18
Salta de júbilo, hija de Sión,
alégrate, hija de Jerusalén:
¡He aquí que el rey viene a ti!
Él es justo y victorioso,
humilde, y montado en un asno,
la joven cría de una asna.
(Zacarías, 9: 9)
—¡Osha’na! ¡Osha’na! ¡Osha’na!
Mientras Glogauer penetraba en la ciudad montado en el asno, sus seguidores corrían delante, arrojando al suelo ramas de palma a su paso. A ambos lados de la calle se había reunido una multitud, advertida por sus seguidores de su llegada.
Ahora podía verse que el profeta estaba cumpliendo con las profecías de los antiguos profetas y así cada vez más personas creían en él, creían que había llegado, en el nombre de Adonay, para conducirles contra los romanos. Incluso ahora, posiblemente, se estaba dirigiendo hacia la casa de Pilatos para enfrentarse con el procurador.
—¡Osha’na! ¡Osha’na!
Glogauer miró distraídamente a su alrededor. El lomo del asno, aunque ablandado con las capas de sus seguidores, era incómodo. Se tambaleaba y tenía que sujetarse de la crin del animal. Oía las palabras, pero no podía distinguirlas claramente.
—¡Osha’na! ¡Osha’na!
Al principio sonaba como «hosanna», antes de que se diera cuenta de que estaban gritando «libéranos», en arameo.
—¡Libéranos! ¡Libéranos!
Juan había planeado alzarse en armas contra los romanos esa Pascua judía. Muchos habían esperado tomar parte en la rebelión.
Creían que él estaba tomando el lugar de Juan como líder rebelde.
—No —les murmuró mientras miraba a su alrededor, a sus expectantes rostros—. No. Soy el mesías. No puedo liberaros. No puedo…
Su fe era infundada, pero no le oían por encima de sus propios gritos.
Karl Glogauer entró en Cristo y Cristo entró en Jerusalén. La historia se estaba acercando a su clímax.
—¡Osha’na!
Eso no estaba en la historia. No podía ayudarles.
Era su carne.
Era su carne siendo entregada trozo a trozo a quienquiera que la deseara. Ya no le pertenecía.
En verdad, en verdad os digo que uno de vosotros me entregará. Entonces los discípulos se miraron unos a otros, pues no sabían de quién hablaba. Uno de ellos, el predilecto de Jesús, estaba junto a Jesús. Hízole señas Simón Pedro y le dijo: Pregunta a quién se refiere. Recostándose entonces aquél en el pecho de Jesús, le dijo: Señor, ¿quién es? Y Jesús respondió: Aquél a quien yo dé un bocado mojado. Y, mojando el bocado, lo tomó y se lo dio a Judas, el hijo de Simón, el Iscariote. Y tras el bocado entró Satanás en él. Y Jesús le dijo: Lo que vas a hacer, hazlo pronto.
(Juan 13: 21-28)
Judas Iscariote frunció el ceño, desconcertado, cuando abandonó la habitación, salió a la atestada calle y se abrió camino hacia el palacio del gobernador. Indudablemente tenía que representar una parte en el plan para engañar a los romanos y hacer que la gente se alzara en defensa de Jesús, pero consideraba aquel plan muy arriesgado. El estado de ánimo entre los hombres, mujeres y niños que poblaban las calles era tenso. Había muchos más soldados romanos de lo habitual patrullando la ciudad.
—Pero no tienen ningún motivo para arrestarte, Señor —le había dicho al profeta.
—Yo les daré el motivo —le había respondido el profeta.
No había ninguna otra forma de organizarlo.
No creía que importara. Los cronistas lo arreglarían.
Pilatos era un hombre recio pese a que comía y bebía poco. Su boca mostraba complacencia, y sus ojos eran duros y poco profundos.
Miró desdeñosamente al judío.
—No pagamos a los informadores cuyas informaciones demuestran ser falsas —advirtió.
—No busco dinero, señor —dijo Judas, fingiendo los modales congraciadores que los romanos parecían esperar de los judíos—. Soy un súbdito leal del emperador.
—¿Quién es este rebelde?
—Jesús de Nazaret, señor. Ha entrado hoy en la ciudad…
—Lo sé. Lo vi. Pero oí que predica la paz y la obediencia de la ley.
—Para engañarte, señor. Pero hoy se ha traicionado, al enfurecer a los fariseos, al hablar contra los romanos. Ha revelado sus auténticas intenciones.
Pilatos frunció el ceño. Era probable. Encajaba con el tipo de engaño que había aprendido a esperar de esa gente de habla suave.
—¿Tienes pruebas?
—Hay un centenar de testigos.
—Los testigos tienen mala memoria —dijo Pilatos con cierta emoción—. ¿Cómo los identificaremos?
—Entonces yo testificaré acerca de su culpabilidad. Soy uno de sus lugartenientes.
Parecía demasiado bueno para ser cierto. Pilatos frunció los labios. No podía permitirse ofender a los fariseos en ese momento. Ya le habían causado suficientes problemas. Caifás, en particular, se apresuraría a gritar: «¡Injusticia!», si arrestaba al hombre.
—¿Dices que ha ofendido a los sacerdotes?
—Afirma ser el auténtico Rey de los Judíos, el descendiente de David —dijo Judas, repitiendo lo que su maestro le había dicho que dijera.
—¿De veras? —Pilatos miró pensativamente por la ventana.
—En cuanto a los fariseos, señor…
—¿Qué pasa con ellos?
—Lo querrían ver muerto. Lo sé de buena fuente. Algunos de los fariseos que están en desacuerdo con la mayoría intentaron advertirle de que abandonara la ciudad, pero él se negó.
Pilatos asintió. Frunció los ojos mientras consideraba aquella información. Los fariseos podían odiar al profeta, pero serían rápidos en capitalizar su arresto en su propio beneficio.
—Los fariseos desean que sea detenido —prosiguió Judas—. La gente se arracima a su alrededor para escuchar al profeta, y hoy algunos de ellos organizaron un tumulto en el Templo en su nombre.
—Fue cosa de él, ¿verdad? —Era cierto que como media docena de personas habían atacado a los cambistas del Templo y habían intentado robarles.
—Pregunta a los que arrestaste quién les inspiró su crimen —dijo Judas—. Eran hombres del nazareno.
Pilatos se mordisqueó el labio inferior.
—No puedo arrestarle —dijo. La situación en Jerusalén era ya peligrosa, pero si arrestaban a este «rey» podían precipitar una revuelta a gran escala que no sería capaz de controlar. Deseaba tumultos, pero no que pareciera que él era su causa. Tiberio le culparía a él, no a los judíos. Sin embargo, si los judíos efectuaban el arresto, eso desviaría lo suficiente la furia de los romanos como para que las tropas pudieran manejar el asunto. Los fariseos tenían que ser convencidos. Tenían que ser ellos quienes lo arrestaran.
—Espera aquí —le dijo a Judas—. Enviaré un mensaje a Caifás.
Y llegaron al huerto llamado Getsemaní, y dijo a sus discípulos: Quedaos aquí mientras voy a orar. Tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y comenzó a sentir terror y abatimiento, y les dijo: Triste está mi alma hasta la muerte; quedaos aquí y velad.
(Marcos 14: 32-34)
Glogauer podía ver ahora acercase a la multitud. Por primera vez desde Nazaret se sintió físicamente débil y exhausto.
Iban a matarle. Tenía que morir: aceptaba eso, pero temía el dolor que acarrearía. Se sentó en el suelo de la colina y observó acercarse las antorchas.
—El ideal del martirio nunca ha existido más que en las mentes de unos cuantos ascetas —había dicho Mónica—. De otro modo no es más que masoquismo morboso, una forma fácil de olvidar las responsabilidades ordinarias, un método de mantener bajo control a la gente reprimida…
—No es tan sencillo como eso…
—Lo es, Karl.
Ahora podría mostrárselo a Mónica.
La lástima era que resultaba muy poco probable que ella llegara a saberlo nunca. Había pensado en ponerlo todo por escrito y meterlo en la máquina del tiempo y esperar que alguna vez fuera recuperada. Era extraño. No era un hombre religioso, no en el sentido habitual. Era un agnóstico. No era la convicción lo que le había conducido a defender la religión contra el cínico desprecio de Mónica hacia ella; era más bien la falta de convicción en el ideal sobre el que ella había basado su propia fe, el ideal de la ciencia como resolvedora de todos los problemas. No podía compartir su fe, y no había nada más excepto la religión, aunque no podía creer en el tipo de Dios del cristianismo. El Dios visto como una fuerza mística de los misterios del cristianismo y otras grandes religiones no había sido lo suficientemente personal para él. Su mente racional le había dicho que Dios no existía en ninguna forma personal. Su inconsciente le había dicho que la fe en la ciencia no era suficiente. Recordaba el autodesprecio que había sentido una vez, y se preguntó por qué lo había sentido.
—La ciencia se halla básicamente opuesta a la religión —le había dicho Mónica en una ocasión—. No importa cuántos jesuitas se reúnan y racionalicen su visión de la ciencia, permanece el hecho de que la religión no puede aceptar las actitudes fundamentales de la ciencia, y se halla implícito en la ciencia atacar los principios fundamentales de la religión. La única área en la que no hay diferencia y no es necesario que haya guerra es en la asunción definitiva. Uno puede o no puede asumir que existe un Dios. Pero, tan pronto como uno empieza a defender su asunción, tiene que haber lucha.
—Estás hablando de la religión organizada…
—Estoy hablando de la religión como opuesto a creencia. ¿Quién necesita el ritual de la religión cuando tenemos el ritual muy superior de la ciencia para reemplazarlo? La religión es un sustituto razonable para el conocimiento. Pero ya no se necesitan sustitutos, Karl. La ciencia ofrece una base más sólida sobre la que formular sistemas de pensamiento y ética. No necesitamos la zanahoria del cielo y el gran palo del infierno cuando la ciencia puede mostrar las consecuencias de las acciones y los hombres pueden juzgar fácilmente por si mismos si esas acciones son correctas o equivocadas.
—No puedo aceptarlo.
—Eso se debe a que estás enfermo. Yo también estoy enferma, pero al menos puedo ver la promesa de la curación.
—Yo sólo puedo ver la amenaza de la muerte…
Tal como habían acordado, Judas le besó en la mejilla, y las fuerzas combinadas de los guardias del Templo y los soldados romanos le rodearon.
—Soy el Rey de los Judíos —les dijo a los romanos, con cierta dificultad; y a los servidores de los fariseos—: Soy el mesías que ha venido a destruir a vuestros amos.
Ahora se había comprometido, y el último ritual podía empezar.