Prólogo

Hace mucho, mucho tiempo, cuando en el mundo habitaban demonios y magos, vivió un rey que no tenía hijos. En su lugar fue bendecido con doce hermosas hijas, doce princesas cuya belleza era objeto de admiración en todo el reino. Todas ellas eran de naturaleza curiosa y comedida, alegre y cálida. Para su padre no había nada más importante que ellas, y se interesaba por todas y cada una de sus actividades e inquietudes.
Cuando las princesas crecieron, fueron desposadas y abandonaron el castillo, pero ninguna de ellas se fue muy lejos, y el rey continuó cuidando de ellas, creyendo que conocía todas sus inquietudes.
Un buen día un extraño rumor llegó a oídos del rey; un rumor que estaba en boca de todos. Se decía por todo el reino que hacían falta cuatro reinos para comprarles zapatos ya que al día siguiente de haberlos comprado ya estaban deshechos. No importaba que estuvieran hechos de un material resistente, o que la costura fuera de primera calidad, o que estuvieran perfectos cuando las princesas se los quitaban por la noche… A la mañana siguiente siempre estaban hechos pedazos. Sin embargo, las princesas eran las primeras en sorprenderse ante semejante fenómeno.
En cuanto se enteró de las excentricidades de sus hijas, el rey las llamó a la corte. Ellas confirmaron los rumores, pero no pudieron darle una explicación. El rey, siempre orgulloso de sus habilidades, discutió el caso con sus hijas y los esposos de éstas. ¿Acaso eran sonámbulas? Enseguida llegaron a la conclusión de que no era posible. ¿Acaso otra persona se ponía los zapatos por la noche? Eso también resultó ser imposible, ya que habían empezado a guardarlos bajo llave. ¿Acaso estaban hechos con materiales defectuosos…?
El rey siguió interrogando a las jóvenes pero no lograron arrojar luz sobre aquel raro fenómeno.
Al principio el monarca estaba intrigado, y desconcertado, pero con el paso del tiempo, aquel misterio empezó a socavar su sentido de la lógica y del orden. Todas las noches cabalgaba hasta las casas de sus hijas para examinarles los zapatos, que siempre estaban en perfectas condiciones. Sin embargo, a la mañana siguiente, mostraban el desgaste propio de años y años de uso.
La impotencia que sentía alimentó la determinación del monarca, que se pasaba día y noche investigando el asunto. Sólo descansaría tras desentrañar el secreto que encerraban los zapatos de sus hijas. Poco a poco, tanto esfuerzo la pasó factura y finalmente proclamó un decreto en el que ofrecía la mitad del reino al que resolviera el misterio. No obstante, el rey supo mantener a los timadores a raya añadiendo una cláusula específica. Quien intentara resolver el misterio y fracasara, lo pagaría con su vida.
Al principio una gran cantidad de hombres valientes aceptó el desafío, pero todos fracasaron en su empeño y perdieron la vida. Así, hubo un tiempo en que las princesas se levantaban cada mañana pensando en el próximo caballero inocente que daría su vida. Sus infancias felices parecían alejarse por momentos. Sin embargo, con el paso del tiempo el número de hombres dispuesto a arriesgarse fue disminuyendo y el misterio de los zapatos de las princesas se convirtió en un mero tema de conversación, para todos excepto el rey.
Un día llegó al reino una hechicera llamada Harmonia Brist. Venía de muy lejos, de donde ya no apreciaban sus poderes de percepción y curación, y había parado en busca de comida y cobijo.
La hechicera Brist no había pasado mucho tiempo en el reino cuando el asunto de los zapatos llamó su atención. Aquello la intrigó profundamente y escuchó con gran interés las historias que contaban el tabernero y sus hijas. Cuando ya le habían dicho suficiente, la hechicera se puso de pie.
—Enséñeme el camino a palacio, por favor, pues me gustaría resolver el misterio —dijo.
Todos los presentes se quedaron boquiabiertos y dejaron sus quehaceres de inmediato. El mismo tabernero cerró el negocio y se ofreció para llevarla ante el rey. Por el camino la multitud creció y los curiosos se volvían a su paso para preguntar qué estaba ocurriendo. En cuanto conocían las intenciones de la hechicera se unían a la procesión. Todos los habitantes de la ciudad dejaron sus casas y fueron tras la hechicera rumbo a palacio.
Por fin la procesión llegó a su destino y la hechicera fue recibida con pompa y ceremonia, como era de esperar. Fue acomodada en una de las habitaciones de la torre del castillo mientras esperaba la llamada del rey. Todas las princesas recibieron una invitación para un gran festín. Había transcurrido mucho tiempo desde que el último hombre valiente había perdido la vida intentando resolver el misterio y todo el mundo estaba lleno de expectación.
En unos pocos días llegó la gran noche, pero a pesar de la bebida, la música y el jolgorio, todos los invitados estaban impacientes por oír a la hechicera. Todos excepto el rey, que ya había abandonado la esperanza de desentrañar el secreto. No deseaba que se perdieran más vidas, y mucho menos la de esa mujer. La observaba sorprendido mientras ella disfrutaba de la fiesta. ¡Hasta el más bravo de los hombres se habría mostrado nervioso! Parecía tan segura de sí misma y convencida, que el monarca no había dejado de pensar en ella ni un momento. Sentía que no debería haberla dejado aceptar el reto, y que tenía que disuadirla a toda costa. Perder la vida no merecía la pena y las probabilidades de que resolviera el misterio eran casi nulas. Otros magos y hombres sabios ya habían fracasado en el intento. Y sin embargo, el rey no hacía más que preguntarse cómo pensaba resolverlo.
Así pues, el monarca retrasó el gran momento todo lo que pudo mientras decidía qué hacer. Finalmente se hizo un poco tarde y la hechicera se le acercó.
—¿Tenéis un momento, Alteza? —le dijo, como si ella fuera de la realeza.
La sala estaba llena de gente, pero en ese instante todos enmudecieron.
—Por supuesto —dijo él, sorprendido ante tanta insolencia.
—Estoy impaciente por hablar del misterio. ¿No es ésa la razón por la que estamos hoy aquí?
Todos los invitados contuvieron el aliento y las princesas se miraron con temor.
—Seré tan directo con vos como lo habéis sido conmigo —le dijo el rey, que había empezado a simpatizar con la hechicera—. Se me han quitado las ganas de conocer la respuesta después de tantas muertes. No quiero mandar a otro a la tumba, y menos a una mujer.
—¿Entonces habéis derogado el decreto?
—Bueno… Oficialmente no he…
—¿Habéis rechazado a otros candidatos? —le preguntó, interrogándolo con gran desparpajo.
—No —dijo el rey, con la sangre hirviendo.
Pero no quiso decirle que lo habría hecho de haber sido necesario. Hacía mucho tiempo desde que el último temerario había perdido la cabeza y el rey había supuesto que todo el mundo lo había dado por imposible. Pero el rey desaprobaba ese tono autoritario y no tenía por qué darle explicaciones a alguien tan grosero.
Harmonia siguió adelante, ajena a su mal humor.
—¡Ah! —exclamó—. ¡Entonces este reino también tiene miedo de aceptar el desafío de una mujer! —un murmullo llenó la habitación, pero Harmonia estaba demasiado molesta como para notarlo.
¿Cómo iba a tener éxito si no le daban las mismas oportunidades?
Resulta que el rey siempre se había considerado un gran defensor de las mujeres. Había reformado leyes para beneficiar al sexo femenino a instancias de sus adoradas hijas.
El monarca se puso en pie y miró fijamente a la hechicera, recuperando así su autoridad.
—Harmonia Brist —dijo—. Aceptaré el reto, pero será bajo mis condiciones, no las vuestras —una vez más se hizo el silencio en la habitación—. Vuestra valentía es digna de elogio, pero no voy a aceptar condiciones que no apruebo. Los errores del pasado ya no tienen remedio, pero… —se tomó su tiempo para deliberar—. Si todavía deseáis resolver el misterio, podéis hacerlo con total libertad y, si tenéis éxito, lo que más deseéis de mi reino será vuestro.
Harmonia se quedó sin palabras y miró al rey con incredulidad.
—¿Y bien? —dijo el rey—. No me hagáis esperar. ¿Qué les pasa a los zapatos de mis hijas?
La hechicera se recuperó inmediatamente, consciente de esta nueva oportunidad. Se puso erguida y miró al rey a los ojos. Habló alto y claro.
—Los zapatos son sólo un síntoma del malestar de las princesas. Sienten nostalgia y no logran adaptarse a su nueva vida de casadas. El poder de sus deseos más íntimos las hace reunirse todas las noches para bailar y ahuyentar los pesares. Aquí, en el castillo, tal y como solían hacer antaño.
El silencio se hizo ensordecedor. La tensión se podía cortar con unas tijeras.
—Una respuesta muy ingeniosa —dijo el rey—. Me alabáis diciendo que mis hijas echan de menos su vida aquí conmigo. Oh, ojalá pudiera tenerlas siempre conmigo. Pero han de casarse y dejar el palacio. Sin embargo, me habéis insultado insinuando que mis hijas vuelven a mis espaldas. ¿Acaso no sabéis que las vigilamos todas las noches? ¡Nunca han abandonado la cama durante la noche!
La hechicera permaneció impasible y sonrió.
—No podéis ver a vuestras hijas cuando vienen porque entran por la puerta de sus deseos secretos y permanecen aquí gracias al poder de la nostalgia. Por alguna razón, todo se manifiesta a través de sus zapatos.
—Parece que no sois una hechicera insensata —dijo el rey—. Habéis dado una explicación que no se puede probar.
—La prueba son las zapatillas gastadas.
—¡Habéis dado una respuesta que no se puede probar!
—¡Padre! —exclamó la más joven de las princesas—. ¡Es cierto! Yo lo he soñado.
De pronto un murmullo de voces inundó la sala. La joven princesa se volvió hacia sus hermanas, que parecían confusas.
—Os pido perdón si mi explicación no es suficiente —dijo la hechicera, alzando la voz—. Pero os aseguro que la cura será de vuestro agrado.
—¿La cura? ¿Queréis decir que podéis hacer que los zapatos no aparezcan deshechos por la mañana?
—Claro. ¿Acaso me habría arriesgado si no pudiera?
—Si lográis lo que decís, habréis resuelto el misterio —afirmó el rey—. ¿Y cuál es la cura?
—Es distinta para cada una de las princesas. Tengo que verlas por separado. Después de haber seguido mis recomendaciones durante una semana, sus zapatos estarán intactos por las mañanas.
—¡Que así sea! Tenéis una semana.
Una gran ovación sacudió a la multitud y así surgió una nueva esperanza. La celebración continuó toda la noche, pero a la mañana siguiente los zapatos de las princesas volvían a estar deshechos…