6.
Princesa Femina

—Os toca preparar la cena esta noche —le dijo la princesa Femina a su marido.
—Claro —dijo él con entusiasmo—. ¿Qué os apetece?
—No sé. Elegid vos —miró el reloj y suspiró—. Si hubiera sabido que la hechicera llegaría tan tarde, no me habría pasado toda la mañana esperándola.
—Tiene que visitar a todas vuestras hermanas. Nada más y nada menos que doce en total.
—Eso de que estamos descontentas… ¿Cómo podríamos no estarlo, siendo mujeres casadas? La institución del matrimonio está diseñada para el beneficio de los hombres… Y no os ofendáis.
Él permaneció en silencio.
—Espero que no sea una de esas anticuadas que esperan que me someta al poderío de los hombres después de haber luchado tan duro para llegar a ser lo que soy —añadió la princesa.
El príncipe suspiró.
—Quizá deberíamos oír lo que tiene que decir antes de sacar conclusiones.
—Ya sé cómo va a resultar todo esto.
—Es una mujer —le recordó el príncipe—. Y tiene una profesión.
—Sí, bueno. Ya veremos.
—Sí, ya veremos. En breve, porque creo que se acerca alguien.
En ese momento sonó el timbre de la puerta y el príncipe fue a recibir a la invitada.
La princesa la recibió con altivez y recelo, y la hechicera no tardó en advertir su actitud. Sacó una manzana verde del bolso.
—Esto es perfecto para vosotros —les dijo.
La princesa la agarró primero.
—¿Una manzana? —preguntó con curiosidad.
—Una manzana mágica —dijo la hechicera.
El príncipe miró la fruta con interés. ¿Cómo podía ser una manzana mágica? ¿Acaso era una manzana envenenada?
El príncipe sacudió la cabeza ante esa idea absurda. Eso sólo ocurría en cuentos de hadas. Y sin embargo, la imagen de su esposa durmiendo dulcemente…
—¿Tenemos que comerla alguno de los dos? —preguntó él.
—Los dos debéis comerla.
—¿Puedo saber en qué consiste esa magia antes de probarla? —preguntó el príncipe.
—Claro. En cuanto comáis la manzana vuestros espíritus cambiarán de cuerpo.
—¿Qué? —exclamaron los dos al unísono.
—Yo esperaba que a vos, princesa, os encantara la idea.
—Bueno, claro, pero… ¿Cuánto tiempo tendremos que estar así?
—Para siempre, si queréis. Sin embargo, si decidís que no os gusta estar en el cuerpo del otro, el hechizo puede invertirse si probáis la manzana por segunda vez.
—No sé —dijo el príncipe, indeciso—. Lo hago si vos queréis —le dijo finalmente.
La princesa pensaba lo mismo.
—Vale.
Levantó la manzana con las manos y la sostuvo entre ambos. Los dos dieron un paso adelante sin dejar de mirarse a los ojos y mordieron la fruta mágica.
En cuanto hundió los dientes en la carne de la fruta, la princesa se encontró mirándose a sí misma desde los ojos de su esposo. Era tan extraño mirarse desde esa perspectiva… muy distinto de mirarse al espejo. El príncipe, desde su propio cuerpo, la miraba con asombro.
—Oh, una cosa más… —dijo la hechicera—. Debéis esperar al menos veinticuatro horas antes de volver a morder la manzana. De lo contrario podríais quedar así para siempre.
—¿Qué? —exclamaron los dos.
—Buena suerte, queridos —les dijo con una risita y abandonó la casa.
Los príncipes apenas notaron su ausencia pues no podían dejar de mirarse el uno al otro.
—¡No me lo puedo creer! —dijo él.
—¿Es real?
La princesa tomó consciencia de su nuevo cuerpo. ¿Era sólo su imaginación o se sentía más fuerte? Una gran calma se apoderó de ella.
El príncipe también se sintió diferente. Se había vuelto más ligero y pequeño.
—Es increíble —admitió Femina—. ¿Qué creéis que espera la hechicera?
—No lo sé, pero parece que vamos a tener veinticuatro horas para averiguarlo. Será interesante.
—Me pregunto qué deberíamos hacer.
—Creo que debemos seguir con nuestras cosas como de costumbre, ocupando el lugar del otro.
—¿Queréis que vaya a trabajar en vuestro lugar? —le preguntó ella, horrorizada.
—Sí. Eso es lo que quiero decir. No puedo tomarme el día libre. Tengo que estar allí a mediodía. Además, vos me habéis dicho muchas veces que deseabais tener una vida como la mía, así que será una buena experiencia para vos.
—Pero ni siquiera sé lo que hacéis.
—Qué curioso. Yo sí que sé lo que vos hacéis. ¿Eso no os dice nada?
La princesa estaba demasiado molesta para contestarle.
—¿No creéis que es mejor si yo, quiero decir vos, os ponéis enfermo?
Él suspiró y trató de calmarse. Su nueva voz sonaba muy aguda y estridente, pero no podía evitarlo.
—Aunque no suelo discutir con vos cuando empezáis con la cantinela de lo importante y difícil que es vuestro trabajo, comparado con el mío, la realidad es que no puedo escabullirme así como así y posponer las cosas como hacéis vos. Tendréis que hacer un esfuerzo y… Fijaros en lo que hacen los otros.
—No pue… No creo que funcione.
—Escuchad. Si pierdo mi trabajo lo perdemos todo. ¿Recordáis que lo que vos ganáis es vuestro y lo que gano yo es de los dos? ¡Eso significa que paga todo esto! —agitó las manos para señalar todo alrededor.
—Ah, ahí está. Vos ganáis más y por eso vuestro trabajo es más importante.
—Mirad. ¿No sentís la más mínima curiosidad en saber lo que hago todos los días? ¿O es que tenéis miedo de no ser capaz de hacerlo?
—Yo puedo hacer todo lo que hacéis vos.
—Bien. Entonces no hay más que hablar. Os veo esta noche —le dio un beso, la llevó hasta la puerta y le dio con ella en las narices.
La princesa Femina se volvió, llena de rabia. ¿Qué podía hacer? Si volvía a la casa tendría que admitir la derrota. Si no iba a trabajar en lugar de su marido, él nunca se lo perdonaría.
La verdad era que sabía lo suficiente sobre ese trabajo como para estar segura de que no quería hacerlo, pero sólo sería un día. ¿Qué daño podría hacerle?
Veinte minutos después la princesa suspiró. El trabajo era duro y monótono, la conversación insípida. Los compañeros de su marido no hacían más que hablar de métodos de construcción y no había nada que despertara su interés. Los músculos de su esposo protestaban a pesar de estar acostumbrados al esfuerzo. Sólo quería tomarse un descanso. Además, los otros trabajadores habían empezado a echarle extrañas miradas, e incluso le habían preguntado si estaba enferma.
Sería un milagro si conseguía llegar al final del día. Tenía que forzar cada movimiento y, en cambio, su esposo nunca se quejaba al llegar a casa. ¿Acaso era posible que le gustara? No, eso era imposible. ¿Pero entonces cómo lo hacía? De pronto recordó una conversación que habían tenido.
—Nada es imposible —le había dicho ella—. Habéis usado la palabra «imposible», pero realmente queréis decir «desagradable».
Ella se había salido con la suya entonces, pero… ¿Acaso tenía él razón? Si él podía hacerlo días tras día… ¿No sería capaz de hacerlo ella, ya que tenía su musculatura? ¿Necesitaba algo más que fuerza bruta para hacer ese trabajo tan arduo?
—Necesito que uno de vuestros hombres lleve un mensaje a la oficina principal —oyó decir a un capataz.
La princesa Femina vio la oportunidad perfecta para escabullirse y estuvo a punto de caerse para llamar la atención del hombre. Tiró al suelo las herramientas y gritó a todo pulmón.
—¡Yo lo haré! Aquí. ¡Yo iré! —no le importaba que todo el mundo la mirara.
Sonrió con felicidad al acercarse al capataz.
—Yo soy su hombre —le dijo con una risita—. ¡Encantado de ayudar!
Y así, la princesa Femina escapó de aquel trabajo duro.
Mientras tanto, el príncipe llegó a la oficina de la princesa Femina. Sería interesante averiguar cómo era un día normal de trabajo para ella. En cuanto entró en la oficina se vio rodeado de tres señoritas que no hacían más que agarrarlo y hablar a la vez.
—No os vais a creer…
—Estoy deseando contaros…
—Dejadme deciros…
—Un momento —dijo él, levantando las manos—. ¿Qué ha pasado?
—Lo ha dicho —dijo una de las mujeres con el rostro serio.
Las tres se quedaron mirando a la princesa en silencio.
—¿Quién dijo qué? —preguntó el príncipe.
Las mujeres se echaron a reír.
—Vamos, tonta. Os daré todos los detalles jugosos.
Lo llevaron a una sala y empezaron a preparar café y aperitivos.
—Seguí vuestro consejo al pie de la letra —siguió diciendo la mujer—. Y por fin, ayer por la noche, él lo dijo.
—¡Lo dijo! No querréis decir «te quiero» —el príncipe estaba alucinado.
—¡Sí! Fue tan romántico… Deberíais haber visto lo mucho que le costó.
—¡No quiero oírlo! —dijo el príncipe.
—¿Qué? —dijeron las tres mujeres al unísono.
—Creo que no deberíais hablar de momentos privados como si no fueran más que una anécdota. Tengo muchas cosas importantes que hacer como para sentarme a escuchar tonterías.
Las mujeres la miraron boquiabiertas y el príncipe abandonó la habitación sin más.
Sacudió la cabeza y entró en la oficina de la princesa Femina. Enseguida vio las fotos de la familia por doquier y sonrió. Tomó la página de arriba de su lista de tareas. Tuvo que leerlo dos veces para creérselo. ¿Cómo se atrevían? No era de extrañar que su esposa se quejara.
Se dirigió a la oficina del jefe.
—¿Tenéis un momento? —dijo al entrar por la puerta.
—Claro, Femina —dijo el jefe, pero ella ya había tomado asiento—. Por supuesto.
—¿Cómo están los niños?
El príncipe agitó la mano y el jefe arqueó las cejas en señal de sorpresa.
—Están bien —dijo la supuesta princesa—. Escuchad, quiero hablar de esta tarea.
—Oh, no tenéis que consultar conmigo. Confío en vos.
—Podríais confiar en un mono para esto. Seguro que tenéis algo mejor que esto.
—No estoy de acuerdo —le dijo con una sonrisa—. Esta tarea es extremadamente importante para nosotros.
El jefe miró para otro lado y por primera vez en su vida el príncipe comprendió la frustración de su esposa.
—Mirad —le dijo mirándolo a los ojos—. No sé lo que es estar en vuestro lugar, pero si me dejáis hacer algo más importante no os defraudaré. Os doy mi palabra.
El jefe de la princesa apartó la vista una vez más y suspiró.
—Ya hemos hablado de esto —parecía nervioso—. He tratado de ser justo, pero yo doy la cara por tareas incompletas.
—Claro. Y yo os doy mi palabra de que no lo defraudaré si me dais una oportunidad.
El jefe parecía escéptico.
—De acuerdo —buscó en un montón de papeles y sacó una página—. Echadle un vistazo a esta tarea a ver qué os parece.
—Gracias.
—Nunca he dudado de vuestras habilidades, Femina.
El príncipe volvió a la oficina y leyó la tarea con atención. Sin duda era mucho más interesante y estimulante que la anterior. A la princesa Femina le encantaría. En pocas horas había logrado lo que a ella le había llevado meses hacer. Quizá así viera que las oportunidades estaban ahí si realmente estaba dispuesta a esforzarse más.
Con esa idea en la mente, el príncipe decidió emplearse a fondo para completar la tarea y en poco tiempo se entregó de lleno a ello. Un rato después se le acercó una de las mujeres que había conocido al llegar. Ella se le acercó con recelo.
—Tenéis un invitado —le dijo fríamente.
—¿Quién es? —preguntó el príncipe, pero la mujer ya se había ido, así que fue tras ella.
Lo llevó a una habitación en la que estaba su hija pequeña con la institutriz.
—¿Qué ocurre?
—Son los pulmones de nuevo —dijo la cuidadora.
—¿Sí?
—Entonces nos vemos mañana —concluyó la empleada y se dispuso a marcharse.
—Un momento. No podéis iros así. Tenéis que llevárosla con vos.
—Creí haber dejado bien claro que no puedo cuidar de la niña cuando esté enferma —dijo la institutriz con firmeza—. No puedo arriesgar mi propia salud.
—Claro que no, pero no creo que esto sea contagioso.
Su hija padecía de los pulmones, pero no era un peligro para los que la rodeaban.
—En cualquier caso, tengo que atenerme a las reglas —dijo la institutriz—. No sé por qué tenemos esta conversación cada semana.
—¿Cada semana? —repitió el príncipe—. ¿Tenemos esta conversación cada semana?
—Vuestra hija tiene estos brotes muy a menudo, como bien sabéis. Siempre terminamos hablando de lo mismo.
—Ya veo —miró a su hija y el corazón le dio un vuelco—. Gracias —le dijo a la institutriz—. Podéis iros.
Tomó a la pequeña de la mano y la llevó a la oficina de su mujer.
—Bueno, parece que hoy vamos a pasar el día juntas.
—No nos vamos a quedar aquí, ¿verdad? Me prometisteis que no tendría que quedarme aquí de nuevo —le dijo su hija.
—Sentaos un ratito —le dijo él con un beso.
Entonces le dio un abrazo y sintió que lo invadía un sentimiento de vergüenza y remordimiento. La soltó de inmediato. No podía dejarla allí mientras terminaba de trabajar, pero tampoco podía ir a ver al jefe y explicarle que no podía terminar la tarea. ¿Qué podría hacer?
—Sabéis que no podéis tenerla aquí —oyó decir a alguien desde la puerta.
Era la mujer de antes. Parecía estar de mejor humor.
—No sé qué hacer —admitió él—. Yo pedí esta tarea personalmente y ahora tengo que terminarla.
—Yo creía que habíais dejado eso. ¿Qué os hizo meteros en esto de nuevo, sabiendo lo que pasaría?
—¿Esto ha pasado antes?
La mujer se echó a reír y sacudió la cabeza.
—Algunas nunca aprenden.
—No quiero que pierda su trabajo.
—¿Qué?
—Quiero decir, yo. No quiero perder mi trabajo.
—¿Pero qué os pasa? Sabéis que eso no ocurrirá. Nuestros puestos estás asegurados porque somos mujeres —el príncipe la miró estupefacto—. En cualquier caso, seguro que él sabía que esto pasaría y debe de tener a alguien que os cubra, por si acaso.
El príncipe se limitó a asentir con la cabeza y miró la tarea que acababa de empezar. Era lo que más le gustaba a su mujer, pero tenía otra prioridad en ese momento. Su hija. Ella lo miraba fijamente, esperando que dijera algo. De pronto se avergonzó de discutir ese tema delante de ella. Sabía que la princesa Femina nunca habría dejado que su hija se sintiera incómoda en una situación así.
—Quedaros aquí un momento —le dijo a la niña y volvió a la oficina del jefe de su esposa.
Esa vez se quedó en la puerta.
—¿Algún problema? —le preguntó el jefe con amabilidad.
—Yo… Mi hija no se encuentra bien.
—Ya veo. Lo entiendo y espero que vuestra hija se mejore pronto.
—Lo siento. Estaba empezando a disfrutar de la tarea. Mis notas podrían ser de ayuda para el que continúe el trabajo.
—Eso no será necesario, pero gracias.
El príncipe tenía la cara encendida cuando salió de la oficina del jefe.
—Venid conmigo —le dijo a la niña y abandonaron el edificio.
Se alegraba de haber salido de allí. Tener hijos y un empleo era ir directamente hacia el fracaso, como decía su esposa.
—Vamos a jugar a un juego. Vos vais a ser la mamá y yo voy a ser la niña enferma.
Su hija se echó a reír.
—¿Y por qué vamos a hacer eso?
No podía decirle que no tenía la menor idea de lo que hacía su madre en esas circunstancias, así que inventó una respuesta rápida.
—Porque será divertido.
—Vale.
Y así, el príncipe pasó el resto del día aprendiendo a cuidar de una niña enferma.
A esa hora la princesa estaba llegando a su destino. Entró en una oficina elegante, donde la recibió una mujer de cara pálida.
—Tengo un mensaje para vos —dijo Femina y le entregó la misiva.
Entonces se sentó en la silla más próxima. Quizá pudiera entablar conversación con aquella mujer y retrasar el momento de volver. La observó mientras leía la nota.
—Genial —dijo la mujer, enojada.
—¿Malas noticias? —preguntó Femina.
La mujer la miró con ojos de pocos amigos.
—No creo que sea asunto vuestro.
La princesa Femina se ofendió de inmediato.
—¡Bueno! No hay por qué ser tan grosera. Sólo trataba de ser amable.
La mujer la fulminó con la mirada y Femina se marchó sin más.
Horas más tarde, llegó el jefe de su marido y se dirigió hacia ella.
—¿Qué le habéis dicho a la señora Hardgrave? —le preguntó sin más preámbulo.
—¿Quién?
—Mi secretaria.
—Apenas hablé con ella. Fue tan sumamente desagradable que me marché en cuanto pude.
—Bueno, lo ha demandado a vos y a la compañía. Y ha dejado la oficina, alegando abusos y acoso.
—¿Qué? ¡Eso es…! Fue muy grosera y poco profesional, y yo se lo hice saber. Eso es todo.
—Yo sé que es difícil trabajar con la señora Hardgrave, pero desde que el rey publicó el nuevo decreto sobre los derechos de las mujeres, promovido por sus hijas y por su esposa en particular, ellas pueden hacer lo que les venga en gana.
—¡Eso no es cierto!
—Basta de bromas. Vos, más que nadie, sabéis lo que es guardarse las opiniones para sí. ¿Por qué demonios le dijisteis algo así a la señora Hardgrave?
—Se lo dije porque es la verdad —dijo la princesa Femina, colérica—. Y se va a llevar una buena si no dice la verdad.
El jefe la miró horrorizado.
—¿Estáis enfermo? A lo mejor os habéis vuelto loco.
—Tengo que hablar con el rey.
Era tarde cuando la princesa llegó a casa. Por suerte su padre había resuelto el asunto de la señora Hardgrave. Había sido difícil convencerlo de que era ella y explicarle el incidente con la empleada. ¿Qué le habría pasado de no haber sido la hija del rey? Estaba tan cansada y hambrienta que se desplomó en su diván favorito y los ojos se le cerraron involuntariamente.
—Estáis aquí —oyó decir a alguien.
—Mm.
—Supongo que no recordáis que os tocaba hacer la cena.
La princesa lo sintió caer junto a ella sobre el sofá. Su propio rostro la miraba con ojos de cansancio. Se echó a reír.
—¿Vos también?
—Digamos que ahora tengo una nueva perspectiva de las cosas.
—Y yo —le dijo la princesa—. Me muero de hambre —admitió.
—Supuse que tendríais hambre, así que hice la cena. Era una broma.
—¿De verdad?
—Bueno, resulta que me pasé el día en casa cuidando de la pequeña, así que…
—¿Está en cama?
—Sí.
La princesa Femina miró su propio rostro en busca de su esposo.
—Gracias —le dijo de corazón.
Él sonrió. Era maravilloso sentir el agradecimiento de los demás. Había tenido un día agotador, pero había merecido la pena. Se preguntó si alguna vez le había dado las gracias a su esposa por haber hecho el esfuerzo de prepararle una cena deliciosa después de un día ajetreado. Quizá no tuviera que quejarse tanto si él mostrara algo de agradecimiento.
La princesa Femina se tambaleó hasta la cocina y comió como un caballo. Entonces miró a su marido y vio que también estaba devorando la cena.
—No estaréis pensando en comeros todo eso, ¿verdad?
Él se echó a reír y después forzó una cara seria.
—¿Qué estáis insinuando? —le preguntó, imitando su cara seria y enojada.
Ella se echó a reír.
—No os estoy insultando… o a mí. Es que no quiero convertirme en una vaca.
—Vos nunca seríais una vaca.
—Sí, bueno. Es muy amable de vuestra parte, pero si os coméis todo eso, voy a dejaros en mi cuerpo hasta que bajéis de peso.
—Vale, vale —dijo él y apartó el plato—. ¿Sabéis? Debe de ser horrible controlar todo lo que se come.
—Bueno, por alguna razón las mujeres ganan peso más rápido que los hombres —dijo y terminó de cenar—. Me voy a la cama.
—Y yo.
Ella fue al dormitorio y se quitó la ropa. Su marido hizo lo mismo. Al levantar la vista contempló su propio cuerpo desnudo. De pronto sintió una avalancha de calor y se excitó de inmediato. La sensación era arrolladora.
—Oh, Dios —dijo ella.
El príncipe levantó la vista y se dio cuenta del problema. Sin embargo, su cuerpo no mostraba síntomas de nada. Había algunos sentimientos encontrados y sensaciones lejanas, pero su sexo femenino no parecía despertar. Sin embargo, el príncipe sentía curiosidad.
—Nunca tendremos otra oportunidad de saber lo que se siente desde el otro lado —le dijo.
—Estoy de acuerdo.
La princesa también sentía curiosidad y una fuerza magnética la hacía avanzar hacia su propio cuerpo desnudo.
El príncipe se acostó en la cama.
—Creo que no estoy usando este cuerpo correctamente —admitió él—. ¿Hay que apretar un botón o algo?
La princesa estaba demasiado ocupada para explicárselo. Un torrente de sangre corría hacía su bajo vientre y ya nada le importaba.
Se puso encima del príncipe y penetró su antiguo cuerpo, una vez, dos, tres… Una ola de calor la atravesó de un lado a otro y su miembro erecto disparó un torrente de líquido caliente.
—Oh, Dios mío —dijo.
—¿Qué…? —oyó decir a su marido—. Bueno, querida, creo que ése es mi nuevo récord.
—No pude evitarlo —dijo la princesa, presa de un profundo sueño.
—Eh, de hecho, sí que podéis evitarlo. Pero ahora, ¿seríais tan amable de decirme cómo funciona este cuerpo? Me gustaría disfrutar un poco.
Ella gimió cansada, aunque sabía que era lo justo. Se apoyó en el codo.
—Abrid las piernas —le dijo.
Por fin el príncipe empezó a sentir un ligero cosquilleo. Entonces se dio cuenta de que había que estimular esas sensaciones para llegar al clímax. Se trataba de algo muy distinto de su propia excitación masculina, que hacía erupción como un volcán.
La princesa se acomodó entre las piernas de su marido y contempló su propia zona íntima. ¡Qué maravilloso parecía desde unos ojos masculinos! Le recordaba a una flor exótica cuyos pétalos aromáticos se cerraban para atraer a la presa, invitándola a adentrarse en ella con la promesa del néctar. La princesa se observó a sí misma durante unos momentos, haciendo que el príncipe sintiera destellos del placer que estaba por llegar.
La princesa puso la lengua sobre la carne suave y rosa que era a la vez tan familiar y lejana. El olor era dulce y el sabor era imperceptible. Era igual que un beso. La abertura rosada y carnosa le recordaba a unos labios suaves y húmedos, y el sabor y el tacto eran muy similares a los de una boca.
Ella conocía muy bien su propio cuerpo, así que enseguida se dispuso a deslizar la lengua hacia arriba hasta llegar al punto donde se encontraba aquel bultito maravilloso.
—¡Vaya! —exclamó su marido.
Ella no le dio tiempo a recuperarse, sino que siguió lamiendo donde más le gustaba. Era consciente de que un cuerpo de mujer necesitaba una estimulación continua para satisfacerse, así que se propuso hacerle tocar el cielo.
El cuerpo de hombre que habitaba en ese momento parecía excitarse por sí solo, y tuvo que hacer un esfuerzo para concentrarse en su marido, esperando darle la oportunidad de experimentar cómo era para una mujer.
—Es como si lo hubierais hecho antes.
—¿Os gustaría ver mi rostro entre las piernas de una mujer así? —le preguntó ella, alimentando una fantasía.
—Sí —admitió él.
—¿Lamiendo a otra mujer así? —torciendo la lengua con maestría sobre ese punto de placer.
—Sí —dijo él entre jadeos.
—¿Y tocándola de esta manera? —le dijo introduciendo un dedo mientras masajeaba el punto de placer con la punta de la lengua.
Ella sabía que él estaba cerca, pero si perdía la concentración todo podría desvanecerse. La princesa empezó a impacientarse y entonces supo que las mujeres debían de parecerles muy raras a los hombres, la realidad era que tenían que trabajar muy duro para lograr un momento de placer. Por el contrario, los hombres tenían que trabajar duro para retrasarlo.
—Sí —dijo su marido—. Sí.
La princesa siguió moviendo la lengua vigorosamente e introdujo otro dedo.
—Puede que sea vuestra lengua, pero soy yo la que lo está haciendo.
—Sí —dijo él, gimiendo.
—Yo soy la que está tocándoos.
—Sí.
—Soy yo la que le está dando placer a vuestro cuerpo de mujer —dijo, estimulando así la mente de su marido.
Por fin sintió el temblor que esperaba y sonrió satisfecha. Entonces quiso obtener una vez más el exquisito desahogo del cuerpo de su marido.
Se incorporó y penetró su cuerpo de mujer, que estaba mucho más suave y húmedo. Así, logró retrasar el momento cumbre, embistiendo una y otra vez hasta que su cuerpo hizo erupción.
—No puedo creer que sea tan fácil para vos.
—Y yo no entiendo cómo es tan difícil para vos.
Ella estaba exhausta. Pero él necesitaba algo más, así que se acurrucó a su lado.
—Cariño… —le dijo.
—¿Qué?
—Pensé que podríamos acurrucamos.
—¿Acurrucamos? —dijo ella y se incorporó sobre la cama de un salto.
—¿Qué pasa?
Ella se echó a reír.
—Claro que queréis acurrucaros —le dijo entre carcajadas—. ¿Queréis que hablemos y nos hagamos caricias?
—Bueno. ¿Tiene algo de malo?
—Sí. Estoy cansada. ¿Es así siempre? Ni siquiera tengo ganas de besaros.
Esa vez fue él quien se rió.
—Eso es.
—Pero solemos acurrucamos después de hacer el amor.
—Bueno, sí.
—¿Y no os gusta?
—¡No!
—Pero no lo necesitáis.
Él no podía mentir. Ella estaba sintiendo lo que él sentía.
—No lo necesito tanto como vos.
—¿Y entonces por qué lo hacéis?
—Para complaceros.
—Oh, vaya.
—No, esperad. Escuchadme. Un hombre necesita que lo quieran. Eso es importante. Cuando necesitáis que os abrace, por ejemplo, yo siento placer complaciéndoos. A un hombre le gusta creer que soluciona problemas. ¿Lo veis?
—Más o menos. ¿Pero por qué no lo necesitáis?
—No lo sé, pero sé que no tiene nada que ver con el amor que siento por vos.
—¿Sabéis qué? —dijo ella, divagando un poco—. Creo que esto es lo mejor que la hechicera podía hacer por nosotros.
—Yo también lo creo.
—Ya no voy aprovecharme de vos nunca más.
—Ni yo tampoco.
—Aunque el sexo sea más fácil no quiero ser un hombre.
—Y yo no quiero ser una mujer.
—Bueno, si nos dormimos pronto la mañana llegará antes.
Los dos se echaron a reír y pronto se quedaron dormidos.
Y sobra decir que desde ese momento en adelante la princesa Femina y su esposo se entendieron mucho mejor. La joven dejó de ser infeliz por ser mujer, esposa y madre, y sus zapatos volvieron a estar impecables cada mañana.