5.
Princesa Dreadia
La princesa Dreadia sonrió con timidez
desde el otro lado de la mesa. Había preparado una comida digna del
mejor paladar, con la esperanza de compensar otras deficiencias
como esposa. Amaba mucho a su esposo y quería ser merecedora de su
amor.
¿Pero por qué sufría tanto? La vida le
había dado todo lo que deseaba. ¿Por qué no podía olvidar el pasado
y disfrutar del presente? ¿Qué pensaría su marido si realmente
supiera las cosas que pasaban por su mente? ¿Qué pensaría si
supiera cómo se sentía realmente?
Nunca debía saberlo. La princesa Dreadia se
levantó de un salto y fue a servirle más café. Casi derramó la
bebida cuando llamaron a la puerta.
—Debe de ser la hechicera —dijo el príncipe
con entusiasmo—. Esto va a ser interesante.
Al principio las palabras de la maga le
habían sorprendido mucho, pero procuró restarle importancia. Él era
testigo de la devoción incondicional de su esposa, aunque fuera un
tanto remilgada en la cama. Pero no era nada que el tiempo no
remediara porque su esposa lo amaba y hacía todo lo posible por
satisfacerle. Además, él siempre había sido un tanto escéptico, y
todo la historia de los zapatos debía de ser una estratagema de la
hechicera para ganarse el favor del rey.
No obstante, sería curioso oír lo que tenía
que decir.
El príncipe se sorprendió al ver la
rutilante belleza de Harmonia. En la distancia sólo se distinguía
su pelo color plata, pero al mirarla de cerca destacaban sus ojos
alertas y unos labios traviesos. Su piel resplandecía y la larga
cabellera rubia le caía sobre los hombros en ondas interminables.
El príncipe quedó impresionado.
La hechicera lo había observado con igual
atención y sonrió con disimulo al ver su reacción.
En la cocina conoció a la princesa, que
también quedó impresionada al ver a la hechicera. Harmonia se
acercó a la joven lentamente. Había algo en sus ojos que la puso en
alerta al momento. Le agarró las manos y al mirarla a los ojos
sintió compasión por el dolor que manaba de la joven mujer.
—Es maravillosa, ¿verdad? —dijo el
príncipe, malinterpretando la reacción de la hechicera—. Es
imposible no quererla.
La hechicera permaneció en silencio un
momento y dejó caer las manos de la princesa.
—Vamos. Sentémonos un momento.
El príncipe las condujo a una elegante sala
de estar preparada para la ocasión. La lumbre ardía en el hogar
acogedor.
—Espero no haberos infravalorado —dijo
Harmonia, dirigiéndose al príncipe—. Porque voy a necesitar vuestra
ayuda.
El príncipe miró a la hechicera, extrañado.
No tenía ni idea de lo que quería decir.
—¿Ayuda?
—Con el dilema de la princesa. ¡Oh, claro,
no tenéis ni idea! —añadió, sorprendida.
—Un momento —dijo el príncipe y se
levantó.
—Oh, querido. No tenemos tiempo para esto.
Por favor, sentaos y dejadme terminar —entonces se dirigió a la
princesa—. ¿Queréis mejorar, princesa Dreadia?
La princesa miró a su esposo. Ella también
se sentía confusa, pero no era por las preguntas de la hechicera.
¿Cómo había averiguado su secreto la hechicera? Se sonrojó y
contestó sin mirar a su esposo.
—Sí.
—¿Mejorar en qué sentido? —preguntó el
príncipe.
—Pronto lo sabréis —respondió la hechicera,
agarrándole la mano un instante en señal de consuelo. Entonces se
volvió hacia la princesa—. Debéis confiar en vuestro marido, porque
vais a necesitar su ayuda —dijo y sacó del bolso una pequeña
botella decorada con cuentas brillantes.
Se la entregó a la princesa.
—Cuando estéis preparada para emprender el
viaje, debéis dársela al príncipe. Y no perdáis tiempo —se puso en
pie y miró al príncipe—. Vuestro esposo me acompañará a la
puerta.
La princesa Dreadia se quedó de piedra,
esperando a su marido. Él tardó más de lo normal. ¿Qué le estaba
diciendo Harmonia? ¿Cuánto sabía? La princesa miró la botella que
tenía en la mano. ¿Qué había dentro? ¿Cómo podría ayudarla su
esposo?
Cuando éste volvió, parecía algo triste.
Sin embargo, se sentó junto a su esposa y sonrió. La miró a los
ojos y tomó su mano.
—Las cosas van a mejorar.
—No sé qué tengo que hacer.
—Juntos lo averiguaremos. Quizá sería mejor
si lo dejamos para la noche. Será mejor resolver los asuntos más
apremiantes. —con un beso y un abrazo, la dejó seguir con sus
quehaceres.
La princesa Dreadia siguió el consejo de su
esposo y se mantuvo ocupada. Por fin el día llegó a su fin y la
princesa cenó con su esposo.
—Confío en que estéis lista y dispuesta,
amor mío, como lo estoy yo, para resolver este problema.
La princesa susurró la respuesta y su
corazón empezó a latir con fuerza.
—Sí.
El príncipe tomó su fría mano y la condujo
al dormitorio. Su determinación llenó de confianza a la
joven.
Ya en los aposentos, el príncipe extendió
la mano hacia su esposa.
—¿Tenéis algo para mí?
Con manos temblorosas ella le entregó la
pequeña botella, que resplandecía a la luz de las velas.
—Os sentiréis mejor dentro de poco.
El príncipe puso la botella en una mesa y
se acercó a su esposa. Lentamente empezó a quitarle la ropa. La
princesa se llevó una sorpresa y titubeó un instante. Él puso las
manos sobre las mejillas de la joven y la miró a los ojos.
—¿Confiáis en mí?
Sin apartar la vista, la princesa asintió
con un gesto y él la desvistió por completo. Después le dio un beso
en la frente.
—Ahora acostaros en la cama.
Mientras la princesa se tumbaba en la cama,
el príncipe agarró la botella que le había dado la hechicera. La
abrió cuidadosamente para no derramar ni una gota y se echó un poco
en la mano. Enseguida sintió un cosquilleo en la palma y el brazo.
Quizá fuera mágico después de todo.
La princesa lo observó mientras se acercaba
y pronto sintió sus manos cálidas y suaves sobre la piel. El
príncipe empezó a masajearle brazos, hombros y cuello con aquel
ungüento, avanzando por el torso de la joven hasta llegar a los
pechos, el estómago y las caderas. El cosquilleo empezó en la
superficie de la piel y poco a poco penetró hasta los huesos. Su
esposo siguió masajeando con más vigor y la princesa se dejó llevar
por aquella sensación agradable.
—Eso es —le dijo el príncipe. Relajaros.
Estáis segura conmigo.
El príncipe estaba excitado, pero ignoró
sus propios deseos en pos de su esposa.
—Hay algo que me habéis ocultado —le dijo
finalmente.
Ella guardó silencio y él se acercó un poco
más.
—¿Me oís, princesa? —le dijo al oído.
Ella asintió.
—Os ocurrió algo. Contádmelo.
—Fue… Tengo miedo…
El príncipe siguió masajeándole la piel con
aquel aceite maravilloso. Poco a poco el ungüento y las caricias
del príncipe surtieron efecto y los recuerdos afloraron a la
memoria de la princesa Dreadia.
El príncipe quedó muy afectado al enterarse
del sufrimiento de su esposa, pero trató de esconder sus emociones.
Ya que sabía de qué se trataba, tenía que hacerla hablar de ello,
con todo detalle. Sería muy desagradable para ambos, pero eso la
ayudaría a pensar y hablar de ello libremente. Tan sólo era un
recuerdo y nada más.
El príncipe le hizo muchas preguntas a su
esposa, y cuanto más la incomodaba, más insistía. En un momento
dado deslizó las manos entre sus piernas.
—¿Os tocó aquí? —le preguntó.
Ella respondió que sí.
—No volverá a tocaros de nuevo —le aseguró
su marido.
Hablar de ello de forma tan natural parecía
inapropiado al principio, pero pronto se hizo evidente que, aunque
fuera desagradable revivir el incidente, cada detalle del que
hablaban aliviaba el sufrimiento de ambos.
Así que continuaron hablando de lo
ocurrido, sin perder detalle. El príncipe le hizo todas las
preguntas que pasaron por su imaginación. ¿Qué había pensado en
aquel momento? ¿Qué le hubiera gustado hacer? ¿Qué haría si
volviera a pasar?
La conversación continuó hasta bien entrada
la noche y el príncipe siguió untando a su esposa con aquel aceite
de la verdad.
Cuando estaban demasiado cansados para
seguir charlando, el príncipe le preparó un baño y la lavó él
mismo. Después la acostó en la cama y la abrazó hasta que se quedó
dormida.
Finalmente el príncipe se apartó de su
esposa durmiente y miró al techo, incapaz de pegar ojo.
A la mañana siguiente la princesa Dreadia
se despertó sola. El príncipe la había dejado. ¿Lo había hecho para
no avergonzarla o para no tener que mirarla? ¡Se lo había dicho
todo! Una ola de angustia y vergüenza azotó todo su ser, pero a
pesar de todo se alegró de haber hablado de ello. Entonces recordó
las palabras de la hechicera. Ella le había dicho que debía confiar
en su esposo. Quizá era eso lo que tenía que hacer. ¿No había
resultado ser digno de confianza hasta ese momento?
Decidida, la princesa se vistió y fue en
busca de su esposo. Desde ese momento en adelante haría frente a
sus miedos, pasara lo que pasara.
Resultó que el príncipe la estaba esperando
en la cocina. Le había preparado el desayuno.
—Venid a comer —le dijo con una sonrisa—.
Vais a necesitar todas vuestras fuerzas.
Ella asintió gran curiosidad.
—¿Y para qué?
—Tenemos algo importante que hacer
hoy.
La princesa trató de sacarle algo más
durante el desayuno, pero no tuvo mucho éxito.
Cuando terminaron el príncipe la llevó al
enorme salón. Todos los muebles estaban en un rincón.
—Y ahora, princesa, sois una mujer y no
podéis ser tan fuerte como un hombre, pero hay cosas que sí podéis
hacer para protegeros ante un ataque. Yo voy a enseñaros
cómo.
Ella se puso a la defensiva de
inmediato.
—Entonces me culpáis a mí.
—Escuchad, princesa. No creo que tengáis la
culpa porque no está bien que un hombre ataque a una mujer
indefensa. Sin embargo, creo que si hacéis algo al respecto,
recuperaréis la confianza. No creo que tenga nada de malo.
Por alguna razón ella deseaba estar
enfadada y no quería atender a razones. ¿Por qué tenía que hacerlo?
Él vio su mirada obstinada y la agarró de los hombros.
—Sea como sea, tenemos que hacer todo lo
posible para resolver el problema.
Ella suspiró con reticencia.
—¿Y qué queréis que haga?
Él se puso serio de inmediato y le enseñó
todos los puntos débiles masculinos. En breve la princesa comenzó a
interesarse por todo lo que le estaba contando su esposo.
Al cabo del tiempo, la clase se relajó un
poco y la pareja empezó a forcejear de broma.
De pronto el príncipe la sujetó con fuerza
y antes de lo que esperaba la princesa se encontró tumbada en el
suelo bajo el peso de su cuerpo macizo.
—Debéis entenderlo, princesa. Lo que os he
enseñado hoy no sirve de mucho frente a un ataque. También debéis
evitar circunstancias peligrosas.
Indignada y molesta, la princesa esbozó una
sonrisa irónica.
—¿Me estáis diciendo que era un poco
temeraria antes? ¡No fue mi culpa!
—Digo que podéis controlar la situación, en
vuestra mente, por lo menos, si tomáis las precauciones adecuadas.
Os sentiréis más segura si lo hacéis.
La princesa pensó en ello durante un
momento y suspiró.
—Vale. En realidad, he tenido más cuidado
desde aquello.
El príncipe le dio un beso en la
frente.
—Buena chica.
Entonces notó que su esposo se había
excitado durante el juego. Sin embargo, él trataba de contenerse
para darle tiempo.
—¿Y qué es lo siguiente? —le preguntó ella
con energías renovadas.
—Nada más, de momento. Esta noche
repetiremos el ritual de anoche.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Porque lo dice la hechicera. Por eso. Y
francamente, yo estoy de acuerdo. Yo creo que una persona debería
hacer frente a sus miedos hasta que ya no tenga nada de qué
temer.
—¿Es que no debería tener miedo de algo
así?
—Quisiera que dejarais de tergiversar todo
lo que digo —le dijo, irritado—. Nadie sabe lo que ocurrirá en el
futuro, y nuestras opciones son limitadas. Me refiero al terror
desmesurado que sentís. Todo ha terminado. Es sólo un recuerdo y no
voy a dejar que condicione el resto de nuestra vida juntos.
—¡Vos no lo vais a conseguir! —dijo ella,
presa de una ira fácil.
—Mirad, princesa, me prometisteis que lo
intentaríais. Dejad de discutir y no pongáis más obstáculos. Me lo
debéis a mí y a la hechicera. Y, sobre todo, os lo debéis a vos
misma. ¿Queréis que vivamos con eso por el resto de nuestras
vidas?
—¡No! Claro que no.
—Bueno, entonces, querida mía, espero que
no dejéis que acabe con nuestras vidas —con esas palabras la dejó a
solas.
Ella soltó el aire con frustración. Aquello
iba a ser más difícil de lo esperado.
Y sin embargo, cuando llegó la hora de
empezar con aquel ritual, la princesa se dio cuenta de que era más
fácil de lo esperado. No tenía tanto miedo como la noche anterior y
estaba deseando sentir las manos aceitosas de su esposo sobre la
piel.
El príncipe le frotó el ungüento sobre el
cuerpo con entusiasmo hasta sentirse excitado. En su mente podía
ver las cosas que quería hacer con ella una vez hubieran dejado
atrás aquella pesadilla.
Esperó a que estuviera totalmente relajada
para sacar el tema una vez más y una vez la animó a hablar de
ello.
La princesa contestó las preguntas de su
marido mecánicamente, con mucha menos emoción que la noche
anterior. Tan sólo sentía un profundo odio por el hombre que la
había ultrajado de aquella vil manera. No era más que un cobarde
que nunca se habría atrevido a hacerle frente a un hombre como su
esposo.
—A mí también me gustaría conocerlo —le
dijo el príncipe en voz baja y furiosa.
Una vez más hablaron hasta altas horas de
la noche y el príncipe la bañó. Entonces la abrazó hasta que se
quedó dormida. En cuanto a él, no durmió demasiado bien porque su
cuerpo sentía un deseo que sólo podía satisfacer la princesa
Dreadia.
En los días siguientes el príncipe siguió
instruyendo a la princesa y durante la noche practicaron aquel
ritual liberador. En la cuarta noche, la princesa empezó a
aburrirse. Los masajes eran maravillosos, pero estaba cansada del
mismo tema. En algún momento se había dado cuenta de que le había
dado demasiada importancia a aquel incidente y no merecía la pena
hablar tanto de ello. ¡Sin duda podían hacer algo más
divertido!
Esos pensamientos hicieron despertar a la
princesa. Había curiosidad y deseo donde antes había miedo y
rechazo.
La magia del ungüento había surtido efecto
y la princesa hizo una confesión inesperada.
—Siento un cosquilleo entre las
piernas.
El príncipe se paró en seco al oír esas
palabras y entonces deslizó las manos por la entrepierna de la
joven.
—¿Queréis decir aquí?
—Oh… ¡Sí!
El príncipe no sabía qué hacer. Si hacía
algo incorrecto corría el riesgo de estropearlo todo, pero apenas
podía reprimir las ganas de hundir un dedo en su sexo húmedo.
—Os deseo más que a nada en el mundo, pero
tengo que saber qué es lo que deseáis.
—No lo sé —confesó ella—. No sé cómo
disfrutar de esto —suspiró mientras se frotaba contra sus dedos—.
¿Qué debo hacer? ¿Cómo puedo obtener el mismo placer que vos?
Aunque el príncipe desconocía la respuesta
a esas preguntas, estaba encantado al ver que su esposa le había
confiado el más íntimo de sus secretos sin más.
—¿Dónde os gusta que os toquen? —le
preguntó.
—Hay un pequeño lugar… —comenzó a decir
ella, con timidez.
El príncipe le dio un beso en los labios y
siguió acariciándola.
—Enseñádmelo.
Con cuidado, la princesa guió su mano hasta
ese punto y apretó sus dedos contra el pequeño capullo carnoso que
disparaba espasmos de placer por todo su cuerpo al mínimo
roce.
El príncipe empezó a frotar el apéndice con
sutileza, guiándose por la respuesta de su esposa. Ambos estaban
bajo el influjo del ungüento porque emprendieron la búsqueda de los
secretos de la princesa con inocencia.
—Oh, Dios —exclamó la princesa.
El príncipe captó el mensaje.
Su aliento caliente sobre la piel hinchada
disipó todas sus inhibiciones. La princesa respiró hondo al sentir
la lengua del príncipe abriéndose paso dentro de ella, chupando y
lamiendo con movimientos expertos. Mientras tanto, la estimulaba
con los dedos. El príncipe no tardó en advertir que al frotar esa
carnosidad de forma continua podía llevarla al clímax del placer,
de la misma forma que el frotamiento repetitivo de su propio
miembro lo llevaba al orgasmo.
El príncipe continuó deslizando la lengua
por la abertura de su esposa, deteniéndose de vez en cuando para
meterla dentro.
La excitación del príncipe creció sin
control al sentirla contonearse y gemir bajo su cuerpo, así que
siguió adelante con más vigor que nunca.
De pronto una ola inesperada de exquisito
placer recorrió las entrañas de la princesa, haciéndola
estremecerse. El torrente extático parecía manar de los dedos de su
marido, alcanzando cada rincón de su ser. Ella se dejó llevar por
el remolino de pasión y pronto quedó varada en los confines de la
realidad. Todo lo que quedó fue un sentimiento de gozo que la llevó
al borde de las lágrimas.
La princesa miró a su esposo. Se sentía
completamente abierta a él, húmeda y suave. Todo lo que quería era
sentirlo dentro de ella. ¡Cuánto placer, cuánta felicidad! Su
marido derramó su espíritu dentro de su ser y ella supo cómo se
sentía. Era maravilloso satisfacerle.
Aquella noche resultó ser el comienzo de
una nueva vida para la princesa Dreadia y su esposo, y nunca
dejaron de descubrir nuevas formas de darse placer el uno al
otro.
Y en caso de que os preguntéis qué pasó con
los zapatos de la princesa, nunca más volvieron a aparecer
deshechos al despuntar el alba.