8
El subinspector Piet Lapping y Dickie Steyns estaban inclinados muy juntos sobre diez años de expedientes policiales. Encima del archivador había una fila de botellas de cerveza vacías. Después de pasarse la tarde bebiendo sin parar y llevando a cabo la tediosa tarea de revisar los expedientes, los chicos del Departamento de Seguridad estarían de un humor de perros, listos para abalanzarse sobre cualquier novedad. Emmanuel abrió la puerta y entró en el despacho.
—¿Dónde cojones has estado? —preguntó Lapping bruscamente antes de encender un cigarro.
—Dándome un baño —contestó Emmanuel—. Tenías razón, la investigación sobre el terreno es un trabajo sucio.
—Ya me parecía que olía a lavanda —dijo Dickie.
Piet siguió hablando como si no hubiera oído a su colega.
—¿Qué tal ha ido la visita a King? ¿Has descubierto algo que quieras compartir con nosotros, Cooper?
Emmanuel sintió el golpe del miedo en la boca del estómago. ¿De verdad tenía la entereza para ocultar pruebas al Departamento de Seguridad? Si se enteraban, se lo iban a hacer pagar con sangre.
—He registrado la cabaña del comisario Pretorius, pero no he encontrado nada —dijo—. Estaba limpia, como si alguien hubiera estado allí ordenándola.
—¿La cabaña? —El cerebro de Dickie estaba empezando a despertarse—. ¿Qué cabaña?
—El comisario construyó una en la finca de King. La usaba para D y E —dijo Emmanuel dirigiéndose directamente a Dickie—. Significa descanso y esparcimiento, para los que no habláis la jerga de los solteros del ejército.
Dickie apagó su cigarro aplastándolo con un movimiento que hizo crujir el cenicero.
—Un día vas a conseguir que te arranquen esa cabeza tan inteligente que tienes, amigo. Ya lo verás.
Emmanuel sonrió.
—Arrancar cabezas es mejor que arrancar malas hierbas como un jardinero paleto, ¿eh? Tu madre debe de estar orgullosa.
A Dickie se le hincharon las venas del cuello y dio un paso adelante. Apretó los puños.
—Siéntate, Dickie —le ordenó con calma Piet, mirándole con su cara llena de marcas—. Cooper sólo está jugando contigo, ¿verdad, Cooper?
Emmanuel se encogió de hombros.
—En cuanto a la cabaña… —dijo Piet, recuperando el hilo donde lo había dejado Dickie—. Mañana por la mañana nos vas a llevar allí y nos vas a enseñar todo lo importante.
—Eso no va a ser posible —respondió Emmanuel—. Es domingo, por la mañana estaré en la iglesia.
—¿Eres religioso? —preguntó Piet con un dejo de incredulidad. Aquello no aparecía en el breve expediente de los servicios de inteligencia.
—¿Tú no? —preguntó Emmanuel.
El subinspector dio una larga calada a su cigarro.
—Ya van dos veces que contestas con una pregunta, Cooper. Primero a Dickie y ahora a mí. Debe de ser la costumbre, ¿eh?
—Sí, debe de ser eso —contestó Emmanuel, que vio cómo aumentaban las probabilidades de que descubrieran que estaba ocultando pruebas. Piet Lapping tenía una mente serena y perspicaz.
—Así que por fin has venido —era Paul Pretorius, cuya imponente figura había aparecido a la entrada de las celdas.
—He estado fuera trabajando en el caso —dijo Emmanuel. El pulcro soldado entró en la habitación con aire arrogante y se quedó detrás de la mesa de Hansie.
—Dime una cosa —dijo Paul reclinándose en la silla de Hansie con su prominente mandíbula cuadrada—, ¿por qué todos los sospechosos de tu lista son blancos?
Emmanuel miró a Lapping. ¿Quién estaba al mando de la investigación, el subinspector o el soldadito de plomo?
—Contesta a la pregunta.
Las palabras apenas salieron de entre los dientes apretados de Piet. Tener a Paul Pretorius a bordo no había sido idea de Lapping. Algún pez gordo debía de haber movido unos cuantos hilos.
—¿Te parece que los judíos son auténticos blancos? —Emmanuel lanzó la pregunta y esperó a ver si mordía el anzuelo.
—No —contestó Paul sin vacilar—. Son distintos de nosotros, pero necesitamos su inteligencia y su dinero para construir una nueva Sudáfrica. No tenemos que preocuparnos de que mezclen su sangre con nosotros o con los kaffirs porque va en contra de su religión. La pureza de la sangre forma parte de su ideología.
—¿Son el pueblo elegido? —se preguntó Emmanuel en voz alta mientras estudiaba atentamente al segundo hijo del comisario. Su pecho era como un barril y estaba hinchado como un fuelle.
—Puede que fueran los elegidos en el pasado, pero ahora nos toca a nosotros. Dios ha hecho una alianza con nosotros para que gobernemos esta tierra y la mantengamos pura —Paul Pretorius se inclinó sobre la mesa como si fuera su púlpito particular y siguió con su sermón—: En el futuro, el mundo recurrirá a nosotros en busca de orientación. Ya lo verás. Seremos un modelo.
—¿Orientación en todos los ámbitos o sólo…?
—¡Oficial Cooper! —Piet Lapping no pudo contener su frustración—. He dicho que contestes a la pregunta. ¿Cómo has elaborado tu lista de sospechosos?
Dickie y Paul eran fáciles de distraer, pero Piet, con sus ojos como guijarros, no apartaba la mirada de su objetivo: información pertinente. Si alguien pillaba a Emmanuel, iba a ser el subinspector Piet Lapping.
—Los interrogatorios preliminares revelaron que tanto Zweigman como Rooke tenían móvil para el asesinato. El comisario sospechaba que Zweigman había infringido la Ley de Inmoralidad y es sabido que le reprendió por ello. Rooke culpaba al comisario de su arresto y su encarcelamiento. La señora Pretorius me facilitó los nombres. Ambos sospechosos aportaron coartadas.
—¿Y ese tal King? —preguntó Piet—. ¿Estaban enemistados él y el comisario Pretorius?
—Por lo que he podido ver yo, no. Parece que se caían bien. El comisario hasta se construyó su propia cabaña en la finca de King, en medio del campo.
—Chorradas —dijo Paul Pretorius inclinándose un poco más sobre la mesa—. Mi padre no tenía nada en común con ese inglés. Casi no se conocían.
—Eso no quita que tu padre hiciera un trato con King para conservar parte de la antigua granja de la familia.
—Más chorradas —contestó Paul, que desechó la información agitando la mano—. Cualquier cosa que diga King sobre mi padre es una pura mentira.
—Está bien —dijo el subinspector Lapping mientras apagaba su cigarro—, dejemos eso un momento. ¿Hay alguien más en tu lista, Cooper?
Emmanuel se contuvo para no frotarse el chichón que tenía en un lado de la cabeza. El primero de su lista particular era el cabrón que le había machacado la cabeza, le había meado encima y después había robado las pruebas.
—Estoy investigando otra pista. Un mirón que abusó de varias mujeres mestizas hace cosa de un año.
—¿Quién era?
—Todavía no lo sé —contestó Emmanuel—. Es posible que ese hombre matara al comisario para que no se descubriera su secreto.
Paul resopló con fuerza.
—Ningún hombre de Jacob’s Rest, ningún blanco, abusaría de mujeres mestizas. Puede que esas cosas pasen en Durban o en Jo’burgo, pero no aquí. ¿Has interrogado a algún nativo o mestizo?
—Ninguno se ha presentado como sospechoso —respondió Emmanuel sin alterarse.
—No van a venir a entregarse —dijo Paul bruscamente—. Tienes que ir y enseñarles quién manda, entonces empezarán a hablar.
—Está bien… —El subinspector Lapping intentó que la discusión no se desviara.
—No, amigo, no está bien —las costuras del uniforme militar azul se tensaron por la presión de la musculosa mole de Paul Pretorius—. Con vuestra ayuda, mis hermanos y yo podríamos empezar a mover la investigación. Hacer que circule la información en lugar de investigar un rumor estúpido propagado por los mestizos para cargarle la culpa a un blanco inocente.
Piet sacó otro cigarro de la cajetilla y se tomó su tiempo para encenderlo antes de contestar:
—Tú y tus hermanos sois los agraviados, pero no sois la policía. La policía soy yo. ¿Entendido?
—Ja.
Paul parecía un poco enrabietado. Para ser soldado, no era muy bueno recibiendo órdenes.
—Bien —dijo Piet, que dio una larga calada al cigarro—. Cuando llegue la hora de que tus hermanos participen en la investigación, ya te lo diré.
Emmanuel volvió a sentir el dolor punzante del chichón. Dejar que los Pretorius tomaran parte en la investigación sería abrir la puerta al desastre. ¿Defendía el subinspector la idea de un ajuste de cuentas por parte de la familia o simplemente estaba intentando seguir teniendo de su parte a Paul y a sus poderosos secuaces?
—¿Crees que puede haber algo en la historia del pervertido? —preguntó Piet.
—Lo suficiente para que dos mestizos enfurecidos amenazaran con recurrir a la violencia para intentar proteger a sus mujeres. El acosador no era ningún fantasma de cuento.
—Las nuevas leyes incomodan a los hombres que tienen determinados apetitos —dijo Emmanuel—. La humillación pública y las penas de cárcel son motivos suficientes para asesinar. Incluso aquí, en Jacob’s Rest.
—¿Alguna pista de tipo político?
—Aún no he investigado ese terreno. Los boicots a los autobuses y la quema de pases no han tenido mucho impacto aquí.
—No hasta ahora —dijo Piet con un gesto adusto—. La campaña de resistencia es como una puta enfermedad. El país entero lleva camino de acabar en llamas. Los camaradas están dispuestos a hacer cualquier cosa para aplastar al Gobierno. Quieren una revolución. Quieren destruir nuestro modo de…
La puerta de la comisaría se abrió de golpe y los Pretorius, un torrente de trajes negros arrugados y fuerte olor a cerveza, entraron en la pequeña habitación. Shabalala, sobrio e impasible, se quedó en el porche.
—Muy buenas —dijo Henrick sin dirigirse a nadie en particular y dejándose caer pesadamente sobre el borde de la mesa de Hansie. Su cara bronceada estaba salpicada de manchas rojas, el resultado de alternar el llanto con el consumo de cerveza.
—Oficial… —Era Hansie, sin fuerzas tras haberse tomado unas cuantas copas de más—. ¿Ha encontrado algo? ¿Ha encontrado algo útil en casa de King?
—Nada —contestó Piet Lapping al tiempo que dirigía la mirada a Emmanuel. Toda la información iba a salir del Departamento de Seguridad y nada más que del Departamento de Seguridad.
Emmanuel se quedó callado. Necesitaba tiempo para desentrañar el significado del calendario mientras Piet y Dickie se abrían paso como jugadores de rugby por el terreno político de la investigación.
—¿No ha encontrado nada, oficial?
Era Louis, el único Pretorius que no tenía los ojos vidriosos y la mandíbula desencajada.
—Nada —dijo Piet.
Emmanuel se movió incómodo bajo la mirada escrutadora que Louis no apartaba de él. Pese a la respuesta terminante de Piet, el joven esperaba que le contestara. Negó con la cabeza y se aseguró de mantener el contacto visual con Louis.
Por el rabillo del ojo, alcanzó a ver a Shabalala abandonando el porche rápidamente y corriendo por la calle Piet Retief. Se oyó el ruido de una refriega y un fuerte grito.
—Comisario… —llamó la voz de alguien borracho—. ¡Comisario! ¡Por favor!
—¿Qué cojones es eso? —dijo Paul mientras se levantaba, listo para hacer su papel de soldado.
—Comisario, comisario, ¡por favor!
Los Pretorius salieron del edificio apresuradamente entre empujones. Emmanuel los siguió de cerca y vio a Harry, el viejo soldado, en medio de la calle Piet Retief. Shabalala estaba intentando apartarle de allí, pero el hombre del abrigo gris se negaba a moverse.
—Comisario —siguió aullando—. ¡Comisario! Por favor… Mis cartas…
Paul y Henrick fueron los primeros en bajar las escaleras. De un solo empujón en el pecho, el esquelético anciano cayó de espaldas sobre la dura calzada con los brazos y las piernas ladeados.
—Hemos enterrado a mi padre esta mañana —dijo Henrick agachándose junto al hombre, que estaba en el suelo hecho un guiñapo—. Mantén la boca cerrada. ¿Me has oído?
—Mis cartas… —dijo Harry, que no se había enterado de la advertencia. Se levantó con dificultad y avanzó hacia la comisaría—. Comisario, por favor. Salga.
Erich agarró el rostro perplejo del soldado.
—Mi padre está muerto. Ahora cierra el pico.
Emmanuel se abrió paso entre Piet y Dickie, que observaban la escena con sonrisas de desconcierto. Beber y pelear eran actividades normales del sábado por la noche, y meterse entre unos hombres blancos y un mestizo bobo era un esfuerzo que no merecía la pena.
—Cállate —dijo Paul agarrando al viejo soldado de las solapas y sacudiéndole como si fuera un tallo de maíz seco. Johannes y Erich se unieron a su hermano y las medallas del abrigo de Harry vibraron produciendo una melodía disonante cuando los hermanos empezaron a pasárselo de uno a otro a empujones. Louis se mantuvo apartado.
Emmanuel se aproximó a la falange y notó que Shabalala avanzaba a su lado. Se abrieron paso a empellones hasta el interior del círculo y se situaron a ambos lados del anciano.
—¿Qué hacéis? —dijo Erich, muy alterado y a punto de explotar.
—Está loco —contestó Emmanuel con voz queda—. El agente Shabalala y yo lo llevaremos a casa. Su mujer sabrá darle una tunda de palos mucho mejor que vosotros.
—A casa —dijo Harry agarrando a Emmanuel de la manga de la chaqueta—. A casa no. No. A casa no.
—¿Lo veis? —dijo Emmanuel—. Prefiere quedarse aquí con vosotros que ir a casa con su mujer.
—A casa no —la débil vocecita de Harry subió una octava—. A casa no.
Paul fue el primero en echarse a reír, y sus hermanos se sumaron a él.
—¿A que parece una viejecita? —Erich imitó al anciano traumatizado por la guerra—: A casa no. A casa no.
Las risas aumentaron de volumen y Emmanuel y Shabalala salieron lentamente del círculo con Harry en medio. Fueron avanzando por la calle Piet Retief, manteniendo un ritmo lento y pausado. Caminando. Simplemente caminando de vuelta a casa.
—Vuelve con tu mujer —gritó Henrick, a quien la violencia y el número cómico del anciano habían puesto de mejor humor—. Esta vez has tenido suerte, Harry.
—Comisario… —dijo Harry con un suave lloriqueo—. Comisario. Por favor.
—Por aquí —dijo Shabalala señalando un pequeño camino que avanzaba junto a un lateral de la comisaría—. Ve por aquí.
Se metieron rápidamente por el sendero y fueron caminando a buen paso hasta que salieron al veld. Harry se volvió hacia la comisaría, con las temblorosas manos extendidas como las de un mendigo.
—Comisario —dijo—. Mis cartas.
Shabalala cogió en brazos al viejo soldado y siguió andando por el estrecho camino kaffir a toda velocidad. A Emmanuel le costaba mantener el ritmo del policía negro, que avanzaba deprisa para distanciarse de los irascibles hermanos Pretorius. Unos perros guardianes gruñeron y ladraron tras una valla cuando pasaron por delante de las casas iluminadas por las tenues llamas de las lámparas de gas. Estaba empezando a anochecer.
Shabalala se detuvo delante de una desvencijada puerta de madera y volvió a poner al anciano en el suelo. El brillo del sudor en la frente del agente negro era la única señal de que había hecho algo más que venir dando un paseo desde la comisaría.
—Ésta es su casa —dijo Shabalala—. Tiene que entrar y entregárselo a su mujer.
—Tú vienes conmigo.
—Los que entran con los mestizos son el comisario o el subcomisario Uys, no yo.
—El comisario está muerto —contestó Emmanuel—. Esta noche sólo quedamos tú y yo.
Shabalala asintió y le siguió a través de la puerta y por delante de un estrecho huerto que se extendía a lo largo de todo el jardín y casi se metía en el porche trasero de la casa. Emmanuel aporreó la puerta.
—Las cartas —dijo Harry dirigiéndose hacia la puerta del jardín—. Las cartas.
—Tráelo —dijo Emmanuel mientras el sonido de unas pisadas se acercaba a la puerta trasera de la casa—. Policía. Traemos a Harry.
—La puerta se abrió y Angie, la mujer del viejo soldado, salió al porche. Tenía puesta una bata de algodón marrón con el cuello y las mangas cosidos con puntadas dobles para reforzar el tejido desgastado. Llevaba el pelo negro y rizado recogido y bien tirante sobre las curvas de unos enormes rulos de plástico.
—¿Dónde le han encontrado? —preguntó cortantemente. Harry salía a andar prácticamente todos los días y casi siempre conseguía volver a casa sin problemas.
—Delante de la comisaría —dijo Emmanuel.
—Las cartas —gimió Harry—. Las cartas.
Angie atravesó el porche en cinco pasos rápidos.
—¿Has estado hablando de las cartas? ¿Has contado lo de las cartas, idiota?
Emmanuel le puso una mano en el hombro a la mujer para advertirla y después la quitó.
—Ya se ha llevado un par de golpes, no necesita que le peguen más.
La mujer vio la piel amoratada alrededor del ojo izquierdo de su marido.
—¿Quién te ha pegado, Harry?
—Quiero las cartas —dijo Harry—. Quiero las cartas.
Angie se dirigió a Shabalala:
—¿Quién ha pegado a mi Harry?
—Madubele. Él y sus hermanos.
Angie cogió a su marido del brazo y le condujo al interior de la pequeña casa de bloques de hormigón. Se volvió y miró hacia la puerta del jardín con miedo a lo que había tras ella, en aquella oscuridad cada vez más profunda.
—Adentro, rápido —le dijo a Harry, que entró delante de ella arrastrando los pies.
Emmanuel los siguió sin haber sido invitado. Le hizo una seña a Shabalala, que entró en la casa de mala gana y se quedó con la espalda pegada a la puerta cerrada.
La casa de bloques de hormigón constaba de dos sencillas habitaciones con un muro agrietado de yeso y cemento en medio. La cocina, una colección de cacerolas y platos desiguales sobre un aparador desportillado, estaba justo en frente de un pequeño hueco que quedaba separado del resto mediante una cortina y en el que había una cama de matrimonio y una pequeña cómoda con un espejo biselado.
Se encontraban en la zona de estar: cuatro sillas de madera y un confidente apolillado que debían de haber transportado por mar y en carros tirados por bueyes desde la madre patria hasta los confines del África meridional varias décadas antes. En una mesa redonda con el diámetro de un cubo de hojalata había dos fotografías con marcos descoloridos: una era de Harry cuando era un joven soldado rumbo a la gloria del campo de batalla; la otra era un retrato familiar de Harry y Angie con tres muchachas de piel blanca. La composición era idéntica a la de la fotografía que había visto en la casa del comisario, un grupo familiar colocado solemnemente delante de un fondo liso. El fotógrafo ambulante había hecho un buen negocio en Jacob’s Rest.
Harry se sentó al borde de la cama de matrimonio con las temblorosas manos apoyadas vacilantemente en las rodillas. Angie corrió la cortina y ella y su marido quedaron detrás. El tintineo de las medallas de campaña fue seguido del susurro metálico de los muelles del somier al acostarse el viejo soldado.
Emmanuel cogió la foto familiar y le hizo un gesto a Shabalala para que se acercara.
—¿Dónde están las hijas? —preguntó. No había ni rastro de ellas en aquella casa de hormigón, ni una sola horquilla o lazo.
—Se fueron —contestó Shabalala—. A Jo’burgo o a Durban. A trabajar.
Las muchachas de la foto habían salido a su padre. Eran delgadas, con la piel clara y pecosa y el pelo rubio: determinar su raza era una pesadilla. No habrían desentonado en absoluto posando delante de los acantilados de Dover. Eran blancas, simple y llanamente. Sólo alguien que conociera a la familia podría decir otra cosa.
—¿Qué pone en sus papeles? —le preguntó a Shabalala—. ¿Mestizas o europeas?
Shabalala miró al suelo.
—No he visto sus papeles.
—Ésas son mis hijas —dijo Angie, que volvió a la zona de estar y le quitó la foto a Emmanuel. Limpió el marco con la manga, como si quisiera quitarle los gérmenes.
—¿Dónde están?
Angie inclinó la fotografía para que le diera bien la luz.
—Ésta de aquí es Bertha, vive en Suazilandia. Y éstas son Alice y Prudence, que ahora viven en Durban.
—¿Cuánto tiempo llevan fuera?
—Unos seis meses.
—¿Las cartas que estaba pidiendo Harry eran de Alice y Prudence?
—No —Angie apoyó la foto y la colocó mirando para otro lado—. Harry no sabe lo que dice. Es por el gas mostaza, le hace imaginarse cosas.
—Parece que está convencido de lo de las cartas —dijo Emmanuel.
—Ese hombre está convencido de muchas cosas, pero eso no quiere decir que sean ciertas.
Angie se colocó en la línea de visión de Emmanuel y tapó la fotografía poniéndose delante. Era la leona de la puerta, encargada de proteger los secretos de la familia.
—Asegúrese de que Harry se queda en casa hasta mañana —dijo Emmanuel—. Hoy no es buena noche para que ande por ahí rondando.
—Me encargaré de que no se mueva de donde está —las arrugas que surcaban su cara de bulldog se suavizaron y los acompañó a la puerta trasera—. Gracias por ayudar a mi Harry a volver a casa, oficial.
Emmanuel y Shabalala salieron por la puerta del jardín de detrás de la casa. La luna estaba menguando, pero aún brillaba con luz suficiente para poder ver. En el camino kaffir, Emmanuel se volvió hacia el policía negro.
—Cuéntame lo de las cartas —dijo.
—Yo no he visto ninguna carta —dijo Shabalala por toda respuesta.
Emmanuel observó el rostro hermético de su compañero.
—¿Vio las cartas el comisario?
—Ummm… —Shabalala carraspeó nerviosamente—. Sí, las vio.
—¿De quién dijo que eran?
—De las que ha visto ahí dentro. Las dos hijas menores de ese anciano.
—¿Por qué el comisario le recogía las cartas a Harry?
—Ummm… —Esta vez los labios del agente negro se cerraron firmemente y quedaron sellados con las palabras dentro.
Emmanuel le observó y vio cerrarse las compuertas de golpe.
—Lo que me cuentes esta noche no va a salir de aquí, agente —dijo—. Te lo prometo.
Shabalala se quitó la gorra y empezó a darle vueltas con sus grandes manos como a una rueca. La gorra dejó de girar y el agente soltó aire.
—Las hijas del anciano están viviendo entre los blancos. No pueden escribir a los suyos por si alguien lo descubre.
—¿Cómo consiguieron documentación de blancas?
—Son blancas, igual que los holandeses. El comisario les dijo que se empadronaran en la ciudad y que, si había algún problema, él diría que eran de una familia europea.
—¿Te contó eso el comisario?
—Sí.
—¿Por qué lo hizo?
Por todo lo que había visto, los Pretorius eran de los que defendían con firmeza la segregación racial. En su mundo, la mezcla de razas no era de mal gusto; era delito.
—No sé por qué lo hizo.
Shabalala volvió a ponerse la gorra y se la caló bien sobre la frente.
—¿Me lo contarías si lo supieras? —preguntó Emmanuel.
El agente extendió las manos en un gesto conciliador.
—Le he contado todo lo que puedo contarle —dijo cortésmente.
El policía negro le contaría todo lo que podía contarle, no todo lo que sabía. ¿Era posible que, en el caso del comisario Pretorius y el agente Shabalala, el fuerte vínculo entre un blanco y un negro que habían jugado juntos, algo muy habitual en la infancia, hubiera sobrevivido al paso a la vida adulta?
—Esos hombres de la comisaría no van a esperar a que les cuentes lo que necesitan saber —dijo Emmanuel—. Ellos se van a hacer con la información por la vía más rápida. ¿Lo entiendes?
—Lo entiendo perfectamente.
—Pueden hacer lo que quieran.
—Ya lo he visto —contestó Shabalala.
Emmanuel se dio la vuelta y se dispuso a marcharse, pero se detuvo.
—Has dicho que a Harry le han pegado Madubele y sus hermanos. ¿Quién es Madubele?
—El tercer hijo del comisario y de su mujer.
—¿Erich?
—Sí. El tercero tiene mucho genio. Siempre está explotando, como un disparo de fusil, por eso le pusieron ese nombre.
—Dime los otros —dijo Emmanuel. Los nombres que los nativos ponían a la gente siempre tenían un núcleo de verdad reconocible al instante.
Shabalala puso la mano en alto como un maestro y fue pasando por todos los dedos, del pulgar al meñique.
—El primero es Maluthane. Se engaña pensando que es el jefe. El segundo es Mandla, porque es fuerte como un león. El tres es Madubele y el cuarto es Thula, porque es callado. El cinco es Mathandunina, que significa que es querido por su madre y que él la quiere a ella.
Cada nombre era un breve resumen de uno de los Pretorius, y, a grandes rasgos, todos eran acertados. Incluso a Louis, el más pequeño de la camada, se le describía en relación con su madre y no por lo que era en sí mismo.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó Emmanuel.
—Es largo. Ni siquiera usted, que habla zulú, podrá pronunciarlo.
Emmanuel sonrió. Era la primera vez que el agente negro hacía una broma en su presencia. Si esperaba cinco o diez años, quizá Shabalala se animara a contarle la verdad sobre el comisario.
—Dímelo.
—Mfowemlungu.
Emmanuel hizo una traducción rápida:
—Hermano del hombre blanco.
—Yebo.
—¿El hermano blanco era el comisario?
—Así es.
Emmanuel pensó en la gente de la granja de la familia Pretorius, conmovida cuando los jóvenes Shabalala y Pretorius corrían a lo largo y ancho del terreno como guerreros del impi zulú de los viejos tiempos.
—Y la señora Pretorius ¿qué opina de ese nombre?
—Para ella todos somos hermanos a los ojos de Dios.
—¿El comisario y tú erais como mellizos?
—No —dijo Shabalala—, yo siempre fui el hermano pequeño.
Emmanuel percibió la resignación de Shabalala. Nunca el hombre, siempre el mozo de jardín. Nunca la mujer, siempre la muchacha de la limpieza.
—¿Era así como te veía el comisario?
—No.
—¿Para ti era como un hermano de verdad?
—Yebo —dijo el agente.
Los líderes de la tribu afrikáner daban muchísima importancia a los lazos sanguíneos. El nombre de su organización más secreta, la Broederbond, significaba «hermanos de sangre». ¿Qué pasaba cuando el vínculo atravesaba la frontera racial y unía a un blanco y a un negro?
—Voy a averiguarlo todo —dijo Emmanuel—. Aunque os duela a ti o a la familia del comisario, lo voy a averiguar.
—Lo sé.
—Buenas noches, Shabalala.
—Hambe gashle. Que le vaya bien, oficial.
Emmanuel siguió el estrecho camino kaffir que conducía a las casas de los mestizos y a la fila de destartalados comercios que servían a la población de color. Necesitaba una copa y el hotel Standard era el último sitio al que iba a ir a buscarla. Era el momento de hacer una visita fuera de horas a Tiny y su hijo.
El camino bordeaba el terreno del Club Deportivo. Algunas familias de granjeros se habían quedado a pasar la noche en el pueblo después del funeral y habían montado un campamento, colocando sus camionetas en círculo como los laagers de carromatos de los tiempos de la colonización. Emmanuel se agachó para que no le vieran. Se incorporó totalmente cuando vio aparecer la oscura silueta del hospital Gracia Divina.
Tras pasar una franja de terreno baldío aderezada con basura arrastrada por el viento, se adentró en el pequeño grupo de casas de los mestizos. La primera vivienda, situada en un extenso terreno, quedaba bien oculta tras una alta valla de madera y una fila de eucaliptos añosos. Emmanuel fue pasando la mano por la valla mientras andaba. Rozó la madera y la puertecita que daba acceso al jardín con las yemas de los dedos. Era agradable caminar en la oscuridad, en silencio e inadvertido.
Así debía de haberse sentido el comisario Pretorius: libre y como si fuera un dios, sobrepasando todas las fronteras de su pequeño pueblo. Había sido allí, en aquel tramo del camino kaffir, donde había dado la paliza a Donny Rooke. En las calles principales, en las casas y las tiendas, el comisario era un buen hombre, decente y honrado. Pero fuera de ese núcleo, entre las sombras del camino kaffir, ¿quién era?
Emmanuel dejó atrás la estructura quemada del taller de Anton, otras dos casas y una pequeña iglesia. El camino describía una curva muy pronunciada hacia la izquierda y seguía después junto al límite de la parcela vacía que lindaba con la tienda Poppies. El siguiente comercio era la licorería. Emmanuel aflojó el paso al llegar a la puerta, pero no entró. Por encima de la valla trasera le llegó una voz de mujer, estridente y afectada por el alcohol.
—Eres malo, Tiny. Eres un hombre muy, muy malo.
—¿Cómo puedo ser malo y hacerte sentir tan bien, eh? ¿Cómo puede ser eso?
Emmanuel encontró un agujero en la valla lo suficientemente grande para escrutar lo que había al otro lado. Pegó el ojo a la rendija. Tiny y su hijo, ambos sin camisa y borrachos, estaban desnudando a dos chicas mestizas muy ligeras de cascos. Emmanuel reconoció a la que se estaba deslizando sobre el duro estómago de Tiny como si fuera una bayeta. Era la mujer que había pasado por delante de Poppies con un niño pequeño.
—Mmm… Ja… —La mujer con el pelo hirsuto emitió un gemido bien estudiado y dio una calada a un cigarrillo de dagga liado a mano—. Eres malo, Tiny.
—Estoy a punto de volverme más malo —prometió Tiny con voz de borracho—. Enséñame algo.
La mujer se quitó la camisa desabrochada, la tiró al suelo y levantó uno de sus pechos caídos para que lo examinara.
—¿Es esto lo que quieres?
Tiny se lanzó sobre el pezón al instante. El sonido húmedo no era ninguna molestia para Theo, que siguió embistiendo sin parar a una mestiza gorda a la que le faltaban dos dientes delanteros. La chica, con un cuerpo capaz de aguantar el máximo ímpetu, se las arreglaba para seguir dando tragos a una botella de whisky mientras Theo desplegaba sus encantos sobre ella.
Emmanuel retrocedió. Justo en ese momento no iba a haber forma de conseguir una copa, pero el comisario Pretorius no iba mal encaminado. Una noche en los caminos kaffir valía por veinte rondas de visitas de puerta en puerta.
La bifurcación en la que había perdido a su visitante nocturno estaba un poco más adelante. La tranquilidad quedó interrumpida por el crujido de unas pisadas. Alguien más había salido a la calle y estaba rodeando el pueblo a oscuras. Emmanuel dio un paso atrás y se ocultó entre las sombras.
Louis pasó por delante trotando. Emmanuel esperó hasta que se hubo adelantado un buen trecho y entonces le siguió.
El joven no se había perdido; andaba como si el camino kaffir fuera suyo. Un haz de luz procedente del patio de Tiny atravesaba la oscuridad. Louis avanzó por él como una polilla.
Se detuvo y llamó a la puerta. El sonido de su llamada quedó ahogado por los ruidos de dentro. Lo intentó de nuevo.
Emmanuel se metió en el hueco entre la licorería y Khan’s Emporium. Un descamisado Tiny le abrió la puerta a Louis.
—¿Qué quieres? —preguntó el mestizo. Estaba de muy mal humor.
—Dame algo pequeño —dijo Louis.
—Ni hablar. Se lo prometí a tu padre. Nunca más.
—El comisario ya no está —dijo Louis.
—¿Y tus hermanos qué? ¿Qué pasa si se enteran?
—No se van a enterar.
—Ja, bueno…, más vale que no —dijo Tiny, que retrocedió hacia el patio y volvió a salir con una pequeña botella de whisky.
—¿Y algo para fumar? —preguntó Louis mientras se metía la botella en el bolsillo.
—¿Qué? ¿Y acabar con mi negocio hecho cenizas cuando se entere Madubele? —dijo Tiny moviendo la mano para echar al muchacho—. Largo.
—No se va a enterar.
—¿Y si se entera? ¿Le vas a hacer pagar una indemnización como hizo el comisario con Anton? Tienes suerte de que te haya dado algo. Ahora vete de aquí antes de que te vea alguien.
—El comisario se ha ido al otro lado —repitió Louis—. No hay nadie que pueda vernos.
Tiny puso fin a la conversación cerrando la puerta en las narices a Louis. El joven abrió la botella de whisky, dio un largo trago y, a continuación, levantó hacia el cielo la mano que tenía libre con la palma abierta. Tras otro trago a la botella, la voz clara de Louis iluminó el terreno vacío y el cielo nocturno.
Estaba cantando «Werk in My Gees Van God», «Entra en mí, aliento divino», un conocido himno en afrikáans. La canción era una fuente de incómodos recuerdos y, pese al tiempo transcurrido, Emmanuel aún recordaba la letra: «Funde toda mi alma con la Tuya hasta que mi parte terrenal brille con Tu fuego divino».
¿Era capaz Louis de distinguir el fuego del whisky en el estómago del fuego divino del Espíritu Santo? La puerta trasera de la licorería se abrió y Tiny asomó la cabeza.
—Déjalo para la iglesia, Pretorius. Estás estropeando el ambiente.
Louis saludó levantando la botella y se escabulló en dirección a las casas de los mestizos y al Club Deportivo, donde estaban acampadas las familias blancas que se habían quedado a pasar la noche. ¿Qué iba a hacer allí? ¿Pronunciar un sermón? ¿O encontrar un rincón oscuro en el que pasar un ratito cayendo en las tentaciones del diablo?
El camino kaffir era una mina de información, y Emmanuel tenía la sensación de que al menos parte de la explicación del asesinato del comisario se escondía allí, entre las sombras del pueblo.
La calle principal estaba a oscuras, al igual que el camino de tierra que conducía a la pensión Protea. Pasó por delante del sedán policial, en cuyo maletero cerrado se encontraban el traje mugriento y el calendario del comisario con los días marcados. Al día siguiente buscaría un lugar apropiado en el que guardar esos delicados objetos. Los del Departamento de Seguridad podían forzar la cerradura de un maletero sin ningún esfuerzo.
La puerta de su habitación estaba entreabierta y la luz, encendida. Entró. Piet y Dickie estaban tumbados tranquilamente en la cama, uno a cada lado. Había ropa y papeles tirados por el suelo.
Piet bostezó y encendió un nuevo cigarrillo.
—¿Siempre viajas con tan poco equipaje, Cooper?
—Es una secuela del ejército —dijo Emmanuel—. ¿Habéis venido a que os preste una corbata limpia, o son calzoncillos almidonados lo que estabais buscando?
—¿Y tu cariño por los viejos soldados? —preguntó Dickie—. ¿También es una secuela?
Emmanuel cogió una silla y se sentó.
—Lo confieso: llegué al grado de comandante poniendo el culo ante todos los generales aliados. ¿Qué más queréis saber?
—No hemos venido a hacer preguntas —dijo Piet—. Hemos venido a decirte algo.
—Soy todo oídos.
—De aquí a un par de días lo vamos a saber todo sobre ti, Cooper —dijo Piet a través de una cortina de humo—. Qué bebes. A quién te estás tirando. Dónde te compras esas corbatas de mariquita. Lo vamos a saber todo.
—Bebo té con leche, sin azúcar. whisky solo. Agua cuando tengo sed. No me he tirado a nadie desde que mi mujer se volvió a Inglaterra hace siete meses, y me compro las corbatas de mariquita en Belmont Menswear, en la calle Market. Preguntad por Susie, os ayudará a encontrar la talla extra grande.
—Está bien que tengas sentido del humor —dijo Piet—, te va a hacer falta.
—¿Cuando os atribuyáis el mérito de cualquier arresto?, ¿o cuando me carguéis a mí con un mal resultado?
La sonrisa de Piet era como una raja abierta en su cara llena de marcas de acné.
—En cualquier caso, tú y tu novio Van Niekerk os vais a arrepentir de haber intentado haceros con un pedazo de nuestra investigación.
—Pensaba que habíais venido a mi habitación porque queríais ser mis amigos. ¿Entonces no os quedáis a dormir esta noche?
Dickie se puso colorado.
—No me extraña que tu mujer te dejara.
—Eres tú el que ha venido a mi habitación sin que nadie te haya invitado —dijo Emmanuel—. ¿Te lo has pasado bien revolviendo entre mi ropa interior, Dick?
Dickie se levantó de un salto.
—Siéntate —le ordenó Piet—. Tengo que decirle unas cosas a Cooper.
—Adelante, amenázame —dijo Emmanuel. Se estaba haciendo tarde y ya se había hartado del Departamento de Seguridad.
—Mañana a las siete de la mañana vamos a ir a la finca de King. Tú nos vas a enseñar la cabaña. Después te vas a encargar de investigar la historia del mirón. Todas las demás vías de investigación son nuestro territorio.
—Sólo sois dos —señaló Emmanuel.
—No —le corrigió Piet—. Los chicos de aquí, Hepple, Shabalala y Uys, formarán el resto de nuestro equipo.
A Emmanuel no le costó nada interpretar la información. El Departamento de Seguridad le estaba dejando fuera del caso oficialmente.
—Me alegra ver que todavía hay gente que va de visita a las casas —dijo mientras Piet y Dickie metían sus enormes cuerpos por el estrecho hueco de la puerta. Piet se paró y tiró al jardín la colilla encendida de su cigarro.
—Te voy a decir cómo acaba esto, Cooper. Si entorpeces nuestro trabajo, me voy a enterar, y Dickie te va a dar una paliza que te va a poner tu cara inglesa del revés. Es una promesa.
Emmanuel cerró la puerta al Departamento de Seguridad. Notó que le faltaba el aire en el pecho. Contuvo las ganas de recoger su ropa desperdigada, meterla en la maleta y regresar a su piso de Jo’burgo. Estaba en Jacob’s Rest bajo las órdenes del inspector Van Niekerk. La decisión de irse no le correspondía a él.
—Jódelos vivos —era el sargento mayor con un amable consejo de medianoche—. Entra a matar. No hagas prisioneros.
Emmanuel miró al techo. Había esperado no volver a oír al escocés y sus descabelladas opiniones después de lo de la carretera.
—Coge la barra de desmontar neumáticos. Que prueben el sabor del acero.
Emmanuel se tocó el chichón. Le dolía la cabeza, pero no tanto como para provocar un episodio de delirios. Se puso cinco pastillas blancas en la palma de la mano y se las tragó con agua. Volvió a tumbarse. La voz se iría en cuanto hiciera efecto la medicación.
El escocés continuó con su bombardeo:
—Utiliza el factor sorpresa. Acaba con ellos antes de que ellos acaben contigo.
—Estamos en tiempos de paz —no se molestó en contestar en voz alta. Sabía que el sargento mayor le oiría perfectamente—. Ya no es legal asesinar a gente.
—¿Y entonces qué vas a hacer?
El sargento mayor se había quedado sin recursos, ahora que la fuerza bruta no era una opción.
—Resolver el caso —dijo Emmanuel—. Encontrar al asesino.
—Mmm… —La perspectiva de una solución pacífica desconcertó al escocés—. ¿Y cómo vas a hacer eso?
—Todavía no lo sé.
—¿Tienes algún plan?
—Todavía no.
—Ya…
La voz del sargento mayor se fue apagando, perdiéndose en la oscuridad.
Los dibujos del techo cambiaron cuando el viento movió el árbol que había al otro lado de la ventana. ¿Resolver el caso? Eso era fácil de decir, pero ¿qué tenía? Un par de muchachas mestizas que se hacían pasar por blancas, un padre y un hijo que se divertían con putas baratas y un astuto joven blanco aficionado al whisky y a la dagga. Eran noticias sustanciales en un pueblo pequeño, pero no podían compararse con las pruebas contundentes que había permitido que le quitaran en la cabaña. ¿Y quién le había dejado la nota con el nombre de King en plena noche? ¿El asesino o alguien que estaba intentando favorecer la investigación?
—Tienes el calendario.
El sargento mayor consiguió abrirse paso a través del torrente de medicación.
Era verdad, tenía el calendario. Pero ¿cómo iba a cruzar la frontera sin llamar la atención de Piet y su matón?
—Duérmete —le ordenó el sargento mayor arrastrando las palabras—. Yo te mantendré los perros a raya.
La oscuridad le envolvió y Emmanuel fue flotando hasta un granero tiznado que ardía lentamente a media luz. El sargento mayor estaba sentado delante de las ruinas, rodeado por una docena de soldados con uniformes raídos y ensangrentados. Uno de los soldados se volvió hacia Emmanuel. Su cara no era más que carne lacerada y huesos destrozados.
—Todos mirando hacia mí —ordenó el sargento mayor—. Acercaos, muchachos, vamos a hablar de la bebida y de los polvos. Y de las mujeres y los hijos y el hogar. Nuestro amigo Cooper necesita un sueñecito.
El soldado con la cara destrozada se echó a reír. La compañía se agrupó en torno al sargento mayor. Emmanuel cerró los ojos y se quedó dormido.