Blanquita

Blanquita oye entre sueños un ruido de cañerías de agua que dura apenas dos minutos...

Tu padre, seguro, que no se ducha para no despertarte.

Se arrebuja en la ropa de cama y vuelve a dormirse. Pocos minutos después se despierta, escucha.

Es la puerta del piso de abajo. Han cerrado con cuidado, pero aun así basta para despertarte, duermes como las liebres, con un ojo abierto, tu madre tiene razón.

Se oye el crujido de la puerta del taller y enseguida dos campanadas de los cuartos en el reloj de la catedral. Blanquita mira hacia la ventana: todavía están encendidos los faroles de la calle. Vuelve la cabeza para mirar el reloj de la mesilla: las seis y media.

¿Para qué tiene que trabajar tanto a su edad? ¿Qué necesidad tiene de levantarse antes de que amanezca? Se ha acostado temprano, pero aun así... Es por las tablas de Héctor, le gusta mantener su fama de cumplidor, entregar siempre los encargos en el tiempo acordado. Hacer talla en madera le gusta. Se nota que disfruta. Y le halagará que lo consideren un artista, es comprensible, quizá se da cuenta de que es un halago interesado, es listo, pero a todos nos gusta que nos pasen la mano por el lomo. Por desmesurada que sea una alabanza, siempre cae bien. ¿Quién lo dijo? Tío Germán, pero era una cita: «En lo único que nunca se peca por exceso es en los elogios, porque siempre son bien recibidos». ¿El padre Feijoo? Puede ser, fraile, gallego y desconfiado... ¿Por qué te molesta que le llamen artista? Más artista que otros, pero sin instrucción y sin medios y sin ambición. Es por Constanza, fue ella la que empezó con esa cantinela, menuda pájara. Te sientes orgullosa cuando le oyes responder: Artista, no; un buen artesano. Te dan ganas de abrazarlo, a tu papaíño querido, que no se deja engatusar y que se levanta a las seis para resolver el problema de otros. Héctor lo metió en el embolado de las tallas del convento y ahí te las apañes. Él sí que va de artista, de artista incomprendido y bohemio, que es más cómodo y fácil que ir de artista trabajador y constante.

Blanquita oye voces en la calle y salta de la cama. Se acerca a la ventana, procurando no ser vista, y escucha la conversación. Se pone una mano sobre el pecho. El corazón le late con violencia.

—¿Cuándo vas a llevarme las tablas? En un mes inauguramos; no se puede retrasar.

—Con ellas estoy, don Héctor, ya ve a qué horas. Están casi listas, pero he tenido que acudir a una urgencia. A unos vecinos se les vino abajo la cocina, casi se matan, falló una viga, estas casas tan viejas, ya sabe... Las tablas casi están, pero es un trabajo que lleva tiempo, la talla no es como meter la máquina...

—Ya, ya, pero las necesito la semana que viene, Dictino. Hay que desmontar los andamios.

—No tenga duda, en ocho o diez días se las llevo.

—Mejor siete, Dictino... Que tengas un buen día...

—Usted también, don Héctor.

Blanquita mira desde detrás de los visillos la figura de Héctor Monterroso que se aleja calle abajo. Cuando deja de verlo se aparta de la ventana y se tumba en la cama.

¿Por qué le da explicaciones? Que se las entregue cuando acabe y listo, o que se las hubiera encargado antes. Tu padre debía tutearlo, como hace Héctor, pero no va a cambiar sus costumbres. Es Héctor quien lo hace mal. ¿Por qué lo trata de tú? Es una falta de respeto. Debía tratarlo de usted y no debía consentir que le llamase don Héctor...

Tu padre considera el tuteo un signo de confianza, igual que con la viuda alegre, menuda zorra... ¿Vendrá de su casa?... ¿Eres idiota, de dónde va a venir?... Ha saludado a la doctora, otra que no duerme, con un marido así no es extraño. Son amigos, ella le firma las recetas, puede que haya salido a andar, cada día duerme peor y necesita más pastillas. No te hagas ilusiones, demasiado temprano para volver de un paseo. Ha salido de casa de la viudita, seguro, tan bien situada, con tantas puertas para entrar y salir sin ser visto. Nunca lo admitirá, aunque lo vieses cruzar de madrugada el umbral de su puerta. No hace falta verlo, se coge antes a un mentiroso que a un cojo, «¿tienen oporto blanco?», y no lo tenían, claro, en el bar no tenían oporto blanco, no se encuentra fácilmente, sólo en Portugal y ¡qué casualidad! en casa de Constanza, que agradece con una copa de oporto blanco toda clase de servicios. No te lo dirá nunca. «Un caballero no hace públicos los favores de una dama.» Tu madre lo recita como si fuese la Biblia. Lo dice por tío Germán. No los hace públicos y además los niega, eran otros tiempos. Cecilia de Silva estaba casada y Moráis fue su amigo, así que tío Germán tenía razones para negarlo, si es que hubo algo. Con Blanca nunca ocultó su relación, no se escondían para entrar o salir, todo el mundo sabía que eran pareja. Los dos eran libres y no se casaban porque no les daba la gana, él no ha pisado la iglesia en su vida y bastante lo habían humillado para tener que someterse a esa nueva humillación... Pero una cosa es la caballerosidad y la discreción y otra jugar con dos barajas. Constanza es viuda y Héctor divorciado, ¿por qué se ocultan?... ¿Y tú? ¿Por qué te ocultas tú?... Es diferente. Por nada del mundo darías un disgusto así a tu papaíño, su niña no puede tener un amante con el que no va a casarse.

Se oye el ruido de la ducha del piso de abajo. Blanquita ahueca la almohada y la acomoda bajo su nuca.

Es tu madre, se ha dado cuenta de que estás despierta y por eso suelta el agua. Te habrá oído cuando te acercaste a la ventana. En estas casas se oye todo. Su dormitorio está en el extremo opuesto, no es casualidad, tu madre preserva su intimidad, y de paso la tuya, mejor no oírlos en la cama y que no te oigan cuando te levantas cansada de dar vueltas sin dormir. Tu madre es muy lista y muy desconfiada. Es posible que sospeche, vio la carta del Pasteur, lo ve todo. Debiste decirle la verdad: «Me ofrecen trabajo de nuevo»... Así de sencillo. Pero quisiste evitar la tensión, tener tranquilidad para decidir libremente, sin las presiones de la primera vez... Tu padre se alegró tanto entonces, se sintió tan orgulloso de ti: «No habrán tenido nunca una becaria más lista ni más trabajadora»..., feliz de que a su niña le ofrecieran quedarse a trabajar en el Instituto Pasteur de París, orgulloso de que te lo ofreciesen a ti y no a la becaria alemana ni a la inglesa: «Has dejado bien alto el pabellón español». Y tu madre, con guasa: «Igual que Federico Bahamontes y Manolo Santana». Se alegró también, seguro, pero con reticencias. Fue una muestra del éxito de tu estancia, y así lo contaste: no sólo habías aprendido mucho sino que el director del laboratorio te había dicho al despedirte:

—Si alguna vez quiere trabajar en el Pasteur, mientras yo esté aquí, usted tendrá siempre un puesto.

Tu madre dijo:

—Está bien dejar puertas abiertas por donde uno pasa. Nunca se sabe las vueltas que da la vida.

Lo que, dicho por tu madre, significa que, por si volviese a ocurrir una catástrofe como la de la Guerra Civil, es muy conveniente la oportunidad de un puesto de trabajo digno en Francia..., pero también quiere decir que sólo un cataclismo justificaría tu marcha de Brétema. Entonces no te planteabas salir de España, en realidad no te planteabas nada diferente a lo que ella había trazado para ti tras la muerte de Blanca o quizá sería más exacto decir desde tu nacimiento o aun antes, desde el mismísimo momento de tu concepción: tú eras la heredera de tu madrina y tenías que seguir sus pasos. No se consideró la posibilidad de hacer otra carrera. Serías farmacéutica en Brétema como lo había sido Blanca. Tu madre la adoraba y te condenó para siempre a ser Blanquita. En Brétema, Blanca era y es Blanca Loureiro, la farmacéutica que renunció a una brillante carrera para venir a encerrarse en una pequeña ciudad donde todo el mundo se sabía su historia; era la novia eterna (nadie se atrevería a decir la amante) de don Germán, el médico republicano y ateo; la amiga íntima de Helena de Osorio y Jiménez de Sandoval, hija del marqués de Resende, que venía cada año desde Estados Unidos a pasar unos días con su amiga, sólo unos días porque no resistía más tiempo la niebla, las campanas, la lluvia y sobre todo las miradas tras los visillos de Brétema.

Tú siempre te sentiste más cercana a Helena que a Blanca, entendías su necesidad de abrirse a nuevas experiencias. A ti no te parecían disparatados los planes de llevarse a su amiga y a todos los que la rodeaban a Estados Unidos. Tu tío Germán sería allí mucho más estimado de lo que había sido durante tanto tiempo en Brétema, y tu padre no digamos:

—Dictino, con esas manos te harías de oro, allí no hay apenas artesanos. Ganarías diez veces más que aquí.

Tu padre se reía: «Por mí, lo que diga la jefa»..., sabiendo que la jefa es como los árboles autóctonos, con las raíces bien clavadas en la tierra y sin posibilidad de ser trasplantados. Tú eras entonces una adolescente que miraba con admiración a aquella señora tan elegante, tan diferente a tu madre, a Blanca y a cualquier señora de Brétema. A Blanca la querías, era imposible no quererla, y la admirabas porque era como un hada buena que mezclaba hierbas en una redoma y curaba a los enfermos, aunque tío Germán dijese que cualquier día envenenaría a alguien. Pero en el fondo de tu corazón, como un secreto, casi como un pecado, preferías a Helena, que te llamaba Junior:

—Qué ocurrencia ponerte el nombre de tu madrina. Que te conste que me opuse con todas mis fuerzas, pero cuando se alían tu madre y Blanca son invencibles.

Helena era la única que daba por hecho que saldrías de Brétema.

—Cuando te vayas, Junior, cámbiate el nombre, o tendrás ochenta años y serás doña Blanquita, qué horror.

A ti te gustaba lo de Junior, y en la universidad fuiste Blanca en las listas y Junior para los amigos. Cuando Helena murió lloraste por ella, pero también por ti misma, porque con Helena desaparecía tu posibilidad de irte a Estados Unidos, aunque sólo fuese en vacaciones. Tenías trece años y sentiste que el mundo se hacía más pequeño y que Brétema, igual que le pasaba a Helena, te ahogaba. Y todavía te ahogó mucho más cuando cinco años después murió Blanca y cayó sobre ti la responsabilidad de ser su sucesora. Tu madre entró en una depresión solapada, que se negaba a reconocer:

—Estoy triste, eso es lo que me pasa, y es natural que esté triste, lo raro sería que no lo estuviese.

Una depresión que le duró años y de la que salió gracias a tu padre y a su empeño de hacerla disfrutar de las cosas buenas de la vida. Cuando tu papaíño apareció con la botella de oporto blanco, tu madre lo miró como si le hubiese traído un caniche con lazo, rarezas de ricos, pero enseguida se aficionó y más de una vez la pillaste tomándose una copita a esa hora del atardecer en la que, según dice, le baja la tensión. Necesita justificar sus placeres más inocentes porque es austera por naturaleza, igual que tío Germán.

Blanquita se levanta de la cama y va al cuarto de baño.

Tu madre sabe que estás despierta, pero no va a llamarte para desayunar juntas. Respeta tu gusto de hacerlo con Inés en la confitería: los cruasanes recién hechos y un café bien cargado y la charla de tu amiga, tan contenta de vivir en Brétema y de estar enamorada y correspondida.

Suelta el agua y comprueba la temperatura con la mano, se mete bajo el chorro apoyando las manos en la pared.

Te gusta sentir el agua caliente resbalando a lo largo del cuerpo y el olor y la suavidad del gel o de las sales cuando decides bañarte.

Has salido a tu padre, que acaricia la madera y la huele, y le trae a su mujer vino de oporto blanco, y sábanas de raso, ¿dónde las habrá visto tu papaíño? ¿En casa de Constanza? El oporto lo descubrió allí.

—A los otros operarios los invita a café o a cerveza, pero a mí me invita a esto, que es algo especial y muy rico.

Pobre papaíño, más ingenuo y más bueno que el pan. Ya puede invitarlo, la muy lagarta, le cobra dos duros por el trabajo y a veces ni eso.

—Me ha dado mucho a ganar durante años, esto no voy a cobrárselo.

Menos mal que tu madre se encarga de poner los precios, que si no lo explotarían, eso lo hace bien, y lo mismo hacía con Blanca, que no se ocupó nunca de las cuestiones de dinero. Era tu madre la que resolvía todos los asuntos económicos. Blanca sólo se preocupaba de informarse sobre nuevos medicamentos y de inventarse fórmulas magistrales. Tu madre se encargaba de la venta como pudiera hacerlo el mejor ejecutivo de publicidad. Pero tu madre es también la persona que hizo tomar conciencia a Blanca de que iba a morirse sin dejar resuelta su herencia. Es así y hay que aceptarla así, como hace tu padre. Se desvive por él, pero le pone trabas para trabajar en lo que a él más le apetece: «No cojas tallas, Dictino, que no compensa»..., sin darse cuenta de que es lo que más le gusta, lo que más satisfacciones le da, aunque le proporcione menos dinero si se cuentan las horas que le dedica. Y contigo lo mismo. Durante años sacrificó cualquier lujo para que no te faltase de nada en la universidad ni durante tu estancia en el Pasteur:

—Disfruta, Blanquita, compra lo que necesites, ve a ver todo lo que te guste: teatro, conciertos, ópera, ballet, todo lo que aquí no tenemos. Aprovecha bien el viaje.

Aprovecha bien, porque después te vendrás a Brétema a vender jarabes y a ser toda la vida Blanquita la de doña Amalia, eso iba implícito. Y con Blanca lo mismo, tu madre le resolvió todos los asuntos económicos durante años, pero la obligó a ocuparse de ellos justo antes de morir, cuando era evidente que Blanca intentaba evitarlo. Manca hablaba de su muerte con naturalidad y quitándole dramatismo, incluso cuando tuvo la seguridad de que estaba cercana. Desde que Helena murió supo que un poco antes o un poco después ella caería víctima del mismo mal, aquella leucemia que era consecuencia de su trabajo de juventud en el laboratorio de física nuclear, pero nunca decía «cuando me muera» sin añadir «si es que me muero antes que vosotros». De ese modo parecía que no estaba hablando de un hecho que no tardaría en hacerse realidad sino de una posibilidad remota. Y un día repartió sus bienes, como si repartiese los regalos de Reyes. La casa en la que vivía, para tío Germán; la farmacia, para ti; el dinero que tenía en el banco, para tus padres; el piano y sus cosas personales, para tu madre, excepto el reloj que había heredado del obispo don Atilano, una saboneta de oro, en cuyo interior, bajo la tapa trasera, había una misteriosa dedicatoria firmada con una sola letra: «Con mi eterno recuerdo. B.». Aquel reloj te lo dejó a ti, y con el reloj el peso de historias que se remontan más allá de un siglo...

Don Atilano no era gallego, era de tierra de toros y naranjos y desconcertaba a los canónigos con expresiones que no entendían: hablaba de dar una larga cambiada, o de tener querencia, y además cantaba ópera. Y sin duda en su vida hubo una mujer a la que había amado y a la que había renunciado para ser sacerdote, o quizá había sido al revés y se había hecho cura por un amor imposible. Y de cura había pasado a obispo, un obispo «rojo» que plantó naranjos en la huerta del palacio episcopal, pagó los estudios de Blanca y dio cobijo al maquis más perseguido, Antón del Cañote. Al terminar la guerra lo castigaron a ingresar en la orden de los trapenses, pero el castigo no llegó a cumplirse porque don Atilano se murió de un infarto al día siguiente de repartir sus escasos bienes: el piano que fue a dar finalmente a manos de tu madre y la saboneta de oro que tú usas como colgante y que lleva una dedicatoria amorosa firmada por una mujer que seguramente se llamaba Blanca.

Blanquita cierra el agua de la ducha y se envuelve en una gran toalla de gruesa felpa.

Otro regalo de tu padre que tu madre considera inútil, demasiado grande, poco práctico; para secarse no hace falta tanta tela. En el primer momento dijo qué bonitas, qué alegres los colores, ella procura no herir, eso es cierto, pero las toallas han ido pasando a tu cuarto de baño, y cuando tu padre pregunte por qué no usa las toallas nuevas le dirá que a la niña le gustan:

—Nosotros nos arreglamos con las viejas, Dictino, no compres más, que hay toallas de sobra en casa.

Y tu papaíño contestará:

—Amalia, ya no va a haber otra guerra, y no nos falta el dinero, la niña tiene su medio de vida, podemos permitirnos algunos lujos.

O quizá se quede callado y se encoja de hombros y continúe secándose con las viejas y gastadas toallas del ajuar de tu madre.

Cada vez se te nota más que prefieres a tu padre, que lo quieres más... Quererlo, no, los quieres a los dos, pero te entiendes mejor con él y, sin embargo, cada vez te pareces más a ella, reservada, callada. Inés se queja:

—Yo te lo cuento todo, y tú eres una reservona.

Está dolida contigo porque te nota rara. Es tu mejor amiga, pero no puedes contárselo. Piensa que no la estimas, que no tienes confianza en ella. A veces uno hace daño sin querer, o queriendo porque no queda más remedio. Como tu madre... Te avergonzaste de ella, pensaste: No tiene sensibilidad. Tan lista y no tiene sensibilidad. Y aún peor, pensaste: Es demasiado lista para no darse cuenta de que hace daño; el interés es más fuerte que su amor por Blanca... Te equivocaste. Blanca fue la persona a quien tu madre ha querido más. Lo del testamento no fue una muestra de insensibilidad o falta de cariño sino una prueba de sentido práctico, y Blanca lo entendió así. Pero tú te avergonzaste de tu madre, todavía te avergüenzas si lo recuerdas... ¡Con qué derecho!, tú, que la estás engañando, a ella y también a tu papaíño... Su forma de decirlo, sin rodeos, a las claras, era una prueba de que no tenía nada que ocultar, pero tú lo interpretaste de la peor forma. Blanca sí se dio cuenta. Tu madre estaba actuando como siempre había hecho; era una forma de defender su dinero. Blanca no tenía familia, sus padres habían muerto cuando tenía tres o cuatro años, ni siquiera los recordaba, y su tío abuelo don Gumersindo había fallecido muchos años atrás. Aquel reparto verbal era el resumen de un testamento ológrafo, que le entregó a tu madre, sin dramatizar, con una naturalidad que a ti te admiraba y te sorprendía:

—Estas cosas conviene dejarlas arregladas, porque nunca se sabe cuándo se va a morir una.

Sólo estabais tu madre, que recibió en sus manos la hoja de papel escrita a mano y firmada por Blanca, y tú, que sentiste que un nudo te apretaba la garganta. Y después sentiste náuseas cuando tu madre habló con la voz ronca por una emoción que, sin embargo, no le impidió decir lo que dijo: que vosotros no erais su familia, por mucho que la quisierais, y que todo se lo iba a llevar Hacienda en derechos de sucesión. No podías creerlo, no dabas crédito a lo que estabas oyendo.

Blanca os miró desolada, pero no por aquel comentario que a ti te pareció repugnante e inapropiado a las circunstancias, sino por la posibilidad de que, en efecto, todo se lo llevase la trampa, como también había dicho tu madre. Y dejó la solución en manos de su amiga y consejera, como siempre que se planteaban cuestiones de dinero:

—¿Qué podemos hacer, Amalia? Y tu madre respondió inmediatamente: —Una venta, una venta falsa y simbólica... Creíste que lo tenía pensado de antemano. ¿Cómo había sido capaz de planear lo que había que hacer para quedarse con los bienes de Blanca, que era sin duda la persona a quien más admiraba y quería? ¿Qué clase de monstruo era? Parecíais un par de buitres repartiéndose los despojos, se lo dijiste a Blanca porque tenías que decírselo a alguien para no decírselo a tu madre, para no echarle en cara que hubiese propuesto la venta de la farmacia y de la casa como si Blanca fuese a jubilarse para dedicarse a escribir sus libros de hierbas; como si se tratase de una transacción económica y no de lo que realmente era: la última voluntad de una persona que está a las puertas de la muerte. Y fue Blanca quien se esforzó en que vieses las cosas de otra manera: evitar los impuestos era una forma de cariño; era el dinero de Blanca el que Amalia estaba defendiendo, igual que había hecho a lo largo de treinta años. Y lo estaba defendiendo para ti, porque ella es austera por naturaleza y porque tú eres lo único que ella ha deseado realmente en su vida... Eso fue lo que Blanca te dijo. Pero había más: en el fondo tu madre no creía que Blanca fuese a morir, no se planteaba la vida sin Blanca...

Blanquita se frota todo el cuerpo con una toalla seca hasta que la piel toma un color rosado. Coge un frasco de crema líquida, echa un chorro en las manos y la extiende por todo el cuerpo con masajes enérgicos. Mientras se seca hace algunos movimientos gimnásticos, mirándose en el espejo del baño. Se pone de perfil y mete la tripa, comprueba la firmeza de los pechos, grandes y redondos.

Los pechos, en eso al menos debes estarle agradecida a tu madre, son una herencia adelantada. Quizá lo que decía Blanca sea cierto, o al menos una parte importante de la verdad. Quizá tú eres lo que tu madre ha deseado más en el mundo: una hija... Pero lo seguro es que a nadie quiso tanto como a Blanca. Siempre confió en su curación, no quiso admitir hasta el final que Blanca iba a desaparecer para siempre de su vida. Alguna vez te has preguntado si lo que sentía por ella, si aquella admiración, aquella devoción eran algo más que un cariño fraternal; si tu madre de quien realmente estuvo enamorada fue de Blanca y no de tu padre, por el que quizá se siente atraída físicamente, pero al que no admira en absoluto... Y se lo dijiste a Blanca, igual que le dijiste lo de los buitres, porque era la única persona a quien podías decírselo. Y Blanca, sonriendo con melancolía, te dijo:

—¿Qué importa cómo me quiere tu madre... o cómo nos queríamos Helena y yo? No hay que ponerles nombres ni adjetivos a los sentimientos, Blanquita; hay que quererse y ya está.

Y volvió a decirte que lo que más había deseado tu madre en la vida era tener una hija, y que tú, Blanquita, eras lo más importante en la vida de tu madre. Tú no fuiste capaz de callarte lo que te escuece en el alma desde que tienes uso de razón: que estás segura de que tú no eres la hija que tu madre deseaba tener.

Blanca no mentía, no hacía nunca daño voluntariamente, pero no mentía para consolar, y, débil como estaba, se levantó del sofá en el que pasaba las horas leyendo o escribiendo en su cuaderno y te abrazó. Nunca vas a olvidar aquel abrazo ni aquellas palabras:

—No pienses eso, Blanquita, Junior, pequeña. No pienses eso. Cuando se consigue lo que más se desea, casi nunca es como lo que habíamos esperado y deseado tanto.

Eso me lo dijo a mi don Atilano y creo que tenía razón. Pero, aun así, sigue siendo lo que más hemos deseado en la vida. Y tú eres lo que tu madre ha deseado más en este mundo.

Blanquita cuelga la toalla en el toallero y comienza a vestirse. Aún en ropa interior, echa una ojeada por la ventana: está gris y probablemente lloverá. Escoge un vaquero grueso, calcetines y unas zapatillas de deporte oscuras.

Quizá deberías tomarte un café con tu madre, antes de que suba tu padre a desayunar con ella. Te tomas un café y después te vas a tomar los cruasanes con Inés. Charlar con Inés te distrae y también te permite conocer lo que se piensa en Brétema. Es una caja de resonancia. Fue ella la que te habló de la supuesta violación, de pasada, como algo que era del dominio público... Pero es una calumnia, no te cabe la menor duda, una calumnia que tu madre nunca desmintió. Se molestó cuando le dijiste lo que Inés te había dicho, entendió que le pedías cuentas, y en cierto modo eso fue lo que hiciste.

—A mí nadie se atrevió a preguntármelo. ¿Qué querías que hiciese? ¿Poner un anuncio en el periódico diciendo que no hubo tal violación?

Tú estás convencida de que habría podido hacer algo, desmentirlo de algún modo, y no lo hizo. Inés lo dejó caer de pasada, sin darle importancia. Quizá fue una pequeña venganza por lo que tú le habías dicho de Edelmiro. No era un desprecio, pero llovía sobre mojado, su madre no paraba de incordiar con «el camionero», tú ni lo mencionaste, sólo fue una advertencia de tipo general:

—Piénsalo un poco más; una cosa es echar unos polvos y otra compartir el día a día.

Algo así, nada más... «Echar unos polvos con un chico guapo», eso fue lo que dijiste, y lo demás se sobreentendió: Miro no tiene ni el bachillerato y ella ha hecho una carrera, a trancas y barrancas, pero es licenciada en Ciencias Físicas. Y entonces Inés dijo que igual diferencia había entre tu padre y tu madre y que, a pesar de haber empezado mal, se les veía tan felices. ¿Qué era eso de que habían empezado mal? Y entonces lo soltó: que Dictino fue a colocarle una estantería en la rebotica y que, aprovechando que la farmacia estaba cerrada y que no había nadie, pues eso... ¿Pues qué? Pues que la había violado, todo el mundo lo decía, y que se había tenido que casar con él porque la dejó embarazada... ¿De dónde salió tal infundio? ¿Por qué pensaban que la había violado y no que se había acostado con él por gusto? Tu padre era guapo y más joven, diez años más joven, lo lógico sería pensar que ella lo pescó, pero nadie lo pensaba de la maestra, tan austera, tan intachable, el ateo era su hermano, ella era católica practicante, igual que la abuela, sólo tío Germán era ateo, y el abuelo, los hombres de la familia... ¿Qué iba a hacer tu madre? En eso tenía razón, pero tú sospechas que no puso demasiado empeño en desmentirlo.

Blanquita sale del dormitorio y va a su cuarto de estudio. Sobre una mesa de despacho hay una máquina de escribir. Mete una cuartilla y escribe: ¡Hola!: Voy a ir el sábado próximo a La Coruña. Me gustaría verte. Llámame para decirme si puedes y confirmar hora. Junior.

Reprime un taco y arranca la hoja, que rompe en pedacitos minúsculos.

Estás tonta, haces las cosas sin pensar.

Pone otra hoja y repite la nota, esta vez sin firma. Escribe una dirección en un sobre y mete dentro la nota. Lo guarda en el bolso que está sobre una silla. Abre un cajón del escritorio y saca una cartera de viaje de piel negra, con cerradura. La abre con una pequeña llave que cuelga de la pulsera que lleva en su muñeca izquierda. Saca un sobre con membrete del Instituto Pasteur de París. Lo mira, vuelve a dejarlo en la cartera y la cierra. Suspira y se pasa la mano por la frente. Coge el bolso que había dejado sobre la silla, lo guarda también en el cajón y lo cierra. Se guarda la llave en el bolsillo del pantalón.

Baja a tomarte un café con tu madre y ve pensando cómo se lo dices. No puedes esperar más, tienes que decírselo hoy sin falta. Se darán cuenta de que lo has hecho a escondidas y tu madre se ofenderá y tu papaíño se pondrá triste... ¿Y si dices sin más que tienes una propuesta del Pasteur y que te piden una respuesta rápida porque hay otro candidato? En parte es cierto... Pero lo importante es decir que estás decidida, que quieres irte. Lo importante y lo difícil. Puedes decir que es una nueva beca, un año, y más adelante contar el resto... Una mentira sobre otra, pero será más fácil que tu madre lo acepte. Sobre todo no plantearlo como una posibilidad, no dar opciones. Tú ya lo has pensado y estás decidida, eso tiene que quedar claro, pero de buenas maneras y sin darle demasiada importancia. Hay que desdramatizar, a fin de cuentas París no es América, se llega en tren y en coche. Y decirlo cuando estén los dos juntos, o mejor a tu padre antes, pero sin que tu madre sepa que se lo has dicho, que él le diga eso de que París está al lado y que así podrán ir a verte y pasear por los Campos Elíseos, que tanto le gustan a tu madre. El te ayudará, tu papaíño se pondrá de tu parte, pero que tu madre no sepa que has hablado con él... Ella deseaba una hija más que nada en el mundo, no tienes que hacerle daño inútilmente, bastante la has decepcionado ya... ¿Y si esperas hasta el sábado para decírselo? No, cuanto antes, mejor. ¿Qué va a cambiar el sábado? ¡Cómo puedes ser tan ingenua! El no te va a decir que te quedes... Eso no, pero se pueden hacer planes para verse más, no sólo unas horas: días enteros, noches enteras. Comprobar si eres algo más que un ligue de cama... Pero no puedes retrasarlo, tienes que decírselo ya, tu madre tiene que hacerse a la idea. No se lo puedes decir y marcharte al día siguiente.

Se asoma a la ventana.

Parece que empieza a lloviznar, pero no hace frío. Te gusta la lluvia y el cielo con nubes. En París no los echarás de menos, su cielo gris plata te gustó desde el primer día. Y París no es América, pueden venir a verte, eso es lo que debes decir, y que no es para siempre, no es una beca, es un puesto fijo, pero nadie te va a retener por la fuerza si tú no quieres quedarte, y harás viajes para controlar la farmacia... Lo que no les puedes decir es que tus viajes a Brétema dependerán de lo que pase el sábado, es así de triste y de estúpido. Toda la vida suspirando por salir de aquí, no te importa echar por tierra los planes de tu madre, no te importan su dolor ni el de tu padre, pero estás dispuesta a condicionarlo todo a la decisión de un tipo a quien tú le importas un bledo... ¡No! No es así... Sí, es así. Te vas porque en el fondo estás convencida de que sólo eres una aventura para él... Pero no puedes evitar la esperanza.

Blanquita comprueba que ha cerrado el cajón del escritorio.

Venga, no le des más vueltas. Ve a estar un rato con tu madre, sin más, sin contarle tus planes todavía, ve a estar con ella y a escuchar lo que quiera contarte. Se te está haciendo tarde, tu padre no tardará en subir. Te tomas un café con tu madre y después te vas a echar la carta a Correos y a buscar a Inés.