16
Mas bien sé que mi defensor está vivo, y que él, el último, sobre el polvo se alzará.
(Job 19: 25)
O felix culpa, quae talem ac tantum meruit habere Redemptorem.
(Misal — Exultet del Sábado Santo)
—Alucinaciones en masa. Milagros, platillos volantes, fantasmas, la bestia del id, todo es lo mismo —había dicho Mónica.
—Es muy probable —había respondido él—. Pero ¿por qué los ven?
—Porque lo desean.
—¿Y por qué lo desean?
—Porque tienen miedo.
—¿Crees que eso es todo?
—¿Crees que no es suficiente?
Cuando abandonó Cafarnaúm por primera vez, mucha más gente lo acompañaba.
Había resultado imposible seguir en la ciudad, porque todos los negocios se habían visto casi paralizados por la multitud que deseaba verle realizar sus más simples milagros.
Así que les habló en los espacios abiertos entre las ciudades, desde las laderas de las colinas y en las orillas de los ríos.
Habló con hombres inteligentes y eruditos que parecían tener algo en común con él. Entre ésos estaban los propietarios de las flotas de barcas de pesca: Simón, y Jaime, y Juan, y otros. Otro era médico, otro un funcionario público que lo había oído hablar por primera vez en Cafarnaúm.
—Tiene que haber doce —les dijo un día, y les sonrió—. Tiene que haber un Zodíaco.
Y los eligió por sus nombres.
—¿Hay aquí un hombre llamado Pedro? ¿Hay uno llamado Judas?
Y, cuando los hubo elegido, pidió a los demás que se fueran por un tiempo, porque deseaba hablar con esos doce a solas.
Tiene que ser todo tan exacto como puedo recordar. Habrá dificultades, discrepancias, pero al menos debo proporcionar la estructura básica.
No era cauteloso en lo que decía, observó la gente. Era más específico aún en sus ataques y en sus ejemplos que Juan el Bautista. Pocos profetas eran tan valientes; pocos ofrecían tanta confianza.
Muchas de sus ideas eran extrañas. Muchas de las cosas de las que hablaba les resultaban poco familiares. Algunos fariseos pensaron que blasfemaba.
Ocasionalmente alguien intentaba advertirle, sugerirle que en bien de su causa modificara algunas de sus declaraciones, pero él sonreía y negaba con la cabeza.
—No. Debo decir lo que debo decir. Ya está decidido así.
Un día encontró a un hombre al que reconoció como uno de los esenios de la colonia cerca de Maqueronte.
—Juan querría hablar contigo —le dijo el esenio.
—¿Todavía no ha muerto Juan? —preguntó al hombre.
—Está confinado en Perea. Creo que Herodes está demasiado asustado para matarle. Deja que Juan se pasee dentro de los muros y jardines de palacio, le deja hablar con sus hombres, pero Juan teme que Herodes halle pronto el valor necesario para hacerlo lapidar o decapitar. Necesita tu ayuda.
—¿Cómo puedo ayudarle? Tiene que morir. No hay esperanza para él.
El esenio miró sin comprender a los alocados ojos del profeta.
—Pero, maestro, no hay nadie más que pueda ayudarle.
—No debe ser ayudado. Debe morir.
—Me dijo que, si te negabas la primera vez, te recordara que ya le fallaste una vez, que no vuelvas a hacerlo.
—No estoy fallándole. Ahora estoy redimiendo mi otro fallo. He hecho todo lo que debía hacer. He curado a los enfermos y he predicado a los pobres.
—No sabía que él deseara esto. Ahora necesita tu ayuda, maestro. Puedes salvar su vida. Eres poderoso, y la gente escucha tus palabras. Herodes no puede rechazarte.
El profeta apartó al esenio lejos de los doce.
—Su vida no puede ser salvada.
—¿Es la voluntad de Dios?
El profeta hizo una pausa y miró al suelo.
—Juan debe morir.
—Maestro… ¿es la voluntad de Dios?
El profeta alzó la vista y habló solemnemente.
—Si yo soy Dios, entonces es la voluntad de Dios.
Abrumado, el esenio dio media vuelta y se alejó del profeta.
El profeta suspiró, al recordar al Bautista y cómo lo había amado. Indudablemente Juan había sido el principal responsable de salvar su vida. Pero no había nada que pudiera hacer. Juan el Bautista estaba condenado a morir.
Siguió recorriendo, con sus seguidores, toda Galilea. Aparte sus doce hombres instruidos, el resto que le seguían continuaban siendo principalmente gente pobre. A ellos les ofrecía su única esperanza de buena suerte. Eran muchos los que habían estado dispuestos a seguir a Juan contra los romanos. Pero ahora Juan estaba encarcelado.
Quizás este hombre los condujera a la revuelta, a despojar a los ricos de Jerusalén y Jericó y Cesarea.
Cansados y hambrientos, con los ojos vidriosos por el ardiente sol, seguían al hombre de la túnica blanca. Necesitaban tener esperanzas, y allí hallaban razones para sus esperanzas. Le veían realizar grandes milagros.
En una ocasión les predicó desde una barca, como era a menudo su costumbre, y, mientras regresaba a la orilla por los bajíos, les dio la impresión de que caminaba sobre las aguas.
Recorrieron toda Galilea durante el otoño, oyendo de todo el mundo la noticia de la decapitación de Juan. La desesperación ante la muerte del Bautista se convirtió en renovadas esperanzas en este nuevo profeta que lo había conocido.
En Cesarea fueron arrojados de la ciudad por los guardias romanos, acostumbrados a los locos con sus profecías que vagaban por los distritos rurales.
Fueron echados también de otras ciudades a medida que la fama del profeta aumentaba. No sólo las autoridades romanas, sino también las judías, parecía que no estaban dispuestas a tolerar al nuevo profeta como habían tolerado a Juan. El clima político estaba cambiando.
Empezó a hacerse difícil conseguir comida. Vivían de lo que podían encontrar, merodeando como animales hambrientos.
Karl Glogauer, hechicero, psiquiatra, hipnotista, mesías, les enseñó cómo fingir que comían y apartar sus mentes del hambre.
Los fariseos y los saduceos se le acercaron para tentarle, y le pidieron que les mostrase una señal del cielo. Mas él les respondió: Por la tarde decís que hará buen tiempo, porque el cielo se enrojece. Y por la mañana decís que hará mal tiempo, porque el cielo se enrojece con sombras. Sabéis interpretar el aspecto del cielo, ¿y no sois capaces de interpretar las señales de los tiempos?
(Matías 16:1-3)
—Tienes que ser más prudente. Serás lapidado. Te matarán.
—No me lapidarán.
—Ésa es la ley.
—No es mi destino.
—¿No temes a la muerte?
—No es el mayor de mis temores.
Temo mi propio fantasma. Temo que el sueño terminará. Temo…
Pero ahora no estoy solo.
A veces, su convicción de su rol elegido se tambaleaba, y aquéllos que le seguían se mostraban inquietos cuando se contradecía a sí mismo.
A menudo le llamaban ahora con el nombre que habían oído, Jesús el nazareno.
La mayor parte del tiempo él no les impedía usar ese nombre, pero en otras ocasiones se ponía furioso y gritaba unas palabras guturales y peculiares:
—¡Karl Glogauer! ¡Karl Glogauer!
Y decían: Mirad, habla con la voz de Adonay.
—¡No me llaméis por ese nombre! —les gritaba, y ellos se mostraban desconcertados, y se alejaban para que meditara hasta que su furia había remitido. Normalmente, entonces, él iba en su busca, como si se sintiera ansioso de su compañía.
Temo mi propio fantasma. Temo al solitario Glogauer.
Observaron que no le gustaba ver su propio reflejo, y decían que eso era pura modestia, e intentaban emularle.
Cuando el clima cambió y llegó el invierno, regresaron a Cafarnaúm, que se había convertido en una fortaleza de sus seguidores.
En Cafarnaúm, aguardó el invierno hablando a aquéllos que querían escucharle, y la mayor parte de sus palabras se referían a profecías.
Muchas de esas profecías se referían a él mismo y al destino de aquéllos que le seguían.
Entonces ordenó a sus discípulos que no dijesen a nadie que él era el Cristo. Desde entonces comenzó Jesús a declarar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y padecer mucho de parte de los ancianos, pontífices y escribas, ser muerto y resucitar al tercer día.
(Mateo 16: 20-21)
Estaban viendo la televisión en el piso de ella. Mónica comía una manzana. Eran entre las seis y las siete de una cálida tarde de domingo. Mónica hizo un gesto hacia la pantalla con su manzana a medio comer.
—Mira ese disparate —dijo—. Honestamente, no puedes decirme que significa nada para ti.
Era un programa religioso acerca de una ópera pop en una iglesia de Hampstead. La ópera contaba la historia de la crucifixión.
—Grupos pop en el púlpito —dijo ella—. Qué indignidad.
Él no respondió. El programa, de una forma oscura, le parecía obsceno. No podía discutir con ella.
—En realidad el cadáver de Dios está pudriéndose aquí y ahora —se burló ella—. ¡Uf! ¡Vaya hedor!
—Apágala, entonces…
—¿Cómo se llama el grupo pop? ¿La Gusanera?
—Muy divertido. ¿La apago?
—No, quiero mirar. Es divertido.
—¡Oh, apágala!
—¡La imitación de Cristo! —bufó ella—. Es una sangrienta caricatura.
Un cantante negro, que interpretaba el papel de Cristo y desafinaba al ritmo de un acompañamiento banal, empezó a desgranar una letra carente de vida sobre la fraternidad humana.
—Si hablaba realmente así, no me extraña que lo crucificaran —dijo Mónica.
Él tendió la mano y apagó el televisor.
—Me gustaba —dijo ella, con burlona decepción—. Era un adorable canto del cisne.
Más tarde, con un rastro de afecto que le preocupó, dijo:
—Eres un viejo aturdido. Qué lástima. Podrías haber sido John Wesley o Calvino o alguien así. No puedes ser un mesías en nuestros días, no en tus condiciones. No hay nadie que esté dispuesto a escuchar.