SIETE
durante cuatro dÍas, Silvano estuvo inmóvil en su cama. Las arterias que habían hecho padecer a su frágil corazón, en el momento final tuvieron su espasmo en el cerebro. Desfigurado por la hemiplejía que le paralizaba el lado derecho, asustaba verle. Había conservado intacta la lucidez y, sin poder articular vocablo, se esforzaba con roncos estertores, mientras su mano izquierda se encogía en impotente crispación. El médico del pueblo y el que acudió desde Buenos Aires, llamado por Tony, realizaron una ociosa consulta; recetaron bolsa de hielo e inyecciones; decretaron que ese estado se prolongaría largamente o se resolvería en un desenlace brusco; y respondieron, acosados por las preguntas desesperadas de Kurt, que no era imposible que recuperara la palabra al cabo de un tiempo prudencial.
El discípulo y Miss Lucy se turnaron para cuidarlo. A María Lola no la dejaron entrar, por miedo de que la impresionara su aspecto. En el dormitorio a media luz, Kurt y la inglesa cambiaban la bolsa de hielo y trataban en vano de reconocer las formas borrosas del lenguaje en el agónico balbuceo del pintor que los miraba ansiosamente. Algo, algo importante deseaba decir, sin duda. Su ojo inquieto parpadeaba sobre la boca torcida, posándose en el uno o en el otro con rápida obstinación, o deteniéndose en su cuadro que, fijo en un caballete, aportaba a la habitación sombría una extraña claridad, como si los muchachos desnudos, los árboles, el agua y las nubes, la irradiaran.
Tony se asomaba de tanto en tanto en puntas de pie. El gruñido animal se intensificaba entonces, y la mano viva, clavada en las sábanas, se agitaba, loca —como si no fuera una mano sino un ser aparte, un crustáceo que se había deslizado junto al hombre rígido—, independiente del cuerpo terriblemente petrificado que yacía bajo el Cristo y los guantes de terciopelo añoso.
Los médicos lo visitaban de mañana y de tarde. Entraban transpirando, quejándose del calor. Se encerraban solos un rato tan largo que era evidente que charlaban de cosas que nada tenían que ver con el enfermo. Luego reaparecían, graves.
Kurt avisó a los parientes de Silvano, y la noticia, recogida por un periódico, alborotó a los centros artísticos de la capital. Se presentaron sus tres primos —herederos presuntos—: dos viejas señoras y un anciano, que casi no conservaban relación con su difícil pariente pero que, instalados en el cuarto de Kurt, con algo de Parcas y algo de actores de provincia, realizaron el prodigio retórico, por medio de alusiones y de recuerdos que se sirvieron el uno al otro entre hondos suspiros, de reconstruir en breves horas la intimidad perdida con el que no podía responderles. Trasladaban el vínculo a la infancia, y a un período y una zona que ninguno de los demás conocía, y, ubicados en esa prehistoria con cómoda impunidad, proclamaban, disfrazándolo de anécdotas triviales, su orgullo de poseer la misma sangre que el maestro y, en consecuencia, de ser dueños de lazos sutiles, irreemplazables, infinitamente más poderosos que los que resultaban de la mera amistad o de la superficial convivencia, que los aliaban secretamente con Silvano y les permitían, en esos dramáticos momentos, conservar una especie de sagrada comunicación muda con el pintor cuyos menores pensamientos interpretaban. Pero, aunque lo intentaron al principio, no se atrevieron a establecerse en la habitación de Silvano, y se refugiaron en la vecina, aduciendo que los impresionaban sus ojos. Les bastaba con estar ahí cerca, a un paso, "por si los necesitaban", por si se producía la coyuntura improbable de que el maestro reclamara su presencia, la presencia de los suyos, de los descendientes del general Soria, como si fueran los únicos capaces de entenderlo, de hablar el mismo idioma familiar, incomprensible para el resto, en el instante de los supremos mensajes, y como si hubiera que cumplir ritos ocultos, privativos de su clan, cuya magia entre española y egipcia —ungimientos, oraciones, besuqueos, llaves de bóvedas, invitaciones fúnebres, etc.— lo ayudarían a morir como se debe y, si se suscitaba la ocasión, a bien testar, porque sólo los parientes, sacerdotes del culto ancestral, insubstituibles en su carácter de propietarios de memorias infantiles y atávicas, de postres robados juntos, de rabonas, de campeonatos de croquet, de cuentos gloriosos del general Soria, de odios de casta y de primeros pecados compartidos, están calificados para esas ceremonias tremendas en las que lo dinástico, lo religioso, lo pueril y lo notarial se afirman en prestigios antiguos como las grandes instituciones esenciales. En realidad lo habían conocido a Silvano muy poco. Casi nada. Desde muchacho, desde que le regalaron una caja de acuarelas, se había distanciado de ellos. Y ellos vivieron sobrecogidos por la desconfianza y la envidia provocadas por su conducta, la cual destruía las convenciones y había producido su manifestación inicial en el colegio, en la época en que Silvano cursaba el segundo año del nacional, con un triste escándalo que se prefería no evocar pero que no había olvidado nadie. Rara mezcla de timidez y de audacia, Silvano, que en su casa mortificaba con sus recelosos silencios, de repente los había asombrado a todos con su terca temeridad sensual que le valió ser expulsado del instituto. El director profetizó entonces que si ese niño no se enderezaba terminaría en un desastre. La admiración había coronado su vida vagabunda, pero el dómine no se había equivocado más que hasta cierto punto. A través de muchos años, sus tíos y sus primos, agriados como él por la liquidación de la fortuna y por la pesadilla de recuperar la posición malgastada —y carentes del estupendo substituto que para Silvano significó su arte—, habían adoptado, al referirse a él, el tono irritado y resignado que se emplea para mencionar a las "ovejas negras". Después, cuando los triunfos comenzaron a destacar a Silvano, cuando le dieron, allá por 1930, el Gran Premio del Salón Nacional, y cuando resultó disparatadamente que ser pariente suyo no era perder jerarquía sino, al contrario, acrecentarla, pues algo de su peligrosa originalidad y de su noble talento refluía sobre la familia entera, los tres primos maniobraron con eficacia y empezaron a explicar que los rasgos del artista —¡tan curiosos, tan singulares!— correspondían con exactitud a lo más típico de la estirpe, pues habían tenido una abuela y un tío muy semejantes a él, y hasta ellos, ellos mismos, si no fuera porque la existencia los había llevado por rumbos más normales, hubieran dado pruebas de que guardaban una escondida chispa del fuego de la prosapia. Pero no era cierto. No se parecían en nada a Silvano. Y en el fondo —aunque rescataron de viejos armarios tres o cuatro bocetos amarillos trazados por el pintor en su adolescencia, y que él ya ni recordaba, y los colgaron en sus comedores, refiriendo a diestra y siniestra que eran regalos de su primo—, lo temían y les disgustaba, y oscilaban entre la necesidad conveniente de elogiarlo en público y el desquite de censurarlo en la intimidad.
Ahora, metidos en la habitación de Kurt, a quien juzgaban un descarado intruso, se repetían que era probable que su deudo hubiera conservado la casa de Flores, con catorce metros de frente, recibida de su padre, y posiblemente la parcela de la quinta de Quilmes que le tocó en el loteo. E, ignorantes del valor alcanzado por los cuadros del maestro, calculaban de todos modos que era alto, y que convenía andar con los ojos muy abiertos para evitar que manos aviesas, pertenecientes, con seguridad, a uno de los numerosos "secretarios" cuya sórdida tiranía —más comentada por ellos que ninguna otra de las particularidades de Silvano— los sacaba de quicio, entraran en el taller de la Boca y saquearan aquel caudal multicolor que les correspondía a ellos por derecho de sangre, pues tenían la certidumbre de que su negligente primo no había hecho testamento. Devanaban durante horas, como tres Parcas lúgubres, la madeja de las perspectivas financieras, y de vez en vez entreabrían la puerta para atisbar, atragantados de sospechas, el aposento penumbroso donde Miss Lucy o Kurt espantaban las moscas del rostro estático. Cansados de esperar, salían al parque, a la palaciega alegría de las estatuas, de la fuente y del cielo, y los amigos de Tony, que paseaban del brazo, como filósofos, conversando en voz baja, se apartaban al paso de esos tres agoreros señores del Apocalipsis, símbolos de plagas y estragos, sabiendo que el cuarto —el más esquelético, invisible todavía— allá arriba, en el departamento de la cochera, velaba junto al lecho del pintor.
Al segundo día, uno de los temibles ex-"secretarios" de Silvano llegó a "El Paraíso". El maestro lo había echado, años atrás, de su taller, pero ahora Silvano carecía de fuerzas para reiterar el gesto, y Kurt, monopolizado por la atención de su ídolo, y falto de energías, no atinó a denunciar su entremetimiento. Ya no era muy joven. Había sido buen mozo y mantenía su empaque vulgar de hombre habituado a que lo miraran. El tiempo, suavizándolo, le había dado cierto aire untuoso, clerical. Ducho en manejos complicados, captó enseguida la situación y se recostó del lado de los primos, quienes, tal vez por sentirse aislados en un medio que desconocían, acordaron con él una alianza tácita. Es el mismo explotador que enloqueció a los propietarios de galerías de arte, después de la muerte del maestro, anunciando que mandaría oficiar misas por su alma; solicitando que le compraran unas fotografías de Silvano que había obtenido en la época de su amistad; y hasta ofreciendo en venta un gran óleo, que según él le había obsequiado el pintor y que indudablemente había sido retocado y terminado por un torpe compinche, a requerimiento del ex-secretario, pues hasta el menos entendido advertía en su bastarda composición la presencia de dos manos, hábil, suelta, magistral la una, la otra con titubeos y groserías de principiante.
Completó el círculo dispar de presuntos afligidos, un colega de Silvano. Pero éste era mejor que el secretario y que los parientes. De muchacho, había acompañado a Europa al futuro maestro cuya obra lo maravillaba. Pintor mediocre él mismo, autor de flores y frutas que decoraban las vidrieras de bazares, ostentaba como justificación de su vida y compensación de su fracaso, el título de amigo del artista. Sabía muchas anécdotas de Silvano y las contaba doquier, sobre todo en las sobremesas de los banquetes de pintores y escultores, donde Ronchetti —aquel gordo mequetrefe fisgón que acudió a "El Paraíso" con el pretexto de adquirir un cuadro, y a quien le fue tan mal en la tentativa— rivalizaba con él en el despliegue de su conocimiento de Silvano. Realmente conmovido, a diferencia de los primos y del secretario, ambuló en torno del dormitorio donde el pintor se desesperaba por hablar. Escuchaba, a través de la puerta, sus angustiosos ronquidos, y concluía por reunirse con las Parcas y con el próximo ordenador de misas. Entonces, así como los deudos tejían en la sombra el inventado tapiz de la infancia de Silvano, y el secretario, aprovechador de antiguas intimidades, exageraba, con alguna palabra, con algún ademán, con algún suspiro, la trascendencia del vínculo que los había ligado, el colega mediocre buscaba la ocasión de deslizar una historieta cualquiera de su vasto archivo, para demostrar que nada que se relacionara con Silvano lo había dejado indiferente. Y como carecía de la mínima discreción que resulta de la inteligencia, multiplicaba las memorias inoportunas.
—Un día —les refirió— nos invitó a comer en el taller. Estábamos allí Salvatierra, Ronchetti, Campos y yo. El secretario (esto fue antes de su tiempo —añadió, dirigiéndose al secretario presente y que aparentaba desentenderse-) había preparado una enorme fuente de tallarines que no llegaban nunca. A Silvano le encantaban los tallarines. Y el vino, ya se sabe... Salvatierra empezó a protestar porque traían empanadas y más empanadas. Golpeaba la mesa con el tenedor y a cada momento preguntaba: "¿Y los tallarines?" Silvano y él habían tomado bastante. Y Silvano estaba harto. A cada momento: "¿Y los tallarines?" Cuando apareció el secretario con la fuente que echaba humo, Silvano la agarró y acercándose a Salvatierra le dijo: "¿Vos querías tallarines? Acá tenés tallarines." Y ¡zas! se la volcó encima de la cabeza. Casi lo quemó vivo.
Los otros no hicieron coro al entusiasmo con que relató el hecho bárbaro, absurdo. Formando contraste, se explayaron sobre la piedad de Silvano.
—Iba mucho a las iglesias —comentó el primo—. Yo solía encontrarlo en la Catedral.
—Especialmente si había buena música —agregó una prima—. La buena música lo fascinaba. De chico quiso aprender el arpa.
—La mandolina —dijo la otra prima.
—El arpa.
—La mandolina.
—El arpa. Fue por eso que no vendieron el arpa de Abuelita Silvia en el gran remate.
—Y juntaba estampitas —informó el ex-secretario—. Todos los días traía alguna. Tenía lleno el taller. Hasta la alacena donde guardaba las corbatas y los remedios, en la cocina, estaba llena de estampitas.
—Ha sido un original —declaró soberbiamente el primo—. La originalidad le viene de los Soria. Los Soria tenemos algo distinto, quien más, quien menos. Dicen que el general Soria, antes de dar una batalla, mascaba un poco de apio mirando hacia el norte. Rarezas... son rarezas...
La ridícula imagen del pintor rabioso, volcando la fuente de tallarines sobre su invitado, anduvo un instante por la habitación, porque el pintamonas insistió en repetir su cuento. Los primos no pudieron soportarla y salieron con el secretario al jardín. El otro permaneció allí, enternecido por ese recuerdo cuya barbarie se transformaba para él en un rasgo genial. Cuando Kurt entró en su dormitorio, secándose el rostro, el pobre colega de Silvano lo abrazó lloriqueando.
—Nos quedamos solos... —murmuró-...se nos va...
Durante esos cuatro fatales días, la señora Tití no abandonó su cuarto de la casa principal, cuyas puertas no se abrieron tampoco a la hora de la comida. Sus huéspedes se enteraron de que estaba enferma y barruntaron que el súbito ataque del pintor la había impresionado. Vestida con un kimono naranja, o violeta o verde nilo, en los dedos un cigarrillo largo, espiaba por las celosías el ir y venir de los intrusos en el parque. Únicamente Miss Lucy era recibida en el dormitorio oscuro como una cueva en el cual brillaba, aquí y allá, el oro de los relicarios.
—¿Cómo está? —le preguntaba, empeñándose por vencer la turbación.
—Sigue igual.
—Y... ¿no puede hablar?
—Todavía no.
—Pero... ¿hablará?
—Dicen los doctores que más adelante... quién sabe... No pensé que le interesara tanto.
—¡Claro que me interesa! El señor Silvano es un artista... y amigo de Tony... y mi huésped... ¡No diga tonterías!
Miss Landor desaparecía, silenciosa, a buscar hielo, y Tití, encerrada en su aposento, sin dormir, entretenía su ocio y sus nervios limpiando los exvotos, lustrando las aureolas de plata, las piedras que ornaban los dedos episcopales, bendicientes. Hurgaba en su memoria, con acongojada obstinación, en pos del recuerdo de Silvano. Reconstruía detalles de la casa de la calle Maipú que se habían evaporado en el tiempo, y la pieza de manchados muros surgía ante sus ojos dilatados por el miedo, con tanta claridad que las oleografías de Otelo y de Genoveva de Brabante se adherían a las paredes de su cuarto de "El Paraíso", entre los brazos y las cabezas barrocas. Pero no conseguía acordarse de Silvano. Al muchachón rojo, voraz, sí lo recordaba, y al otro, al catalán neurasténico... Los recordaba con tal nitidez que le parecía que en cualquier momento se iba a abrir la puerta e iban a entrar allí, a su refugio, a tirarse en esa cama veneciana que había pertenecido a Cécile Sorel, mientras un disco rayado, oculto, repetía la desvelante canción bretona. Y ¿qué importaba, en verdad, que su perpleja retentiva no pudiera ubicarlo a Silvano en el viejo cuarto sórdido? Lo importante no era que ella lo ubicara a él, sino que él la hubiera ubicado a ella en un casillero de su memoria. Y ahora —de eso estaba segura—, ella era lo único que vivía dentro del torturado cerebro del pintor. La atenaceaba la terrorífica sensación de que habían vuelto a raptarla, y que la habían metido prisionera no en una casa rosa y gris de una ciudad extraña, donde mujeres semidesnudas reñían por nimiedades míseras, sino adentro de la cabeza de un hombre. Allí estaba, golpeándose contra las paredes de la celda monstruosa, como un pájaro en una lóbrega jaula, y lo tremendo era que para que pudiera escapar, era menester también que Silvano revelara el secreto a cuya custodia Tití había consagrado su existencia de pavor y de frivolidad.
Como un pájaro en una jaula... exactamente como un pájaro en una jaula... o como una breve luz oscilante en un duro fanal... prisionera...
Regresaba Miss Lucy, inquieta por su señora.
—¿Ha hablado?
—Todavía no.
Y Tití lustraba la aureola cuajada de rubíes y tornaba a espiar por la celosía.
—Hay síntomas —le dijo Miss Lucy— de que María Lola... será para muy pronto...
—¿Sí?
—Tony hizo avisar a sus hermanas.
—¿Vendrán aquí?
—Mañana vienen. Y la señora también. The aunt. Mrs. Carmen.
¡Qué ironía! ¡qué exasperante ironía! La tía y las hermanas de María Lola se dignaban a acudir a "El Paraíso" y ella no podría aguardarlas abajo, en el salón presidido por Napoleón I. No podría. ¿Qué sucedería si Tití estuviera conversando mayestáticamente, el abanico en la diestra y Ulises a sus pies, y de repente, en momentos en que les enseñaba a las visitas las fotografías de las grandes cantantes del mundo, Tony entrara despavorido, sin fijarse en la presencia de esas espléndidas señoras ni en nadie, ni en nadie más que ella, porque la lengua de Silvano se había desatado y el maestro había hablado por fin? El Destino sarcástico le entregaba a la dama de "El Paraíso", luego de escamoteársela durante mucho tiempo, una carta de triunfo —la de la superioridad afirmada en el estado de María Lola y en la vergüenza de la familia— y no le permitía juzgarla. No le dejaba resarcirse de sus propias vergüenzas remotas, y situarse en la posición olímpica del que "tiene razón", del que encarna, pasajeramente, la capacidad de rigor y de indulgencia del Dios de Justicia. Al contrario, con su carta de triunfo estrujada en la mano, la obligaba a esconderse en su dormitorio y a revivir, paso a paso, lejanas ignominias, cosas olvidadas ya, incoherentes, que le habían sucedido a otra mujer, a una pobre muchacha portuguesa, y cuya carga odiosa el Destino arrojaba sobre sus hombros.
En el parque, los tres primos de Silvano conversaban con el sacerdote que traía la extremaunción. El ex-secretario acentuaba su clerical frotar de manos. La señora Tití los vio a través de las persianas.
Al cuarto día, de madrugada, Silvano tuvo la impresión de que había retrocedido en el tiempo y de que, como cuando era muchacho, estaba en Quilmes, en la quinta de su abuela. El perfume de las magnolias y el intenso piar de los pájaros contribuyeron a la sensación cautivante. Olvidado de Tití, de Tony, de María Lola, del dolor que lo oprimía, de cuanto no fuera esa extraña recuperación, se aplicó a saborearla, mientras la algarabía de las aves aumentaba afuera, y el sol, escurriéndose por la ventana, empezaba a señalar aquí y allá, como si manejara punteros luminosos, los objetos reunidos por Tony en la habitación: los frascos, la carta de Proust, los libros de estampas venecianas y japonesas. El resplandor del alba se fijó sobre el óleo de "Los Bañistas" y lo destacó, como si encima del caballete hubieran proyectado un foco. La pintura se encendió con tan vivida fuerza que Silvano, inspirado por su alucinación, vinculó esa escena con las otras, lejanas, de Quilmes, que se atropellaban en su cerebro, de suerte que formaron un todo inseparable, y que su cuadro pasó a ser la quinta familiar en la que había gozado de niño. A un lado del lecho, descubrió a Kurt, que dormía acurrucado en un sofá, y el esplendoroso engaño ofuscado le sugirió que aquél no era un discípulo, separado de él por veinte años de vida, sino un compañero de juegos, y que ambos tenían la misma edad. Pero, como sucede en el misterio de ciertos sueños, paralelamente supo que el paisaje pictórico no pertenecía a la realidad sino había sido creado por él, por Silvano, con sus manos privilegiadas. Entonces sintió la necesidad imperiosa de levantarse, de llegar hasta el rectángulo de colores intensos por el cual fluía, entre hortensias y sauces, el arroyo de la quinta de Quilmes y, acompañado por Kurt, de sumergirse en esa agua trémula. Sólo allí, sólo al contacto de esa mansa frescura lograría dominar el dolor que le martirizaba las muñecas y que ascendía hacia su garganta. Quiso hablar, llamarlo a Kurt, despertarlo a él y a los muchachos que dormían a la sombra de los sauces, pero sus labios apenas se movieron. Y como tenía, en el desdoblamiento de percepciones, conciencia de que aquello era un cuadro, un cuadro pintado por él, tal vez uno de los más hermosos que había pintado en su larga existencia de imaginante, lo sobrecogió la urgente angustia de conseguir lo que su esperanza había acariciado tantas veces: la angustia de entrar en ese cuadro, que era simultáneamente la quinta vendida de Quilmes, el perdido jardín de su infancia, y de ver y palpar, en su recorrido, qué se ocultaba detrás de la superficie de las figuras y de los árboles, de saber por fin si había compuesto una mera bambalina extendida sobre una tela por la habilidad de sus pinceles, o si había logrado dominar a la realidad, recrearla y reconstruirla en su integridad, con todos sus atributos. El sufrimiento que le torturaba las mandíbulas llegó a ser insoportable y alcanzó un espantoso paroxismo, hasta que cesó de repente. Entonces arrojó de sí las sábanas y, pálido, huesudo, se levantó. Se aproximó a Kurt, que permanecía ovillado en el sofá, y trató vanamente de despertarlo. Le deslizó sobre el pelo una mano transparente y, ansioso por vencer su duda, seguro de que ahora que se había liberado del dolor atroz obtendría el prodigio de conquistar a su pintura rebelde, avanzó por el dormitorio. Adelante, el cuadro se ensanchaba. Los cuerpos de los muchachos alargados en el césped crecieron hasta ser tan grandes como el suyo, y el follaje se alzó, victorioso. Todo ello estaba inmóvil y conservaba las calidades propias de su pintura, la atmósfera de secreto que envolvía a sus invenciones de artista. Afuera, más allá de la ventana, los pájaros cantaban y se oía rastrillar, pero aquí reinaba un acuático silencio. Siguió avanzando —y se sentía leve, ágil, como en su niñez de Quilmes— e imperceptiblemente penetró en el cuadro. Respirando su aire, observó que, como había sospechado, aquello no era un vacío decorado teatral, porque el revés de las cosas, el otro lado de los árboles, de las flores y de los seres humanos, las espaldas, las caras inferiores de las hojas y la parte opuesta de las piedras, cuanto escapaba a su visión al pintar, existía también y había sido pintado por él, por Silvano, con la misma minucia y el mismo afiebrado vigor que caracterizaba a la superficie. Lo embargó una felicidad aguda, pues eso confirmaba el triunfo que había anhelado siempre, o sea pintar la "totalidad" del tema que se le ofrecía, derribando las barreras de la perspectiva y de la materia. Sofocado de orgullo, debió detenerse. Y a la vez comprendió que a pesar de su estatismo, aquellos cuerpos lánguidos y aquel soleado paisaje vivían. Lo comprendió porque captó una especie de vibración, de movimiento invisible y profundo, como el de la sangre, que pugnaba sigilosamente, como un latido, en el interior de las formas pintadas. Se volvió hacia Kurt, transfigurado de alegría, para comunicarle la maravilla de su descubrimiento. Se empinó sobre las hortensias, y advirtió que el muchacho continuaba dormido. Lo llamó y de sus labios no brotaron palabras. Quería decirle que ése era el verdadero Paraíso, ese sitio de paz y de equilibrada armonía, que ése era el lugar donde debían vivir juntos para siempre, como en una Arcadia ordenada por los dioses. Pero su júbilo se mudó en pánico, pues más allá de la silueta doblada del muchacho cuyo pelo ardía con dorados fuegos, avistó, en el lecho umbrío como un estanque, su propia figura que yacía con la boca torcida, la frente bañada de sudor y la mano tiesa, muerta. Trató de gritar y no pudo. Sintió, en cambio, que una energía inexorable lo hacía girar y lo empujaba hacia adentro del cuadro, más adentro, más adentro, y siguió avanzando lentamente por la quietud petrificada del paisaje en cuyas raíces pulsaba un sordo latido. Rozó uno de los cuerpos indolentes, abiertos como flores a la voluptuosidad del sol, el de Liny, que había pintado con placer, demorando las pinceladas finas, y en lugar de la lisura de la piel y de la tibieza de la carne, sus yemas diáfanas tocaron una masa blanda, fofa, que hacía pensar en una esponja y que le provocó un estremecimiento de repugnancia. Entonces, para mantener desesperadamente un último lazo que lo atara a la vida, un cordón que lo uniera a la gran sustancia esencial del mundo, se esforzó por aferrarse a alguna de sus viejas preocupaciones, a alguno de sus estímulos primordiales. Kurt... Kurt... la señora Tití... había algo muy importante selacionado con Tití, con ese nombre... Pero no recordó nada... El lazo se había roto... Y continuó internándose en el paisaje poblado por seres imperturbables, esponjosos y bellos, horribles, incapaz de pararse o de retroceder, cautivo del miedo.
Al velorio de Silvano no asistió mucha gente. El de "El Paraíso" fue más o menos un prevelorio, pues los diarios anunciaron que se le rendiría ese postrer honor fúnebre en una institución de Buenos Aires. Y las instituciones —un museo, una asociación artística, una escuela, hasta la Academia— bregaron por el prestigio de acoger al cadáver y exhibirlo, rodeado de sus cuadros.
Hasta que los transportaron a la capital, y mientras se ultimaban los trámites, los despojos estuvieron expuestos en el dormitorio de Silvano. La muerte había sido benigna con él. Sus rasgos recobraron su expresión normal y, al ceder la presión muscular provocada por el dolor, se suavizaron las arrugas y el maestro pareció mucho más joven. Mucho más sereno también, ahora que se había borrado su avidez de fauno.
—¡Qué tranquilidad! —dijo una de las primas.
—Está descansando —salmodió el secretario—. Se irá al Cielo, derechito al Cielo.
En el curso de la mañana, rodearon la cama los huéspedes de "El Paraíso" y algunas personas venidas de la ciudad. El viejo artista mediocre lloró sin pausa. Para entretenerlo, Carlota Bramundo lo apartó hacia el ventanal. El compañero de Silvano se ajustó los anteojos delante de la carta de Marcel Proust.
—¿Qué es? —preguntó, medio afónico.
—No sé —respondió Carlota—. No lo vi antes.
—¡Qué letra endiablada!... ¿Está escrito en español? Sí... sí... en español... A ver la firma... la firma es más clara... Sí... Marcos Paz...
Se enderezó, guardó los anteojos en el estuche y, como era hombre de lecturas históricas, añadió:
—Es del doctor Marcos Paz, vicepresidente de la República en tiempos del general Mitre. Y tornó a gemir:
—¡Pobre Silvano! ¡pobrecito! ¡pobre, querido amigo! En París salíamos temprano a comprar el pan... y después... después...
Lo ahogó el hipo.
Ronchetti elogió en voz baja el cuadro de "Los Bañistas":
—¡Estupendo! ¡Y lo que valdrá ahora!
También se presentó, con su planchado traje dominical, el padre de Kurt, el escultor bávaro, quien se sentó junto al muerto y no abrió la boca. Probablemente meditaba en la lápida que le correspondería. Su hijo le confió, rojo de timidez, que pensaba casarse, y el alemán aventó su tribulación, limitándose a menear la cabeza.
—Así será —le dijo—. Du wirst wissen was tu tust.
Y se presentó Celsa Tognola, directora de la biblioteca municipal, que analizó todo, anotándolo en la cabeza, para consignarlo en su diario. "El Paraíso" le suministraba un material de primer orden. Y se presentó Steen, el poeta, el provecto y robusto caballero que hablaba en los entierros principales y cuya obra magna fue, un lustro más tarde, el discurso que pronunció al inaugurar el monumento de Lucio Sansilvestre, autor de "Los ídolos". Mundano, revolvía los ojos porcinos, elogiaba las porcelanas y pedía datos sobre el maestro.
"Conocí al poeta Steen —apuntó esa noche Celsa Tognola, en su diario—. Me explicó que la impresión de los libros cuesta cada vez más y que es difícil, hasta para un hombre como él, encontrar editor. Me ha prometido dedicarme un ejemplar de "El pájaro celeste". Se lo llevaré el sábado. Comunica una sensación de poderío y de finura. Se ve que ha amado mucho."
A mediodía hizo su entrada la señora Tití. Los primos de Silvano pretendieron agradecerle lo que había hecho por el artista, pero los apartó con un ademán. Luego estuvo contemplando largamente al muerto, y le puso sobre el pecho unas rosas que había mandado cortar en el jardín.
"Tití —escribió Celsa Tognola— se había vestido para una ceremonia tan grave en la forma más ridícula del mundo. Se ciñó la cabeza con un turbante negro, debajo del cual salía la línea de su flequillo. No se quitó los anteojos oscuros que le escondían los ojos. Y estaba increíblemente pintada. Creo no equivocarme si afirmo que, además de estar enamorada de Marco —Antonio Bradini (o Brandini, el príncipe joven), Tití se había enamorado del viejo pintor. Es la prerrogativa propia de los grandes artistas: ser amados. Entre el muchacho italiano y el creador de tantas maravillas (que a mí no llegan a gustarme totalmente), Tití no habrá tenido tiempo de aburrirse. ¡Qué vida la suya! ¡Lo que hace el dinero! ¡Lo que pueden los fueros de cierta clase! Tití se ha dado el trabajo de nacer y lo demás vino en bandeja de oro."
La señora se acercó a su hijo, que se había echado en la cama de Kurt, y lo besó en la mejilla. Tony sintió que una lágrima le mojaba el rostro, bajo la dureza de las gafas.
—¿Qué le pasa, Mamá? ¿Llora?
—Nada. No te preocupes.
Y volvió a besarlo, cosa que hacía rara vez:
—Es la emoción. Me estoy poniendo vieja.
—Silvano la admiraba a usted, Mamá.
—Sí... yo también lo admiraba...
Tití salió al parque, a la gloria del sol. Abrió una sombrilla y se sentó bajo la estatua de Orfeo, que la verde pátina de humedad vestía de andrajos suntuosos. Rop saltaba alrededor, persiguiendo las moscas. Don Boní se ubicó en el banco.
—Era un gran artista —comentó—. Un tipo. ¡Si yo hubiera podido guardar su cuadro "Terraza sobre el Sena"! Pero hubo que venderlo. ¡Ay, Tití, hubo que vender todo! No queda nada.
Tendió las manos al sol, como un mendigo, y luego se irguió, presumido, modelado por la faja.
—Queda la amistad —dijo Tití.
—La amistad. Sí. Su amistad.
—Y —sonrió la señora en la negrura de los anteojos-quedan el Jardín Zoológico y el Jardín Botánico.
—¿Sabe que quieren comprarme mis derechos?
—¡Quelle idee!
—Fue a verme un hombre, un escribano.
—¿Pero usted cree, Don Boní, que se los va a comprar?
—No sé. Es un chico de veintitantos años, muy entusiasta. Lo que sí sé es que no se los vendería por nada del mundo.
—¿No?
—Es un caso de conciencia. Sería privarlos a mis sobrinos, a mis sobrinos nietos y después a mis sobrinos bisnietos del derecho a protestar y del derecho a soñar, dos derechos insubstituibles. Por unos pesos miserables... No, no. No puedo hacerlo. Mamá, que está muy viejita, piensa lo mismo.
Tití lo contempló con curiosidad, alzando los anteojos. Siempre asombraba que, a su edad, Don Boní dijera "Mamá" refiriéndose a un ser vivo y no —dada la trascendencia histórica de su estirpe— a una dama patricia bordadora de banderas y regaladora de joyas para los ejércitos de la República. Mamá... Mamá... "Mamá" era sin duda anterior al Zoológico fundado por Sarmiento, anterior a todos los Zoológicos de la tierra.
—Lo importante, lo único importante —dijo la señora— es estar tranquilo. ¿Usted, Don Boní, tiene paz?
—Yo sí. A veces. Pero la paz me asusta. Se parece demasiado a la vejez.
—Yo también —Tití vaciló-... también tengo paz...
Celsa Tognola los observó desde la ventana. Esa noche anotó:
"Don Boní pertenece, como Tití, a una familia aristocrática. Ellos se entienden y desprecian a los demás, pero ¿qué aportan al progreso de la Argentina? Zalamerías: viven de zalamerías. Si los obligaran a permanecer una semana en una biblioteca municipal, empezarían a comprender lo que es la realidad."
Miss Lucy pasó corriendo por el parque, con una palangana y toallas. Detrás flotaba su vestido de estampados crisantemos.
—¡El niño! —les gritó desde lejos—, ¡Va a nacer el niño!
Tití se levantó, turbada:
—¿Y el médico? ¿ha llegado?
—No —volvió a gritar en una exhalación Miss Lucy—. No está el médico de Buenos Aires, pero está el otro, el del pueblo, el que vino a firmar el certificado del señor Silvano...
Desapareció, ligera, ratonil, como un personaje de fábula, como el "rat des champs" de La Fontaine.
Los dos amigos la siguieron lentamente.
—Nacen unos y mueren otros —dijo el Defenestradito con filosofía modesta—. Es la ley. Unos ocupan el sitio de los otros, enseguida. Este chico viene a llenar el claro que dejó Silvano.
—¿Lo llenará? El que murió era un maestro.
—Lo que interesa es apretar las filas. Que no haya huecos. Eso es lo que interesa. Formar y reformar el enorme bloque. Maestros habrá siempre, aquí y allá. Claro que Silvano...
—¿Silvano?
—Silvano, además de un artista excepcional, era un alma noble, pura, incapaz de hacer daño a nadie. Un alma de Dios.
—¿Le parece?
—Sí; para pintar de esa manera, hay que ser así.
—¿Incapaz de hacer daño a nadie?
—Incapaz. No hubiera podido. Ni siquiera tenía tiempo. Vivió pintando e imaginando, imaginando y pintando...
La señora suspiró. Cerró la sombrilla anaranjada y se esfumó la luz que le coloreaba el rostro. Don Boní no advirtió su palidez.
—Me voy al cuarto de María Lola —dijo Tití—. Hasta luego. A veces pienso que usted, con su experiencia, es un poco inocente.
Una hora más tarde, cuando el niño había nacido ya, rodó por el camino guijarroso de "El Paraíso" el automóvil que atraía a las parientas de María Lola. Descendieron de él su tía y sus hermanas. Las seguía el chofer portador de paquetes, de cajas pulcras con batitas, con moños, con escarpines, con baberos, con un medallón de marfil y oro en el que Jesús abría los brazos.
La señora Tití y Tony las recibieron en el "hall". Entraron, indecisas, sin saber si correspondía exagerar la reserva o extremar la alharaca, y pasando de un extremo al otro de esas expresiones opuestas, pues no bien preguntaron, vehementemente, por la salud de María Lola, se refugiaron en circunspectos monosílabos que se parecían a la indiferencia. La tía de María Lola había sido hermosa; lo eran sus hermanas. Las cuatro se movían con cierta natural lentitud y hacían girar las cabezas colocadas sobre cuellos altos y flexibles en los que se dibujaba con gracia la forma perfecta de las nucas. Evitaron, por supuesto, cualquier alusión a la irregularidad del caso, pero ésta dominaba, fatal, la reunión difícil, así que cuando preguntaban por Ponce de León o por Brandini; o cuando se extasiaban, como ante un Goya, frente al espeso Napoleón en Santa Helena; o cuando Tony les decía que "Benvenuto Cellini" estaba algo detenido y que lo postergaría hasta el otoño, las cuatro cabezas armoniosas, ladeadas, inclinadas o erguidas, como dalias sobre sus largos tallos, estaban ocupadas por otros pensamientos.
—Y Marco-Antonio —interrogó la señora mayor, como si la suya fuera una visita mundana, convencional, de las muchas que sus hijas hacían al cabo de la semana— ¿ha cambiado? Hace años que no lo veo. Me acuerdo de su casa, el palazzo, en Roma. Mi marido y yo comimos allí con el cardenal Merry del Val.
—La Galería de Las Batallas... —evocó una de las sobrinas.
—Los Veronese... —evocó la otra.
—Los cristales de roca —dijo la tercera.
—Está igual que siempre —respondió Tití—. Vino hace unos días y nos entretuvo con sus cuentos.
Titubeó, sin resolver si era de buen tono, dadas las circunstancias, narrar la anécdota del baile con Igor Rozinski en torno de la estatua de Aquiles, y la insólita aparición de la madre de Marco-Antonio. Todo el mundo tenía madre: María Lola, Brandini, hasta Don Boní. Sólo ella, Tití, carecía de madre. Apretó los dientes. ¡Cómo se hubieran asombrado las visitantes, qué ojos redondos, si les hubiera confiado lo que tampoco podía revelar: que el príncipe le había pedido que accediera a ser la princesa Brandini-Sforza! ¡Qué asombro! Pero era imposible. Tal vez no lo creerían. Desechó esas ideas y para mostrar, de todos modos, que su amistad con el príncipe era estrecha, pues tenía derecho a referirse a su intimidad, añadió:
—Vino al día siguiente de la muerte de Duma.
Hubo un frío fugaz. Duma y la tía Carmen eran primas, y la familia entendía que el privilegio de mencionar los errores de la amante de Marco-Antonio le pertenecía exclusivamente. La tía de María Lola alzó al techo sus ojos de santa:
—¡Pobre Duma! Sufrió mucho. El final fue terrible.
—Pero tuvo —respondió Tití con un parpadeo chabacano— una vida agradable. Tuvo compensaciones.
Las tres hermanas, las tres reinas melodiosas, intuyeron el riesgo del cariz que tomaba la conversación. Su tía, tan dulce, tan fina, perdía los estribos fácilmente. Era viuda de un ministro de la Corte y su casa había sido un centro político y mundano temible por su influencia.
—Mi prima Duma —recalcó la señora mayor— fue una mujer inquieta, una desgraciada. Tití no soltó su presa:
—Pero tuvo compensaciones.
Las hermanas inquirieron a coro por los retratos de célebres artistas alineados en la mesa de mármol. Tití ensanchó los grandes ojos:
—Son recuerdos. Des mémoires. Fotografías de mis amigos.
La tía Carmen —acaso porque sus nervios habían sido muy maltratados durante los últimos meses; acaso por su edad; acaso porque le incomodaba que Tití hablara de Duma en un tono de llano desparpajo— se puso bruscamente agresiva, olvidando lo que debía a la señora de "El Paraíso". Mostró los dientes postizos en una sonrisa amplia:
—El teatro... he preferido verlo de lejos.
Tití se envolvió, como en un ropaje, en la leyenda según la cual ella era una ex-actriz, y se amoscó. La irritaba el retintín de la tía de María Lola. No era ése, por cierto, el ritmo que ella había esperado darle a la conversación, en la que debió desempeñar un papel incomparablemente más solemne. ¿Qué se imaginaba esta vieja orgullosa, melindrosa? Venía a una casa extraña, que no se había dignado visitar antes, donde su sobrina había sido recogida y donde acababa de nacer su sobrino nieto ilegítimo, y no renunciaba a sus aires protectores, como si la bienhechora fuera ella.
—Yo también he sido actriz —exclamó, otorgando a la zarzuela, en su mente, la sangre azul del gran teatro trágico—. Y los actores preferimos ver de lejos a muchos espectadores.
La señora mayor se excitó tanto que le temblaron las manos adornadas con su alianza y la de su marido. Ya no dominaba los nervios. Tony, que la conocía bien y que sabía, como sus sobrinas, que sus dulces maneras podían culminar en un ex abrupto irresponsable, le salió al paso a la réplica, cuyo arrebato leyó en sus ojos, diciendo:
—María Lola se va a casar.
El efecto operó al instante. La mención directa de la situación anormal de María Lola despejó la atmósfera, sustituyendo las fintas triviales por un planteo riguroso que colocó a cada uno en su sitio. La señora mayor se tocó los labios con el pañuelo orlado de luto. Sus sobrinas, que se apresuraban a solicitar que las condujeran junto a María Lola con la carga de paquetes que había dejado el chofer, enmudecieron de sorpresa.
—Se va a casar —repitió Tití, que deseaba, en todo momento, conservar el timón del diálogo.
Las cuatro parientas de María Lola esbozaron las preguntas arduas de formular. Supusieron, vertiginosamente, que a "El Paraíso" habían llegado noticias del estanciero prófugo; que éste había obtenido su divorcio en Europa y, aunque la idea del divorcio la espantaba a Carmen, sintieron que les sacaban de encima un peso enorme. Tony dejó que su madre narrara el caso con lujo de detalles. Adivinó —él, tan sutil, tan rápido para captar los climas inquietantes— que ese relato significaba para Tití algo así como un oscuro, indescifrable desquite. Se echó hacia atrás en el sillón y examinó la mudanza de las expresiones en las cuatro caras hermosas, semejantes, a medida que Tití se explayaba en la descripción de los repentinos amores de María Lola y de Kurt. En una pausa intervino:
—Kurt es un muchacho encantador, un buen amigo mío. Un pintor, discípulo del maestro Silvano.
Los rostros de las mujeres se iluminaron de felicidad. Tití no consiguió apagar esa luz cuando subrayó:
—En realidad es un muchacho modesto, muy modesto. Su hijo la miró, estirando la noble quijada caballuna:
—Luego lo conocerán. Es un muchacho excelente. Y conocerán al padre también. Piensan casarse enseguida.
—Nada tan acertado. Enseguida —musitó Tití.
La señora mayor se puso de pie, retocándose los encajes.
—Ahora —rogó— tenemos que ver a María Lola.
Cuando regresaron, media hora más tarde, del cuarto de la joven madre, hallaron el "hall" lleno de gente. Tony había buscado a Kurt y al escultor. La noticia de la presencia de las damas en la otra casa, impulsó a Don Boní, a Ferrari y a Farfán, indiscretamente, a abandonar el velorio para aguardarlas. Hubo presentaciones. La señora mayor y sus sobrinas, con Kurt y su padre, se trasladaron al comedor y cerraron la puerta. Kurt les pareció buen mozo, arreglable, adaptable; al padre lo encontraron algo ordinario. Acosadas por las emociones distintas, hablaban atropelladamente. Tití se sumó al grupo. Por nada hubiera renunciado a presidirlo.
—Y... —le dijo a la señora— ¿qué me cuenta de su sobrino futuro?
—Muy bien —balbuceó la tía de María Lola-...muy simpático... pero esto es tan inesperado... Las jóvenes acudieron en su auxilio:
—Nos llevaremos admirablemente... Kurt. Será mejor que nos vayamos, mamá. Mañana volveremos nosotras. A tía Carmen no le conviene salir tan lejos.
Entonces la señora mayor hizo algo que en verdad era lógico, elemental, pero que, para su carácter, resultaba imprevisto, casi extravagante, y que, como sus actitudes profundas, revistió una grandeza solemne. La besó a Tití en la mejilla y dijo en voz queda:
—Muchas gracias. Perdónenos. Perdónenos. Ha sido usted muy buena.
Mientras la señora y sus tres sobrinas, las reinas y la emperatriz, se alejaban hacia el coche, escoltadas por Tony y por Don Boní, y rondadas por Ferrari Espronceda y por Pepe Farfán, que ansiaban conocerlas en momentos tan especiales, tan comprometedores, pensando ingenuamente que de ese modo se asegurarían, para el futuro, un vínculo del cual resultaría alguna invitación a sus casas, Tití permaneció sola en el vasto comedor brillante. Rozó con un dedo el lugar donde se habían apoyado los labios de la tía de María Lola y sintió como si algo, rígido, helado, se fundiera en su pecho. Entró en su dormitorio y por la ventana observó al grupo que caminaba hacia el automóvil. El poeta Steen se inclinó junto a la portezuela, gordo, obsequioso, y besó la diestra enguantada de la matrona, de la señora que acababa de besarla a Tití y de pedirle que la perdonara, que las perdonara a ella y a las hermanas de María Lola. Algo se fundió en el pecho de Tití y asomó en lágrimas a sus ojos.
La señora mayor se acomodó en el coche. Olió un frasquito de sales. Después meneó la pulcra cabeza.
—¡Si viviera el padre de ustedes! ¡Si viviera mi pobre marido! —suspiró en el instante en que el coche arrancaba—. ¡Y si viviera tío Francisco!
Tío Francisco, el senador, el dueño de la espléndida casa de la calle Florida, había constituido el paradigma del honor familiar.
Una de las hijas le tomó la mano.
—¡Qué cosas! ¡qué cosas raras! —siguió diciendo la emperatriz— ¡esta María Lola! ¡qué tristeza!
Y nadie hubiera podido establecer indiscutiblemente si su pesar procedía del pecado de María Lola y del bastardo recién nacido, o del próximo casamiento que le habían anunciado.
—¿Y eso? —preguntó la señora cuando pasaban frente a la cochera—. Parece un auto fúnebre. Cerró los ojos.
—¡Esa mujer! —añadió— ¡Esa Tití! Sacó el rosario de la cartera y empezó a rezar en silencio, oliendo de tanto en tanto su frasquito.
—Por suerte —comentó su sobrina menor, acariciándole la mano que apretaba las avemarias—, por suerte el muchacho, Kurt, tiene un apellido alemán.
—Lo mejor será que se casen aquí, en la capilla del pueblo —dijo la segunda.
—Y que se vayan a Europa —agregó la tercera—. Yo los ayudaré.
—Yo también —añadió su hermana—. Veremos de arreglarlo. Juntaremos nuestras fuerzas.
—Yo también ayudaré —concluyó la última.
La tía suspendió las oraciones. Miró por la ventanilla y leyó en un cartel la inscripción misteriosa: "Begonias, amarilis, nephrolépis." Con un gesto lento y teatral, se golpeó el pecho:
—¡Hijas mías! ¡hijas mías! ¡mis pobres hijas!
A las tres de la tarde, el cadáver de Silvano fue transportado a Buenos Aires. Kurt, que durante la larga mañana había corrido del cuarto del maestro al de María Lola, y que mostraba, en sus ojos enrojecidos, las huellas de la doble emoción, siguió los restos del artista en un coche que guiaba Tony y en el cual se amontonaron Don Boní, Steen, Farfán y Ferrari Espronceda.
Los homenajes tributados al gran pintor fueron inolvidables. Lo velaron entre sus cuadros, y un cronista expresó, temerariamente, que con él se apagaba la luz del arte argentino. Steen disertó en el cementerio durante cuarenta minutos, y el viejo colega mediocre, que pretendió leer unas palabras escritas entre él, Ronchetti y el ex-secretario, se atragantó a la segunda frase y descendió de la tribuna farfullando como un chico y secándose el rostro.
En cuanto a María Lola, estirada en su cama de sábanas celestes, al lado del pequeño a quien Nana contemplaba embobada, es difícil analizar el curso de sus sentimientos, semejante al de un río tortuoso en el que se volcaban múltiples afluentes. Es difícil decir si encaraba su matrimonio como una venganza, destinada a probarle al estanciero que a pesar de su estado poco favorecedor y del abandono cobarde del cual había sido objeto, su personalidad y su fascinación eran tales que enseguida había encontrado un marido mucho más joven y buen mozo que él; si se casaba para regularizar su vida, pues los principios y los prejuicios largamente inculcados podían, a esta altura, más que su desparpajo rebelde; o si lo hacía por excentricidad; o si procedía así para taparles la boca con una sorpresa a sus amigos murmuradores; o si era porque Kurt le gustaba con su físico esbelto, con su grácil timidez; o, por fin, simplemente, porque lo amaba. Tal vez fuera una mezcla de todo lo que enumeramos y acaso de otros ingredientes más complejos, agudos. La boda tuvo lugar diez días después. Tití fue la madrina de Kurt. Resplandecía como el altar de Santa Teresita, cuando salió de la mezquina iglesia parroquial, atiborrada de imágenes de yeso, del brazo de Ponce de León, detrás de la tía Carmen y del escultor bávaro.
Celsa Tognola escribió en su cuaderno: "El marido de María Lola, Kurt, es pintor y escribe versos. Su padre también es artista. Creo que esculpe. Es un caballero distinguido, alemán. Se ve a la legua que pertenece a la misma esfera de Tití y de la familia de María Lola. Siempre se casan entre ellos, como si temieran mancharse. Lo que no comprendo es por qué eligieron nuestra capilla, en vez de uno de los templos de la capital, y por qué no invitaron a casi nadie. Los parientes de María Lola son famosos por las iglesias que han donado. Yo estrené un sombrero azul. Este enlace es muy irregular. ¿No habrá pasado algo?"
Luego de la boda, Tony y Pepe Farfán regresaron a pie a "El Paraíso".
—¿Serán felices? —preguntó Farfán.
—No sé. No hay que olvidar que Kurt es, o pretende ser, poeta.
—¿Y eso qué tiene que ver?
Tony frunció la nariz, como cuando se aprestaba a consignar una cita que podía sonar a pedantería:
—He leído en alguna parte que, entre los descendientes de Caín, así como Jubal inventó los instrumentos de música y Tubalcaín el trabajo de los metales, Lamech inventó la poesía y la poligamia. El poeta es polígamo. Son cosas que andan juntas.
—¿Te parece? Para mí, los poetas resultan, sentimentalmente, la gente más tranquila de la tierra. Derivan todo hacia sus poemas. Los sublimizan. Los casos contrarios son tan raros y tan famosos que sobre ellos se han escrito largos libros. Byron, etcétera. Pero los poetas son monógamos y fieles. Y grandes administradores. Cuando un poeta, un artista, se casa con una mujer rica, ella puede estar segura de que le multiplicará el capital. La extravagancia queda para su creación, para su obra, y acaso —aunque cada vez menos— para la ropa y para la pelambrera, pero entre casa es el hombre más ordenado del mundo.
—Lo decís por despecho, Pepe. Lo aburguesas a Kurt por despecho. No le perdonas que, de todos nosotros, hasta ahora sea el que ha procedido mejor.
—Fue el más tonto. No le arriendo la ganancia. ¿Y vos, lo perdonas?
—No. Yo tampoco lo perdono. Lo que no perdono es haberme equivocado con él. En realidad, no me perdono a mí. Pero no creo que sea un amante fiel ni un administrador cuidadoso. Dentro de dos o tres años, a lo más, finí, terminado.
—Mejor para él.
—O peor. Es un hombre terriblemente sensible, frágil, débil. La necesita a ella.
—¿No decís que la va a traicionar?
—Eso es otra cosa.
—Ella lo dejará, Tony.
—Ya veremos. O él a ella; o ella a él. Dificulto que sigan juntos mucho tiempo. Y cuando se separen, ambos sufrirán. Entonces él volverá aquí, pero quién sabe qué encuentra en "El Paraíso".
Farfán bostezó y se rascó la barba:
—C'est la vie.
Pasaban frente a los invernáculos de Don Vicente Quaranta.
—¿Te acordás de los versos de Kurt? —preguntó Farfán. Tony los declamó:
Begonias, amarilis, nephrolépis. Las quintas y los pájaros y el aire. La muerte y el silencio y el olvido.
—¿Qué vas a hacer con "Benvenuto Cellini"?
—Por ahora, nada. Tengo otra idea. Quiero escribir un libro sobre Silvano, ilustrado con todas las fotografías que pueda reunir de él y de sus obras. Vos me ayudarás. Has sacado un montón y buscaremos las restantes. En la tapa pondré una reproducción en colores de "Los Bañistas". Ese cuadro será mío. Lo compraré. He arreglado ya con los herederos. Debe quedar en "El Paraíso". Se me ocurre, no sé por qué, que cuando Silvano trataba inútilmente de hablar, después del ataque, lo que quería era decir que se lo regalaba a mamá, en retribución de su hospitalidad. Pienso que Silvano ha sido feliz aquí, a pesar de sus manías, de sus impaciencias, de sus berrinches. Lo habrá alegrado, al morirse, el saber que Kurt se casaba, que lo dejaba instalado, settled, en la vida. Y habrá preferido morir en "El Paraíso", en su gran cuarto con la ventana abierta sobre el parque, a caer en su casa de la Boca, entre la suciedad y la sordidez. Esto debía recordarle su juventud. Era un ser excepcional, un aristócrata. Era —y Tony sonrió, jugando con su anillo de zafiros— de los nuestros. Estoy convencido de que la admiraba a mamá.
Los días siguientes se desarrollaron, para Tony y Pepe Farfán, en medio de una intensa labor. Recorrieron los archivos de los diarios y los estudios de los fotógrafos, acumulando documentos, tomando notas. Conversaron, en la Boca y en las galerías de arte del centro de la ciudad, con gente distinta. De noche se ubicaban en el "hall", ante una ancha mesa despejada que se fue colmando de recortes, de cuadernos, de tijeras, de frascos de goma, de fichas, de fotografías y de placas. Tony aspiraba a que su libro fuera, naturalmente, un "gran" libro. Lo escribiría y lo publicaría. Esta vez vencería su pereza, a costa de cualquier sacrificio, y también esa especie de entumecimiento desganado, inexplicable, que, cuando sus trabajos habían alcanzado determinado nivel y comenzaban a perfilarse, le impedía llevarlos a fin. Lo precedería con juicios de críticos argentinos y extranjeros. Los solicitaría al Museo Metropolitano de Nueva York, al Louvre, al Prado, a la Tate Gallery. Contaba con amistades doquier. Y alternaría su texto —que sería poético e informativo— con docenas de fotografías del taller de Silvano, de su familia, de la época de su estada en París, de Roma, de sus cuadros... y, como es lógico, de "El Paraíso". Para Tony, "El Paraíso" y Silvano eran imposibles de separar. Los días que el pintor había pasado allí y que culminaron en su muerte súbita, equivalían a una vida breve y honda. Dijérase que para la vanidad de Tony el resto de la existencia de Silvano (y su existencia entera, en verdad, con sus etapas azarosas de formación, de desaliento y de triunfo) se había cumplido, año a año, en función de su residencia última en "El Paraíso"; dijérase que toda ella había sido una preparación para ese desenlace ocurrido cerca de Tony y de los suyos. El libro empezaría contando la llegada de Silvano y de Kurt a la chacra, y giraría alrededor de la elaboración de "Los Bañistas", tomando a ese cuadro-eje como un arquetipo del talento creador del maestro, de suerte que su obra restante se situaría en relación de dependencia respecto a su óleo final, síntesis de su plástica. En las primeras páginas habría que intercalar la fotografía que Pepe Farfán había sacado de Silvano y de Tití, sentados en el sofá del "hall", debajo de Napoleón y sus victorias. Pepe la había obtenido sorpresivamente. El brusco fogonazo iluminó a los dos personajes: Tití, con su enorme sombrero mosqueteril, pronta para emprender su caminata nocturna, y Silvano, doblándose, exhausto, para sobar el lomo de Schariar. Y había que incluir la foto que mostraba al artista, a Tony y a Kurt, posando entre las columnas de la pérgola, como unos turistas en las ruinas de un templo griego. Y la fotografía, lograda por Ferrari, de Silvano pintándolos a ellos, a los "Bañistas", con Don Boní un poco asomado encima de su hombro. Silvano y "El Paraíso". Silvano, Tony y "El Paraíso". Así se hubiera debido titular el libro que planeaba el muchacho. Habituado a centrar en él mismo las vidas de los demás, Tony no advertía —o si lo advertía no le importaba— que su libro podía resultar desequilibrado. Lo que le interesaba en el fondo —aunque nadie se lo hubiera hecho confesar— era dejar para el futuro el testimonio exaltador de la presencia de Silvano en "El Paraíso", un testimonio que casi indicaría, paradójicamente, embarullando el orden cronológico, que la obra del pintor anterior a su estada en la chacra no se hubiera realizado si a él, a Tony, no se le hubiera ocurrido invitarlo a "El Paraíso", donde el maestro halló el clima único, imprescindible, que requería para expresar su plenitud.
Tití veía a los dos muchachos afanarse sobre la mesa del "hall"; recortar, pegar, elegir. Se paraba detrás de Tony y le acariciaba la cabeza.
Una tarde, la señora entró en la habitación de Miss Lucy Landor. Hacía años que no aparecía por allí. Su llegada desconcertó a la inglesa, que en ese momento renovaba los parches de sus cejas suprimidas. Se asombró tanto por el hecho de que Tití la visitara en su cuarto como por la circunstancia de que lo hiciera a esa hora, en vez de dormir de acuerdo con su noctámbula costumbre.
La señora se arrellanó en una mecedora, esgrimió los impertinentes y pasó revista al pequeño dormitorio. Junto a la cama de bronce, en la que se explayaba un número ajado del "Times", el retrato del rey Arthur de Bretaña, por Pepe Farfán, semejaba una ventanita abierta hacia lo fantástico, hacia el proscenio mágico donde los monarcas y los elfos conviven y donde cada fuente esconde a una doncella de peregrina hermosura. En la biblioteca se alineaban los cuarenta y un volúmenes del "Cabinet des Fées", tesoro de Miss Lucy, quien había tardado más de dos años en pagarlos. Tití se levantó y se arrimó a los estantes. Hojeó, al azar, algunos tomos. El primero y el segundo contenían los cuentos de hadas de Perrault y de Mme. d'Aulnoy, del séptimo al onceno se extendían las maravillas de "Las mil y una noche", en la traducción de Galland. Recordó vagamente que Miss Lucy le había pedido el dinero para adquirirlos, ofreciéndole retribuírselo mes a mes. Pensó que se los debía haber regalado. ¿Por qué no lo hizo?, ¿por distracción?, ¿sería una egoísta? ¿Ella, Tití, no sería más que una egoísta? Se arregló el turbante y leyó la inscripción que comunicaba que el "Gabinete de las Hadas" había empezado a publicarse en 1785, en París, "rué et Hotel Serpente", a cargo de Monsieur Cuchet.
—He estado en la rué Serpente —dijo—. Es una callecita corta, en el barrio del Luxemburgo.
—¿Se acuerda? Fuimos juntas a una librería. Y lo curioso es que la calle Serpente, donde se publicó esta obra, debe su nombre a una enseña que hubo allí, hace siglos, en honor del hada Mélusine, a quien, los sábados, le crecía una cola de serpiente. Las hadas andan por todas partes, señora Tití. Se las encuentra donde se las espera menos.
—La rué Serpente... París... Me gustaría volver a París. Después de la guerra volveremos, Miss Lucy. Tengo mucho que olvidar. Aquí no es posible. En París...
A través de la mente de Miss Lucy se proyectó, como un film cinematográfico, el departamento vecino del Arco de Triunfo, las modistas, los actores... Cuando había desfiles militares, la señora Tití invitaba a algunas marquesas ancianas a verlos. Se ponían en el largo balcón, empenachadas, cacareantes, como aves fabulosas, y se mofaban de la Tercera República.
—¡Qu'ils sont idiots, avec leur République!
Después se sentaban a tomar el té, en las tazas decoradas con las armas inventadas por el marido de Carlota Bramundo, que ofrecía con reverencias el mismo sempiterno Vicente, mayordomo de la chacra. Y Tití se sentía segura, entre las vestales seniles. Sólo después de que habían partido, por cualquier razón o sin razón ninguna, el miedo renacía. Pero ahora no había nada que temer. París... París... y ¡quién sabe!... Marco-Antonio Brandini... Madame la Princesse...
Buscó un pretexto para justificar su extraña visita al dormitorio de la inglesa. Se despojó de una de las sortijas que adornaban sus dedos, y se la tendió.
—Es para usted, Miss Lucy.
Miss Lucy retrocedió, sin atreverse a tomarla.
—¿Para mí?
—Sí, para usted.
Obedeciendo a un impulso arrebatado, Miss Lucy besó la mano extendida:
—Creo que no hay en el mundo nadie tan buena como usted, señora Tití.
—¿Buena? Ni buena ni mala, Miss Lucy. Pienso que soy sencillamente humana.
Abandonó el cuarto, grotesca y augusta, apoyándose en su bastón. Se detuvo en el "hall", ante la mesa atestada de papeles destinados al libro sobre Silvano, Tony y Pepe se habían ido a Buenos Aires, a consultar el archivo de "Caras y Caretas". No quedaba nadie más en "El Paraíso". O sí... Carlota Bramundo dormía la siesta en un sillón del "hall", con Schariar en las faldas. Desde la riña entre el gato y el mastín, la noche de la muerte del artista, Ulises usaba bozal cuando los visitaba Carlota.
—Schariar es demasiado valioso para correr peligros —había dicho la señora de Bramundo.
Tití revolvió los recortes y las carpetas. Sus manos tropezaron con la fotografía de Farfán que los reunía a Silvano y a ella en la misma placa. Había varias copias. Alzó una y se dirigió a su dormitorio. Abrió un cajón de la cómoda veneciana y hurgó en el sinfín de objetos dispares, hasta que halló lo que necesitaba. Era un retrato suyo, sacado en la época en que actuaba en la zarzuela, poco antes de su casamiento. A Don Máximo le encantaba esa efigie amarilla de la preciosa mujer vestida de maja. Le había hecho poner un marco de plata y lo conservaba siempre a la vista, pero Tití lo guardó al enviudar. No le concernían ya esas memorias. Quitó el retrato, lo contempló un instante y lo desgarró. Luego colocó en su lugar, dentro del marco suntuoso, la fotografía suya y de Silvano. Regresó al "hall" en puntas de pies, para no despertar a Carlota Bramundo. Schariar se desperezó y maulló débilmente. Tití se acercó a la mesa de mármol que sustentaba las imágenes de gente importante, que había conocido y, apartando los retratos de Toscanini y de Claudia Muzio, puso sobre ella el que acababa de arreglar.
Luego salió al parque, seguida por Ulises. Las estatuas chorreadas de verde prolongaban su diálogo inmóvil. La señora iba al pueblo, a ver a su amiga Celsa Tognola. Se sorprendió cantando por lo bajo:
Voilá pourquoi, par le gros temps, je regarde la mer en pleurant...
Apresuró el paso, temerosa. ¿Cómo?, ¿qué?, ¿qué cantaba? Se encogió de hombros y prosiguió:
Voilá pourquoi, par le gros temps...
Don Boní, Ferrari Espronceda, Mario y Liny, que llegaban de la ciudad en automóvil, la saludaron de lejos, agitando los brazos.
—La vida —dijo Tití, hablando consigo misma-...nuestra pequeña vida... la llevamos en la mano, como una flor, como una flor delicada. La protegemos del viento.
Inconscientemente, se besó la mano. Luego la agitó también, y agitó su chal, como hace Isolda en el segundo acto, para dar la bienvenida a los invitados que descendían frente a la escalinata de "El Paraíso".
Levantó los impertinentes y los observó, mientras bajaban: Don Boní, falsamente elástico, retenido por la faja; Ferrari Espronceda, de azul, con una flor en el ojal; Mario y Liny, los muchachos, los bailarines, ágiles, rítmicos... ¿Y ese otro, a quien no había advertido en el coche?, ¿quién era ese otro?... Pero no... no... no podía ser... ese otro, encorvado, de cara faunesca, ¿no era Silvano, el pintor? Silvano había muerto. Lo habían velado en la cochera de "El Paraíso". Ella le puso sobre el pecho un ramo de rosas. No podía ser Silvano... no podía ser... Y sin embargo...
Aguzó los ojos dilatados, detrás de los vidrios. Transpiraba. Sus amigos la llamaban, riendo, indicándole con sus ademanes que deseaban presentarle al nuevo huésped. Y el miedo crecía dentro de ella, como una planta espinosa; se metía en sus venas y en sus arterias, sofocándola, oprimiéndola, como antes. El miedo... ¿nunca, nunca cesaría de temer?, ¿no descansaría jamás?
La llamaban, riendo, y ella, trabada por la pollera demasiado corta, flojo el turbante amarillo, echó a andar hacia el pueblo, presa de la angustia, con Ulises, en el tornasol de una nube de mariposas que Miss Lucy Landor, desde su mirador, aguzando también los ojos miopes, confundía, azorada y perpleja, con el cortejo inmortal de las hadas que acompaña a los afortunados.
Después de la visita de Tití, esa noche, Celsa Tognola reanudó el monólogo secreto en su diario que olía a heliotropo.
"Estuvo a verme Tití. Me pareció inquieta. ¿Qué le sucederá?, ¿qué puede pasarle a ella que no carece de nada? Me dijo que se iría a París cuando la guerra termine. ¡Estos ricos! Siempre inventándose problemas y solucionándolos con viajes. Si tuviera que arreglarse con mi sueldo... El pan ha vuelto a subir. Y el kerosene. Pero en 'El Paraíso' eso no les importa. Allá todo es diversión y matar el tiempo. Le pregunté a Tití qué opinaba de mi sombrero azul, el que estrené para el casamiento, y se quedó mirándome como si no me entendiera o si yo fuera un fantasma. Ni siquiera me contestó. ¡Claro!, ¿cómo le va a interesar mi sombrero a una mujer que encarga lo que se le antoja, a montones?... 'El Paraíso' es un ideal y ella hace como si no se diera cuenta... ¡Si me invitara a pasar un fin de semana! Pero, ¡qué se le va a ocurrir! Y ahora se da aires de inquieta, de complicada... 'Celsa —me dijo—, ¿usted nunca siente miedo?' 'No, señora —le contesté—, la casa tiene rejas.' Lo que hay, seguramente, es que lo estará extrañando al italiano, al gigoló. O al otro, al pintor que en gloria esté. Pero ya encontrará uno nuevo. Esta tarde, cuando pasaba el automóvil de los huéspedes, metiendo ruido como si sus ocupantes gobernaran al mundo, vi que llevaban uno nuevo. Se va uno y traen un reemplazante. Así son los privilegiados. No saben estar solos. Son tan felices que al final la felicidad les aburre y necesitan complicaciones. Mañana, si Tití aparece por la biblioteca, me ingeniaré para que me invite. ¿Por qué no, vamos a ver? ¿Qué tengo yo? ¿Que tengo yo para que me desprecien así? ¿De qué me sirve que me repita que somos amigas? A los amigos se les ofrece la casa. Todos hemos sido creados por Dios y descendemos de Adán, lo mismo los señorones, como el príncipe Bradini, Tití y el padre de Kurt, que la buena gente del pueblo, sana, limpia, como yo. Mañana le hablaré a Tití e iré a 'El Paraíso', como que me llamo Celsa Tognola. Yo también tengo derecho a la felicidad."
Se levantó, enderezó el retrato del general Mitre y abrió la ventana. La pausada respiración de la noche invadió el cuarto, como si en la biblioteca hubiera entrado un enorme animal invisible. La luna barnizaba el pueblo, los campos, el río, los molinos frágiles como insectos. Las cosas palidecían, asustadas. Celsa imaginó el gran comedor de la quinta, que la señora le había descrito muchas veces, los candelabros encendidos, la conversación brillante de los huéspedes, la alegría orgullosa de Tití. Se mordió los labios. Luego, sacándolo del ropero con mil precauciones, como si fuera un alfajor y se le pudiera quebrar entre las manos, se puso el sombrero azul. Prendió un cigarrillo delante del espejo, y se estuvo admirando mientras fumaba, como preparándose a salir para una fiesta, haciendo muecas y ademanes, alzando una ceja, quitándose los anteojos de plata, estirando los párpados y redondeando la pintada boca, hasta que, con la flaca plumita azul erguida sobre la frente, se sentó a la mesa y empezó a corregir los deberes escolares.
Buenos Aires, 3 de abril de 1956. La Posta, Calamuchita, 16 de febrero de 1957.