Consuelo

Consuelo entra en el ambulatorio. Al acercarse a la recepción, Lola, una de las enfermeras, sale precipitadamente y, esquivando a algunos enfermos que esperan, le cuchichea:

—Doctora, han llamado del Hospital de la Costa, que la operación ha ido bien, volverán a llamar hacia las dos. Y ha estado aquí la Guardia Civil, querían hablar con la niña y Miguel les ha dicho que la dejen descansar y los ha mandado a buscar a la familia. Querían hablar con usted o con el doctor Beloso y Miguel les ha dicho que...

—Espera un momento, Lola, ¿dónde está Miguel?

—Arriba, con la niña, le ha preparado una cama y le ha dado un tranquilizante, dijo que lo había ordenado usted. Y la Guardia Civil ha dejado unos papeles y hay que informar al juzgado.

—Por favor, localízame a Miguel. Voy a llamar por teléfono desde mi despacho. Llamaré a casa a ver cómo van allí las cosas y después hablaré con el Hospital de la Costa. Dile a Miguel que venga a mi despacho, por favor.

Consuelo saluda con un «buenos días» a la gente que espera en la antesala de su despacho y entra cerrando la puerta tras ella. Se sienta y descuelga el teléfono. Espera unos instantes hasta que tiene línea. Marca el número de su casa con la ayuda de un bolígrafo.

—Hola, Carmen. Ya estoy en el ambulatorio. Ha visto la nota, ¿verdad? ¿Le ha dado el desayuno al señor?... ¿No ha llamado aún?... ¿Tiene la radio puesta?... No, Carmen, no entre. Yo voy en unos minutos. Ya sabe que se pone muy nervioso si lo despiertan. En unos minutos estoy ahí. Ha habido una agresión a una chica, casi la matan y hemos estado muy liados, pero me paso enseguida por casa.

Cuelga el teléfono y tamborilea con el bolígrafo sobre la mesa.

Que piense en la violada, así tendrá algo de qué preocuparse mientras llegas. Si lo despierta puede organizar la de Dios y no tienes ganas de más luchas. Estará dormido, o adormilado después de la noche toledana. Cómo va a tener la radio puesta si la estrelló contra el suelo. No debiste amenazarlo, eso lo encorajina aún más, pero cuando quiere armarla es inútil lo que se le diga y a las tres de la mañana no está una para templar gaitas. «Si vuelves a ponerla tan alta a estas horas, te la quito, ¿lo has entendido?», una amenaza inútil porque le da igual la radio, ya todo le da igual, es mayor la satisfacción de destrozarla, de demostrar que hará lo que le dé la gana, que el placer que pueda proporcionarle oírla. Pero sabe hasta dónde puede llegar, sabe que si vuelve a levantarte la mano a ti o a cualquiera de los que lo cuidan lo recluirás: «Una agresión más y te vas a una residencia para enfermos mentales. ¿Está claro?». No quiere que lo encierren, en casa siempre le queda la opción de salir, de volver a ser una persona normal, siente que aún tiene poder de manipular a los que lo rodean. No está loco, o quizá lo está, pero es consciente de sus actos, distingue perfectamente entre el bien y el mal, disfruta haciendo el mal, demostrando su odio, su desprecio, su desamor. Y ahora duerme. Se habrá tomado la pastilla tarde, sabe Dios a qué hora. ¿Y el frasco? En el cuarto de baño... o en el bolsillo de la bata... ¿Qué hiciste con el maldito frasco? En el cuarto de baño, seguro, en el estante de arriba.

Se oyen unos golpes en la puerta, que se entreabre:

—¿Puedo pasar?

Miguel entra en el despacho. Lleva unos papeles en la mano. Habla muy acelerado.

—La operación ha sido un éxito, ¡qué alivio! Llamó el doctor Fajardo, dijo que tenía otra operación, pero que a las dos podrían hablar, que llamará él o que lo llame usted. Y el doctor Beloso ya está de vuelta. Llamó por teléfono, ¡desde el aeropuerto! Iba a coger el avión de las siete para Madrid y se quedó de piedra cuando le conté lo que pasaba. Le dije que lo mejor que podía hacer era venir inmediatamente porque teníamos un buen lío. Lo primero que preguntó la Guardia Civil fue por el médico de guardia, y yo, echando balones fuera, les dije que usted iba camino del hospital con la chica, sin decirles quién estaba de guardia, ellos seguro que entendieron que era usted, pero yo sólo les dije: «La doctora Márquez les dará toda la información a la vuelta. Ahora está camino del Hospital de la Costa con la víctima». ¿He hecho bien?

—Sí, Miguel, eso era lo que había que decir.

—El doctor Beloso llegó al aeropuerto, se tomó un café, llamó para ver si todo iba bien y se encontró con esto. Así que cogió de nuevo el coche y a las nueve ya estaba aquí, justo antes de que llegasen Lola y Pilar, debió de venir zumbando. Le expliqué con detalle todo lo que había pasado y le dije que usted me había dicho que no comentase con las enfermeras que se había ido antes de terminar la guardia, y que ya se le ocurriría algo para arreglarlo. Entonces a mí se me ocurrió que podíamos decir que cuando llegó Edelmiro con la chica él estaba atendiendo a mi madre. A veces le dan arritmias por la noche y la pobre cree que es un infarto y que va a morirse. ¿Qué le parece, doctora?

—Perfecto, Miguel. Estás en todo... ¿Donde está ahora el doctor Beloso?

—Acaba de irse a su casa a ducharse. Está el pobre como unos zorros, casi sin dormir y cinco horas conduciendo. Dijo que volvía enseguida y que se quedaría aquí hasta que se solucionase todo.

—Bien, porque yo tengo que acercarme ahora a casa. No he visto a Juanma y no estoy tranquila. A ti te veo muy excitado, ¿te has tomado el valium?

—No, porque necesito tener la cabeza muy despejada, hay que estar muy vivo para no meter la pata. Los guardias querían «interrogar a la niña» y les dije que nanai, que, hasta que usted le diese el alta, a la niña no la molestaba nadie, ni su familia. Por cierto, el padre debe de ser una bestia parda, así que sería mejor que hablasen con usted antes de dejarles llevarse a la pequeña.

Consu sonríe.

—Yo me voy a casa, Miguel. Tú lo estás haciendo muy bien, pero no te pases. Si llegan los padres, llámame a casa y me vengo a hablar con ellos, pero tú ve diciéndoles que la niña está muy afectada y que hay que tratarla con mucho cuidado y que esperen, que yo vengo... o mejor que se encargue Beloso, yo me siento cansada.

—Gracias, doctora, lo haré tal como me dice. Y si necesita algo más, dígamelo, no estoy nada cansado, de verdad. Yo en estos casos, cuando puedo ser útil, me siento como Superman, se lo juro, no siento el cansancio, créame.

—No me lo jures, te creo. A mí también me pasaba... Oye, hay que decirle a esta gente que espera que no puedo recibirlos ahora. Tenemos que darles una explicación, pero no se puede decir nada de la violación hasta que el juzgado diga lo que hay que hacer. Avisa a las enfermeras, que no lo comenten, por Dios.

—No se preocupe, doctora, yo me encargo. Les digo que un coche ha atropellado a una chica y que no sabemos de dónde es, y ya está. Yo me encargo, usted váyase tranquila.

Salen los dos del despacho. Consu se dirige a la gente.

—No sé si podré recibirlos esta mañana. Hemos tenido una emergencia. Ahora les explica el ATS. Si vienen a buscar recetas, dejen los talonarios y la nota de lo que necesitan.

Miguel la acompaña hasta el final del pasillo y se vuelve para hablar con los pacientes. Consuelo se detiene un momento en la recepción y habla bajo con la enfermera que está allí.

—Lola, no comentéis nada sobre lo de esta noche. Hay que esperar a ver lo que decide el juzgado. Ha habido un accidente y listo, nada más. Se lo he dicho también a Miguel.

Lola la mira desconcertada. Consuelo desvía la mirada y va hacia la puerta de salida.

Por la cara que ha puesto, ya se lo ha contado a todo cristo, seguro; en fin, que todos los males sean ésos.

Al salir se tropieza con una mujer que entra.

—¡Doña Consuelo! ¿Se marcha ya?

—Ha habido una emergencia. Arriba está el ATS, él le explicará. Yo volveré en cuanto pueda, pero no sé si podrá ser esta mañana.

Abre la puerta del coche y se queda de pie, dudando.

Te apetece andar más que conducir. Ahora no llueve y la diferencia son apenas diez minutos. Te vendrá bien despejarte... ¡Si pudieses dormir un rato!... pero no puedes. ¡Qué cansancio!

Consuelo cierra el coche y echa a andar.

De buena gana te sentarías en el sofá del despacho y cerrarías los ojos un rato, una cabezadita, pero a saber lo que vas a encontrarte en casa. Seguramente sigue dormido. Se debió de tomar la pastilla tarde, por eso duerme a estas horas. Lo hace a propósito, para incordiar y para estar descansado cuando tú llegas agotada y lo único que quieres es irte a la cama y dormir. Él ha dormitado todo el día y a las tres de la mañana monta la verbena, la casa entera resonaba, debió de despertar a los vecinos, son buena gente, se dan cuenta de que no puedes evitarlo o quizá piensan que no hay que ponerse a mal con la doctora, mejor aguantar y que les debas el favor. Tú siempre te disculpas y ellos le quitan importancia, «No se preocupe, también en las fiestas se oye la música y además ruidos cuando montan los tenderetes»... ¿Por qué te suena siempre a falso? No son falsos, son cautelosos, no dicen lo que de verdad piensan, contestan a una pregunta con otra, nunca se sabe si suben o bajan la escalera, los tópicos tienen una base de verdad. Es este clima, se ocultan como el cielo tras las nubes, capas y más capas. Tú no eres diplomática, dices siempre las cosas directamente, sin tapujos, y a las tres de la mañana más aún, «Si vuelves a ponerla tan alta, a estas horas, te la quito», y él la estrelló contra el suelo. Dijeses lo que dijeses sería igual, tenía ganas de armarla. Debía estar dormido, pero estaba despierto y excitado, aunque la tacita donde tú le dejas cada noche la pastilla junto a la botella de agua mineral estaba vacía.

—¿Te has tomado la pastilla?

Dijo que sí, quizá ha dejado de hacerle efecto, o quizá miente y la tira, tienes que preguntarle a Carmen si ve pastillas por el suelo cuando limpia, que se fije. O es posible que la guarde y se la tome más tarde, por eso duerme toda la mañana. Le pusiste otra pastilla más en la tacita, una sola.

—Estoy muy cansada, Juanma, muy cansada. Son más de las dos y mañana tengo que trabajar. Aquí te dejo otra, tómala o tírala, pero si alborotas llamo al ambulatorio, vienen a ponerte una inyección y se acabó la historia.

Fue entonces cuando lo dijo:

—Puedes dejarme el frasco entero, no sería la primera vez.

Sin gritar, con una sonrisa horrible en su cara, una sonrisa de odio y de desprecio.

—No voy a suicidarme, es inútil que dejes las pastillas a mi alcance. Si quieres librarte de mí tendrás que matarme tú misma.

Abrumada, te dejó abrumada, sin saber qué decir, porque quizá sea cierto, quizá le dejaste el frasco de pastillas a su alcance para librarte de él y no para ayudarle a morir. Creíste que quería morir. Su madre no lo quiere, ni su hermana. Se encargaron de él a la fuerza, obligadas por ti. Aunque hayan fingido durante unos días, aunque finjan en las fiestas de Navidad, Juanma tuvo que darse cuenta de que les estorba, de que están deseando irse. Pero a ellas no se lo reprocha, ni tampoco a Marieli. «Ha hecho bien: Juanma ya no existe, Juanma ha muerto, a rey muerto rey puesto.» No la odia, la quiere, la sigue queriendo. Tiene su foto en el cajón del despacho, para eso quería la llave, para marcar su territorio, y lo dejó abierto para que tú supieses que era su foto lo que guardaba allí. La quiere. Y a ti te odia y más desde que te vas de vacaciones. A tu vuelta todo fue aún peor, más resentimiento, más odio, más rebeldía soterrada, no eran torpezas de inválido, bien segura estás, lo rompía todo, lo manchaba todo y decía lo siento como si lo hubiera hecho sin querer, como si se le hubiese caído de las manos involuntariamente, pero se le notaba que lo hacía adrede y que no lo sentía. Tenías la esperanza de que te hubiera echado de menos, ¡qué estúpida! No preguntaste cómo habían sido aquellos días sin ti, y ni Genita ni su madre te hicieron el menor comentario. Sabías que no te dirían la verdad, ¿para qué preguntar? Desde entonces cruzáis sólo las palabras indispensables para informarles del estado de Juanma, suprimieron las falsas amabilidades: «Si necesitas algo», «tú cómo estás», «cuídate tú también». De ellas no esperabas otra cosa, pero albergaste la estúpida esperanza de que él te echaría de menos. Por eso le preguntaste a Carmen, por eso y para oír una palabra amable en aquella casa. ¡Qué ilusa! «Ha estado tranquilo, señora, más tranquilo que nunca; al fin es su madre, se comprende»... El cuchillo hasta el fondo, sin darse cuenta quizá, pero no, a conciencia, Carmen sigue siendo la doncella de los Sanz de Ortuño... «Se comprende», ¿qué es lo que hay que comprender? ¿Quién lleva años cuidándolo? ¿Quién le ha dedicado su vida?... ¡Tú, la idiota de Consu, no su madre ni su hermana! Su madre se fue pitando del hospital, porque era incómodo compartir el baño de la Residencia y porque no quería molestar a Genita en la preparación de sus oposiciones. Y desde entonces si te he visto no me acuerdo, a golpe de teléfono resuelve sus deberes de madre. Y Genita de lo único que se encargó fue de que a Juanma no le faltase un médico a domicilio las veinticuatro horas del día, los trescientos sesenta y cinco días del año, de diez largos años. Lo hizo muy bien.

—Mi hermano cuando tú no estás se pasa el tiempo hablando de ti, de lo maravillosa que eres, y preguntando cuándo vas a llegar, los demás le tenemos sin cuidado.

—Te van a colocar al inválido, Consu, se ve venir, ¡por Dios!, ¿es que no te das cuenta?

—Mi hermano está cada vez más pendiente de ti. Te necesita cada vez más. Te quiere, Consu, todos nos hemos dado cuenta. Por dignidad él nunca se atreverá a decírtelo en estas circunstancias, pero es evidente. No quiero molestarte, pero si tú no puedes corresponder a sus sentimientos quizá sería mejor que lo vieses menos.

Su madre y su hermana y su padre, una pandilla de egoístas, tiene razón Héctor, llegaban por la mañana, se iban a comer fuera y a media tarde se marchaban, tan satisfechos de haber cumplido con su obligación. Hasta que decidieron no venir y resolverlo por teléfono.

—Consu, hemos pensado que es mejor no venir a visitarlo. Lo de abrir las bolsas y soltar la porquería es su forma de decirnos que no quiere vernos, así que mejor no incomodarlo. Si hubiera alguna novedad tú nos avisas, ya sabes que puedes contar con nosotros. Mamá cada vez que viene se pone enferma y al fin para nada, así que hemos decidido que te llamamos y tú nos cuentas cómo sigue.

¿Por qué te odia a ti? ¿Por qué es contigo más desagradable que con nadie? Con Carmen bromea, a veces se la oye reír cuando limpia el cuarto.

—Qué cosas dice, señor.

A ti no te habla. Y si lo hace es para burlarse, para hacerte daño.

—Mátame o enciérrame en un psiquiátrico y acaba de una vez con esta farsa. ¿O es que sigo siendo la razón de tu vida? ¿Sigues deseando más que nada en el mundo estar a mi lado?

Son tus palabras, tú las dijiste, salieron de lo más hondo de tu corazón. Pero no es culpa tuya si han dejado de ser verdad. O quizá sí, quizá Arancha tenía razón.

—Estás obcecada, Consu, no razonas, no te das cuenta de las cosas, no ves la realidad.

Sólo veías a Juanma en la cama del hospital, lleno de sondas, atado y sedado, con aquellos ojos tan desesperados escrutando tu rostro.

—¿Es verdad que quieres casarte conmigo?

Sin duda fue Genita quien se lo dijo. Tenía el plan perfectamente trazado, pero tú no te diste cuenta. Juanma no te engañó. Preguntó: «¿Es verdad que quieres...?», pero tú sólo oíste, sólo quisiste oír:

—¿Quieres casarte conmigo?

Y dijiste sí con la voz atragantada en la garganta, con un hilo de voz, y enseguida otra vez, más fuerte, con firmeza:

—Sí... Sí quiero.

Juanma torció la boca en una sonrisa tristísima.

—¿Por qué quieres casarte conmigo? Mejor vete a las misiones.

Y tú entonces dijiste lo que te habías dicho a ti misma tantas veces, lo que habías intentado explicarles a Arancha y al cura que te acusó de brujerías, lo que siempre habías soñado con poder decirle a él:

—Estar a tu lado es lo que más deseo en el mundo. Eres la razón de mi vida. Te quiero y te querré siempre.

Juanma hizo gestos de asentimiento con la cabeza.

—Muy bien... Si tanto me quieres, suéltame las manos.

No podías hacerlo. El se había arrancado repetidamente las sondas y el gotero, había agredido a los médicos, a las enfermeras y a los ayudantes. Sentiste que las lágrimas que habías intentado retener rodaban ya sin freno mejillas abajo.

—No puedo, Juanma. No debo hacerlo. Si lo hago me prohibirán entrar a verte. No me pidas eso.

Y él duro, inflexible, cruel, midiendo su dominio sobre ti, hoy lo sabes, pero entonces no.

—Si me quieres, suéltame.

Le soltaste las gomas que sujetaban sus manos y te quedaste al lado de la cama, llorando como una Magdalena. Juanma no te miró, ni siquiera dijo gracias, se frotó las muñecas y se rascó la cabeza y el pecho. Tú seguías llorando, pero observabas sus movimientos por si tenías que avisar a la enfermera. Juanma extendió el brazo, cogió una de tus manos con la suya y te atrajo hacia él. La habitación empezó a girar a tu alrededor y tuviste que apoyarte en la cama para controlar el mareo.

—Venga, Consu, deja de llorar y escúchame. Tú estabas enamorada del Juanma que yo era. No te pongas colorada. Yo lo sabía y me sentía halagado, como es natural.

Ibas a contestarle, pero Juanma te sacudió la mano y endureció su tono.

—Escúchame. Ese hombre ha muerto, Consu, ha desaparecido para siempre. Marieli ha sido consecuente: a rey muerto, rey puesto. Se acabó. Ha hecho bien yéndose. Juanma ha muerto.

El nombre de Marieli te hizo reaccionar. Sentiste que una oleada de calor te invadía y sustituía a la flojera anterior.

—¡Marieli es una zorra que se vende al mejor postor! Yo te quiero, Juanma, y tú sigues siendo tú, aunque estés en una silla de ruedas. ¡Déjame estar a tu lado!, déjame ayudarte, por favor, Juanma, déjame estar a tu lado toda la vida, o hasta que tú quieras.

Juanma soltó tu mano y se cubrió la cara. En su cuello enflaquecido la nuez subía y bajaba. Cuando retiró las manos tenía los ojos enrojecidos y la voz ronca:

—Consu, yo no soy un hombre, soy una piltrafa humana. Toda mi vida llevaré estas asquerosas bolsas y no puedo... no puedo...

Tú lo interrumpiste con autoridad.

—Sé todo lo que no puedes; soy médico. Y también sé todo lo que puedes hacer, que es mucho, si te lo propones. No quiero tener hijos, Juanma. Te quiero a ti. Déjame quererte, déjame estar a tu lado.

El corazón se te rompía de amor y de pena al verlo llorar. Acariciaste su pelo, sus brazos. Le diste una gasa para secar sus lágrimas y secaste las tuyas, intentando sonreír.

—Como venga una enfermera me va a echar a patadas por hacerte llorar y por desatarte. Vas a ser culpable de una mancha en mi impecable expediente académico.

Juanma movía la cabeza con gestos negativos.

—Estás loca, Consu, más loca que yo.

Tú acariciaste su cara, las cejas tan negras y rectas, la nariz aguileña, los pómulos salientes, la mandíbula fuerte, los labios tan deseados.

—¿Puedo darte un beso?

Por un momento, la sonrisa de Juanma fue la antigua.

—Los besos no se piden, Consu; se dan o se roban.

Te inclinaste sobre la cama y posaste con cuidado tus labios sobre los de él. Y entonces las manos de Juanma cogieron firmemente tu cabeza, sus labios se entreabrieron y sentiste su boca oprimiendo la tuya, besándola, absorbiéndola. Fue él quien te apartó con suavidad. Mantuvo unos instantes tu rostro entre sus manos y te sonrió con cansancio.

Con cansancio, ahora puedes interpretar mejor su gesto, porque después lo has visto repetido muchas veces. Había tirado la toalla, no se entregaba a tu amor sino a los manejos de su hermana, pero entonces tú estabas tan aturdida, tan feliz que sólo entendiste lo que querías entender.

—Átame, anda, no vayan a prohibirte venir a verme.

Quería tu compañía, en aquel momento deseaba tenerte cerca, quizá como a una amiga a la que podía manejar, ninguna enfermera lo hubiera desatado, tampoco su hermana ni su madre. Era tu debilidad ante él lo que le hacía deseable tu presencia, pero es cierto que entonces quería que estuvieses a su lado, durante algún tiempo fue así. Y durante algún tiempo respondió a tus besos besándote.

Consuelo levanta la cara hacia el cielo y estira una mano con la palma hacia arriba.

No llueve, más bien parece niebla, las nubes van bajando montaña abajo como gasas desprendidas del cielo, gasas húmedas que cubren los campos, los árboles, las paredes de las casas, los cuerpos... El cuerpo de Juanma, su cara, sus besos, tu obsesión de tantas noches, el tema recurrente de todas tus confesiones: los malos pensamientos. Tú procurabas mirar hacia otra parte cuando besaba a Marieli, pero a veces no podías evitarlo, porque la besaba en el coche, y tú, apretujada en el asiento de atrás, a la fuerza tenías que verlos, rodeada de los gritos y las risas de los amigos: «¡Que nos estrellamos!», «¡que viene la poli!». Desde que una de las Beautiful dijo: «¡Que escandalizáis a Consu!», no bajabas los ojos, seguías mirando de frente, al fin sólo veías las cabezas unidas, era peor cuando la besaba en el campo, aquel modo de tumbarla en la hierba, o de empujarla contra un árbol. No querías mirar, pero veías cómo rodeaba su cuerpo con los brazos, o cómo sujetaba su cara entre sus manos, y veías su boca, cómo se abría para abarcar la de ella, cómo la mordía o la chupaba. En el cine mirabas las escenas de amor y las piernas no te temblaban, ni el vientre, pero, cuando Juanma cogía a Marieli y la atraía hacia él, a ti se te apretaba la garganta, imposible tragar el bocado que tenías en la boca, se hacía una bola que masticabas y masticabas y acababas por empujar con Coca-Cola, y después por la noche no dormías y veías la escena una y otra vez, nítidamente, más nítida que cualquier escena de una película. «Si no mirases no la verías», el cura no entendía, tú no querías mirar, casi no mirabas, pero por las noches a cámara lenta veías las imágenes de los besos de Juanma... A ti también te besó así, sujetó con fuerza tu cabeza, cogió tu boca con la suya.

—Es un acto reflejo, Consu, le has acercado los labios y te ha besado como solía hacerlo. No creo que signifique nada especial.

—¿Crees que besaría igual a cualquier amiga, a cualquier mujer que se le hubiera acercado?

Arancha se impacientaba porque te resistías a aceptar sus argumentos. Casi siempre es demasiado dura. Lo hace por tu bien y nunca dice «te lo dije», pero tampoco ha sido capaz de entender tu amor por Juanma.

—No besaría a la monja bigotuda de las noches, pero sí a cualquiera de las enfermerillas jóvenes que pululan por aquí. Me da miedo que le des más importancia de la que realmente tiene.

—Voy a casarme con él, Arancha.

—¿Vas a casarte con él porque te ha dado un morreo?

—Voy a casarme con él porque lo quiero, porque llevo años queriéndolo, y porque lo querré siempre.

La palabra siempre debería estar prohibida en las relaciones humanas. Prohibida y castigada, como se castigan las estafas, los fraudes en los contratos, los timos. Pero tú no lo has engañado. Has seguido queriéndolo hasta mucho tiempo después de que el Juanma al que le dijiste te querré siempre se convirtiera en un monstruo de maldad y de odio que sólo disfruta insultándote, despreciándote, maltratándote.

—¿Sigues siendo virgen, Consu? ¿O has encontrado a alguien que te haga el favor de desvirgarte? ¿Ha sido tu colega del ambulatorio? ¿O el jovencito maricón de las inyecciones? ¿Quizá una aventura de vacaciones? Puedes contármelo, no me importa, es sólo curiosidad.

Consuelo respira hondo al tiempo que levanta la cara hacia el cielo. Está empezando a llover, apenas unas gotas.

Es el barruzo, el calabobos, el orballo, por eso está todo tan verde... y tan gris. Saca un sombrero del bolso y se lo pone.

En cinco minutos estarás en casa.

Un camión se para al borde de la calzada y el conductor se asoma a la ventanilla.

—¡Doctora! ¿Cómo está la chica? Soy Edelmiro. Yo la encontré esta madrugada y la llevé al ambulatorio.

—Hola, Edelmiro. La han operado en el Hospital de la Costa. Ahora habrá que esperar a que se recupere.

—He cargado en Vigo y voy para Oviedo. ¿Puedo llamar esta noche para preguntar? ¿Y la pequeñita, la hermana?

—La pequeña está bien. Hasta que el juzgado inicie las diligencias no se pueden dar detalles, pero tú llama a Miguel y él te informará de lo que sepamos. Seguramente la Guardia Civil y el juez querrán hablar contigo. Si no la hubieras recogido casi seguro que se habría muerto.

—¡Cómo iba a dejarlas allí tiradas! Está empezando a llover, ¿quiere que la lleve? Puedo dar la vuelta ahí en la gasolinera, me sobra tiempo.

—No, gracias. Son dos gotas y con el gorro me arreglo. Necesito estirar las piernas, ha sido una noche dura. Gracias por todo, Edelmiro.

—Gracias a usted, doctora.

Buen chico este Edelmiro, y guapo. Moreno y grande, el tipo del camionero macizo que diría Arancha, pero con cara de buena persona. Juanma siempre tuvo cara de chico malo. ¿Por qué se ha abandonado de este modo? Es como si quisiera destruir lo que quedaba del Juanma antiguo, desaparecer tras una máscara abotargada y una masa de grasa fofa. ¿Para evitar que lo acaricies? Para evitar que lo mires. Tú te sentías feliz mirándolo, en el hospital te sentabas a su lado y te quedabas allí mientras él descansaba con los ojos cerrados. Sentías que no te importaría pasar la vida a su lado, cuidándolo, esperando a que él abriese los ojos y dijese «tengo sed» o «me duele la cabeza» o «quiero dar un paseo». Fuiste feliz en el hospital, fuiste feliz preparando el viaje a la ciudad antigua y tan hermosa, rodeada de montañas verdísimas donde estaba la casa en la que tú y Juanma ibais a vivir. Te sentiste feliz cuando conseguiste este puesto, que nadie había solicitado, en el ambulatorio de Brétema. Y el día de la boda sentiste que habías alcanzado lo que más deseabas en la vida. Estabas guapa en las fotos, estabas feliz. Y también te sentiste feliz cuando os dejaron solos en el caserón sombrío y sin calefacción.

—Hay tres radiadores eléctricos, no pueden encenderse más porque saltan los plomos. Como tienen ruedas puedes pasarlos de una habitación a otra. Nosotros nunca los utilizamos porque aquí los inviernos son muy suaves.

El único cuarto en el que entraba el sol se convirtió en el dormitorio de Juanma, un dormitorio para él solo.

—Juanma prefiere de momento dormir en un cuarto él solo, Consu. En sus circunstancias es comprensible. Ha sido todo muy rápido y tiene que acostumbrarse al cambio.

Durante muchos días te sentiste feliz de resolver todos los problemas domésticos y de intentar que Juanma se sintiese a gusto. Feliz de empujar su silla de ruedas, de sentarte a su lado y comentar las noticias del periódico o de la televisión. Y por las noches, sola en tu habitación, soñabas con el momento en que Juanma dijese: Ven a mi cuarto, ven a dormir conmigo. Y entonces tú lo abrazarías, pegarías tu cuerpo al suyo y te dormirías sintiéndote la mujer más feliz del mundo. Pero Juanma no dijo nunca: Ven... Y un día, cuando ibas a darle un beso, torció la cara y dijo:

—Por favor, Consu, déjame. Prefiero estar solo.

Y entonces tú te diste cuenta de que la casa era vieja y destartalada, el ambulatorio pobre, la gente cautelosa, la lluvia interminable. Y te diste cuenta de que Juanma no te quería, no te había querido y no te iba a querer nunca. Pero todavía creíste que podías ayudarle a superar su desgracia, hacerle la vida más grata. Tardaste mucho tiempo en aceptar la realidad, creías que lo molestaban los otros: Héctor Monterroso porque le recordaba su vida anterior; las visitas, por la curiosidad o la compasión que demostraban; su familia, porque su egoísmo era demasiado evidente. Pero tú, tú, ¿en qué lo molestabas si sólo vivías para complacerlo? Hasta que por fin caíste en la cuenta de que el odio, como el amor, no tiene razones. Juanma sigue queriendo a Marieli, tiene su foto guardada bajo llave en el cajón de su escritorio. Se portó con él como una cerda, pero a él le parece bien: Juanma ha muerto. A rey muerto, rey puesto. A Marieli la quiere y quiso que tú lo supieses, dejó abierto el cajón para que pudieras ver la foto. A ella la quiere y a ti te odia. ¿Desde cuándo? No te odiaba en el hospital, no te quería pero no te odiaba, ¿cuándo y por qué se perdió aquella pequeña posibilidad de vivir juntos en paz, de que aceptase tu amor, de permitir que le ayudases a superar su desgracia? Quizá Arancha tenía razón y aquella posibilidad nunca existió más que en tu cabeza.

—Consu, despierta, te vas a meter en un infierno. En el hospital está controlado. Lo malo vendrá después. ¿No te das cuenta? Rebosa resentimiento. Nos odia por lo que le ha ocurrido, como si los demás fuésemos culpables. Y todo ese odio lo va a descargar sobre ti.

No has podido ayudarle a aceptar su desgracia, no has podido hacer su vida menos penosa. Ni siquiera has podido ayudarle a morir. Él no entendió aquel gesto tuyo, la última prueba de tu amor.

—Si quieres librarte de mí tendrás que matarme tú misma.

Una inyección de insulina no deja rastro. Pero tú no quieres matarlo. Sólo ayudarle a morir, a dejar de sufrir. Pero no es eso tampoco lo que él quiere. No has acertado en nada, no has sido capaz de ayudarle en nada, porque él no quiere nada de ti, nada de nada, sólo demostrarte una y otra vez su amargura, su resentimiento, su odio.

—¿Se encuentra bien, doctora?

Consuelo se pasa la mano por los ojos y se tambalea un poco. Siente que la cogen por el brazo. Es Dictino, que la mira asustado.

—¿Se ha mareado? ¿Quiere sentarse, doctora?

Consuelo hace un esfuerzo para sonreír.

—Gracias, Dictino... Estoy muy cansada, ha sido una noche muy dura y una mañana también muy dura. Han agredido a una chica de madrugada en La Revuelta y hemos tenido que llevarla al Hospital de la Costa... Ya se me pasa.

—Siéntese un poco en el taller y le digo a Amalia que le baje un café.

—Gracias, Dictino, pero quiero ver cómo anda todo por casa. Ya me encuentro bien.

—La acompaño hasta el portal. Está muy pálida.

Consuelo y Dictino suben despacio, calle arriba, los escasos metros que separan sus casas.

—¿Dice que han agredido a una chica? ¿Es de aquí?

—De los alrededores. Hasta que no intervenga el juzgado no podemos dar detalles.

Dictino asiente con la cabeza.

—¡Tan tranquilo que era esto!

Llegan al portal y Consuelo se despide dándole la mano. Dictino la mira con afecto.

—Cuídese, doctora. Si necesita cualquier cosa, yo voy a estar el resto de la mañana en el taller. Si se asoma a la ventana y da una voz, no necesita ni usar el teléfono. Estoy haciendo una talla, y con eso no se hace ruido.

—Gracias otra vez, Dictino. Espero que no sea necesario. Hasta luego.

Consuelo busca las llaves en el bolso mientras sube las escaleras del portal.

Un buen tipo, Dictino, sincero y franco y discreto. Ojalá no haga falta llamarlo.

Respira hondo antes de empujar la puerta de la casa.

Señor, que esté despierto. Que esté despierto y bien.