Constanza

Constanza se para un momento en el umbral de las puertas del cementerio. Lleva en la mano un paraguas y un ramo de flores naturales.

No hay nadie. Casi nadie, la pobre mujer de San Caetano y para de contar, los días nublados viene poca gente y los lluviosos ni un alma, a la gente no le importa pasear con paraguas, pero si llueve se deprime en el cementerio, como la mujer del juez, Carmencita, qué cursi, a sus años Carmencita. Tú has sido Constanza desde la cuna, conservas un sonajero de plata con tu nombre y una cuchara también de plata, la de las primeras papillas, tu madre era así, egoísta y fría para las cosas importantes y sentimental para las pequeñeces, guardó el sonajero y la cuchara. Quizá porque eran de plata, quizá, pero también una camisa de bebé sin estrenar, «creciste muy deprisa», te dijo, una camisa sin ningún valor, mejor no pensar en tu madre, paz a los muertos dicen las Silva y tienen razón.

Constanza hace un gesto de saludo, sonriendo, hacia la mujer que está sentada en un banco y pasa sin detenerse.

Es una buena mujer, pero tú hoy llevas prisa y no quieres entretenerte. ¿Qué pensará de ti? Desde que pones el pie en el cementerio hasta que pasas frente al banco en el que se sienta no te quita los ojos de encima, está esperando tu saludo, pero es una mirada buena, tú eres una experta en interpretar miradas, tú notas la envidia aunque quien mire se esfuerce en disimular, notas el deseo, el odio, la curiosidad malsana, la mirada que busca arrugas, algo que criticar, la mirada que dice «no es para tanto»... La de esta mujer, ¿cómo se llama?, ¿llegó a decirte su nombre?, tienes que preguntárselo, porque la de esta mujer es una mirada buena, de admiración desinteresada, mira tu ropa, los pantalones ceñidos, la boina verde sobre el pelo rojo, la gran bufanda que cae desde los hombros y se mueve al andar, el chaquetón largo de visón negro, y también mira tu cara, sin envidia, con gusto, tú tienes antenas afinadas a lo largo de años, y miradas como la de esta mujer las has sentido muy pocas veces, una mirada buena y discreta, que te sigue desde la puerta hasta que pasas frente a su banco y después te abandona, nunca se acerca al panteón de los Monterroso, igual que no se acercaría a tu casa, ni siquiera mira hacia allí, es una mujer discreta que respeta tu intimidad. Doña Benilde también es discreta, se sienta sobre la tumba como tú, pero se pone de espaldas, quizá no quiere que la veas, probablemente no está rezando, ni siquiera lleva rosario, no necesita disimular, se sienta en la tumba de su marido, tú sí la miras cuando se va antes que tú, te vuelves y miras a esa anciana de ochenta años que sigue visitando la tumba de su marido y no tiene que disimular que viene a estar con el hombre que más ha querido en la vida.

Constanza abre la verja del panteón y deja el paraguas apoyado en ella. Se acerca a la lápida central y la toca con la mano.

Hola, Pedro.

Después toca la lápida en cuya cabecera hay un retrato de un hombre de mediana edad. Le hace una caricia.

Hola, amor.

Saca del bolso un envoltorio de plástico y de él una bayeta con la que limpia las lápidas. Retira las flores secas y las deja en el suelo junto al paraguas. Saca una rosa roja del ramo de flores frescas y la coloca en una pequeña argolla, al pie del retrato. Lo mira con una sonrisa.

Voy a hablar un rato con Pedro, ahora vuelvo.

Coloca en la tumba central el ramo, metiendo los tallos en una argolla colocada a los pies de la escultura de un ángel.

Esto ha sido una buena idea, Pedro, porque el viento se las llevaba, yo tenía el mal pensamiento de que eran tus parientes que venían a quitarte las flores, pero qué va, ésos no aparecen por aquí para nada, me dijo Benino que era el viento, que deshacía todos los ramos. Le doy una propina el día de Todos los Santos y una pequeña cantidad todos los meses, y lo tengo de mi parte. El fue el que pegó las argollas, no me atreví a hacer un agujero en el mármol, no fuese a romperse, pero ha quedado bien, y también se encarga de limpiar la parte de tu hermano y tu cuñada, daba apuro verla tan sucia y no iba a ponerme yo a fregotearla, aunque ellos no tienen la culpa de la mala leche de sus hijos, pero, en fin, la limpia el Benino y también la tuya y la de Hermes, un fregotón con detergente una vez al mes, en eso hemos quedado, y él tan contento.

Se quita la bufanda, la dobla varias veces y la pone sobre la lápida central, cierra bien el chaquetón ciñéndolo al cuerpo y sube las solapas hasta el cuello. Se sienta sobre la bufanda doblada y saca del bolso un rosario, que sostiene con la mano de forma que se vea claramente.

Hoy no voy a quedarme mucho rato, pero no quería dejar de venir porque quiero comentarte algunas cosas... No, Pedro, no es que quiera irme a hablar con Hermes, por favor, no empecemos con ésas, es que hace frío, cuando da el sol se está muy bien aquí, es el mejor sitio del cementerio, pero si está nublado el frío de la piedra pasa el abrigo, por eso traigo algo para sentarme encima, y además hoy tengo hora para la peluquería...

Se encasqueta bien la gorra, tapándose las orejas, y cruza los brazos sobre el pecho. El rosario cuelga de su mano derecha.

No, no lo estoy mirando, puede que se me vayan los ojos alguna vez, pero no estoy con Hermes, estoy contigo. Desde que te empeñaste en que te dijese quién era el padre de mi hijo nunca te he mentido sobre ese tema, y no iba a empezar ahora... Te echo de menos, Pedro, te echo mucho de menos, por eso vengo a hablar contigo, porque me ayudas a tomar decisiones y siento que tú estás todavía a mi lado para defenderme como hiciste desde que nos conocimos. Soy una mujer agradecida, nunca te engañé y no lo haré nunca. Y ahora déjame que te cuente porque son cosas importantes.

Cambia de postura sobre la lápida, poniéndose más de frente.

Antes de nada: hay que encargar las misas por tu alma como todos los años, pero ya no puede decirlas don Epifanio, está viejísimo, ha cumplido cien años, imagina, el pobre ya no sale apenas de casa, está como una pasita. He pensado encargárselas a don Aurelio, que fue su discípulo y lo ha sucedido en la cátedra del Seminario, trabaja igual que él, en cronología bíblica, que no sé lo que es, pero dice Héctor que es algo muy importante, que los dos son una autoridad en eso. Y, como don Epifanio era el único cura del que tú te fiabas, pues he pensado que éste es el que más se le parece. Yo me confieso, cuando me confieso, con don Ignacio, que casi no tiene penitentes, porque dicen que es muy estirado y que no le entienden lo que dice. Eso lo dice la mujer del notario, que la pobre es una inculta. A mí me gusta don Ignacio porque no se escandaliza de nada y además no entra nunca en detalles.

Vuelve a cambiar de postura. Pasan dos mujeres. Constanza saluda levantando la mano que sostiene el rosario. Cuando las pierde de vista da una palmada sobre la lápida.

No, Pedro, no doy escándalos, ni hago nada especial Desde que tú te has ido se han acabado los «juegos». Lo que quise decir es que si a don Ignacio le digo, por ejemplo, que me alegraría muchísimo que todos tus sobrinos se murieran de golpe en un accidente, él no hace aspavientos, sólo pregunta si seguiría deseándoles la muerte en el caso de que dejasen de acosarme, y yo, la verdad sea dicha, si dejasen de incordiar, por mí que vivan cien años, y entonces resulta que en ese caso no es pecado, sino falta leve porque yo en realidad no deseo su muerte sino librarme del chino que me hacen, ¿lo entiendes? En fin, que, como don Ignacio le cae gordo a mucha gente, he pensado que a ti te gustaría más don Aurelio, que es tímido y de pocas palabras, igual que don Epifanio, así que espero haber acertado con tu gusto. ¿Estás conforme?... Bueno, pues entonces lo de las misas está resuelto...

»La otra cosa que quiero comentarte es que he tomado la decisión de poner fin a lo de Héctor, en realidad casi se puede decir que hemos terminado. Se ha ido enfadado y no era así como yo quería acabar, sino como buenos amigos... No, Pedro, no lo he dejado por otro más rico, ése es el tipo de cosas que dicen de mí tus sobrinos, que sólo me interesa el dinero o el poder, qué sabrán ellos, pero tú ¿cómo puedes decirme eso? Vengo aquí a comentar contigo las cosas y sales con esa pata de banco. Me dan ganas de irme y dejarte solo y sin enterarte de lo que pasa en el mundo.

Constanza deja el rosario en el regazo, saca un pañuelo de papel del bolso y se suena. Mira alrededor. No se ve a nadie.

La mujer del banco ha debido de irse, su hijo habrá venido a buscarla, la pobre, hasta que el hijo no resuelve los asuntos en la ciudad no viene a recogerla. Ella, si llueve, se refugia en la capilla. Tienes que pararte algún día a charlar con ella, a preguntarle a quién tiene aquí.

Constanza saca del bolso una barra de labios y se los retoca. Mira de nuevo hacia la lápida.

No quiero enfadarme contigo, Pedro. Yo tengo siempre presente lo que has hecho por mí. Llevarte al altar fue mérito mío, pero nunca imaginé que le dieses tu apellido a mi hijo, y menos aún, que nos dejases tu fortuna... Eso no te lo ha perdonado tu familia y no me lo perdonan tampoco a mí. Y yo te lo agradeceré mientras viva, por eso he sido siempre sincera contigo, como no lo fui con ningún hombre, ni siquiera con Hermes. Una amiga de mi madre, cuando supo que íbamos a casarnos, vino a hablarme de ti, en realidad vino a prevenirme, mucha gente le debía favores a mi madre y algunos me los devolvieron a mí. Aquella mujer me dijo que una cosa era ser tu querida y otra tu mujer, dijo que eras un hombre de honor, de los de antes, y que si intentaba jugártela, me matarías. Y tú también me lo advertiste: «Vas a ser mi esposa, si ese hijo tuyo es hijo de Hermes llevará mi apellido, pero si me engañas, te mato». No era necesario decirlo, Pedro. Conozco bien a los hombres y sabía que eras muy capaz de matarme, pero no creía que llegases a hacer lo que decías. Lo de matarme, sí, pero no lo de darle tu apellido, porque me dijiste «si ese hijo tuyo es hijo de Hermes...» y yo no podía demostrarlo. Nadie podía confirmártelo. Hermes no sabía que mi hijo era suyo, ¿para qué iba a decírselo? No quería atarlo a mí por nada que no fuese el cariño. Y enseguida apareció la Pavisosa y me alegré de no habérselo dicho. «Los Monterroso nunca hemos abandonado a nuestros hijos bastardos», me dijiste. Pero yo no quería que mi hijo fuese un bastardo. Hermes no se hubiera casado conmigo, no estaba enamorado de mí y yo era una mujer que había sido la querida de otro, una puta de lujo, como dicen tus sobrinos, no estaba obligado a casarse conmigo aunque me hubiera hecho un hijo. Se habría ocupado de él como los Monterroso os ocupáis de vuestros hijos ilegítimos, sería un bastardo más, y yo no quería. Por eso no le dije nada y por eso intenté que tú no lo supieras tampoco, pero tú estás acostumbrado a salirte con la tuya, Pedro, y lo conseguiste. Podría haber mentido, pero no sé por qué nunca te he mentido, creo que en el fondo sabía que ésa era mi mejor baza contigo, la sinceridad, lo único que podía hacer que tú me respetases, como mujer y como persona. Pero nunca pensé que me creyeses hasta el punto de hacer lo que hiciste. ¿Qué fue lo que te convenció? ¿Qué te decidió a dar ese paso que nadie, ni yo misma, esperaba? ¿Fue porque se parece a ti? Quisiste conocerlo, pero yo no confiaba en aquella entrevista, Pierre no se parece a Hermes. Pero se parece a ti, entonces yo no lo sabía. Te conocí de viejo, seguías siendo guapo, pero tu cara era la de un hombre guapo al borde de los ochenta, nada que ver con un chico de veinticuatro. Quemaste muchas cosas antes de morir, pero quedaron tus Jotos y fue entonces cuando me di cuenta. Mi hijo es igual a ti cuando tenías su edad, tan igual que me dio un vuelco el corazón cuando encontré el álbum. Debió de ser eso lo que te empujó a darle tu apellido, aunque también pienso que hay por ahí bastardos, como tú los llamas, que llevan tu marca, la marca de los Monterroso, el pelo rubio oscuro y los ojos verdes. No sé por qué lo hiciste, pero te lo agradezco, te estaré siempre agradecida y por eso te perdono tus arrebatos de cacique, Pedro.

Constanza se pone de pie y estira el busto, hace algunos movimientos rotatorios con el cuello y da pataditas en el suelo. Ciñe el chaquetón al cuerpo y vuelve a sentarse.

Sí, Pedro, eras un cacique aristocrático, o, si prefieres, un señor feudal. Estabas acostumbrado a imponer tu voluntad a todo el mundo, por las buenas cuando era posible y si no por las malas. Y ahora te rebotas porque dependes de lo que yo te cuento. Tiene razón don Aurelio, has alcanzado la vida eterna, pero no la omnisciencia, ésa sólo la tiene Dios. Yo creía que ahí donde estás podrías saber lo que pasa en el mundo y conocerías los verdaderos sentimientos de las personas, pero se ve que no es así. No te engaño porque no quiero engañarte, igual que en vida, pero, si quisiera, tú no te enterarías y eso es lo que te recome y te lleva a ser borde conmigo, y sales con ésas de si voy a sustituir a Héctor por alguien más rico... Vengo a decírtelo porque pensé que te alegraría. Te molestó mucho que me acostase con él, no sé si por ser tu nieto o porque es un hombre joven. Me insultaste: «¡Has follado con tres generaciones de Monterrosos! Eres una golfa». Tú no me quisiste por decente, sino porque te gustaba en la cama y porque a mí también me gustabas tú, pero los hombres no sois consecuentes. Tú te acostaste con mi madre y yo nunca te lo reproché, ni te lo recordé siquiera. Y yo le llevo menos años a Héctor que tú a mí, y eso no lo tuviste en cuenta. Lo de Héctor no ha sido golfería, Pedro, te lo dije cuando empezó y te lo repito ahora. Héctor me deseaba con todas sus fuerzas, ahora puedo decir con toda su alma, y yo sé bien lo que es desear algo que no vas a conseguir. Pensé que se le pasaría, él es un artista, y es hombre, es voluble por partida doble, ¡cómo se equivocó el que dijo «la donna è mobile, quai piuma al vento». A vosotros los deseos os duran el tiempo que tardáis en realizarlos, eso es lo habitual, y yo creí que con Héctor sería así y pensé: Voy a darle ese gusto, voy a saciar ese deseo y después podremos ser amigos. Un aliado en la familia no me viene mal, Pedro, tus parientes no cejan en su empeño de hacer todo el daño que pueden...

Constanza suspira con impaciencia. Se levanta, mete el rosario en el bolsillo del chaquetón, sacude la bufanda con energía, la dobla de nuevo y vuelve a sentarse sobre ella. Saca el rosario y lo enrolla en una mano.

Estás enfadoso, Pedro. No pretendo que fuese una obra de caridad. El chico tiene buena madera y buenos modos, de casta le viene al galgo, tiene a quien parecerse y no me refiero a Hermes, aunque él también era un buen amante. Te echo de menos, Pedro, en la cama y fuera de ella, tú me protegiste, me diste tu apellido, se lo diste a mi hijo y me has hecho tu heredera, pero no es sólo agradecimiento, me diste mucho placer, mucho más del que yo esperaba, en ese sentido tú no tienes nada que envidiar a nadie, fuiste un gran amante, un marido generoso y a ratos un amigo cómplice, no se puede pedir más. Y te quise todo lo que podía querer a un hombre que no fuese Hermes. Compréndelo, Pedro, toda la vida he estado enamorada de él, un amor no correspondido, nunca te lo oculté y tú no me pediste más de lo que yo podía darte. Lo de enamorarse no tiene explicación, nadie se enamora a voluntad, sucede y ya está. Héctor se ha enamorado de mí. Y su padre no se enamoró. Hermes no estaba enamorado de mí, le gustaba acostarse conmigo y me tenía mucho cariño, me lo demostró, corrió un gran riesgo por mí, tú lo sabes bien, si no llegas a intervenir pudo costarle la vida, «pudo costarle los cojones», me dijiste cuando hablamos de esto, pero él no lo dudó, me defendió, se enfrentó a aquella bestia parda, a aquel malnacido. Nunca le perdonaré a mi madre que me empujara a su cama para salvarse ella, no debió hacerlo, tenía amigos y es posible que ni siquiera fuese a la cárcel y mucho menos al paredón, «Lo mismo que a Mata Hari —me dijo—, eso van a hacerme». Aquello sí que fue una obra de caridad. Lo de Héctor no, mentiría si te dijese otra cosa, me he acostado con él con gusto y le tengo cariño, como Hermes me lo tenía a mí... Una cosa es el cariño y otra muy distinta el amor. Hermes no estaba enamorado. Sólo fuimos dos buenos amigos que se lo pasan bien en la cama. Y, sin embargo, apareció la Pavisosa y se enamoró perdidamente, ya no tuvo más deseo que casarse y vivir con ella el resto de su vida, que fue poco, pero igual sería si hubiese llegado a viejo, sólo había que ver cómo se le iluminaba la cara cuando hablaba de ella, que parecía que lo encendían por dentro... ¿Cómo iba a decirle que mi hijo era suyo? Se enteró de que yo tenía un hijo cuando el niño tenía dos años, cuando yo iba a casarme con Jeremy, una boda que mi madre me sirvió en bandeja, seguramente como compensación por haberme echado en las garras de Cortezo, debía de sentirse culpable aunque nunca lo reconoció, parecía una mujer valiente pero estaba llena de desconfianza y de miedos. A Cortezo le tenía miedo, por eso se fue a Suiza cuando le dije que no podía aguantarlo más. Yo también le temía, pero no por mí, por Hermes, por eso me fui también, porque no quería que le pasase nada malo por mi culpa. Pero antes de aceptar aquella boda que, según mi madre, me convertiría en una señora respetable, volví a España, vine a ver a Hermes. Él estaba ya casado, la Pavisosa iba a darle un hijo y se le veía feliz. Yo solamente vine para verle la cara cuando le dijera que un agregado de la embajada inglesa quería casarse conmigo. Era una buena boda. Que Jeremy fuese treinta años mayor que yo no tenía importancia, tenía cincuenta y pocos, para un hombre se considera la plenitud de la vida. Yo sabía que Hermes me preguntaría quién era Jeremy, si tenía buena reputación, si era un hombre estimado en su trabajo, si me trataba bien, «como yo merecía», y como todas mis respuestas eran afirmativas me animó a casarme, aunque no estuviese enamorada, «Necesitas un hombre que te proteja», me dijo. Yo sabía que era eso lo que iba a decirme, las buenas personas son previsibles, pero en el fondo de mi alma yo esperaba ver en su cara un gesto de resignación, algo como «Este es el final de nuestros buenos momentos en la cama», incluso tenía la esperanza de una despedida íntima. Si algo de eso hubiera sucedido, si hubiera visto en él el menor signo de añoranza o de contrariedad que me permitiera soñar con volver a tenerlo alguna vez entre mis brazos, si hubiera visto algo de eso no me habría casado, Pedro, habría sido amante de Jeremy hasta que apareciera otro, porque Jeremy, te lo dije cuando me preguntaste por mi primer marido, fue para mí sólo un medio para conseguir la independencia, para situarme socialmente donde quería estar y ser yo la que eligiese. Desde ese momento, todos los hombres que hubo en mi vida los elegí yo.

Constanza se lleva las manos a la cara y oculta una sonrisa. Después saca el pañuelo y se suena. Suspira.

Sí, Pedro, a ti también... ¿Te acuerdas de la noche en que nos conocimos? Aquella noche había muchas miradas sobre mí, de hombres y de mujeres. Yo soy una experta en distinguir miradas, en interpretarlas. Eso me ha ayudado a sobrevivir en el mundo en el que me ha tocado bandearme. En la mayoría de las miradas femeninas había envidia, antipatía, desdén. En las de los hombres había deseo, pero también lascivia, desafío o miedo. Eran miradas turbias, sucias. La tuya era una mirada limpia, franca, valiente. Había en ella deseo pero también admiración y no ocultabas ni una cosa ni la otra. ¿Recuerdas lo que dijiste cuando me viste aparecer? «¡Qué mujer preciosa!» Yo no necesitaba que me lo contasen porque se leía en tus ojos, Pedro. Y también me contaron que la marquesa de Pinohermoso, que estaba en tu grupo, te dijo o, más bien, te advirtió: «Es la hija de la Rusa». Y que tú, sin dejar de mirarme, respondiste: «Es aún más hermosa que su madre»... Yo vi tu mirada, Pedro, y pregunté quién eras, y decidí: «Ese»... Al pasar a tu lado me saludaste como a una princesa, inclinando la cabeza y doblando ligeramente la cintura, sin apartar tus ojos de los míos. A mi madre le hubiera encantado. Ella, que aseguraba ser prima de la princesa María Volkónskaya, se hubiera derretido de gusto de ver que el marqués de Monterroso le hacía una reverencia a su hija. A mí también me gustó, por eso mis ojos al pasar a tu lado te dijeron: «Sí».

Esa fue mi primera y mi última decisión contigo, después tú tomaste las riendas, porque estabas acostumbrado a mandar y no ibas a cambiar a los ochenta, pero no es un reproche, Pedro. Me diste mucho más de lo que esperaba y de lo que cualquier mujer en mis circunstancias hubiera esperado, y por eso no te mentí nunca, ni vivo ni muerto, y por eso he venido a darte explicaciones de lo que está pasando con Héctor, creyendo que te alegrarías, por él, que es tu nieto, y también por mí.

Constanza mira el reloj y hace un gesto de contrariedad.

Me estoy quedando helada y se me está haciendo tarde. Te has puesto borde conmigo y me has descentrado, y me he liado a darte explicaciones sin concretar lo que venía a comentarte. Te lo resumo en dos palabras, Pedro: yo no creí que Héctor fuese a enamorarse, pensaba que lo que necesitaba era recuperar su autoestima, que estaba por los suelos. Su ex lo ha machacado, lo dejó sin blanca, con una pensión abusiva para los ingresos que él tiene y además con la moral a cero. Sólo le faltaba que yo lo desdeñase. No tenía razones para negarme a acostarme con él: es guapo, es joven, está sano, es amable, se desvive por complacerme y es desprendido. Ha sido el único que ha aceptado tu testamento sin rechistar, ha cogido la parte de la legítima que correspondía a su padre y ha dicho a todo el que quiera oírlo que su abuelo, o sea, tú, tenía todo el derecho del mundo a hacer con su dinero lo que le diera la gana. ¿Qué razón podía darle para no acostarme con él? Soy una mujer libre, soy viuda, Pedro, y a mis años y con mi historia no me voy a hacer la estrecha. Sólo podía decirle que no me gustaba, o sea, hundirlo más en la miseria. Y no me pareció bien, porque es falso y porque bastante machacado estaba. Puse mis condiciones y las aceptó: discreción absoluta y ningún compromiso. Yo quería que fuésemos dos buenos amigos que disfrutan juntos...

Constanza se remueve inquieta, se arrebuja en el chaquetón.

Sí, igual que con su padre, ahora al decirlo me doy cuenta, aunque uno está enamorado y el otro nunca lo estuvo, lo que son las cosas. Pero, en fin, igual no, son circunstancias muy distintas. Entonces Cortezo se sentía con derechos sobre mí, no podía tolerar que lo dejase y mucho menos que lo sustituyese, por eso fue contra Hermes. Pero ahora soy una mujer libre e independiente y pensé que podía darme un gusto al tiempo que le hacía un favor a Héctor.

Se pone de pie y da unas pataditas en el suelo. Se pasa el rosario de una mano a otra. Vuelve a sentarse.

Tengo que irme, Pedro, así que déjame acabar... He dicho un favor, no una obra de caridad. Héctor revivió, fue como una inyección de vitalidad, está mucho más seguro de sí mismo en todos los sentidos, empezó a hacer proyectos de trabajo que le han aceptado, le discute los gastos extraordinarios a su ex y ha recuperado la confianza en su atractivo, hasta el punto de que creo que tiene otra amante. Le he tendido una trampa y ha picado, es muy ingenuo y muy vulnerable, es fácil engañarlo. Lo ha negado porque es un caballero, como su padre, y como su abuelo, que nunca presumió de sus conquistas, no me olvido de ti, Pedro...

Constanza se ríe bajito, cubriéndose la boca con la mano.

Creo que se trata de la farmacéutica, se llama Blanquita. Es la hija de Dictino, el ebanista, y de Amalia, la maestra. Son muy buena gente los dos y la chica no es fea, tiene una buena delantera y unos ojos como taladros... A mí me mira como a una rival, señal de que ella sí está interesada, o enamorada de Héctor. Vive más abajo en mi misma calle y es posible que alguna vez lo haya visto de madrugada, camino de su casa. Como él se da grandes paseos a deshora, a nadie le llama la atención verlo, pero una mujer enamorada tiene antenas especiales y la chica debe de sospechar algo. Así que me pareció un buen momento para cortar y dejarle que se lanzase a esa relación sin necesidad de ocultarse. Los dos son jóvenes y, aunque ella me parece del tipo mandón, creo que Héctor con la experiencia del divorcio y con mi ayuda va aprendiendo a defenderse. Lo malo, y por eso he venido a comentarlo contigo, es que Héctor se ha enamorado, y además ha dado en la manía de querer casarse conmigo, una locura, no hace falta que me lo digas. Lo dice medio en broma, pero está claro que la idea le ronda la cabeza...

Constanza se levanta, sacude la bufanda sobre la que ha estado sentada y se la enrolla alrededor del cuello. Se queda de pie junto a la tumba.

No, Pedro, no lo hace por dinero. No sé si puedes verme o no, se lo tendré que preguntar a don Ignacio. Estoy un poco más vieja que cuando tú te fuiste, cuatro años se notan a mi edad, pero todavía hay hombres que me desean, hombres jubilados y hombres jóvenes, como Héctor. Sigo teniendo el cuerpo y la cara que tú conociste. Y ahora me tiño el pelo con henna para mantener el color de siempre, me tiño el pelo de la cabeza y el otro. Todavía puedo encandilar a cualquier hombre por mí misma, no por el dinero que tú me dejaste.

Se da la vuelta y da unos pasos hasta la verja que rodea las tumbas. Desde allí vuelve atrás y apoya una mano sobre la lápida en la que ha estado sentada.

No quiero irme enfadada, Pedro. Quizá lo has dicho para protegerme. Héctor no piensa en el dinero, puedes creerme, tú lo has tratado muy poco y no lo conoces, pero es el único de toda tu parentela que no ha cuestionado tu testamento. Me quiere y se ha enamorado y por eso creo que tengo que dejarlo, porque seguir con él no conduce a nada. El tiene que encontrar otra mujer y cuanto antes lo haga, mejor...

Y en todo caso, si yo llegase a casarme, no con Héctor, con otro, lo haría con separación de bienes y protegiendo bien mi dinero, faltaría más...

Constanza desenrolla la bufanda y vuelve a enrollarla en torno a su cuello, la ahueca con las manos.

No es que tenga planes inmediatos, pero es posible que en el futuro, no sé, es posible. Tienes que pensar que soy una viuda, Pedro, que no te haces cargo, y que tengo sólo cincuenta y cuatro años... Bueno, sí, cincuenta y siete... ¿Cómo lo sabes? Don Ignacio dice que... ¿En mi pasaporte?... En fin, da lo mismo. Pedro, piensa en lo que te digo: tú ya no estás, compréndelo. Ahora tengo que dejarte. Hasta pasado mañana. Esta tarde vendré para hablar con Hermes.

Se aleja de la tumba del ángel y se acerca a la del retrato. Mira alrededor. No se ve a nadie. Se inclina y besa la fotografía.

Hermes, amor mío, ahora tengo que irme. Vendré esta tarde para poder hablar con calma. Te quiero.

Recoge el paraguas apoyado en la verja y deja las flores secas junto a ella por la parte de fuera.

Benino las echará a la basura.

Camina a buen paso hacia la salida.

La mujer del banco sigue allí, pobrecilla, esperando a que el hijo venga a recogerla, te había parecido que no estaba. Tienes que ser prudente con lo que haces, puede haberte visto besando a Hermes, pero no, nunca mira hacia la tumba de los Monterroso, es muy discreta y tiene una mirada buena.

Constanza saluda con una sonrisa y sigue su camino sin aminorar el paso.

¿A quién vendrá a ver? ¿Al marido, a un hijo? Otro día se lo preguntarás. Hoy te has entretenido demasiado con Pedro. Hay días en que se pone imposible.