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El profeta estaba viviendo en casa de un hombre llamado Simón, aunque el profeta prefería llamarle Pedro. Simón estaba agradecido al profeta porque había curado a su esposa de una dolencia que llevaba sufriendo desde hacía algún tiempo. Había sido una dolencia misteriosa, pero el profeta se la había curado casi sin ningún esfuerzo.

Había muchos extranjeros en Cafarnaúm por aquel tiempo, muchos de ellos llegados a ver al profeta. Simón le advirtió que algunos eran agentes conocidos de los romanos o de los fariseos hostiles. En su conjunto, los fariseos no se habían mostrado hostiles hacia el profeta, aunque desconfiaban de los milagros que habían oído que realizaba. Sin embargo, la política en general estaba alterada, y las fuerzas de ocupación romanas, desde Pilatos, siguiendo por sus oficiales y hasta sus tropas, estaban tensas, a la espera de algún estallido pero incapaces de ver ningún signo realmente tangible de lo que se preparaba.

Pilatos, un hombre anormalmente abstemio, echó agua en la pequeña medida de vino que llenaba el fondo de su copa y consideró su posición.

Esperaba problemas a gran escala.

Si alguna especie de banda rebelde, como los zelotes, atacaban Jerusalén, eso demostraría a Tiberio que, contra el consejo de Pilatos, había sido demasiado blando con los judíos sobre el asunto de las placas votivas. Pilatos se vería vindicado y su poder sobre los judíos incrementado. Quizás entonces podría empezar a practicar una auténtica política. En esos momentos estaba en malas relaciones con todos los tetrarcas de las provincias…, en particular con el inestable Herodes Antipas, que en su tiempo había parecido ser su único apoyo.

Aparte la situación política, su propia situación doméstica estaba alterada en el sentido de que su neurótica esposa seguía teniendo de nuevo sus pesadillas y le estaba exigiendo más atención de la que podía permitirse darle.

Podía haber una posibilidad, pensó, de provocar un incidente, pero tendría que ir con cuidado de que Tiberio nunca llegara a enterarse.

Se preguntó si este nuevo profeta podía proporcionarle una base. Hasta ahora el hombre había demostrado ser un tanto decepcionante. No había hecho nada contra las leyes ni de los judíos ni de los romanos, aunque se había mostrado un tanto acerbo contra el sacerdocio establecido. Sin embargo, esto no era preocupante…, era muy común atacar al sacerdocio en general. Los propios sacerdotes eran demasiado complacientes la mayor parte del tiempo como para prestar mucha atención a los ataques. No había ninguna ley que prohibiera a un hombre afirmar que era un mesías, como algunos decían que había hecho éste, y era muy difícil, en este estadio, incitar a la gente a la revuelta…, antes al contrario. Uno tampoco podía arrestar a un hombre porque algunos de sus seguidores fueran exseguidores de Juan el Bautista. Todo el asunto del Bautista había empezado a ser manejado mal cuando Herodes fue presa del pánico.

Mirando a través de la ventana de su habitación, que ofrecía una espléndida vista de los alminares y agujas de Jerusalén, Pilatos consideró la información que le habían dado sus agentes.

Poco después del festival que los romanos llamaban saturnales, el profeta y sus seguidores abandonaron de nuevo Cafarnaúm y empezaron a viajar por todo el país.

Había pocos milagros en ese momento que el clima cálido había pasado, pero sus profecías eran buscadas ávidamente. Les advirtió de todos los errores que serían cometidos en el futuro, y de todos los crímenes que serían cometidos en su nombre, y les suplicó que pensaran antes de actuar en el nombre de Cristo.

Recorrió toda Galilea y toda Samaria, siguiendo las buenas carreteras romanas hacia Jerusalén.

El tiempo de la Pascua judía se estaba acercando.

He hecho todo lo que podía pensar que debía hacer. He obrado milagros, he predicado, he elegido a mis discípulos. Pero todo esto ha sido fácil, porque he sido lo que la gente me pedía. Soy su creación.

¿He hecho lo suficiente? ¿Ha sido establecido irrevocablemente el camino?

Pronto lo sabremos.

En Jerusalén, los oficiales romanos hablaban de la próxima fiesta. Siempre era la época de los peores disturbios. Se habían producido tumultos antes durante la Fiesta de la Pascua judía e indudablemente habría tumultos de algún tipo ese año también.

Pilatos pidió a los fariseos que acudieran a verle. Cuando llegaron, habló con ellos de una forma tan insinuante como le fue posible y les pidió su cooperación.

Los fariseos dijeron que harían lo que pudieran, pero que no podían impedir que la gente actuara estúpidamente.

Pilatos se sintió complacido. Los otros lo habían visto como alguien que intentaba evitar los problemas. Si se producían, no podría culpársele a él.

—¿Lo veis? —les dijo a los otros oficiales—. ¿Qué podéis hacer con ellos?

—Conseguiremos cuantas tropas puedan ser llamadas a Jerusalén tan pronto como sea posible —dijo su segundo al mando—. Pero nuestra cobertura del país ya es un poco precaria.

—Debemos hacer todo lo que podamos —dijo Pilatos.

Cuando se hubieron ido, Pilatos envió a buscar a sus agentes. Éstos le dijeron que el nuevo profeta estaba en camino.

Pilatos se frotó la barbilla.

—Parece bastante inofensivo —dijo uno de los hombres.

—Tal vez sea inofensivo ahora —dijo Pilatos—, pero, si llega a Jerusalén durante la Pascua, puede que no sea tan inofensivo.

Dos semanas antes de la Fiesta de la Pascua judía, el profeta llegó a la ciudad de Betania, cerca de Jerusalén. Algunos de sus seguidores galileos tenían amigos en Betania, y esos amigos se mostraron más que dispuestos a alojar al hombre del que habían oído hablar en boca de otros peregrinos en camino a Jerusalén y el Gran Templo.

La razón de que hubieran llegado a Betania era que el profeta se había sentido inquieto por el número de gente que le seguía.

—Son demasiados —le había dicho a Simón—. Demasiados, Pedro.

Su rostro tenía un aspecto demacrado. Sus ojos estaban profundamente hundidos en sus órbitas, y hablaba muy poco.

A veces miraba vagamente a su alrededor, como si no estuviera seguro de dónde estaba.

Llegaron noticias a la casa de Betania de que algunos agentes romanos habían estado haciendo averiguaciones respecto a él. Eso no lo alteró. Al contrario, asintió pensativamente, como si se sintiera satisfecho.

—Se dice que Pilatos está buscando un chivo expiatorio —advirtió Juan.

—Entonces tendrá uno —respondió el profeta.

En una ocasión, salió con dos de sus seguidores a campo traviesa para echarle una mirada a Jerusalén. Las brillantes murallas amarillas de la ciudad tenían un aspecto espléndido a la luz del atardecer. Las torres y los altos edificios, muchos de ellos decorados con mosaicos rojos, azules y amarillos, podían verse desde varios kilómetros de distancia.

El profeta regresó a Betania.

Ya estamos aquí, y tengo miedo. Miedo a la muerte y miedo a la blasfemia.

Pero no hay otro camino. No hay ninguna manera segura de realizar esto salvo llegar hasta el final.

—¿Cuándo iremos a Jerusalén? —le preguntó uno de sus seguidores.

—Todavía no —dijo Glogauer. Sus hombros estaban hundidos, y se sujetaba el pecho con manos y brazos, como si tuviera frío.

Dos días antes de la Fiesta de la Pascua judía en Jerusalén, el profeta llevó a sus hombres hacia el Monte de los Olivos y un suburbio de Jerusalén edificado en las laderas del monte y llamado Betfage.

—Conseguidme un asno —les dijo—. Joven. Debo cumplir con la profecía ahora.

—Entonces, todos sabrán que tú eres el Mesías —dijo Andrés.

—Sí.

El profeta suspiró.

Este miedo no es el mismo. Es más el miedo de un actor a punto de representar su última y más dramática escena…

Había un sudor frío en los labios del profeta. Lo secó.

Miró, a la pobre luz, a los hombres reunidos a su alrededor. Todavía no estaba seguro de algunos de sus rostros. Había estado interesado sólo en sus nombres y en su número. Había diez allí. Los otros dos estaban buscando el asno.

Soplaba una brisa ligera y cálida. Permanecían de pie en la herbosa ladera del Monte de los Olivos, mirando hacia Jerusalén y el Gran Templo que se encontraban abajo.

—¿Judas? —dijo Glogauer, vacilante.

Había uno llamado Judas.

—Sí, maestro —dijo éste. Era alto y apuesto, con un rojo pelo rizado y unos ojos inteligentes y neuróticos. Glogauer creía que era un epiléptico.

Miró pensativamente a Judas Iscariote.

—Más tarde necesitaré tu ayuda —dijo—, cuando hayamos entrado en Jerusalén.

—¿Cómo, maestro?

—Debes llevar un mensaje a los romanos.

—¿A los romanos? —Judas pareció turbado—. ¿Por qué?

—Tienen que ser los romanos. No pueden ser los judíos. Ellos utilizarían piedras o una estaca o un hacha. Te diré más cuando llegue el momento.

El cielo estaba oscuro ahora, y las estrellas habían aparecido sobre el Monte de los Olivos. Empezaba a hacer frío. Glogauer se estremeció.