10.
Princesa Tartia

La princesa Tartia tarareaba una canción mientras se empolvaba la nariz. Se estaba haciendo tarde y la hechicera aún no había llegado. ¡Una auténtica hechicera! Si verdaderamente tenía poderes mágicos podía utilizarlos a su favor. Tendría que mencionar la causa de su descontento, como el brazalete de diamantes en forma de corazón que le había regalado su esposo en lugar del que tenía forma de lágrimas, o el vestido sin guantes y medias a juego.
En cuanto la hechicera se percatara de esas cosas, le haría un conjuro a su marido para volverlo más generoso y atento con sus gustos.
La princesa se miró en el espejo. Parecía recatada y sensata. No quería parecer extravagante.
Bajó para esperar a la hechicera y se encontró con su esposo. Le echó una mirada recelosa.
—Me gustaría oír lo que la hechicera tiene que decir —le explicó él, encogiéndose de hombros.
Había captado todas sus indirectas, pero por experiencia sabía que el descontento de su esposa solía llevarla al suyo propio, así que estaba muy interesado en lo que la hechicera tenía que decir.
—Yo os lo contaré todo después —le aseguró su esposa—. Seguro que tenéis cosas que hacer.
—No —dijo él, con una sonrisa seca.
La princesa se la devolvió con frialdad.
En el momento justo, Harmonia tocó el timbre.
—Creo que a la hechicera le apetecerá un refrigerio —sugirió la princesa—. ¿Querido, podríais traerle algo?
—Claro, mi amor, pero comer a esta hora del día le estropearía la cena.
La princesa se mordió el labio y esbozó otra fría sonrisa.
—¡Qué considerado!
Él sonrió de verdad y, agarrándola por la espalda, le dio un beso en la frente.
—Entonces algo de beber —insistió la princesa.
—¿No os acordáis? —le dijo él mirándola a los ojos—. No tenemos nada de beber.
—Un poco de agua…
—No tengo hambre ni sed —dijo Harmonia finalmente.
Estaba desconcertada con esa pareja. Sin duda había una lucha de poder entre ellos, pero… ¿Cuál era la causa?
La princesa Tartia no se dio por vencida y probó una nueva estrategia. Agarró a la hechicera del brazo y la llevó a la sala de estar.
—Mirad el precioso brazalete que me regaló mi esposo —retorció el brazo todo lo que pudo para mostrárselo—. Al principio quería diamantes con forma de lágrima, pero mi esposo los eligió con forma de corazón. Creo que también son bonitos. ¿Qué os parecen?
Harmonia pensó que la joven era un tanto descarada.
—Creo que es muy bonito —le dijo—. Si me disculpáis, no voy a sentarme. Tengo mucho que hacer y debo marcharme pronto.
Se puso a buscar algo en el bolso.
—Oh, pero quisiera hablaros de tantas cosas… ¿No podéis quedaros unos minutos? —esbozó una sonrisa irresistible, pero no tendría que haberse molestado porque Harmonia no había levantado la vista.
—Ah, aquí está.
Sacó un pequeño joyero negro del bolso.
—¿Qué es eso?
La hechicera se lo entregó al príncipe.
—Dentro hay una anguila dorada y un anillo mágico. La anguila dorada es para la princesa y el anillo es para vos.
El príncipe abrió la caja y la princesa se quedó boquiabierta.
—Una anguila dorada mágica —repitió la joven, maravillada. Ya estaba imaginando todos los deseos que podría concederle.
—¿Y qué hacemos con ellos? —preguntó el príncipe.
—En cuanto os pongáis el anillo sabréis qué hacer.
La princesa estaba tan contenta que le dio un abrazo a la hechicera. Las palabras de la hechicera confirmaron su hipótesis.
Desde ese momento su esposo sabría qué regalarle poniéndose el anillo mágico.
—Gracias —le dijo a la hechicera.
Harmonia no pudo aguantar la risa.
—Es un placer —le dijo con toda intención y se marchó sin más.
—Bueno —le dijo la princesa Tartia a su esposo—. ¡Poneros el anillo!
Él sentía una gran curiosidad, así que se puso la joya. Sin embargo, no se sintió diferente y no tardó en entender cómo se usaba el anillo y la anguila.
—¿Y bien? —dijo ella.
—Tenéis que poneros la otra parte.
—¡Claro! Tiene lógica —le dijo, impaciente.
Extendió la mano hacia él.
—Tened cuidado. Es… delicada.
La sonrisa se desvaneció del rostro de la joven.
—¿Qué queréis decir?
—Tenéis que ponérosla dentro.
—¿Dentro? —repitió ella, y al ver la expresión de sus ojos se quedó estupefacta—. ¿Qué?
—Es cierto. Es la única forma. Estoy seguro.
Ella titubeó un poco más. Había cierta lógica en que la anguila mágica comunicara sus deseos desde dentro… Y sin embargo…
—Muy bien —le dijo finalmente—. Dádmela y me la pondré.
Él sonrió.
—Tengo que ser yo quien os la ponga —al ver su mirada levantó las manos—. Lo entenderéis todo después.
—De acuerdo.
La princesa se subió la falda y se bajó la ropa interior. El príncipe se arrodilló, sujetándole las caderas con una mano mientras insertaba la anguila mágica con la otra. En cuanto la anguila dorada entró en contacto con el sexo suave de la princesa cobró vida y desapareció dentro de ella. El príncipe miró a la joven.
—¿Sentís algo?
—No siento nada en absoluto.
Los príncipes se miraron durante unos segundos, esperando que ocurriera algo. La joven deseó el brazalete de diamantes con forma de lágrimas con todas sus fuerzas, pero él no parecía captar el mensaje.
—¿Tenéis que hacer algo para que funcione? —le preguntó ella.
Él suspiró.
—Está funcionando.
—¿Y?
—¿Y qué?
—¿No sentís el deseo de hacer algo por mí? —le preguntó con una sonrisa picara.
Él sonrió al ver su egoísmo infantil.
—Tengo algunas ideas, pero antes de que digáis nada más, debo advertiros…
—¿No estáis viendo una imagen de algo brillante en vuestra mente?
—Mirad. No sé qué creéis que pasará, pero el anillo y la anguila…
—¿Algo brillante y con forma de lágrimas?
—Dejadme terminar.
—¿Me vais a comprar el brazalete de diamantes con forma de lágrimas o no?
—¡Princesa!
—Oh, decidme qué tengo que hacer para conseguir mi brazalete.
Exasperado, el príncipe tocó el anillo y un momento después la princesa sintió un dolor punzante en la entrepierna que la hizo gritar. Era como si la pequeña anguila hubiera soltado una descarga por todo su cuerpo. Al principio le dolió y después escocía, pero al final comenzó a palpitar con un cosquilleo sutil. Le llevó unos minutos alcanzar la última fase y no sabía cuánto duraría. Era como si le vibrara la entrepierna.
La princesa miró a su esposo sin entender nada. Se había olvidado del brazalete por completo y estaba terriblemente, dolorosamente excitada.
—¿Lo veis ahora? —le preguntó él.
—No… No lo entiendo.
—La anguila no es un medio para conseguir lo que deseáis, sino que os cambia la actitud.
—¿Qué?
Era imposible entender con la entrepierna hinchada de deseo vibrante.
—Os cambia la actitud. De ahora en adelante, cuando queráis cambiar intimidad marital por regalos, esto me ayudará a haceros cambiar de opinión.
—¿De ahora en adelante?
—Bueno, hasta que ya no lo necesitéis.
Él se le acercó, pero ella se apartó.
—¿Intimidad marital…?
Estaba empezando a comprender la situación y la atracción que sentía por él la mortificaba mucho.
—Sí, ya sabéis. Vuestros pequeños trucos para conseguir lo que deseáis.
—No vais a poder cambiar eso.
—Eso está por ver.
—Me voy a sacar esa anguila.
—Yo no lo intentaría si fuera vos.
Ella no le hizo caso y se subió la falda. Metió un dedo y empezó a palparse en busca de la anguila.
—¡Ah! —exclamó, pero en cuanto la tocó se escabulló y le lanzó otra descarga. La princesa gritó y sacó el dedo como si se lo hubieran quemado.
La princesa Tartia volvió a experimentar esa cadena de sensaciones otra vez y cuando por fin llegaron el escozor y los palpitos, miró a su esposo con ojos desesperados.
—Ayudadme.
El príncipe se dio cuenta de que sus palabras eran verdaderas.
—¿Y yo qué gano?
Ella lo miró como si la hubiera abofeteado.
—Pensaba que era lo que queríais.
—Bueno, eso es subjetivo. Creo que vuestra situación es más urgente que la mía. Y por tanto quiero que me demostréis cuánto me deseáis esta vez.
—Por favor —susurró ella.
Nunca había pensado que llegaría a rogarle que le hiciera el amor.
—¿Cuánto lo deseáis? —le preguntó él.
—No… No lo sé.
—Veamos… —dijo, desabrochándose los pantalones—. La última vez que os pedí que me comierais con la boca, pensabais que debía demostraros cuánto lo deseaba… Con un precioso anillo de esmeraldas, si no recuerdo mal.
Ella lo miró en silencio, preguntándose cómo podía ser tan cruel como para negarle el alivio que necesitaba.
—¿Y bien? —dijo él, enseñándole su miembro excitado.
La princesa se dio cuenta de que no tenía elección.
—Esperad. Primero quitaros la ropa. Quiero ver vuestro cuerpo —le dijo él.
Ella hizo lo que le pedía rápidamente, y no dejó de mirarlo a los ojos ni un segundo. Se puso de rodillas y empezó a comerle el miembro. Al principio lo hizo sin ganas, pero al cabo del tiempo se dio cuenta de que no estaba tan mal, usando lengua y labios para darle placer.
—Eso es —murmuró él, haciendo que su carne palpitara más deprisa—. Más adentro.
De repente necesitaba que la deseara tanto como ella a él y se entregó por completo a la tarea.
—Suficiente —dijo él y la hizo ponerse a cuatro patas—. Tocaros —le ordenó y se quedó detrás para ver cómo se satisfacía a sí misma.
Ella metió una mano entre sus piernas y empezó a frotarse bajo la mirada de su esposo. La joven se acariciaba con la intención de atraerlo, separando los pequeños labios y abriéndose a él.
—Os necesito —murmuró, impaciente.
—No estoy muy convencido. Primero enseñadme dónde os gusta que os toquen.
La princesa apuntó con el dedo a la abertura de su sexo.
—Quiero que me toquen aquí. ¡Por favor!
—Primero quiero ver cómo lo hacéis vos.
—¿Qué?
—Sin duda debéis de saber cómo daos satisfacción a vos misma.
Ella lo miró sin entender nada y él se sorprendió mucho.
—Acostaros boca arriba —le dijo y ella obedeció—. Ahora separad las piernas. Así —le dobló las rodillas.
Con las puntas de los dedos empezó a acariciarle la entrepierna hasta que encontró el apéndice carnoso que estaba justo encima de su abertura. Presionó la carne excitada con un dedo y comenzó a moverlo adelante y atrás. La princesa Tartia se quedó sin aliento.
—Eso es —le dijo él—. Ahora relajaros y disfrutad.
El frotamiento parecía disipar y aumentar la tensión de la princesa al mismo tiempo. Sus dedos la calmaban y cada vez estaba más cerca de un lugar desconocido. En poco tiempo la joven comenzó a sacudir las caderas a un lado y a otro. Nunca había estado tan excitada y desinhibida. La necesidad era muy grande y el placer que él le daba muy intenso. Pero cuando estaba al borde del precipicio, el príncipe se detuvo repentinamente.
La princesa lo miró, horrorizada.
—No paréis —le suplicó.
—Quiero que hagáis algo por mí. Juntaros los pechos.
Ella protestó, pero hizo lo que le pedía.
—Me daréis placer mientras yo os lo doy a vos.
Ella se sujetó los pechos mientras él se frotaba entre ellos adelante y atrás. Ella recordaba habérselo ofrecido a cambio de… ¿Qué era? Ya no podía recordarlo. Los dedos de su esposo habían comenzado a acariciarla nuevamente y tenerlo entre los pechos no parecía tan desagradable. En realidad le gustaba. Era excitante ver acercarse su pene erecto.
Los dedos del príncipe le hicieron sentir lo que él sentía con un frotamiento rítmico que le hizo sacudir las caderas más y más rápido. Ella lo observaba, fascinada, mientras machacaba sus pechos. Recordaba haberle pedido otro regalo por dejar que el volcán hiciera erupción sobre su rostro, pero en ese momento aquello le parecía la cosa más erótica que podía imaginar. Abrió la boca para decírselo, pero no pudo sino gritar de placer. Con sólo pensar en ello vibró con una avalancha de sensaciones maravillosas. Todo su cuerpo se estremeció con el impacto del orgasmo. Su respuesta provocó una reacción inmediata en el príncipe, que empujó una última vez antes de disparar el líquido caliente sobre su cara.
Esa noche la princesa Tartia preparó una cena suculenta a su esposo.
—Quiero que me saquéis la anguila —le dijo cuando terminaron de cenar.
Él la miró con escepticismo.
—He aprendido la lección. He pensado mucho en ello y ahora entiendo cómo os sentíais cuando yo os… manipulaba de esa manera.
El príncipe se quedó asombrado ante la confesión, pero no estaba muy convencido.
—¿Os molesta tener la dentro?
—Bueno, no. Pero no me gusta. Me da miedo.
—¿Qué te da miedo? Si realmente habéis aprendido la lección, la anguila no debería preocuparos.
—Pero sí me preocupo.
—Quizá no os guste el rumbo que han tomado las cosas. Quizá temáis que yo sea tan cruel como vos lo fuisteis en el pasado.
Ella guardó silencio y él se echó a reír.
—Prometo no aprovecharme de vos, princesa. Usaré la anguila con moderación.
Sus palabras la hicieron montar en cólera. La princesa se puso en pie bruscamente y huyó de la habitación.
Más tarde, cuando su esposo se acostó a su lado, la princesa Tartia se estremeció con una mezcla de ansiedad y expectación. Quería que le hiciera lo que le había hecho por la mañana, pero no sabía cómo pedírselo. La sensación de deseo no era tan intensa, pero aun así era muy desagradable tener que depender de él.
El príncipe se inclinó sobre su esposa y le apartó el cabello de la cara.
—¿Os sentís mejor? —le preguntó con un susurro.
—Os deseo.
El príncipe intentó ver la verdad en su mirada. Entonces la agarró de las mejillas y le dio un beso efusivo. Ella lo abrazó en busca de un beso más apasionado y lo consiguió. Cuando separaron sus bocas estaban sin aliento.
—Ya veis —le dijo ella—. Ya no necesito la anguila mágica.
Al oírla el príncipe la miró con frialdad.
—Entonces… Habéis cambiado, ¿no? —le dijo con ironía.
—¿Qu…qué?
—Todavía seguís siendo igual de astuta. Casi me convencéis, pero tenéis que aprender unas cuantas cosas todavía.
—¡Oh! No quería decir eso —sus ojos se llenaron de lágrimas, pero ya no podía conmoverlo así.
Antes de que pudiera detenerlo, el príncipe había tocado el anillo mágico.
—¡No! —gritó ella.
El shock le recorrió las entrañas con una intensidad que la hizo saltar de la cama y apretó los muslos para calmar las sensaciones que siguieron. Era como si la torturaran con agujas y alfileres en su zona más vulnerable. La joven bajó la mano para frotarse donde su marido lo había hecho antes. Eso la alivió un poco, pero necesitaba más.
—Oh, no —oyó decir a su esposo mientras le agarraba los brazos por encima de la cabeza y la tumbaba en la cama—. No os aliviaréis hasta que yo quiera.
Las lágrimas caían por las mejillas de la princesa.
—Lo siento, lo siento… —exclamó una y otra vez.
Se retorció debajo de él, no para escapar, sino para frotarse contra él en un intento por calmar el deseo que palpitaba entre sus piernas.
—Pequeña zorra —murmuró él, besando sus mejillas cubiertas de lágrimas—. Creo que tenéis que aprender lo que se siente cuando se desea.
Aunque su propio cuerpo también lo pedía a gritos, él sabía que tenía que hacerla sufrir un poco.
—Por favor, escuchad —le dijo ella.
—¿Queréis que os satisfaga? —le preguntó él.
—Sí —susurró.
—¿Pagaréis un precio por ello?
—¿Cuál es vuestro precio?
—¿Lo pagaréis, princesa?
—Sí, lo que sea.
Pero todavía la amaba. ¿Cómo podría hacerla sufrir?
—Mi precio es que vos también me deis placer.
Esa vez la princesa abrió los ojos y miró a su esposo. Sus lágrimas ya no eran de dolor, sino de alegría.
—Sólo decidme cómo queréis que lo haga —le dijo ella.
—¿Seguro que no sabéis lo que más me gusta? —le recordó él.
La princesa se sentó encima del pecho del príncipe, de espaldas a él y con su cara entre las piernas. Comenzó a frotarle el miembro con la mano mientras le chupaba la punta. Apoyó todo su peso en las piernas y la barriga para que él pudiera disfrutar de ella con comodidad. Gimió aliviada al sentir la lengua de su marido en su sexo excitado.
Se acariciaron como más les gustaba, y repartieron las dosis de placer por igual, esforzándose por dar tanto placer como recibían. Muy pronto sus cuerpos guiaban al otro, de forma que todo lo que necesitaban era la fricción sobre sus miembros erógenos. La princesa sabía que no tardarían en alcanzar el clímax, pues ésa era la postura favorita del príncipe. Meter la cabeza entre las piernas de su esposa mientras ella se tragaba su erección. Cada vez que lo hacían la princesa conseguí una joya nueva, pero ésa era la primera vez que lo hacía por placer. Ella supo cuándo estaba listo para aliviarse y deseó probar su sabor. Por fin, cuando sintió el líquido caliente dentro de la boca, su propio cuerpo se estremeció con un orgasmo magnífico.
En los momentos siguientes la joven podría haber gritado de júbilo. ¡Darle placer a su marido le había satisfecho de igual forma! Por fin se sintió como una verdadera esposa.
Sin embargo, a la mañana siguiente un nubarrón de preocupación se cernió sobre ella. Seguía pensando en la anguila, pero no se atrevió a mencionárselo a su esposo. Aparte de eso, se sentía feliz y contenta, y podía disfrutar de la compañía de su marido más que nunca. Lo fue a ver a la hora de la comida para cenar con él.
Como era de esperar, a la princesa Tartia le encantaba ir de compras y entre los restaurantes de la ciudad había muchas tiendas. Mientras caminaba por la calle del brazo de su marido, vio unos maravillosos pendientes de rubíes en un escaparate y perdió el juicio. Con aquella exquisita joya en mente, volvió a las andadas.
—Oh, Dios —gritó de pronto, apretando el brazo de su marido—. ¡Qué no daría por esos pendientes!
Se volvió hacia él y le echó una mirada sugerente, lamiéndose los labios con toda intención. Él la miró con ojos serios, pero ella no tuvo tiempo de disculparse pues ya había tocado el anillo mágico.
Para su desgracia, la princesa recibió la descarga en mitad de la calle. Se aferró al brazo de su marido e intentó esconder las lágrimas, así que el príncipe se la llevó a un callejón oscuro. Cuando llegaron al rincón más solitario del callejón el dolor había remitido y sólo quedaba un deseo palpitante. La princesa intentó desesperada tocarse la entrepierna, pero el príncipe le agarró la mano y se la sujetó detrás de la espalda.
—¿Todavía queréis los pendientes?
—¡No!
—Los queríais hace un minuto.
—Sí.
—¿Y ahora queréis otra cosa?
—¡Ya sabéis lo que quiero!
—Sí. Y el precio es el mismo que el de esos pendientes.
—No… No entiendo.
—¿No os acordáis de lo que cuestan un par de pendientes con piedras preciosas? —le preguntó con burla.
Ella trató de concentrarse. Sí, recordaba un par de pendientes similares. De pronto se quedó sin aire y se ruborizó hasta la médula al recordar lo que le había ofrecido por ellos. Pensar en ello la horrorizaba tanto como la excitaba.
—Por favor.
—Aquí y ahora.
Ella miró alrededor. No había nadie en la calle, pero no pensaba que fuera capaz de hacerlo.
—Si me ayudáis con… este problema, os prometo que lo haré en cuanto lleguemos a casa.
—Es que yo también quiero placer ahora.
—No podéis estar hablando en serio. Alguien podría vernos.
—Nadie nos verá.
Las palpitaciones en la entrepierna de la princesa Tartia se habían vuelto insoportables.
—¿Y vos… me ayudaréis también? —le preguntó.
—Después de vos.
El príncipe la soltó. La princesa Tartia se subió la falda y, tras quitarse la ropa interior, se inclinó hacia delante sobre un muro y dejó al descubierto el trasero.
Cuando volvió a hablarle la voz del príncipe sonaba distinta, más grave y ronca.
—Abrid más las piernas.
Ella obedeció y pronto sintió su miembro dentro de ese lugar prohibido que le había ofrecido a cambio de los regalos más caros.
Nunca le había gustado hacer eso por su marido, porque era un tanto desagradable que la penetraran de esa forma. Sin embargo, en esa ocasión la incomodidad la hizo arder de deseo. No le proporcionó ninguna satisfacción, sino que sólo agravó su frustración. Ella gimió con agonía, moviendo las caderas al sentir escalofríos de placer contenido. Los pensamientos que pasaban por su cabeza la atormentaban más y más. Alguien podría llegar a ese callejón en cualquier momento, o quizá los observaran desde un rincón oscuro. Las embestidas rítmicas de su marido, que se daba placer mientras ella sufría… Incluso el frío de la pared bajo sus manos lanzaba ondas de deseo doloroso que le recorrían la entrepierna.
El príncipe estaba disfrutando de la sumisión de su esposa, pero al final se dio cuenta de su dilema. No tenía ninguna prisa por terminar, pero también sabía lo frustrante que podía llegar a ser esa necesidad insatisfecha.
—Meted la mano entre las piernas, princesa Tartia.
Ella obedeció sin rechistar.
—¿Sí?
—Buscad el lugar donde os toqué ayer.
—Sí, lo he encontrado.
—Ahora frotadlo como hice yo —puso su mano sobre la de ella y le enseñó cómo—. ¿Lo veis? Así.
La princesa Tartia apoyó la cabeza sobre la pared y se frotó con vigor. Sus caderas se balanceaban adelante y atrás en sincronía con las embestidas de su esposo. Él comenzó a penetrarla con más fuerza y rapidez y ella se excitó tanto que pronto llegó al éxtasis. Parecía que cada segundo de espera había dado intensidad a su orgasmo, y cuando por fin llegó pensó que iba a desmayarse.
Como de costumbre, verla llegar al clímax desencadenó la explosión del príncipe y la embistió por última vez con un grito desgarrado.
La princesa Tartia quedó afectada por la experiencia. El cuerpo no dejó de temblarle mientras se ponía la ropa interior y se colocaba la falda.
—Quiero irme a casa —le dijo.
—Vamos a comer antes.
Ella asintió, a pesar de sentirse muy vulnerable.
Se sentaron a la mesa del restaurante y no dijeron ni palabra durante unos minutos.
—Iba a disculparme —dijo ella, repentinamente—. Cuando vi los pendientes… Iba a disculparme al darme cuenta de lo que había dicho.
—¿Por qué lo hacéis?
—No lo sé.
—Si queréis algo, pedidlo sin más, o mejor aún, pensad en cómo conseguirlo vos misma. ¿Cómo podemos cambiar las cosas para que consigáis lo que queréis sin tener que… hacer tratos?
—Empiezo a pensar que no se trata de las cosas que quiero.
—Me gusta daos placer. Lo sabéis —le dijo y puso una pequeña cajita forrada en terciopelo gris sobre la mesa.
Dentro estaban los pequeños pendientes de rubíes.
—¿Cómo…?
—Soy capaz de mucho más de lo que imagináis —dijo él sonriendo.
La princesa sonrió y le devolvió el regalo. Había lágrimas en sus ojos.
—No los quiero, pero gracias.
—Pero yo quiero que los tengáis. Quiero que penséis en este día cuando os los pongáis.
—¿Queréis alguna otra cosa? —le preguntó ella, bromeando.
—Quiero que disfrutéis siendo mi esposa.
Y fue en ese momento cuando la princesa Tartia supo que amaba a su esposo. No quería que su relación estuviera basada en un intercambio de regalos y favores. Ella también deseaba que él disfrutara siendo su esposo y así se lo hizo saber.
Así, los príncipes empezaron de cero y los zapatos de la princesa nunca más sufrieron daños. Aun así, el príncipe tardó tres días más en decidirse a quitarle la anguila mágica, pero llegado el momento la princesa había cambiado de idea y aún la lleva puesta.