13
Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros.
(Juan 1:14)
Cada martes, en la habitación libre encima de la Librería Mandala, el grupo de discusión jungiano se reunía para discutir a fondo los puntos difíciles de su doctrina y para propósitos de análisis de grupo y terapia de grupo.
Glogauer no había organizado el grupo, pero le había cedido voluntariamente el local. Era un gran alivio hablar una vez a la semana con gente que pensaba como él.
Su mismo interés en Jung los había reunido, pero cada uno tenía otros intereses particulares. La señora Rita Blen trazaba mapas de las trayectorias de los platillos volantes, aunque no quedaba claro si creía realmente en ellos o no. Hugh Joyce estaba convencido de que todos los arquetipos jungianos derivaban de la raza original de los lemurios que habían perecido hacía milenios. Alan Cheddar, el más joven del grupo, estaba interesado en el misticismo indio, y Sandra Peterson, la organizadora, era una gran especialista en brujería.
James Headington estaba interesado en el tiempo. Era el orgullo del grupo: sir James Headington el físico, inventor en tiempo de guerra, muy rico y con todo tipo de condecoraciones por su contribución a la victoria aliada. Había conseguido la reputación de ser un gran improvisador durante la contienda, pero después se había convertido en algo muy parecido a una molestia para el Ministerio de la Guerra. Estaba loco, pensaban, y lo peor era que aireaba su locura en público.
Sir James poseía un rostro delgado y aristocrático (aunque había nacido en Norwood de padres de clase media), una boca fina y ligeramente remilgada, algunas greñas de largo pelo blanco y unas pesadas cejas negras. Llevaba trajes pasados de moda y camisas y corbatas estampadas con flores muy llamativas. Con mucha frecuencia contaba a los demás miembros los progresos que estaba haciendo con su máquina del tiempo. Ellos le seguían la corriente. La mayoría de ellos se sentían un poco inclinados a exagerar sus propias experiencias conectadas con sus diferentes intereses.
Un martes por la tarde, después de que todos los demás se hubieran ido, Headington le preguntó a Glogauer si le gustaría ir con él a Banbury y echar un vistazo a su laboratorio.
—Estoy haciendo todo tipo de experimentos espectaculares en estos momentos. Enviar conejos a través del tiempo, ese tipo de cosas. Realmente, debería ver el laboratorio.
—No puedo creerlo —dijo Glogauer—. ¿Realmente es usted capaz de enviar cosas a través del tiempo?
—Oh, sí. Usted es el primero al que le he dicho algo al respecto.
—¡No puedo creerlo! —Y realmente no podía.
—Venga a verlo y compruébelo por usted mismo.
—¿Por qué me cuenta todo esto?
—Oh, no lo sé. Porque me cae usted bien, supongo.
Glogauer sonrió.
—Está bien, de acuerdo. Iré a verlo. ¿Cuándo cree que será el mejor momento?
—Cuando le vaya mejor. ¿Por qué no viene el viernes y se queda el fin de semana?
—¿Está seguro de que no le importa?
—¡En absoluto!
—Tengo una amiga…
—Hummm —Headington pareció dudar—. No me siento demasiado inclinado a mostrárselo a todo el mundo en estos momentos…
—La dejaré de lado.
—¡Bien dicho! Tome el tren de las seis y diez para Paddington, si puede. Me reuniré con usted en la estación. Hasta el viernes.
—Hasta el viernes.
Glogauer lo contempló marcharse y empezó a sonreír. Probablemente el viejo estaba loco. Probablemente tenía allí todo tipo de cara basura electrónica, pero sería divertido pasar un fin de semana fuera de Londres y ver qué era exactamente lo que sucedía en Banbury.
Headington era dueño de una enorme y vieja rectoría en un pequeño pueblo a unos tres kilómetros de Banbury. Los edificios del laboratorio eran completamente nuevos.
Headington empleaba a dos jóvenes como ayudantes a tiempo completo; estaban a punto de marcharse cuando el físico condujo a Glogauer al interior del edificio principal.
Como Glogauer había sospechado, el lugar era un amasijo de artilugios a lo Heath-Robinson, con cables colgando por todas partes.
—Por aquí —dijo Headington, al tiempo que arrastraba a Glogauer por el brazo hasta una parte algo más despejada del laboratorio. Sobre un amplio banco de trabajo había varias cajas negras unidas por cables. En el centro había otra caja, de un color gris plateado.
Headington miró su reloj y estudió los diales de las cajas negras.
—Bien. Veamos. —Ajustó varios controles. Luego fue a una bancada de jaulas al otro lado de la habitación y cogió un conejo blanco que no dejaba de agitarse y fruncir el hocico. Colocó el conejo en la caja plateada, hizo unos cuantos ajustes más en los controles de las cajas negras, luego accionó un interruptor atornillado al banco.
—Energía —dijo.
Glogauer parpadeó. El aire había parecido temblar por unos instantes. La caja plateada había desaparecido.
—¡Buen Dios!
Headington rió quedamente.
—¿Lo ve?… ¡Ha partido a través del tiempo!
—Ha desaparecido —admitió Glogauer—. Pero eso no prueba que haya ido al futuro.
—Cierto. De hecho, ha ido al pasado. No puedo ir al futuro. Por el momento es una imposibilidad.
—Bueno…, quiero decir que eso no prueba que el conejo esté viajando a través del tiempo.
—¿A qué otro lugar puede haber ido? Acepte mi palabra, Glogauer. Ese conejo ha retrocedido un centenar de años.
—¿Cómo lo sabe?
—Algunos tests de corto alcance lo han demostrado. Puedo enviar cualquier cosa hacia atrás hasta una fecha bastante exacta determinada con antelación. Créame.
Glogauer cruzó los brazos sobre el pecho.
—Le creo, sir James.
—Ahora estamos construyendo el modelo grande. Capaz de enviar a un hombre al pasado. El único problema es que el viaje es un tanto brusco por ahora. Mire…
Movió una palanca en la caja negra más cercana. Inmediatamente, la caja plateada estuvo de vuelta sobre el banco. Glogauer la tocó. Estaba bastante caliente.
—Observe. —Headington metió la mano en la caja y sacó el conejo. Tenía la cabeza ensangrentada, y parecía como si todos sus huesos estuvieran rotos. Estaba vivo, pero evidentemente sometido a tremendos dolores—. ¿Ve lo que quiero decir? —murmuró Headington—. Pobre animalillo. Glogauer volvió la cabeza hacia un lado.
De vuelta al estudio, Headington habló de sus experimentos, pero dio por sentado que Glogauer estaba familiarizado con el lenguaje de la física. Y Glogauer era demasiado orgulloso para admitir que apenas sabía nada de física, de modo que permaneció sentado en su silla durante varias horas, asintiendo inteligentemente mientras Headington seguía hablando con entusiasmo.
Headington le mostró más tarde su dormitorio. Era una habitación artesonada en roble con una amplia, moderna y confortable cama.
—Que duerma bien —dijo Headington.
Aquella noche, Glogauer se despertó y vio a una figura sentada al borde de su cama. Era Headington, y estaba completamente desnudo. Tenía una mano apoyada sobre el hombro de Karl.
—Supongo que no… —empezó a decir Headington.
Glogauer agitó la cabeza.
—Lo siento, sir James.
—Oh, bueno —dijo Headington—. Oh, bueno.
Inmediatamente después de que se marchara, Glogauer empezó a masturbarse.
Headington le telefoneó varios días más tarde para preguntarle si desearía hacer otro viaje a Banbury, pero Glogauer rehusó educadamente.
—Estamos eliminando algunos de los problemas menores —le dijo Headington—. Por ejemplo, hemos decidido la mejor manera de proteger al pasajero. Ninguno de mis chicos, sin embargo, se presentará voluntario al experimento. Había pensado… ¿No estaría usted interesado, Glogauer?
—No —dijo Glogauer—. Lo siento, sir James.
Durante las siguientes semanas, Glogauer se sintió inquieto. Mónica iba a verle con menos frecuencia y, cuando lo hacía, no parecía estar entusiasmada en hacer el amor de ninguna de las maneras.
Una noche, él perdió la calma y empezó a chillarle.
—¿Qué es lo que te pasa? ¡Eres tan fría como una barra de helado!
Ella aguantó media hora de esto antes de decir, con voz lenta:
—Bueno, supongo que en algún momento tendré que decírtelo. Por si quieres saberlo, tengo a alguien más.
—¿Qué? —Se calmó de inmediato—. No lo creo. —Siempre había estado tan confiado de que nadie más se sentiría atraído por ella. Casi estuvo a punto de preguntar qué demonios podía querer alguien de ella, pero se contuvo a tiempo.
—¿Quién es él? —preguntó al fin.
—Ella —rectificó Mónica—. Es una chica del hospital. Significa un cambio.
—¡Oh, Jesús!
Mónica suspiró.
—Realmente, es un alivio. No es que saque mucha cosa de ello…, pero me siento enferma con tu emotividad, Karl. Enferma y cansada.
—Entonces, ¿por qué simplemente no me abandonas? ¿Qué tipo de compromiso es éste?
—Supongo que no puedo abandonar por completo las esperanzas —dijo Mónica—. Aún sigo creyendo que hay algo que vale la pena en ti. Supongo que soy una estúpida.
—¿Qué es lo que intentas hacerme? —Se había vuelto histérico—. ¿Qué…, qué? ¡Me has traicionado!
—Entiéndeme, por favor. No se trata de una traición, Karl…, son unas malditas vacaciones.
—Entonces será mejor que las hagas permanentes —dijo él con voz alocada; fue hacia las ropas de ella y se las arrojó a la cara—. ¡Vete a la mierda, puta!
Ella se levantó con expresión resignada y empezó a vestirse.
Cuando estuvo lista, abrió la puerta. Él estaba llorando en la cama.
—Adiós, Karl.
—¡Vete a la mierda!
La puerta se cerró.
—¡Maldita puta! ¡Oh, maldita puta!
A la mañana siguiente telefoneó a sir James Headington.
—He cambiado de opinión —dijo—. Haré todo lo que quiera que haga. Seré su sujeto. Sólo hay una condición.
—¿Cuál?
—Quiero elegir yo el tiempo y el lugar a donde quiero ir.
—Me parece justo.
Una semana más tarde estaban a bordo de un barco fletado privadamente en dirección a Oriente Medio. Una semana después de eso, Karl abandonaba 1970 y llegaba al año 28.