Pese a lo que decía, Van Niekerk no era precisamente un entusiasta del componente de la pura justicia de la profesión policial. El ambicioso inspector se estaba asegurando de tener en el terreno a un oficial que le fuera leal y representara sus intereses. Van Niekerk no iba a dejar el asesinato de un comisario de policía blanco, carne de titular, en manos del Departamento de Seguridad sin oponer resistencia. «Muy bien», pensó Emmanuel, salvo porque Van Niekerk estaba en Jo’burgo tomando el té mientras él estaba a punto de enfrentarse cara a cara con los tipos más duros de las fuerzas del orden.

—¿Cómo son? —preguntó Van Niekerk con una ligera curiosidad.

—Tienen pinta de poder sacarle una confesión a golpes a un bote de pintura.

—Bien. Eso quiere decir que puedes volverlo todo contra ellos.

—¿Y cómo hago eso? —preguntó Emmanuel secamente.

—Encuentra al asesino —dijo Van Niekerk—. Encuéntralo antes que ellos.

En la puerta del despacho del comisario, los agentes del Departamento de Seguridad estaban revolviendo en el archivador de la comisaría. Sus rostros eran las dos caras de una horrible moneda. Se volvieron hacia él y Emmanuel sintió la hostilidad que irradiaban. ¿Una «incorporación muy poco bienvenida al equipo»? El inspector Van Niekerk tenía talento para los eufemismos.

—Ya podemos relajarnos, Dickie —dijo el agente más delgado y de mayor edad a su corpulento colega; su sonrisa fue un movimiento casi imperceptible de los labios sobre unos dientes amarillentos—, Dios está con nosotros. Por fin.

—Tú debes de ser el listo de los dos —dijo Emmanuel mientras tiraba su sombrero sobre la mesa vacía de Sarel Uys. Esperó la segunda salva. Los chicos del Departamento de Seguridad iban a machacarle sólo para dejarle claro quién mandaba.

—¿Dios? —El cerebro de Dickie estaba haciendo grandes esfuerzos para seguir el hilo.

—Emmanuel —dijo su superior—. Eso es lo que significa su nombre: Dios está con nosotros. Según el inspector Van Niekerk, el oficial Cooper es capaz de caminar sobre las aguas. Hace auténticos milagros.

Emmanuel dejó pasar el comentario. Si los del Departamento de Seguridad querían pelea, iban a tener que asestarle unos cuantos buenos puñetazos más.

—¿Adónde vas, Cooper?

—Yo doy parte al inspector Van Niekerk —respondió Emmanuel—. A nadie más.

—Eso era ayer. Desde hoy me das parte a mí, subinspector Piet Lapping del Departamento de Seguridad. Mi superior se lo ha comunicado a tu jefe —hizo una pausa para dejarle asimilar toda la información—. Así que, ¿adónde vas, Cooper?

—A una granja —contestó Emmanuel.

—¿Estás seguro de que quieres hacer eso? —preguntó Lapping—. Las granjas son unos sitios muy sucios. Te puedes manchar los zapatos con una boñiga de vaca.

Dickie, la fuerza física del equipo, apoyó su trasero cervecero en el borde de la mesa de Hansie.

—Eso es lo que hemos oído, ¿verdad, subinspector? Que al amigo Manny le gusta ir bien limpio y arreglado. Siempre con las camisas planchadas y los zapatos relucientes.

Piet encendió un cigarro y le lanzó la cajetilla a su oficial.

—Seguro que por eso su amigo el inspector Van Niekerk le ascendió tan rápido. A los solteros aseados les gusta mantenerse unidos.

—¿Ah, sí? —preguntó Dickie con un tono informal.

Ja —Piet exhaló una nube de humo por sus protuberantes labios—. Quedan en secreto y se almidonan los calzoncillos el uno al otro hasta que están bien rígidos.

Emmanuel no hizo caso a su impulso de empujar a Piet y meterle de cabeza en la papelera, a él y a su cara llena de marcas de acné. El servicio de inteligencia del Departamento de Seguridad se estaba volviendo legendario, pero Piet y su compañero sólo habían tenido unos días para obtener información. Sabían que le habían ascendido muy rápido: demasiado rápido para el gusto de algunos de los agentes de alto rango de la policía judicial. Sus hábitos de higiene personal y aquel rumor sobre la relación indecente habían salido de dentro de la policía judicial del distrito. Alguien había estado hablando.

—¿Dónde aprende un hombre esas cosas tan antinaturales? —dijo Dickie, ladeando su mastodóntica cabeza mientras seguían con su tarea.

—En el ejército británico —respondió Piet—. Seguramente por eso a nuestro amigo Manny le fue tan bien en la guerra. De soldado de infantería a comandante en unos pocos años, además de todas esas medallas relucientes para colgarse en su bonito uniforme.

Emmanuel fue repasando cuidadosamente la lista de sus detractores y llegó a un nombre. El subinspector Oliver Sparks: un hombre flacucho y amargado al que iban a jubilar de la policía tras veinte años de servicio mediocre. El rumor de la relación homosexual había sido cosa suya, su venganza de Van Niekerk por no darle los casos más prominentes.

—¿Qué tal está el subinspector Sparks? —preguntó Emmanuel—. ¿Sigue sembrando pruebas falsas y bebiendo en horas de servicio?

La tensión se dejó ver en la piel de copos de avena de Piet. Dio una larga calada al cigarro y expulsó el humo. Emmanuel sabía que había marcado un tanto con el nombre de Sparks. Los diminutos ojos del subinspector se ensombrecieron.

—¿De quién es la granja a la que vas? —Lapping siguió con la conversación anterior y Emmanuel empezó a encontrarse cada vez más incómodo. El subinspector Piet Lapping y su adlátere no eran la combinación «matón/matón» por la que los había tomado en el funeral. Bajo la grumosa máscara facial y el cuerpo de hormigón armado, Piet tenía un cerebro que funcionaba mejor que el de la media.

—De Elliot King —dijo Emmanuel—. Estoy investigando un rumor de que King engañó al comisario Pretorius en una transacción económica. Puede que hubiera cierta enemistad entre ellos.

—¿Estás siguiendo el plano personal? —dijo Lapping, haciendo que sonara como una pérdida de tiempo.

—¿Es que hay otro? —preguntó Emmanuel.

—Ninguno del que pueda hablar contigo —contestó Lapping, que agitó la mano en dirección a la puerta principal y añadió—: Ve a hacer tu visita a la granja e infórmame inmediatamente cuando vuelvas al pueblo. Yo soy el responsable de todos los aspectos de este caso, ¿entendido?

Emmanuel tenía la sensación de que el Departamento de Seguridad le sacaba mucha ventaja. Ellos estaban buscando información concreta. El «plano personal», como lo había llamado el subinspector, era la última de sus motivaciones.

—¿De vuelta tan pronto, oficial? —dijo Zweigman, que estaba envolviendo un paquete con un trozo de papel de estraza—. ¿Le interesa quizá nuestra oferta especial de mermelada de albaricoque? De primera calidad. No encontrará una mejor, ni siquiera en Jo’burgo.

—El funeral le ha puesto de buen humor —dijo Emmanuel—. ¿Está organizando una fiesta para luego?

—Sólo una copa con mi esposa, algo tranquilo —respondió con un tono deliberadamente inexpresivo.

—Pensaba que no probaba el alcohol, doctor.

—Sólo en fechas señaladas —dijo Zweigman mientras ataba bien el paquete y lo ponía junto a otros en el mostrador—. ¿Tiene pensado ir a la recepción del funeral en el hotel Standard, oficial? Me han dicho que Henrick Pretorius deja las bebidas a mitad de precio hasta el atardecer.

Emmanuel se imaginó a los hermanos Pretorius y a sus correligionarios bóers cantando canciones tradicionales afrikáners hasta altas horas de la noche. Por si eso no bastara, quizá alguien incluso sacaría un acordeón. Se le heló la sangre.

—No es mi estilo de reunión —dijo—. Tengo que llevar a la finca de King a su ama de llaves y a su hija. Ha dicho que estarían aquí.

Zweigman se quedó quieto.

—El señor King tiene chófer.

—Ya, pero yo voy a la finca de King, así que me ha dicho que tenga el «detalle» y le haga el favor de llevar a sus empleadas. «Así Matthew se ahorra tener que hacer dos viajes».

—Ya entiendo.

Zweigman se puso a recoger trozos de cuerda del mostrador.

—Bueno, ¿entonces están aquí?

—Claro —contestó el tendero alemán recobrando la calma—. Voy a la trastienda a decirles que las va a llevar usted.

—Gracias —dijo Emmanuel, que se acercó pausadamente a la ventana que daba a la calle. Un grupo numeroso de hombres blancos pasó por la esquina de Van Riebeeck de camino al hotel Standard y a sus copas a mitad de precio. Había grupos de negros dirigiéndose a los caminos kaffir que conducían al poblado. El pueblo se estaba vaciando.

Se volvió y vio a Zweigman en el mostrador con Davida, el tímido pajarito mestizo, y una elegante mujer con un vestido negro de algodón combinado con un collar de perlas falsas de una tienda india.

—Éstas son la señora Ellis y su hija, Davida, a quien ya conoce.

Zweigman hizo las presentaciones como si la propia tarea le resultara desagradable.

—Señora Ellis, soy el oficial Emmanuel Cooper, de la policía judicial.

—Oficial —dijo el ama de llaves de King haciendo una reverencia en señal de respeto, la clase de gesto reservado a los hombres blancos en una posición de poder. Tenía los ojos verdes, la piel morena y unos labios tan carnosos que podrían haber aguantado el peso de la cabeza de un hombre exhausto. Davida permaneció en un segundo plano con la cabeza gacha, como una novicia a punto de recibir órdenes. El tigre había parido a un corderito.

—Encantado de conocerla, señora Ellis —dijo Emmanuel mientras sacaba las llaves del coche—. Me temo que tenemos que irnos.

—Por supuesto.

La señora Ellis se dirigió rápidamente al mostrador y Zweigman la echó de allí mientras él y el pajarito se repartían los paquetes.

Emmanuel salió a la calle. Una mujer mestiza muy delgada con el pelo rubio e hirsuto pasó con un niño pequeño regordete por delante de la estructura quemada del taller de Anton. Los escombros le recordaron los de cualquiera de los miles de pueblos franceses arrasados en la marcha hacia la paz.

Un banco de nubes pasó por encima de su cabeza y una oscura sombra cruzó la calle, seguida de la luz cegadora del sol cuando las nubes se desplazaron hacia el veld. Emmanuel guiñó los ojos con fuerza por el cambio de luz. La señora Ellis estaba en el porche de la tienda y Davida y Zweigman se encontraban abajo, frente a frente. Estaban tan cerca que Emmanuel casi podía sentir moverse el aliento entre los dos. El resplandor blanco se reflejó en el capó del coche y después se fue extinguiendo hasta quedar reducido a un brillo tenue.

—¿Otra vez le está molestando el dolor de cabeza, oficial?

—No, sólo es el sol —dijo Emmanuel. Miró a la señora Ellis en busca de alguna reacción. La mujer no dio muestras de que el honor de su hija pudiera haber quedado comprometido en modo alguno.

Emmanuel abrió la puerta del coche y se sentó en el asiento del conductor. No daba demasiado crédito a la historia de la señora Pretorius sobre el lascivo Shylock: su mundo estaba poblado por judíos astutos, mestizos borrachos y negros primitivos. Eran las típicas patrañas del Partido Nacional que los afrikáners pobres creían ciegamente y que a los ingleses cultos les encantaba ridiculizar mientras sus propios criados les cortaban el césped.

Las puertas traseras se cerraron y Emmanuel puso en marcha el motor. Lo que había visto, muy fugazmente, entre Zweigman y la muchacha muda no era un delito que contraviniera la Ley de Inmoralidad. ¿Había sido su imaginación?

—¿Hacia dónde voy? —le preguntó a la señora Ellis, que estaba sentada al borde del asiento, como si tuviera miedo de ofender a los muelles con su peso.

—Vaya por Piet Retief hasta la calle Botha y después gire a la izquierda en el hotel Standard y salga a la carretera principal. Bayete Lodge está a unos cincuenta kilómetros hacia el oeste.

—¿Hay algún camino para salir del pueblo que no pase por delante del Standard? —preguntó Emmanuel.

Todos los hombres blancos de la región iban a estar allí, incluidos los hermanos Pretorius. Pasar en el coche con dos mujeres mestizas en el asiento trasero cuando podría estar asistiendo a la recepción oficial era la forma más rápida de conseguir que le cerraran sus puertas en las narices.

—Sólo hay un camino para entrar y salir del pueblo —señaló la mujer—. Tenemos que pasar por delante del Standard.

Emmanuel giró por la calle Piet Retief y redujo la velocidad. Echó una mirada al espejo retrovisor, incómodo.

—Tengo que pedirles un favor.

—Sí —dijo la señora Ellis mientras sus manos jugueteaban nerviosamente con las perlas falsas que llevaba en el cuello. Un hombre blanco pidiendo favores significaba malas noticias para las mujeres de color.

—Me gustaría que se tumbaran en el asiento antes de que lleguemos al Standard. Es mejor para la investigación que nadie las vea —lo dijo todo de un tirón, sin detenerse; jamás habría pedido lo mismo a una mujer blanca decente y a su hija—. Pueden volver a incorporarse cuando salgamos del pueblo.

—Ah —dijo la señora Ellis mientras se enroscaba un poco más el collar de perlas teñidas de rosa—. Supongo que no hay inconveniente en hacer eso, ¿no, Davida?

Davida sonrió a su madre y bajó la cabeza lentamente hasta apoyarla en el asiento trasero, como si fuera una niña y estuviera jugando a un juego cuyas reglas ya conocía. La señora Ellis imitó el movimiento y se tendió junto a su hija.

Un poco más adelante, frente al hotel Standard, había grupos de hombres de pie en la acera. La tarde acababa de empezar y la muchedumbre aún no había ocupado la calle. Una o dos horas más tarde, los coches tendrían que circular lentamente y sortear a los asistentes al funeral.

Emmanuel se fijó en las caras al pasar por delante del hotel. Su racha de suerte no había terminado: en el grupo del arcén no había nadie del bando de la familia Pretorius. Giró a la izquierda y pisó suavemente el acelerador. Enseguida estuvo fuera del pueblo y circulando por la carretera principal en dirección al oeste.

Redujo la velocidad casi hasta detenerse y miró por encima del hombro a las mujeres escondidas en el asiento trasero. Davida tenía la mejilla apoyada en el cuero caliente y con un brazo se tapaba la mitad superior de la cabeza. Respiraba lenta y profundamente y tenía la boca un poco abierta. Por un momento pensó que estaba dormida.

—Ya hemos salido —dijo antes de volver a dirigir su atención a la carretera. A un lado y al otro se extendía el veld, con su maraña de higueras silvestres y matas de acacia. Con el paisaje borroso de fondo, Emmanuel trajo a su mente la imagen de la joven, tendida y frágil en el asiento trasero de su coche.