Inés
Inés cuelga el teléfono y se queda pensativa.
Una chica asaltada, violada y casi muerta, ¡Dios santo!
Se oye una voz que llama:
—¡Inés!
Se asoma a la puerta de la habitación y habla alto.
—No pasa nada, mamá. Era Edelmiro, está en Vigo y vuelve esta tarde. Yo estoy arreglándome, quédate un rato más si te apetece. Está muy nublado.
Mejor que no sepa nada. Se pasará las horas imaginando que puede pasarte a ti. No tardará en saberse la noticia y que ha sido Miro el que la ha encontrado. Le parecerá mal que no se lo hayas dicho. Ahora que descanse, cuando vengas de desayunar con Blanquita se lo cuentas. Qué valiente, Miro, y qué buena persona. Otro hubiera pasado de largo para no meterse en líos. Una niña pequeña haciendo señas en la cuneta. Podía ser una trampa, paras el camión y te atracan. Miro tiene una pistola y permiso de armas, otros la compran fuera, en Alemania o Francia, no quieren saber nada con la Guardia Civil, pero Miro lo tuvo claro.
—Yo pido el permiso, porque así, si te encuentran con la pistola, no tienes problemas. Y si no me lo dan, hago como los otros, la compro por ahí y ya daré explicaciones.
Inés levanta la ropa de la cama y la coloca sobre una silla. Abre la ventana, se asoma y la cierra enseguida.
Demasiada humedad todavía, las sábanas se empapan. Mejor ventilas más tarde. Miro no tiene miedo, es prudente, pero no tiene miedo. Aparcó el camión y se fue con la niña, que podía ser una trampa, qué hacía una niña a aquellas horas en la carretera, pero él no lo pensó. Que la habían atacado, eso fue lo que pensó desde el primer momento, cogió la pistola por si volvían los tipos y una linterna, la niña decía «mi hermana, mi hermana», sin más explicaciones, se pudo meter en un buen lío. Otro hubiera seguido sin pararse. Es muy buena persona, un chevalier de la route, aunque Blanquita se ría, lo único que sabe decir en francés, eso y une bière, s'il vous plaît.
—Nos llaman así los franceses a los camioneros españoles, les chevaliers de la route, que quiere decir «los caballeros de la carretera», porque somos los únicos que ayudamos, si vemos que alguien va a hacer un adelantamiento peligroso ponemos las luces, y damos paso cuando vemos que está despejado, cosas así, que no cuestan nada, pero que los demás no lo hacen y la gente en la carretera agradece esos detalles.
Y él, más caballero que nadie, por poco no llega a entregar la mercancía, menudo lío, tanto dinero en juego, eso es lo único que le importa a la gente.
—Cuando llegué al puerto se iba el último de los camiones. Pensaban que ya no llegaba, porque siempre estoy allí de los primeros. Hubo que contratar a dos estibadores más, aunque yo ayudé también a descargar. ¿Y sabes qué me dijo el contratista? «Otro día madrugas más o pasas de largo. Ya la recogería otro. El barco no espera.» ¡Menudo cabrón! Si fueran sus hijas no diría eso, pero me callé, porque no hay que estar a mal con quien te da trabajo.
Inés cuelga en el armario un pantalón y deja en el suelo unos calcetines y alguna ropa interior.
No hace buen día para lavar, tienes que avisar a tu madre para que no ponga la lavadora. Miro podría haber avisado a la Guardia Civil. Dar un recado desde cualquier bar de carretera y seguir adelante. Probablemente era el que más prisa llevaba de todos los que pasaron por allí y el que más arriesgaba por llegar tarde, pero la recogió y la trajo a Brétema.
—Perdí casi una hora, porque primero tuve que ir a dar la vuelta y después para abajo, hasta el ambulatorio, menos mal que salgo siempre con mucho tiempo, por si hay alguna emergencia. Pero quién iba a pensar en una cosa así. Creí que estaba muerta, estaba tirada en el suelo con las piernas abiertas y la cabeza torcida, talmente parecía muerta, pero respiraba y le salía sangre por la boca, ¡cómo iba a dejarla allí! Y a la hermana lo mismo, una pequeñita temblando de frío y de miedo, ¡cómo las iba a dejar en medio del monte y marcharme a avisar!
No lo pensó, ha estado a punto de fastidiar su trabajo, pero cuando alguien necesita ayuda no lo piensa, le ayuda y se acabó, eso es lo que a ti te gusta, esas reacciones nobles y espontáneas, de hombre valiente, te sientes protegida a su lado, segura, no es peleón, ni un imprudente, y es listo, qué importa que sólo sepa decir en francés les chevaliers de la route y une bière, s'il vous plaît, es listo y trabajador y las cosas de la vida las resuelve bien, que es lo importante. ¿Por qué Blanquita te dijo aquello? ¿No se da cuenta de que en muchas cosas se parece a su padre?
—Piénsalo un poco más, una cosa es echarse unos polvos con un chico guapo y otra compartir el día a día.
Blanquita no sabía lo de sus padres. Es lógico, no se lo van a decir a la hija, pero tú no pretendiste molestarla, sólo hacerle ver que no hace falta casarse con un universitario para ser feliz.
—Tu madre es maestra y tu padre es como Miro, más o menos, y bien felices que son, aunque no empezaran bien...
Se te escapó que no habían empezado bien, y después ya no podías echarte atrás. Por otra parte, lo sabe toda Brétema, tu madre te lo dijo cuando empezaste a salir con Edelmiro como algo que es del dominio público.
—¡Un camionero! A ver si te pasa como a doña Amalia, o peor. Al fin Dictino se casó con ella.
Tú defendiste a Dictino, te cae bien el padre de Blanquita y aquello sonaba a chisme y habladurías de pueblo, pero tu madre insistió en la historia de la violación, sin duda para prevenirte contra las posibles agresiones de un ser tan peligroso como Edelmiro.
—Nunca se la había visto con él, ¡cómo se la iba a ver! Ella era maestra y encargada de la farmacia y él un simple carpintero. Él le hizo un mueble para la rebotica y ésa fue toda su relación. Y poco después de eso ella se fue a Madrid un mes y a la vuelta, en otro mes, se casaron y a los seis meses nació Blanquita, y la gente, que no es tonta, ató cabos. Así que la única explicación es que el Dictino, que ahora es una bellísima persona, pero que entonces estaba sin desbravar, cuando fue a llevarle el encargo a la rebotica la pilló sola y se dio un gusto con la maestra, y a ella no le quedó más remedio que casarse con el carpintero.
—O se dio un gusto doña Amalia, que es mayor que él, y Dictino aún hoy está de muy buen ver.
—Eso sólo se te ocurre pensarlo a ti, que tienes esas ideas. Nadie pensó tal cosa entonces ni nunca. Ella era una chica seria y formal, un poco estirada, igual que ahora. Le quitaron la escuela porque su hermano era de los rojos, buenísima persona, eh, entonces y ahora, y buen médico, no hizo más que favores a todo el mundo, pero, en fin, esas cosas de la guerra, y de doña Amalia nunca tuvo nadie nada que decir, que sea antipática es una cosa, pero honesta como la que más. Así que tú ándate con cuidado, que los hombres, en cuanto tienen una oportunidad, salen por donde salen y las que perdemos siempre somos las mujeres. Y si no son de tu clase social, peor.
Esas cosas de tu madre te ponen nerviosa, resabios de otras épocas, las clases sociales, ¡un camionero!, decía, como si dijese ¡un vagabundo! o ¡un comunista!, que es otro de sus caballos de batalla, pero, en fin, tu madre es mayor, más que la mayoría de las madres de tus amigas, naciste cuando ya no te esperaban, un regalo del cielo, decía tu padre, que también tenía sus prejuicios, pero a él le daba por la cultura, el respeto a la inteligencia, al talento, «La igualdad es una utopía porque no respeta la naturaleza. Nunca será igual un necio que un listo, por mucho que se empeñe Carlos Marx». Era de los que hacían la tertulia en la rebotica de doña Blanca, aunque a tu madre le moleste recordarlo. Sólo recuerda su empeño en que tuvieses un título universitario.
—¡Qué diría tu padre si te viese paseando con un camionero!
—Pues diría que es un chico listo y trabajador, y que yo soy la hija de un relojero.
—¡Cómo puedes decir eso! Tu padre estudió en el Seminario y se salió porque no tenía vocación, pero era un hombre culto, tocaba el clarinete y el bombardino, había leído todos los libros que hay en esta casa y muchos más que traía de la biblioteca, docenas de libros, sus amigos eran personas instruidas. Y tu camionero no sabe escribir la o con un canuto. ¿Para qué nos ha servido darte una carrera? ¿Para qué ha servido tu título, que tanta ilusión le hizo a tu padre, pobrecito? Se murió contento. Mi hija licenciada en Ciencias Físicas, decía, mal sabía él lo que ibas a hacer tú con tu título: ¡metérselo en el culo a un camionero ignorante!
Cuando dice groserías es muy mala señal. Después viene el ataque de ansiedad y el desmayo, pero el primer síntoma es el lenguaje grosero, la subida a la superficie de aquel fondo barriobajero que desde su matrimonio ha sepultado bajo la delgada capa de cultura y educación que tu padre le proporcionó. Blanquita es demasiado dura con las debilidades de los demás.
—Le pones una bolsa de plástico en la cabeza y ya verás cómo no se desmaya. Es mano de santo.
Tú prefieres calmarla. Le duele que hable así de Miro y que no sea más comprensiva, pero te da pena de ella, toda la vida a la sombra de tu padre, asumiendo sus deseos como propios, ocultando aquel pasado de obrera en la fábrica de pescado, esforzándose en adquirir instrucción para no dejar mal a su marido, que se relacionaba con la flor y nata intelectual de Brétema. Prefieres tocar su fibra sensible y que llore, que se desahogue llorando y no tenga un ataque de ansiedad. Es fácil hacer llorar a tu madre:
—Preferirías que ejerciese mi carrera, ¿verdad? ¿Sabes dónde está trabajando la mayoría de la gente de mi promoción? En Hispanoamérica. Se van allí porque aquí no hay trabajo. ¿Cuántos licenciados en Ciencias Físicas hay en Brétema? Una, que soy yo. ¿Y en qué podría trabajar? En nada. Si me hubiera ido a Brasil o a Colombia, ahora tú estarías malvendiendo lo que dejó papá y acabarías cerrando o teniendo que pagar a un relojero para que arregle los relojes que vendes, porque tú no sabes qué hacer con ellos.
Unas veces le hablas de irte a Brasil y otras a Paraguay, tu madre sólo tiene una vaga idea de que eso cae por donde está Cuba, más o menos, muy lejos, pero hasta ahí se mantiene con los labios apretados y la expresión empecinada. La frase mágica es:
—No creo que fueses más feliz que ahora, ni yo tampoco. A mí me gustan los relojes, igual que a papá, y a él le gustaba enseñarme lo que él sabía. Y se sentiría orgulloso de que una licenciada en Ciencias Físicas continuase su profesión. Estoy segura.
Inés sale de la habitación y entra en el baño. Se oye una voz:
—¿Vas a ducharte?
Inés entra en el dormitorio de su madre, que está en la cama con la luz encendida. Lleva el pelo cubierto con una redecilla. Inés se acerca a la cama, le acaricia la cara y le da un beso.
—Ya me he duchado. Me pinto los labios y me peino y puedes pasar cuando quieras. ¿Te abro la ventana?
—Bueno. Hace mal día, ¿verdad?
—Nublado, pero no llueve. Quédate en la cama un ratito más. Y cuando venga de desayunar te traigo un cruasán y te lo tomas recién hecho con el café. ¿Quieres la revista?
—No, que se me enfría la mano. Me quedo un cuarto de hora más y ya me levanto. Déjame la puerta un poco abierta, me gusta oírte.
Inés se pinta los labios en el espejo del baño y se peina la melena.
Con esta humedad parece una tabla. Y tu madre empeñada en mantener los rizos con redecilla, la pobre. Nunca le pondrás a tu madre una bolsa de plástico en la cabeza, es demasiado cruel. Te da vergüenza hacer llorar a tu madre, verla hacer pucheros como una niña pequeña, pero es tu forma de calmarla, y además lo que le dices es cierto. Te gustan los relojes o, mejor dicho, te entusiasman. Tus pasiones son Miro y los relojes. Y poco a poco, gracias a esos argumentos y sobre todo a la buena mano de Miro, tu madre ha aceptado el noviazgo y la idea de que tendrá un yerno camionero. Un día, unas mantecadas de León; otros, un tarro de miel de La Alcarria, unas naranjas de Valencia, un mazapán de Toledo y también un perfume francés, unos chocolates de Suiza... Miro descubrió pronto el punto flaco de tu madre y no regresa de ningún viaje largo sin un detalle para «doña María». Quizá no han sido sólo las atenciones de Miro, quizá es sensible a su atractivo, a veces lo piensas por el gusto con que la ves hojear las revistas que compra desde que murió tu padre, revistas con fotos de artistas. ¡Qué guapo, qué hombre tan guapo!, dice cuando ve a Charlton Heston, a Gregory Peck, a Clark Gable. Y nunca dice qué guapa de Sophia Loren o Claudia Cardinale o Elizabeth Taylor. Observa los vestidos, que suelen parecerle exagerados, y las joyas, calculando lo que costarán, y sólo de muy pocas estrellas, como Deborah Kerr o Michèle Morgan, comenta que son elegantes. De alguna parte te viene a ti este gusto por los hombres guapos y por los camiones, y de tu padre no, sin duda. Por eso a veces te da pena de ella, de su vida que te parece falsa, en cierto modo impuesta por tu padre, y no te enfadas cuando se pone pesada, sólo la frenas para que no invada demasiado tu terreno, pero procuras no hacerla sufrir, no recordarle su pasado, aquel nombre de Libertad que le puso su padre y al que el cura añadió el María, que ella adoptó cuando entró a limpiar la tienda del que después fue su marido. Sería demasiado cruel decirle: «Soy la hija de una obrera, de una fregona», tu madre sabe que tú lo sabes, en Brétema todo acaba sabiéndose, y en el fondo te agradece que sólo dijeses: «Soy la hija del relojero», a buenos entendedores, pocas razones. Eso y lo de irte a Paraguay o Brasil y los regalos de Miro han acabado por arreglar las cosas sin necesidad de encasquetarle la bolsa de plástico, Blanquita es a veces demasiado dura y también injusta. Los prejuicios de tu madre son comprensibles, por edad y por las circunstancias, por aquella manía de tu padre de estimar la cultura por encima de todo, manía que tu madre acabó por hacer suya, pero lo de Blanquita no es comprensible, de una porque es hija de Dictino, que no es Einstein precisamente, y de otra porque si piensas así a los treinta años es que eres un carca, y Blanquita no lo es. No entiendes por qué te dijo aquello:
—Piénsalo un poco más, una cosa es echar unos polvos con un chico guapo y otra compartir el día a día.
Ella también se los echa, pero como si tomase bicarbonato, está claro que Javier no le gusta, no es feo, pero más soso que una castaña y no le hace tilín, esas cosas se notan, en la forma de mirar, de tocarse, se acostó con él porque no quería ser virgen, volvió de la beca de París diciendo que la virginidad era insana, mala para la piel, para el pelo, para los huesos, había que estimular las hormonas. Quizá ni siquiera se lo pasa bien, es tan reservona que no cuenta nada, bueno, algo cuenta, pero sin entusiasmo, con ironía, siempre medio en broma, y tú le sigues la broma, porque Blanquita no puede entender que te vuelva loca acostarte con Miro en el camión.
—¡En el camión, como una puta de carretera! Te dejo las llaves de mi apartamento y vas cuando quieras.
Eso tienes que agradecérselo. Te contó lo del apartamento en A Coruña y que se veía allí con Javier, poco, porque él está preparando notarías y no tiene coche y tiene que ir desde Santiago en autobús. A Coruña les queda a los dos a mitad de camino. Miro vendría a acostarse contigo aunque tuviese que venir andando, y tú lo mismo, esos dos son tal para cual, por eso no entiende que te guste acostarte con Miro en el camión, no lo entiende, ¿y qué puedes decirle?, que en el camión o entre el maíz, donde sea, en cuanto él te pone la mano encima ya te da lo mismo dónde sea, y si no lo entiende es que no lo ha sentido. Intentaste explicárselo, pero desististe porque tampoco Blanquita entra en intimidades, no habla de las cosas íntimas con intimidad, así que sólo le dijiste:
—El camión me pone, me da morbo, me siento como una chica de road movie.
Y Blanquita se rió, pero insistió en lo del apartamento, cuando tú quieras, te dijo, eso tienes que agradecérselo, desde luego, y también lo de los preservativos.
—Si os acostáis con frecuencia es mejor tomar la píldora. Yo le pido la receta a mi tío, que no va a comentar ni pío, y te traigo todas las que necesites, ya hay gente aquí que la está tomando, no creas.
Inés saca un bolso grande del armario y vacía otro pequeño sobre la cama. Va pasando las cosas de uno a otro: el billetero, el monedero, los pañuelos de papel, un bolígrafo, aparta las gafas de sol.
Hoy no vas a necesitarlas.
Busca un paraguas plegable en el armario y lo mete también.
Blanquita es discreta, igual que su madre, le viene de tradición, de la farmacia de doña Blanca nunca salió un comentario indiscreto, pero habla de los preservativos como una farmacéutica, no como una amiga, es como leer un folleto informativo, nada personal. Tú de los condones puedes decir cuáles te gustan más, cuáles tienen un tacto más parecido a la piel o huelen menos a goma, cuáles están mejor lubrificados, o más pringosos, y también la resistencia, eso es importante, porque a veces con las ganas no aciertas a ponérselo y hasta llegan a romperse, por eso lo de la píldora te pareció una buena idea, lo único malo es que te revuelve el estómago y además el temor a que tu madre las encuentre, ningún sitio es bastante seguro.
Inés pasa la mano por la tapa de una caja con dibujos dorados.
Es el único sitio que puedes cerrar con llave y tu madre se muere de curiosidad por saber qué guardas en esa caja que tu padre te regaló cuando tenías quince años:
—¿Pues qué voy a guardar, mamá? El dinero y las cosas de oro. Tú lo guardas todo en el cajón de tu armario, y yo aquí. ¿No dices siempre que es mejor evitar tentaciones a las chicas que vienen a limpiar?
Ahí están las primeras fotos de Miro, el pasaporte, algo de dinero también y debajo de todo estaban las píldoras. Demasiada preocupación acordarte de abrir y cerrar cada noche la cajita, cuando tu madre está ya en la cama. Así que preferiste volver a los condones y ponérselo al comienzo, cuando aún las manos no te tiemblan tanto y antes de que Miro te bese sin parar por todas partes, y aun así a veces lo hacéis a pelo, no podéis parar, eso no se lo has dicho a Blanquita, pensará que es culpa de Miro, que te violenta, seguro que lo piensa, y no es Miro, no, eres tú quien lo abraza y no le dejas ponérselo, y le dices: ¡déjalo, ven, ven ya! Blanquita no puede entenderlo, para esas cosas es fría, habla de casarse como de un proyecto de trabajo, peor, con menos entusiasmo, le apetece más irse a trabajar al Pasteur de París que casarse y vivir con Javier, a veces incluso dice, «si nos casamos», como algo que no es seguro. Tú dices siempre «cuando nos casemos», no quieres ni puedes considerar otra posibilidad, sólo la muerte podrá impedir que te cases con Miro, a ti te da calor por dentro cuando hablas de él, algo que te sube desde las entrañas, desde el sexo, diría Blanquita, pero no es sólo el sexo, te gusta abrazarlo, sentir sus brazos rodeándote, tan fuertes, y pensar que tenéis toda la vida por delante para estar así, queriéndoos y siendo felices en esa casa que Miro está construyendo poco a poco, con su trabajo, con su esfuerzo, sin haberlo heredado de nadie. Tu madre, después de estar meses y meses dando la tabarra con que es un camionero, la emprendió con la casa, parece que tenga miedo a quedarse con una hija solterona.
—¿No vais a casaros? ¿Pues a qué estáis esperando? Me voy a morir sin tener nietos.
A veces tú también lo piensas. Tu madre es muy mayor y tú tampoco eres ya tan joven, chicas de tu edad tienen hijos de siete y ocho años, y no digamos en las aldeas, a los treinta ya eres vieja, por eso no has querido seguir tomando la píldora, por eso y las náuseas, pero sobre todo porque te da miedo contrariar a la naturaleza y que, cuando Miro acabe la casa y queráis tener hijos, no podáis tenerlos porque a ti se te haya pasado la edad, eso sería una desgracia, por Miro, que es muy niñero, le gustan los niños, se paró en la carretera porque una niñita le hizo señas, no pensó que podía ser una trampa, él es valiente, pero además le gustan los niños, será un buen padre, «una pequeñita temblando de frío y de miedo, cómo la iba a dejar allí», dijo, se sentiría frustrado si no podéis tenerlos, así que los tendréis, a ti también te gustan, pero te importa menos, lo único que quieres es estar con él toda la vida, no necesitas nada más para ser feliz, si acaso los relojes, pero si tienes que dejar el trabajo para cuidar de él y de los niños no te importará. Harás lo que él quiera, por eso lo dejas tranquilo, no le metes prisas con la casa, aunque tu madre no lo entienda y se ponga pesada.
—Lleváis tres años de novios y cuando empezasteis ya estaba haciendo esa casa. Ni que fuera la catedral de Santiago. ¿Cuándo piensa darla por acabada? Es un buen chico, lo reconozco, pero es muy guapo, Inés, y viaja mucho y por el mundo hay mucha lagarta suelta. No sé, esa casa que no se acaba nunca me da que pensar.
Quiere hacer la casa con sus medios, con su trabajo, con su esfuerzo, es su ilusión y tú no vas a contrariarlo ahora que ya falta tan poco. La ha hecho con sus propias manos, sobre todo al comienzo, con un amigo albañil, trabajando cuando los dos tenían días libres, que no eran muchos:
—No tengas miedo de que se caiga, excavamos hasta encontrar roca y lleva unos cimientos como para una torre de veinte pisos, y buen cemento, no va a pasar como con la escuela de música, mucho golpe de arquitecto y se le vino abajo. No fue culpa de don Héctor, que es un tío serio, pero si no controlas al que hace la mezcla, pues pasa lo que pasa, así que en mi casa no va a pasar.
El trabajo es la única ayuda que admite. Puedes ayudarle a pintar las paredes, pero no darle dinero para que le pague a un pintor, se ofendería, él tiene ese dinero, pero prefiere emplearlo en pagar los muebles de cocina. Así razona Miro: no va a pagarle a otro por lo que él puede hacer y nadie pondrá tan buenos materiales como los que él pone, ni más interés en que salga bien. Y no es que no le apetezca casarse y estar juntos, pero es la ilusión de su vida, tener algo suyo, ganado por él.
—Tú tienes tu casa, y la tienda, y las fincas en la aldea. Yo nunca tuve nada, ni mis padres tampoco. Las tierras que trabajan son del patrón y la casa en la que vivimos también, así toda la vida, lo que ahorran en un año de buenas cosechas lo pierden al siguiente porque no llueve o llueve demasiado. Así que yo, en cuanto pude, no quise trabajar para otro: primero pedí un préstamo para el camión y cuando ya fue mío empecé con la casa, una casa grande, donde puedan vivir mis padres cuando sean demasiado viejos para trabajar, y mis hijos, todos los que vengan.
—¿Y mi madre?
—Tu madre también, si quiere dejar su casa.
Inés guarda en el armario la caja de laca y un jersey. Ordena las cosas que están sobre la coqueta: el reloj despertador, la foto de Miro, un cuenco con llaves y una caracola.
Es listo Miro, se dio cuenta enseguida, antes que tú misma, de que el problema con tu madre iba a ser la casa. Tú al comienzo creías que las prisas eran por los nietos, porque se sentía mayor y temía que no llegase a verlos. Hasta que lo dijo:
—¿Y qué necesidad tienes tú de estar esperando a que termine esa casa, teniendo como tienes ésta, donde nos sobra sitio?
Una casa en la plaza, en el mejor sitio de Brétema, una casa de tres pisos hermosos, con balcones en el primero y galerías en el segundo y el tercero. Y la relojería en el bajo. Cómo podía compararse con una casa en el campo, «donde Cristo dio las tres voces», que allí no se ve a nadie cuando te asomas a la ventana, que hay que coger el coche para todo, y que además es feísima, le falta media fachada, dónde se ha visto algo así.
En lo único que tenía razón era en lo de la fachada. Miro dejó en hueco lo que sería la mitad del bajo, para aparcar con comodidad el camión y un coche más, «el tuyo», había dicho, y tú te emocionaste, pero el resultado era extraño, como si a la casa le faltase un trozo por uno de los lados. Miro te lo preguntó:
—¿A ti te gusta cómo queda la casa, Inés?
tú dijiste lo que pensabas:
—Yo estaré encantada de vivir contigo ahí, en el camión o debajo de un puente... Pero la casa queda rara, Miro.
Y Miro no se molestó. Para algunas cosas es muy obstinado y no ceja en su empeño, pero no es cerrado de mollera como otros y admite las críticas y reconoce con humildad sus defectos y carencias.
—Todo el mundo lo dice, pero yo necesito guardar el camión bajo techo y no puedo poner paredes porque no tengo sitio para maniobrar. El camión no puede estar a las heladas del invierno, tengo que cuidarlo, es de lo que vivo. Como no le ponga unos toldos por encima para que se vea menos, no se me ocurre qué puedo hacer.
La solución llegó de manos de Blanquita, eso también tienes que agradecérselo. Dijo que debíais pedirle una opinión a Héctor Monterroso, se lo había encontrado hacía poco en A Coruña, habían estado charlando largo rato y no era nada tonto ni engreído, seguro que se le ocurría algo para quitar el camión de la fachada de la casa. Tú tuviste la impresión de que a Blanquita le gustaba Héctor Monterroso, nunca la habías oído hablar con tanto entusiasmo de un tío, incluso tuviste el mal pensamiento de que la casa de Miro era un pretexto para hablar con él de nuevo, ocasiones de hablar no le faltarían en la farmacia, pero allí casi siempre hay otras personas, y a la casa de Miro se fue sola con él, tú lo dejaste en sus manos, para que Héctor no se sintiese obligado a dar una opinión si no quería. Y Héctor al día siguiente se presentó en la relojería con un bloc y unos dibujos de la parte delantera y de la parte trasera de la casa. El que vale, vale, decía tu padre, y tenía razón. A Héctor Monterroso podían engañarlo y hacerle mal la mezcla y por eso se le había caído la escuela de música, pero bonita era un rato largo y la casa del dibujo también, con una verja y un jardincillo por delante y un camino amplio que llevaba a la parte trasera, en la que se abría un amplio garaje donde se veía un camión.
—El garaje se puede cerrar con una puerta corredera. Para llevar la entrada atrás sólo hay que sacrificar un trozo de la huerta, respetando los árboles que están plantados. Así puede entrar de cara y hacer la maniobra de salida sin problemas. Y la fachada puede cerrarla con ladrillos, no tiene que modificar nada.
Tú justificaste a Miro, le explicaste a Héctor que la había hecho él solo, con un amigo albañil, no fuese a pensar que le había pagado a un aparejador. Antes de que Héctor empezase a hablar habías pensado que, si se ponía chulo y se burlaba de la casa, le dirías que por lo menos a Miro no se le caería, pero Héctor es realmente un tío majo, tiene razón Blanquita, dijo que la casa se veía sólida y que seguro que el amigo albañil no era la primera que construía. Te dejó los dibujos y se ofreció para lo que necesitaseis. Tú a Miro le dijiste que te lo habías encontrado por casualidad paseando por delante de la casa y le habías comentado el asunto del camión, y Miro habló con su amigo albañil, que dijo que aquello no era ningún problema, los muros de carga estaban hechos y se trataba sólo de cerrar los huecos y hacer un camino más largo para entrar por la parte trasera. Todo parecía sencillo y claro, pero hasta que Héctor no lo vio a nadie se le había ocurrido, ni tampoco lo de la verja y el jardincillo, que quedaba precioso, eso también lo reconoció Miro, que lo añadió al proyecto original y que en cuanto pudo pasó a Portugal y le trajo a Héctor dos botellas de oporto blanco y se las dejó en su casa con una tarjeta tuya que decía: «Gracias por las buenas ideas. Inés y Edelmiro».
—¿Oporto blanco? —se había extrañado Blanquita.
—¿Qué le pasa al oporto blanco, no es bueno?
—Es una bebida poco conocida. Dicen que es el aperitivo preferido de don Juan de Borbón.
—Y Miro, como es un palurdo, sólo puede conocer y regalar Ribeiro, ¿no es eso?
—¡Por Dios, Inés! No pienses eso, por favor.
—¿A qué viene entonces tanta sorpresa? Miro anda por ahí, viaja, habla con la gente y, sobre todo, es listo, se fija en lo que hacen los que saben, y aprende.
—¡Por favor, por favor, Inés! Créeme, no es eso, de verdad, de verdad.
La viste tan apurada que cortaste el tema, Blanquita no suele ponerse nerviosa por cosas así, da una explicación y a otra cosa mariposa, allí había algún misterio y te picó la curiosidad. Le preguntaste a Miro cómo se le había ocurrido lo del oporto blanco.
—Por doña Constanza. De vez en cuando me hace un encargo: «Si vas a Portugal acuérdate del oporto, Miro». Y yo le traigo unas botellas. Pensé que debía de ser cosa de gente rica, que sabe de vinos, y como ella y don Héctor son parientes, por eso se las traje a él, que, por cierto, me ha dicho que no le llame don Héctor, que se siente viejo. ¿Tú cómo lo tratas?
Inés saca un chaquetón oscuro del armario y escoge un pañuelo rojo. Se prueba una boina ante el espejo de la coqueta.
Debe de haber algún intríngulis con Héctor Monterroso y el oporto blanco. O quizá no. Blanquita se pone nerviosa cuando se habla de él, nerviosa o excitada, le cambia la expresión, quizá fue eso, que hablar de Héctor Monterroso la pone nerviosa y salió con lo del oporto como pudo decir cualquier otra cosa, por decir algo. Lástima que él esté tan escaldado con las mujeres, nunca se le ve con ninguna, incluso se comenta si será marica, pero no parece, quizá demasiado guapo para hombre, pero no es amanerado, tampoco es como Miro, desde luego, pero marica, no, y nada presumido. Y a Blanquita le gusta, seguro, se pone nerviosa cuando lo ve aparecer, lástima que él «adiós, adiós», y nada más. Si le hiciese caso, igual dejaba de pensar en el Pasteur. Si se le ocurre irse la vas a echar de menos, con todas sus rarezas Blanquita es tu mejor amiga.
Inés abre la ventana, echa una ojeada a la calle y saca una mano para comprobar si llueve. Sale del cuarto dejando la ventana abierta. Se asoma al de su madre:
—En media hora te traigo un cruasán. Ve duchándote, si quieres.
Al salir se detiene un momento ante el escaparate de la tienda, se da un toque a la boina y mira la hora.
Seguramente Blanquita estará ya en la pastelería, más puntual que un reloj suizo.