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Por aquellos días apareció Juan el Bautista predicando en el desierto de Judea y diciendo: Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos. Éste es aquél que el profeta Isaías había anunciado cuando dijo: Voz que grita en el desierto; preparad el camino del Señor, haced rectas sus veredas. Y el mismo Juan tenía un vestido de pelo de camello y un cinturón de cuero a la cintura, y se alimentaba de langostas y miel silvestre. Acudían a él de Jerusalén, de toda Judea y de toda la región del Jordán, y él los bautizaba en el río Jordán, confesando ellos sus pecados.
(Mateo 3:1-6)
Le estaban lavando.
Sintió el agua fría correr por encima de su cuerpo y jadeó. Le habían despojado de su traje protector y en ese momento había gruesas capas de piel de oveja contra sus costillas, sujetas con bandas de cuero.
El dolor era menos intenso, pero se sentía muy débil y caliente. La confusión mental de las semanas precedentes a su entrada en la máquina del tiempo, el viaje en sí, y en ese momento la fiebre, le hacían difícil empezar a comprender lo que le estaba ocurriendo. Todo había tenido, desde hacía tanto tiempo, aquella cualidad onírica. Aún seguía sin creer realmente en la máquina del tiempo. Quizá veía las cosas desde demasiado lejos o algo así. Su presa sobre la realidad nunca había sido particularmente fuerte; durante la mayor parte de su adolescencia y de su vida adulta sólo algunos instintos le habían permitido conservar su bienestar físico. Sin embargo, el agua derramándose sobre él, el contacto de la piel de oveja en torno de sus costillas, la paja bajo su cuerpo, todo tenía una cualidad más aguda, a su manera, que cualquier otra cosa que hubiera conocido desde que era un niño.
Se hallaba en un edificio —o quizás una cueva, era demasiado oscuro para decirlo—, y la paja estaba empapada a causa del agua.
Dos hombres con sandalias y taparrabos derramaban agua sobre él con sus jarras de barro. Uno llevaba una tira de algodón echada hacia atrás sobre sus hombros. Ambos tenían morenos rasgos semíticos, grandes ojos y densas barbas. Sus rostros eran inexpresivos, incluso cuando hicieron una pausa en el momento en que él alzó la vista hacia ellos. Durante unos instantes le devolvieron la mirada, sujetando las jarras de agua contra sus velludos pechos.
El conocimiento de Glogauer del antiguo arameo escrito era bueno, pero no estaba seguro de su habilidad para hablar la lengua a fin de hacerse entender. Intentaría primero el inglés, puesto que resultaría ridículo si no se había movido a través del tiempo e intentaba hablar en una lengua arcaica a unos israelíes o árabes modernos.
—¿Habláis inglés? —dijo débilmente.
Uno de los hombres frunció el ceño y el otro, el de la tira de algodón en los hombros, empezó a sonreír, dijo unas palabras a su compañero y se echó a reír. El otro respondió en un tono más grave.
Glogauer creyó reconocer algunas palabras y él también empezó a sonreír. Hablaban en arameo antiguo. Estaba seguro de ello. Se preguntó si sería capaz de formular una frase que ellos pudieran entender.
Carraspeó. Se humedeció los labios.
—¿Dónde… es… este… lugar? —preguntó con voz densa.
Los dos fruncieron el ceño; agitaron las cabezas y depositaron las jarras en el suelo.
Glogauer notó que sus energías empezaban a disiparse y dijo con urgencia:
—Busco… a un nazareno… Jesús…
—Nazareno. Jesús. —El más alto de los dos repitió las palabras, pero pareció como si no significaran nada para él. Se encogió de hombros.
El otro, sin embargo, repitió solamente la palabra «nazareno», pronunciándola lentamente, como si tuviera algún significado especial para él. Dijo brevemente algo al otro hombre y luego se retiró, fuera del campo de visión de Glogauer.
Glogauer intentó sentarse y hacer un gesto al hombre que se había quedado, que le miraba con pensativo desconcierto.
—¿Cuántos… años… —dijo lentamente Glogauer— el emperador… romano… esta… en Roma?
Se dio cuenta de que era una pregunta confusa de hacer. Cristo había sido crucificado en el decimoquinto año del reinado de Tiberio, y era por eso por lo que había formulado la pregunta. Intentó plantearla mejor:
—¿Cuántos años… hace… que gobierna Tiberio?
—¡Tiberio! —El hombre frunció el ceño.
El oído de Glogauer se estaba ajustando al acento, e intentó imitarlo mejor.
—Tiberio. El emperador de los romanos. ¿Cuántos años hace que gobierna?
—¿Cuántos? —El hombre sacudió la cabeza—. No lo sé.
Al menos, pensó Glogauer, había conseguido hacerse entender. Sus seis meses en el Museo Británico, estudiando el arameo, habían sido útiles después de todo. Este lenguaje era diferente —quizá dos mil años anterior—, y tenía más afinidades con el hebreo, pero había sido sorprendentemente fácil comunicarse con el hombre. Recordó lo extraño que le había parecido cuando no había tenido ninguna de sus habituales dificultades cuando aprendía aquella lengua en particular. Uno o dos de sus amigos más locos habían sugerido que era su memoria racial la que le había ayudado. A veces, casi se había sentido convencido por la explicación.
—¿Dónde es este lugar? —preguntó.
El hombre pareció sorprendido.
—Oh, esto es el desierto —dijo—. El desierto más allá de Maqueronte. ¿No sabes esto?
En los tiempos bíblicos, Maqueronte había sido una gran ciudad ubicada al sudeste de Jerusalén, al otro lado del mar Muerto. Había sido edificada en los flancos de una montaña, custodiada por un magnífico palacio-fortaleza construido por Herodes Antipas. Glogauer sintió que su espíritu se alzaba de nuevo. En el siglo XX, pocos hubieran conocido el nombre de Maqueronte, y menos aún lo hubieran usado como punto de referencia.
Casi no había ninguna duda de que se hallaba en el pasado, y de que el período era algún momento dentro del reinado de Tiberio, a menos que el hombre con el que hablaba fuera un completo ignorante y no tuviera la menor idea de quién era Tiberio.
Pero ¿se había perdido la crucifixión? ¿Había llegado en un momento equivocado?
Si era así, ¿qué iba a hacer entonces? Porque la máquina del tiempo estaba inutilizada, quizás incluso más allá de toda posible reparación.
Se dejó caer hacia atrás sobre la paja y cerró los ojos, y la familiar sensación de depresión lo llenó de nuevo por completo.
La primera vez que intentó suicidarse tenía quince años. Ató una cuerda en torno de un gancho a media altura en la pared de los vestuarios de la escuela. Se pasó el nudo corredizo en torno de su cuello y saltó del banco.
El gancho fue arrancado de la pared por el tirón y arrojó sobre él una lluvia de yeso. Le dolió el cuello durante el resto del día.
El otro hombre regresaba en ese momento; alguien más iba con él.
El sonido de sus sandalias sobre la piedra le pareció muy fuerte a Glogauer.
Alzó la vista hacia el recién llegado.
Era un gigante, y se movía como un gato en la semioscuridad. Sus ojos eran grandes, penetrantes y marrones. Su piel estaba muy tostada por el sol, y sus velludos brazos mostraban unos abultados músculos. Una piel de cabra cubría el gran barril de su pecho y descendía hasta más abajo de sus caderas. En la mano derecha llevaba un grueso bastón. Su pelo, negro y rizado, colgaba en torno de su cabeza y rostro; sus rojos labios eran visibles debajo de la poblada barba, que cubría toda la parte superior de su pecho.
Parecía cansado.
Se apoyó en su bastón y miró reflexivamente a Glogauer.
Glogauer le devolvió la mirada, sorprendido ante la impresión que le había proporcionado la tremenda presencia física del hombre.
Cuando el recién llegado habló, lo hizo con una voz profunda, pero demasiado rápida para que Glogauer pudiera seguir sus palabras. Sacudió la cabeza.
—Habla… más lentamente —pidió.
El fornido hombre se acuclilló a su lado.
—¿Quién eres?
Glogauer vaciló. Evidentemente, no podía decirle a aquel hombre la verdad. De hecho, ya había inventado lo que le parecía una historia plausible, pero no había previsto el ser hallado de aquella forma, y su historia original no encajaría en esas circunstancias. Había esperado aterrizar sin ser visto y disfrazarse como un viajero procedente de Siria, contando con la eventualidad de que los acentos locales serían lo bastante distintos como para explicar su poca familiaridad con el lenguaje.
—¿De dónde vienes? —preguntó pacientemente el hombre.
Glogauer respondió con cautela:
—Del norte.
—El norte. ¿No de Egipto? —Miró expectante, casi esperanzado, a Glogauer. Glogauer decidió que, si su acento sonaba como procedente de Egipto, entonces lo mejor sería mostrarse de acuerdo con el hombre y añadió sus propios embellecimientos a fin de evitar futuras complicaciones.
—Abandoné Egipto hace dos años —dijo.
El hombre asintió, al parecer satisfecho.
—Eres de Egipto. Eso es lo que pensamos. Y evidentemente eres un mago, con tus extrañas ropas y tu carro de hierro arrastrado por los espíritus. Bien. Tu nombre es Jesús, me han dicho, y eres el nazareno.
Evidentemente, el hombre debía de haber confundido la pregunta de Glogauer como una afirmación de su propio nombre. Sonrió y agitó la cabeza.
—Busco a Jesús, el nazareno —dijo.
El hombre pareció decepcionado.
—Entonces, ¿cuál es tu nombre?
Glogauer había pensado también en esto. Sabía que su propio nombre sonaría demasiado extraño a la gente de los tiempos bíblicos, así que había decidido utilizar el nombre de pila de su padre.
—Me llamo Emmanuel —le dijo al hombre.
—Emmanuel… —Asintió con la cabeza, y pareció satisfecho. Se frotó los labios con la punta de su dedo meñique y miró contemplativamente al suelo—. Emmanuel…, sí.
Glogauer se sintió desconcertado. Tuvo la impresión de que había sido confundido con alguien distinto a quien el hombre estaba esperando, y que sus respuestas no habían hecho más que satisfacer al hombre de que él, Glogauer, era realmente ese hombre. Se preguntó si su elección del nombre había sido prudente en aquellas circunstancias, porque Emmanuel quería decir, en hebreo, «Dios con nosotros», y casi seguramente tenía un significado místico para su interrogador.
Glogauer empezó a sentirse incómodo. Había algunas cosas que tenía que establecer por sí mismo, preguntas que debía formular, y no le gustaba la posición en que estaba. Pero, hasta que no se encontrara en mejores condiciones físicas, no podía marcharse de allí, no podía permitirse enfurecer a su interrogador. Al menos, pensó, no eran antagonistas. Pero ¿qué era exactamente lo que esperaban de él?
—Tienes que intentar concentrarte en tu trabajo, Glogauer.
—Eres demasiado soñador, Glogauer. Tienes siempre la cabeza en las nubes. Ahora…
—Te quedarás después de la escuela, Glogauer…
—¿Por qué intentaste escapar, Glogauer? ¿Por qué no te sientes feliz aquí?
—Realmente, deberías encontrarte conmigo a mitad de camino si queremos que…
—Creo que voy a tener que pedirle a tu madre que te saque de la escuela…
—Quizá lo estés intentando…, pero deberías intentarlo más intensamente. Esperaba mucho más de ti, Glogauer, cuando viniste aquí por primera vez. El último trimestre lo hiciste todo de forma excelente, y ahora…
—¿En cuántas escuelas has estado antes de venir aquí? ¡Dios de los cielos!
—Mi creencia es que te dejaste arrastrar a esto, Glogauer, así que no voy a ser muy duro contigo esta vez…
—No adoptes esta expresión tan miserable, hijo…, puedes hacerlo.
—Escúchame, Glogauer. Presta atención, por el amor de Dios…
—Tienes la inteligencia necesaria, joven, pero no pareces aplicarte…
—¿Lo sientes? No es suficiente con sentirlo. Debes escuchar…
—Esperamos que te esfuerces mucho más el próximo trimestre.
—¿Y cuál es tu nombre? —preguntó Glogauer al hombre acuclillado.
El hombre se enderezó, miró meditativamente a Glogauer.
—¿No me conoces?
Glogauer negó con la cabeza.
—¿No has oído hablar de Juan, llamado el Bautista?
Glogauer intentó ocultar su sorpresa, pero evidentemente Juan el Bautista se dio cuenta de que su nombre le resultaba familiar. Asintió con su hirsuta cabeza.
—Veo que me conoces.
Una sensación de alivio lo barrió entonces. Según el Nuevo Testamento, el Bautista fue muerto algún tiempo antes de la crucifixión de Cristo. Era extraño, sin embargo, que Juan, de entre toda la gente, no hubiera oído hablar de Jesús de Nazaret. ¿Significaba esto, después de todo, que Cristo no había existido?
El Bautista se peinó la barba con los dedos.
—Bien, mago, ahora debo decidir, ¿eh?
Glogauer, ocupado con sus propios pensamientos, alzó la vista, ausente, hacia él.
—¿Qué es lo que debes decidir?
—Si eres el amigo de las profecías o el falso contra el que hemos sido advertidos por Adonay.
Glogauer empezó a ponerse nervioso.
—Yo no he afirmado nada. Sólo soy un extranjero, un viajero…
El Bautista se echó a reír.
—Sí…, un viajero en un carro mágico. Mis hermanos me dicen que te vieron llegar. Hubo un sonido como un trueno, un destello como un relámpago…, y bruscamente tu carro estaba ahí, rodando en el desierto. Mis hermanos han visto muchas maravillas, pero ninguna tan maravillosa como la aparición de tu carro.
—El carro no es mágico —dijo apresuradamente Glogauer, y se dio cuenta de que lo que decía apenas podía ser comprendido por el Bautista—. Es… una especie de máquina…, los romanos las poseen. Tienes que haber oído hablar de ellas. Son construidas por hombres normales, no por magos…
El Bautista asintió lentamente con la cabeza.
—Sí…, como los romanos. Los romanos me entregarían a manos de mis enemigos, los hijos de Herodes.
Aunque sabía mucho acerca de la historia de aquel período, Glogauer dijo:
—¿Por qué eso?
—Tienes que saber por qué. ¿Acaso no hablo contra los romanos que esclavizan Judea? ¿Acaso no hablo contra las cosas ilícitas que hace Herodes? ¿Acaso no profetizo el tiempo en el que todas las cosas que no son justas serán destruidas, y el reino de Adonay será restablecido en la Tierra, como los antiguos profetas dijeron que lo sería? Yo le digo a la gente: «Estad preparados para ese día en el que deberéis empuñar la espada para hacer cumplir la voluntad de Adonay». Los injustos saben que este día todos ellos perecerán, y quieren destruirme.
Aunque las palabras de Juan eran vehementes, su tono era perfectamente tranquilo. No había ningún asomo de locura, ni siquiera de fanatismo, en su rostro o comportamiento. A Karl le recordó un vicario anglicano leyendo un sermón familiar cuyo significado había perdido todo interés para él.
—Estás levantando a la gente para librar esta tierra de los romanos, ¿no? —preguntó Karl.
—Sí…, de los romanos y de su representante, Herodes.
—¿Y a quién pondrás en su lugar?
—Al rey legítimo de Judea.
—¿Y quién es ése?
Juan frunció el ceño y le lanzó una peculiar mirada de soslayo.
—Adonay nos lo dirá. Él nos ofrecerá un signo cuando el legítimo rey llegue.
—¿Sabes cuál será ese signo?
—Lo sabré cuando aparezca.
—Entonces, ¿hay profecías?
—Sí, hay profecías…
La atribución de su plan revolucionario a Adonay (uno de los nombres públicos de Yahvé y que significaba El Señor) le pareció a Glogauer simplemente un medio de conseguir más peso. En un mundo donde la política y la religión, incluso en Oriente, estaban inextricablemente ligadas, era necesario atribuir un origen sobrenatural al plan.
Por supuesto, pensó Glogauer, era más que probable que Juan creyera realmente que su idea había sido directamente inspirada por Dios, porque los griegos al otro lado del Mediterráneo no habían dejado todavía de discutir acerca de los orígenes de la inspiración…, si era originada en el Hombre o había sido situada allí por los dioses.
Que Juan lo aceptara a él como un mago egipcio de algún tipo no sorprendió tampoco particularmente a Glogauer. Las circunstancias de su llegada debieron parecer extraordinariamente milagrosas y al mismo tiempo aceptables, en particular para un pueblo que deseaba ansiosamente la confirmación de sus creencias en tales cosas.
Juan se volvió hacia la entrada.
—Debo meditar —dijo—. Debo rezar. Permanecerás aquí hasta que me sea enviada la guía.
Salió rápidamente.
Glogauer se dejó caer en la húmeda paja. De algún modo su aparición estaba unida a las creencias de Juan…, o al menos el Bautista intentaba reconciliar esa aparición con sus creencias, interpretar su llegada, quizás, en términos de profecías bíblicas y así. Glogauer se sintió impotente. ¿Cómo iba a usarle el Bautista? ¿Decidiría finalmente que era alguna especie de criatura maligna y lo mataría? ¿O decidiría que era un profeta de alguna clase y le exigiría profecías que él no era capaz de darle?
Glogauer suspiró y tendió cansadamente la mano para tocar la pared del otro lado.
Era piedra caliza. Se hallaba en una cueva de piedra caliza. Las cuevas sugerían que Juan y sus hombres estaban probablemente escondidos allí…, buscados como bandidos por los romanos y los soldados de Herodes. Aquello significaba que él se hallaba también en un peligro físico real si los soldados descubrían el escondite de Juan.
La atmósfera de la cueva era sorprendentemente húmeda.
Debía de hacer mucho calor fuera.
Se sintió adormecer.
Campamento de verano, isla de Wight, 1950
La primera noche que estuvo allí, una jarra de té hirviendo fue volcada sobre su muslo derecho. Fue algo horriblemente doloroso, y le salieron ampollas casi de inmediato.
—¡Sé un hombre, Glogauer! —le dijo el rubicundo señor Patrick, el maestro a cargo del campamento—. ¡Sé un hombre!
Él intentó no llorar mientras le aplicaban torpemente un emplaste sobre el algodón.
Su saco de dormir estaba al lado mismo de un hormiguero. Permaneció tendido allí mientras los demás chicos jugaban.
Al día siguiente el señor Patrick les dijo a los chicos que tenían que «ganarse» su dinero de bolsillo que sus padres le habían dado para que lo guardara.
—Veremos cuáles de vosotros sois valientes y cuáles no —dijo el señor Patrick, haciendo silbar su vara en el aire mientras permanecía de pie en el claro en torno del cual habían sido agrupadas las tiendas. Los chicos permanecían en dos largas filas…, una para las niñas, otra para los niños.
—¡Ponte en la fila, Glogauer! —llamó el señor Patrick—. Tres peniques un golpe en la mano…, seis peniques un golpe en las posaderas. ¡No seas cobarde, Glogauer!
Reluctante, Glogauer se unió a la fila.
La vara se alzó y cayó. El señor Patrick respiraba pesadamente.
—Seis golpes en las posaderas…, eso hace tres chelines. —Tendió el dinero a la niña pequeña.
Más golpes, más dinero pagado.
Karl empezó a ponerse nervioso a medida que se acercaba su turno.
Finalmente se separó de la fila y se alejó caminando hacia las tiendas.
—¡Glogauer! ¿Dónde está tu espíritu, muchacho? ¿No quieres dinero de bolsillo? —le llegó la ronca y burlona voz del señor Patrick a sus espaldas.
Glogauer agitó la cabeza y se echó a llorar.
Entró en su tienda y se dejó caer sobre su saco de dormir, sollozando.
Aún podía oír la voz del señor Patrick fuera.
—¡Sé un hombre, Glogauer! ¡Sé un hombre, muchacho!
Karl tomó su papel de escribir y su bolígrafo. Sus lágrimas cayeron sobre el papel mientras escribía la carta a casa para su madre.
Fuera podía seguir oyendo el sonido de la vara golpeando contra la carne infantil.
El dolor en su muslo se hizo peor durante el día siguiente, y fue generalmente ignorado por los maestros y los demás chicos. Incluso la mujer que se suponía que era la «matrona» (la esposa de Patrick) le dijo que se ocupara de sí mismo, que la escaldadura no era nada.
Los dos días siguientes, antes de que su madre llegara para llevárselo del campamento, fueron los más miserables que hubiera sufrido nunca.
Poco antes de la llegada de su madre, la señora Patrick hizo un intento de cortar las ampollas con unas tijeras para las uñas, a fin de que no parecieran tan malas.
Su madre se lo llevó y luego escribió al señor Patrick para reclamarle que le devolviera su dinero y decirle que era repugnante la forma en que llevaba su campamento.
El maestro le respondió que no pensaba devolverle el dinero y que, si ella se lo preguntaba, señora, podía decirle que tenía a un alfeñique por hijo. «Si desea usted mi opinión —decía en la carta que leyó Karl cuando tuvo la oportunidad—, su hijo es un tanto afeminado».
Unos cuantos años más tarde, el señor Patrick, su esposa y su personal eran enjuiciados y enviados a prisión por sus diversos actos de sadismo durante los campamentos de verano que dirigían en la isla de Wight.