Miguel
Miguel oye los pasos que se acercan a su cuarto, pero no varía la postura. Está tumbado boca arriba sobre la cama con las piernas flexionadas y se cubre los ojos con un brazo. Una mujer mayor entra sin hacer apenas ruido, pone una almohada bajo las rodillas de Miguel, lo cubre con una manta de viaje, le separa el brazo con suavidad y le coloca sobre los ojos y la frente un paño húmedo. Miguel gruñe ligeramente.
—Está helado. Y me va a teñir las pestañas.
—No es manzanilla, es menta. ¿No notas el olor?
—Estoy tan cansado que no noto nada.
La mujer se sienta a un lado de la cama.
—¿De verdad has comido? Un café habrás tomado. Y tantas horas sin dormir, Ángel, ¿no te apetece un caldito?
—No. He tomado un bocadillo.
—Un bocadillo, ¿de qué?
—Madre, no me sometas tú ahora a un tercer grado. Por hoy ya he tenido bastantes interrogatorios. Por cierto, vamos a repasar lo que tienes que decir si tuvieses que declarar. ¿Quieres repetírmelo, por favor?
Miguel levanta un extremo del paño que le cubre ojos y frente y mira a su madre. Está sentada con las manos sobre la falda, una sobre la otra.
Tú la conoces bien. Parece una niña obediente y tranquila, pero sus pulgares giran uno sobre otro rápidamente.
Miguel estira el brazo y pone su mano sobre las de su madre.
—No tienes por qué estar nerviosa. Seguramente no hará falta, es sólo por precaución.
—Tú no has tenido culpa de nada de lo que ha ocurrido esta noche y esta mañana, ¿verdad, Ángel? Tú estabas en tu puesto, cumpliendo con tu obligación.
—Sí, mamá. Pero hay que ayudar a quienes nos ayudan. Y ahora hay que ayudar a la doctora y al doctor Beloso.
—Todo lo que yo pueda hacer por la doctora lo haré con gusto. Ella siempre te ayudó y te favoreció a ti.
—Y el doctor Beloso podía haberme hecho la puñeta y no me la hizo. Ha dicho amén a todo lo que la doctora ha hecho para favorecerme a lo largo de varios años, así que ahora toca ayudarles a los dos.
La madre da cabezadas de asentimiento. Miguel se cubre los ojos con el paño mientras ella habla despacio y con pausas.
—A cualquiera que me pregunte... lo que yo tengo que decir es que de madrugada, hacia las cinco, me puse mala y te llamé al ambulatorio... y el doctor Beloso vino... y estuvo conmigo cosa de una hora, hasta que yo me tranquilicé y..., Ángel, ¿no queda raro que viniese el médico y no tú?
—Beloso es médico y yo enfermero. Es lógico que viniese el médico a atenderte, y alguien se tenía que quedar allí de guardia.
—Si me pongo mala de verdad, yo quiero que vengas tú, no el médico, Ángel. No me quiero morir con un extraño al lado.
—¡Ay, madre!
—Es que no sé si lo he hecho bien, Ángel. Tú, de buena mañana, me dijiste que no saliese de casa y que, si alguien me preguntaba, tenía que decir todo eso que tengo que decir... Y yo no salí, pero todos los días hacia las doce bajo a la huerta y riego cuando es tiempo de regar, o cojo unos tomates, o una lechuga, o limpio un poco, todos los días, Ángel, me gusta hacerlo y tú dices que me hace bien hacer ejercicio.
—Por un día que no salgas no pasa nada.
—Sí, pero Concha me echó de menos, siempre charlamos un rato mientras nos ocupamos de la huerta, ella de la suya y yo de la mía. Enseguida pensó si me habría ocurrido algo, tú sabes, los viejos siempre pensamos en eso. Y me llamó desde abajo, desde las escaleras de su huerta y yo me asomé por la ventana y le dije lo que tú me habías dicho que dijese. Y ella dijo que por qué no la había llamado a ella para quedarse conmigo cuando se fue el médico, y yo no sabía qué decirle, porque es natural que si necesitas a un médico de urgencia no te vas a quedar después sola si tienes un hijo. Menos mal que ella misma me dio la solución, porque dijo: «Claro, Miguel Ángel no podía venir por lo de esa chica a la que violaron, pero ¿por qué no me llamaste a mí, mujer?, para eso estamos los vecinos».
—¡Dios santo! El juez decreta secreto de sumario y a media mañana ya lo sabe todo el pueblo.
—Lo que te quiero decir, Ángel, es que yo, si me preguntan, quizá debo decir eso, que tú no pudiste venir porque pasó lo de esa chica, o sea, que mientras el doctor Beloso estaba aquí, pasó lo de la chica y tú llamaste a la doctora.
Miguel sube el paño hasta la frente y suspira con resignación.
—Tú di sólo lo que habíamos acordado: que el doctor Beloso estaba contigo a las seis de la mañana. Del resto ya me encargo yo. Y tráeme ese caldo, anda, mamá, creo que empiezo a sentir debilidad.
La madre se levanta inmediatamente y se dirige a la puerta. Lo hace con movimientos rápidos, pero torpes, con un ligero balanceo al andar.
—Enseguida te lo traigo, corazón, y después te duermes un rato y ya verás cómo te mejora la jaqueca.
Miguel la mira mientras se aleja y vuelve a cubrirse los ojos.
Se parece a la doctora... ¿En qué se parece?... Tu madre es morena y de ojos oscuros y es mucho más vieja, podría ser tu abuela en vez de tu madre. Las dos son bajitas, pero la doctora es más bien rechoncha y tu madre enjuta, un montoncillo de huesos frágiles. No se parecen en nada... Sí, se parecen. Tienen una apariencia tranquila, pero están siempre inquietas. La doctora aprieta las manos, se sujeta una mano con la otra como si temiese que se le escapasen. Y tu madre mueve los pulgares, los hace rodar uno sobre otro sin pausa, lentamente si se encuentra a gusto, con rapidez si está nerviosa o incómoda... Nunca hasta hoy, hasta que Lola te comentó lo que decía la familia del inválido, pensaste que se parecían. No quieras engañarte a ti mismo, Miguel. Pensaste: Ha hecho lo mismo que mi madre. Reconoce que eso fue lo que pensaste cuando Lola te dijo que la familia quería hacerle la autopsia... ¡No, no fue eso! Ni siquiera estás seguro de que tu madre lo haya hecho. Y mucho menos la doctora. Pensaste que las dos son unas víctimas, víctimas de un marido maltratador. Eso fue lo que pensaste. Y, además, las dos son feúchas, poca cosa, y se casaron con tipos que iban de guaperas por la vida. Según dicen, la doctora se casó cuando él se quedó inválido y lo plantó la novia. Seguramente se casó con ella para tener un médico en casa, y alguien a quien dominar. La doctora estaba loca por él, eso es lo que dicen... Y tu madre ¿estaba también loca por tu padre? ¿Por qué se casó con un tipo que no engañaba a nadie? Pendenciero, borracho, violento, sin oficio ni beneficio, enchufado por los falangistas para pagarle las delaciones. ¿Cómo puede una mujer unir su vida a un tipo tan despreciable?... Ella estaba muy sola, muy necesitada de cariño. Él era guapo, y ella feíta y demasiado vieja para encontrar marido después de la guerra, y sobre todo estaba muy sola... No tenías derecho a preguntárselo, pero necesitabas saberlo, entender aquella violencia, aquel odio del que fuiste testigo.
—Mis dos hermanos murieron en el frente y a tu abuelo lo mataron poco después de empezar la guerra. Venían en camionetas y se llevaban a los hombres, unas veces decían que para interrogarlos y otras para obligarlos a alistarse. Eran gente de fuera, tu padre no estaba entre ellos, vino más tarde. Tu abuelo apareció tirado en una cuneta en la carretera de la playa. Mi madre tuvo que ir a reconocer el cadáver y ya nunca razonó. Decía que no, que aquél no era su marido. Tenía la cara llena de sangre y un tiro en la frente, y dijo que no, que no era, y tuve que ir yo, y sí que era mi padre. Me quedé sola y con mi madre loca hablando todo el día de mis hermanos y de mi padre como si estuvieran vivos, decía que se habían echado al monte y que cualquier noche vendrían y los esconderíamos en la casa. Todo el día así y sin querer comer, ni adecentarse, siempre con el mismo vestido y con la misma ropa, que hasta olía mal, no quería cambiarse ni lavarse y de noche se ponía en la ventana durante horas esperando verlos aparecer. Así cogió la pulmonía que la mató. Sólo a la hora de morir recobró el sentido y me dijo: «Voy a reunirme con tu padre y tus hermanos. ¡Qué sola te dejo, Antonia! Búscate un buen hombre que te proteja»... Y entonces apareció tu padre, que era guapo y simpático cuando le convenía, y en dos meses me casé con él.
Estaba sola y necesitada de cariño, era una presa fácil para cualquier desaprensivo. Debió de enamorarse de él, de aquel tipo fachendoso, con aires de vocalista de orquesta barata. ¿De qué te extrañas tú? Sabes muy bien que la razón no cuenta en el amor. Se puede querer a quien no lo merece, a quien te odia... La doctora sigue enamorada de un hombre que la odia, él la odia sin razón y ella lo ama también sin razón. Tu madre se enamoró de aquel fanfarrón cobarde. Y él ¿a dónde iba a ir que más valiese? Era un borracho y un inútil, ni siquiera sus compinches falangistas querían saber nada de él una vez que acabó la guerra. Ella tenía una casa, con una pequeña huerta y unas tierras en la aldea, que él le hizo vender para comprarse un coche y pagarse sus juergas. Al comienzo debió de ser feliz con él, igual que la doctora, cuando llegó a Brétema se la veía contenta, por eso aguantó tanto... Por eso y por la vergüenza, como tu madre, «No cuentes nada de lo que pasa en casa, Angelito»... Mientras fueron sólo insultos, «mariquita», «nenaza», «éste no es hijo mío, yo no engendro maricones», «la culpa es mía por casarme con una vieja», «yo te voy a enderezar»... Mientras el odio se volcaba en palabras ella aguantó, tan pequeñita, tan frágil, poniéndose en medio, sacándote a ti de la habitación, mandándote a la calle. Y al volver, la huella de los golpes, los moratones en los brazos, en las piernas, en las manos, no en la cara, ella debía de protegerse la cara, para no pasar la vergüenza de que se supiese. Vergüenza de qué, de haberse equivocado, de haberse dejado seducir por un chulo, por un guapo, igual que la doctora, ella también apareció un día con un moratón en la frente, el golpe de una puerta al levantarse de noche para atender al inválido, eso dijo, como tu madre, igual, pero la doctora no permitió que le pegara, ni a ella ni a los que lo cuidaban, una inyección y se acabó el dar golpes, faltaría más, cuente conmigo para lo que haga falta, yo lo sujeto, doctora, y usted le pone la inyección, no es necesario que venga nadie más, cuanta menos gente lo sepa mejor, ya dicen que está todo el día dormido, tiene en casa un enemigo pagado, Carmen es agua mansa, que no se la ve venir, y muy fiel a los Sanz de Ortuño... «Yo no tengo nada que ocultar, Miguel», casi ofendida, igual que tu madre, aguantando durante años, disimulando ante los demás. Hasta que te diste cuenta de que eras más alto y más fuerte que aquella bestia, hasta entonces tú también aguantaste, por miedo y sobre todo por vergüenza, una vergüenza que ahora no entiendes, pero que entonces te impedía reaccionar, hasta aquel día en que sujetaste su brazo y se lo retorciste y le hiciste caer de rodillas y cuando se levantó tú tenías una botella rota en la mano, y tu padre te miró con todo el odio del mundo en sus ojos y dijo: «Este no es hijo mío y lo voy a echar de casa» y se fue a seguir emborrachándose y a contarles a los otros borrachos que le habías alzado la mano, y tú habrías dado años de vida porque aquello fuese cierto, por no ser hijo de una mala bestia, pero tu madre se ofendió, igual que la doctora.
—¿Te das cuenta de lo que acabas de decir, Ángel? Yo he sido siempre una mujer honrada, y tú eres hijo del único hombre que hubo en mi vida. ¿Cómo has podido dar crédito a las palabras de un borracho?
A esas alturas sabías demasiado bien que él no te odiaba porque dudase de que fueses su hijo, sabías que te odiaba por ser gay, te lo dijo mil veces, desde que tienes uso de razón oíste mil veces las mismas palabras, nena, nenaza, los hombres no lloran, mariquita, maricón, maricallas, cuando aún no sabías lo que significaban, cuando aún no sabías lo que eras, sólo que no querías ser como él, no querías ser su hijo, y nada te hubiera hecho más feliz que oírle a tu madre confirmar que no lo eras, que tu padre no era aquel monstruo de cobardía y de crueldad. Esperabas un milagro, pero ella se ofendió y tú te mordiste los labios, avergonzado y apenado por haberla ofendido, pero antes de irte dijiste: Doctora, cuente conmigo para lo que haga falta, era eso lo que quería decirle, nada más. Madre, yo estaré siempre de tu lado y a tu lado, hagas lo que hagas... Un pacto, sellaste un pacto y ellas lo aceptaron, las dos.
La madre entra en el cuarto. Lleva en la mano una bandeja que deposita sobre la mesita de noche. Hay en ella un tazón humeante y un plato con fiambre y pan. Miguel se incorpora y retira el paño que le cubre la cara.
—Te he traído este poquito de jamón, cortado muy fino como a ti te gusta. Tienes que estar desfallecido, hijo, tantas horas. Anda, come un poco.
Miguel picotea el jamón con desgana, pero enseguida empieza a comer casi con ansia. La madre lo mira satisfecha.
—Voy a traerte una lonchita de queso. Te pasa lo mismo que a mí. Cuando estoy muchas horas sin comer, el estómago se me revuelve y siento hasta náuseas, repugnancia de la comida, pero en cuanto empiezo, se me despierta el hambre. A mis hermanos también les pasaba. Mi madre lo llamaba «debilidad». Lo que tienes es debilidad, nos decía, y nos obligaba a empezar a comer y enseguida se nos pasaba el malestar. Es cosa de familia.
Miguel asiente mientras sigue comiendo y bebiendo sorbos de caldo. La madre sale del cuarto sonriendo.
«Es cosa de familia.» Desde aquel día se dedicó a reforzar los lazos que te unían a su familia, a los hermanos, al padre, a los abuelos campesinos, a los parientes que aún vivían en la aldea junto a aquellas tierras que el marido, el extraño que no pertenecía a la familia, le había obligado a vender.
—Todos los hombres de nuestra familia han sido muy altos y fuertes, como tú. Sólo las mujeres salimos bajitas, pero a ellos les gustaban las mujeres menudas. Mi padre le decía a mi madre: «La mujer y la sardina, la mejor la más pequeñina», y el abuelo decía: «El buen perfume se vende en frasco pequeño».
Alto y fuerte, como todos los hombres de la familia. Cuando le retorciste el brazo te diste cuenta de que podías pisotearlo como a una cucaracha. Le sacabas media cabeza y abultabas el doble, un jovencito con unos brazos y unas piernas como ramas de roble, y él un tipejo avejentado y flaco, que ya sólo podía pegarle a una mujer o a un niño. Quizá fue aquel día cuando ella tomó la decisión que debía de haber madurado a lo largo de meses. Te hablaba de los parientes a los que podías recurrir si a ella «le pasaba algo» y te mostró el escondrijo donde guardaba el dinero que iba sisando día a día de lo que el miserable le daba para la casa, veinte billetes de mil pesetas, una pequeña fortuna con la que podrías irte de casa, eso fue lo que pensaste, que te estaba señalando el camino que debías seguir si ella faltaba, pero tú no querías de ninguna manera que ella faltase. Era vieja, pero no tanto como para morirse, si se cuidaba y aquel borracho no la mataba a golpes y a disgustos. Y tú no querías dejarla sola con él, desde que te diste cuenta de que eras más fuerte, de que aquel cobarde sólo se atrevía a levantar la mano contra los indefensos, no querías irte, querías proteger a tu madre, pero ella quería protegerte a ti, quería que siguieses estudiando, no ponerte a trabajar ni alistarte en el ejército como él pretendía, para que te hiciesen un hombre. Y, sobre todo, no quería que desgraciases tu vida dándole un mal golpe. Pero había pocas soluciones, porque, aunque la casa era suya por herencia, no podrías echarlo a la calle si ella faltaba, ni venderla, tendrías que convivir con él, tu madre es lista y sabía a quién preguntar para informarse.
—Si yo falto, tú heredas la casa, porque la casa es anterior a mi matrimonio, pero no podrás echarlo, Ángel, él tiene derecho de usufructo de un tercio mientras viva.
Mientras viva... Debió de ser entonces, al verte con la botella rota en la mano dispuesto a clavársela en el cuello, cuando tomó la decisión, porque él solo no podía contigo, pero tenía compinches de los tiempos de la guerra, gentuza dispuesta a darle una paliza a un chico rebelde que se atrevía a desafiar la autoridad del padre. Ella tenía miedo por ti y eso debió de decidirla.
La madre entra en el cuarto con un platillo en el que hay un trozo de queso fresco y unas lonchas de membrillo.
—Mira cómo está de desecho, Ángel, es pura manteca, ya verás qué rico.
—Colesterol en estado puro. Esto va directo al michelín, madre.
—¡Pero si tú no tienes michelines! Y a tu edad se quema todo. Y yo tomo una pizquita tan pequeña que, aunque fuese veneno, no me haría daño.
Miguel sonríe conmovido y le acaricia una mano.
—Eres la única persona que no ve mis michelines. Y ahora que ya me has alimentado, cuéntame: ¿has hablado con alguien esta tarde? ¿Has oído algo sobre el marido de la doctora?
La madre lo observa, dubitativa.
—Me dijiste que no saliese y que no hablase con nadie de la chica violada. No me dijiste nada sobre la doctora, me enteré por Concha y por la gente que pasaba y hacía comentarios.
Miguel suspira y vuelve a acariciar la mano que ella tiene apoyada sobre las piernas de su hijo.
—Venga, cuéntame lo que te han contado.
La madre se aclara la voz y va hablando mientras le retira los platos vacíos.
—A las cuatro y media, después del esquilón que llama al coro en la catedral, tocaron a muerto. Normalmente, primero hay un toque de agonía y después el de muerte, cuando sólo tocan a muerto es que ha habido una muerte repentina, o un accidente...
—Sigue, mamá, los toques ya los conozco: sonaron dos campanadas que indicaban que el muerto era un hombre, no una mujer, ni un cura, ni el señor obispo. Sigue.
—Estás muy nervioso, Ángel, ¿quieres que te traiga una tila? Te hará bien. Te la tomas, cierras los ojos y yo te cuento. Verás cómo te sientes mejor.
—Vale, tráeme una tila bien cargada.
La madre sale del cuarto y Miguel se deja caer hacia atrás en la cama y se cubre los ojos con el paño húmedo.
Una tila te relajará y no te atontará como el valium. La pobre pequeña se durmió como un angelito, no había forma de despertarla y el guardia civil venga a preguntar si la habían drogado. Menos mal que llegó Beloso y tornó las riendas, Señor, qué noche y qué día, por si no bastase la violación, el suicidio del inválido... ¡Ojo, Miguel! No hay que mencionar esa palabra mientras no se demuestre que lo hubo. Si Beloso está dispuesto a firmar una parada cardiorrespiratoria, no se te vaya a ti a escapar lo del suicidio, qué más quiere la familia para echarse como lobos sobre la doctora. Debían besar donde ella pisa, pero así es la vida, o la vida de algunas, hay quien nace para víctima y quien nace para verdugo, y a la doctora todos le devuelven mal por bien, el marido, la familia del marido y hasta la criada, la Carmen, un enemigo pagado, se lo advertí, a ver de dónde han salido los comentarios sino de ella y, por bien que acabe esto, siempre quedará la sospecha... De tu madre nadie sospechó nunca, sólo tú. Sólo tú, pero tú no se lo reprochas y se lo agradecerás mientras viva y nunca la dejarás sola, si alguna vez te marchas se irá contigo, ella sabe cómo eres y te acepta, aunque nunca lo habéis hablado, pero hay un pacto entre vosotros, siempre estaré de tu lado y a tu lado, se lo dijiste, ella arriesgó su vida por ti y tú no la abandonarás nunca, y tampoco a la doctora, «Miguel, vamos a denunciar a esos malnacidos, tienes lesiones, podemos conseguir una buena indemnización y hasta meterlos en chirona», pero tú no quisiste que tu madre supiese lo que te habían hecho, que no era sólo tu padre el que te odiaba por ser como eres, no querías que pensase que su esfuerzo había sido inútil y que ella no puede protegerte de todos los que te odian por ser diferente. Pero ahora es distinto, ahora hay un intento de homicidio con testigos, la chica no va a morirse y la pequeñita, en cuanto los vea, los reconocerá, ya te has encargado tú de refrescarle la memoria. De ésta no van a salir de rositas, hay que tener paciencia para ver pasar el cadáver de tu enemigo por la puerta de tu casa, y tú vas a verlo, Miguel. Lo que le dijiste a la pequeña sobre el pelo de los que atacaron a su hermana no se le va a olvidar y en Brétema sólo ellos van rapados. Lástima que al inválido le diese por suicidarse justo ahora, la doctora y Beloso tendrán que ocuparse de defenderse y de no caer en contradicciones.
La madre entra en el cuarto con dos tazas en una bandeja. La deja en la mesita de noche y le da una a Miguel.
—La tuya la he enfriado cambiándola de taza varias veces, está buena para tomarla. Le he puesto una puntita de miel para que esté más rica. También me he hecho para mí, no me vendrá mal.
Miguel prueba con cuidado y bebe el líquido a pequeños sorbos.
—Está muy buena. Cuéntame lo que has oído, un resumen, lo más importante.
La madre asiente con la cabeza.
—Yo creo que lo más importante es que la doctora dejó solo al marido y que él se murió sin ayuda de nadie.
—No me resumas lo que tú crees que es más importante. Cuéntame lo más exactamente que puedas lo que a ti te han contado.
—Pues verás, cuando sonó el toque a muerto...
—Perdona, mamá, no empieces por ahí porque no acabaremos en horas. Cuéntame lo que dice la gente.
—¡Ay, Ángel! Tengo que ir por orden, que si no, no me acuerdo.
Miguel se deja caer de espaldas, se cubre los ojos con el paño y suspira con resignación.
—Vale, cuéntamelo por orden.
—Bueno, pues después del toque a muerto, Concha me dio un golpe en el tabique y nos asomamos las dos a la ventana de atrás y me dijo: ¿Has oído? Han sido dos campanadas, ¿verdad? No puede ser la chica esa a la que han violado. Y yo le dije que seguro que habían sido dos campanadas, así que tenía que ser un hombre, el campanero nunca se ha equivocado. Entonces Concha dijo: ¿Vamos a dar una vuelta a ver quién ha sido? Y yo le dije lo que tú me dijiste que dijera, que el médico me ha recomendado no moverme mucho durante el día de hoy. Y Concha dijo: Pues voy a enterarme y después te cuento. Yo me fui a la sala y me asomé al halcón y al poco rato pasó Encarnación, la de El Barato, que venía del ambulatorio, porque tiene un dolor en una rodilla y le están poniendo inyecciones, y me dijo: ¿Sabes que murió el marido de la doctora? Esta noche, de repente. Y entonces llegó Lola, la de la mercería, que venía de hacer su paseo, todos los días anda varios kilómetros, así se conserva de ágil, que nadie diría los años que tiene, y comentó: ¿Y cómo es que no tocaron a muerto hasta después del esquilón de las cuatro? Tantos años aquí y la doctora sigue sin enterarse de nuestras costumbres. Entonces Encarnación le dijo que en el ambulatorio le habían dicho que la doctora había estado atendiendo una urgencia, una chica a la que habían violado, y que no se había enterado de lo de su marido hasta casi mediodía, cuando volvió a casa.
Miguel retira con impaciencia el paño que le cubre ojos y frente.
—¡Pero cómo es posible que todo dios sepa que han violado a una chica! Los que lo hayan hecho tendrán tiempo de organizarse una coartada. ¡Qué desastre, Señor!
—La chica podrá reconocerlos. Y su hermana. ¿O llevaban la cara tapada como los que te atacaron a ti? ¿Serán los mismos, Miguel?
—Madre, centrémonos en lo que estamos. ¿Qué más te contó Encarnación?
—Encarnación no me contó nada más, pero Concha volvió diciendo que había sido Edelmiro el que encontró a la chica violada, se lo había contado la relojera, y que, cuando Edelmiro llegó con la chica medio muerta al ambulatorio, allí sólo estabas tú, ni la doctora ni el otro médico.
—Eso no importa, madre, porque Beloso, recuerda, estaba contigo. Y yo llamé a la doctora, que se presentó allí inmediatamente. Que no se te olvide.
—No se me olvidó, Ángel, y ya lo he dicho delante de las tres, haciéndome la boba: «Debió de ser cuando el doctor Beloso estaba aquí, atendiéndome a mí, menos mal que Miguel Ángel se quedó allí, como era su obligación». Y tuve que contarles a Encarnación y a Lola que me puse mala de madrugada y que te llamé al ambulatorio y que el doctor Beloso vino a atenderme y a ponerme una inyección, en fin, todo el cuento.
—Pues muy bien, mamá, perfecto, lo has hecho muy bien.
—Mira, Ángel, yo hago lo que tú me digas, pero sería mejor que cada pera prendiera por su rabo. Si el doctor Beloso se fue de juerga, que cargue con las consecuencias. Dar un falso testimonio en un juicio es una cosa grave. Y más ahora con ese muerto en circunstancias poco claras.
—¿Qué quieres decir, madre? ¿Qué has oído?
La madre coge su taza de tila y bebe unos sorbos antes de contestar.
—Me lo ha dicho Concha y a ella se lo ha contado Maruxa, que lo sabe por Carmen, la criada de la doctora, que la familia va a hacer que se investigue cómo murió, si fue del corazón o si tomó demasiadas pastillas, y también dicen que la doctora le dijo varias veces a Carmen por teléfono que no entrase en el cuarto del inválido, a pesar de que era muy tarde y no había pedido el desayuno ni dado señales de vida, pero la doctora insistió en que no entrase, que lo dejase dormir. Y dicen que si Carmen hubiese entrado a las nueve, que es cuando llega todos los días, a lo mejor podían haberlo salvado, lavándole el estómago, si se había tomado demasiadas pastillas, o tratándolo como hacen a los que les da un infarto. Y también dicen que cómo pudo el inválido, que no podía salir de la cama sin ayuda, coger las pastillas para matarse, si es que las cogió... Ángel, tengo miedo por ti, la cuerda siempre se rompe por lo más flojo, los médicos se apoyan unos a otros, pero si tú te comprometes no vas a tener quien te apoye y pueden acusarte de complicidad.
—¿De complicidad en qué, madre? ¿Es que tú también piensas que la doctora se ha cargado a su marido?
—Yo no he dicho eso, Ángel, ni lo he oído decir a nadie, pero quizá le ayudó a matarse. No era vida la de aquel chico, que había sido tan guapo y tan fuerte. Quizá la doctora le hizo eso que está prohibido, la... la...
—La eutanasia.
La madre asiente y bebe varios sorbos de tila hasta acabarla.
—¿Por qué la familia quiere que le hagan la autopsia? Nadie quiere que descuarticen a un familiar y menos a un hijo o a un hermano. Quizá piensen lo que tú has dicho, que la doctora se ha cargado a su marido.
—¡Madre, por Dios! Yo no pienso eso. Ni creo que nadie en sus cabales pueda pensarlo. La doctora es un pedazo de pan, se cae de buena, le ha sacrificado su juventud, la novia lo había abandonado, la familia ya ves lo que se ocupaba de él, unos días en los dos últimos años, y eso porque la doctora ya no podía más.
—Pues por eso mismo, Ángel, quizá le ayudó a morir, para que dejase de sufrir, para que no se hiciese cada vez más malo. Tú me has dicho que él era un resentido, que odiaba a todo el mundo sano, que incluso le había pegado a ella con un bastón desde su silla de ruedas. El sufrimiento lo volvió malo, él no era así, antes del accidente era un chico alegre y simpático.
—Madre, no le habrás comentado eso a nadie.
—Yo no comento nada. Veo, escucho y callo, desde hace mucho tiempo. Sólo hablo contigo de estas cosas. Y juraré en falso que el doctor Beloso estaba aquí a las seis de la mañana, si tú quieres que lo haga y si eso es bueno para la doctora.
—Y yo juraré la verdad: que la doctora estaba a las seis y media en el ambulatorio. Y en cuanto al muerto, si la familia se empeña podrá demostrar que murió de una sobredosis, pero no que se la dio la doctora... Ahora voy a descansar un par de horitas. Llámame a las nueve, mamá, por si me quedo dormido. Quiero pasarme por el ambulatorio para controlar a Lola y a Pilar, no vayan a meter la pata hablando más de la cuenta, demasiado deben de haber largado ya.
—Descansa tranquilo, Ángel.
La madre se inclina para besarlo y lo arropa como a un niño pequeño, subiéndole la manta hasta la barbilla. Sale, cerrando la puerta tras ella, silenciosamente. Miguel se acomoda el paño sobre los ojos y suspira.
«¿Es que tú también piensas que la doctora se ha cargado a su marido?» ¡Para meteduras de pata, la tuya, Miguelito! Menos mal que sólo ha sido con tu madre, más te vale que descanses un rato, necesitas estar lúcido para ayudar a la doctora y a Beloso, pero tienes que aclararte tú mismo y no asustarte de admitir la verdad... La verdad es que la doctora es un pedazo de pan... Y tu madre también lo es, pero tú estás convencido de que provocó el accidente en el que murió tu padre. ¿Por qué te niegas a admitir que la doctora pudo hacer lo mismo? A tu madre tú no le reprochas lo que hizo, es más: se lo agradeces, arriesgó su vida por ti, pero no puedes negar que lo hizo, las pruebas dejan poco lugar a la duda... ¿Pruebas? ¿Qué pruebas? El coche cayó por un barranco del que nadie salió vivo, que ella no muriese fue un milagro, estuvo dos días en coma... Ella estaba dispuesta a morir, de eso estás seguro, dispuesta a dar su vida por ti, por eso tú no la abandonarás nunca, siempre estarás a su lado, pero ella no quería matarse, tomó algunas precauciones, llevaba el cinturón puesto y una almohada en el reposacabezas, eso amortiguó los golpes. Lo hizo por ti. Ella nunca quería viajar con él en aquel coche que se había comprado con el dinero de sus tierras, él era un fanfarrón que se picaba continuamente con cualquiera y echaba carreras y no toleraba que nadie le adelantase en la carretera, no respetaba los límites de velocidad y no usaba el cinturón de seguridad; era un peligro público. Y sin embargo ella le pidió que la llevase a ver unas tierras en el alto de Montouto. Dijo que eran de su abuelo materno y que se las habían quedado sus parientes cuando se repartió la herencia porque no estaban registradas, pero que aún vivía gente allí que sabía que eran de la familia de su madre, eso dijo. Fue una trampa, él quiso enterarse y la llevó en el coche y ella preparó un cesto con bocadillos y botellas de cerveza, seguro que él se las bebió todas, era un borracho. Tuvo que ser algo así. Un volantazo. Al pasar por el barranco de Matacaballos debió de pegar un volantazo. Ella estaba más protegida, con el cinturón y la almohada, y además sabía lo que estaba haciendo, quizá eso la salvó, o la buena suerte... Son conjeturas, imaginaciones tuyas, Miguel... Pero su cara no es una imaginación, recuerdas perfectamente su cara, tan delgada y llena de moraduras cuando salió del coma, casi un cadáver. No querían decirle que su marido había muerto por temor a una recaída y te dijeron lo que debías decirle: que estaba aún inconsciente. Fue lo primero que te preguntó cuando te dejaron pasar a verla: «¿Y tu padre?». Y tú te quedaste callado porque no estabas seguro de lo que ella deseaba oír. La viste tan triste, tan débil, tan indefensa y no sabías qué hacer para ayudarla, para que no se muriese o para que se muriese tranquila. Dos minutos: entrar y salir, había dicho la enfermera, que no se canse, que no se disguste. Te inclinaste para darle un beso sobre los vendajes de su cabeza y ella susurró: ¿Y tu padre? Y tú dijiste: Murió. Y no lo olvidarás nunca, viste cómo todo su cuerpo se relajaba y una expresión de paz iluminó su rostro. Y entonces volviste a besarla y le sonreíste. Nunca dudaste de que lo hizo por ti... Lo de tu madre te parece un sacrificio y por eso lo aceptas, pero no admites que la doctora haya eliminado a su marido para librarse de ese sufrimiento, ¿es así, Miguel? Lo de tu madre fue un acto de amor a su hijo y en la doctora sería un crimen a secas, ¿es eso lo que piensas?... Fue un acto de amor, sí, y también lo que ha hecho la doctora. Tu madre se ha dado cuenta enseguida, ¿cómo fue lo que dijo?: «Le ayudó a morir, para que dejase de sufrir, para que no se hiciese cada vez más malo»... Ha sido eso, un acto de amor, ¿cómo has tardado tanto en entenderlo?... Estás muy cansado, Miguel, duerme un poco, te hace falta. Todo se irá encajando, a la doctora no podrán acusarla de nada, y los cabrones del Club de Machos recibirán su merecido, esta vez hay un testigo, descansa, duerme.