SEIS

de tanto en tanto, Miss Lucy Landor salía a buscar hadas. Lo hacía a las horas más diversas, pues es sabido que para los súbditos de Titania y de Oberón el reloj no existe y que pueden aparecer con el mismo entusiasmo, igualmente insomnes, en mitad de la siesta, cuando los surtidores son lo único que se mueve en los jardines, y el calor es tal que los perros, echados en los zaguanes, la lengua afuera, convulsos, parecen agonizar; o en la blanca majestad de los plenilunios, cuando los mosquitos zumban sobre los estanques y un pájaro canta, como un divo, en representación de la naturaleza, la gloria de la noche.

Esta vez, dos días después de la tormenta, Miss Lucy salió a las tres de la tarde, en momentos en que la pesadez del día aplastaba a "El Paraíso" como si sobre toda su extensión, sobre sus árboles, sus fuentes, sus estatuas, sus cercos de ligustro y sus techos de cinc, hubieran arrojado una gigantesca piel de oso que irradiaba fuego. Luego de la frescura fugaz aportada por la lluvia, el verano había establecido en el lugar su incandescente monarquía.

Ni una rama, ni un pétalo, ni una brizna se agitaba en el jardín. Algunas cigarras chirriaban aquí y allá, como chamuscadas. Y la sola alteración de la quietud del paisaje, inmóvil como una postal, derivaba de una columna de humo, que ondulaba suavemente como una fina pluma gris, del lado del río, hacia donde habían encendido una fogata, y que en la distancia de esculturas y cipreses evocaba esos cuadros clásicos en los que la anécdota bíblica, perdida con sus microscópicos personajes asiáticos, sus tiendas y sus camellos, en los detalles decorativos de un bosque flamenco o alemán, se concentra por fin, en un ángulo de la composición, en una leve humareda celeste que alude al sacrificio de Abraham o al sacrificio de Abel.

Miss Landor, amparándose en un gran sombrero de paja, que había sido de la señora Tití y comprado en Niza, caminó hacia aquel humo. Pronto, el perfume le anunció que estaban quemando ramas de eucalipto. La inglesa se había puesto la blusa al revés, para rechazar a los espíritus malos y atraer a los buenos. Sobre su seno pendía una máquina Kodak. En una mano llevaba un trébol de cuatro hojas y unas plumas de gallo negro, y con la otra arrojaba una bola de madera que, rodando por las mansas sinuosidades del terreno, quizás la condujeran hasta el país encantado. Había ensayado a menudo los procedimientos que aconsejan los libros para hallar el reino de las hadas, metiéndose en una hendidura de las rocas escocesas; descendiendo a un pozo en Irlanda; dando la vuelta nueve veces, en Inglaterra, a una colina feérica; y nunca hasta ahora había conseguido ni la más mínima victoria. Pero no desmayaba, y en América continuaba su cacería sobrenatural, segura de que para las hadas, que vuelan a velocidades prodigiosas, la separación de los continentes no significa una dificultad, y que tanto pueden manifestarse en el castillo de Glamis y en la caverna de Ogo, en Shropshire, como en las lagunas misioneras donde el U-porá, el fantasma del agua, se oculta entre las totoras para raptar a las muchachas, o en la Isla del Diablo, en Corrientes, que cambia de sitio según la voluntad de sus habitantes brujos, o como en el jardín de "El Paraíso", a treinta kilómetros de Buenos Aires, porque todo depende del caprichoso humor de las fantásticas viajeras.

Así, detrás de la bola rodante, llegó hasta el lugar donde la hoguera de eucalipto levantaba su columna. Nadie la alimentaba ni cuidaba, y a pesar de que era evidente que había sido armada y prendida por los jardineros, Miss Lucy resolvió, en su fuero íntimo, que había algo mágico en la hechura de esa razonable fogata, y continuó su andanza hacia el río, agitando el trébol y las plumas de gallo.

—Elf Queen! Elf Queen! —repetía, para llamar la atención de la reina de los Elfos. Y, transpirando, deslizándose por la nuca y los hombros un gran pañuelo, jadeando y sentándose si la sombra la protegía, no dejaba pasar un árbol viejo sin acercarse a él e investigarlo.

Cuando descubría uno con el tronco tan carcomido que era factible mirar al través de las aberturas agrietadas en su cuerpo venerable, pegaba los ojos a esos rugosos agujeros y, lista la máquina de fotografiar, atisbaba más allá, en la masa verde y amarilla de los sauces que se extendían hasta el borde del agua, con la esperanza de que la estriada ventanita le mostrase, de pie sobre una flor silvestre o sobre un tallo caído, la forma transparente, alígera, ingrávida, de sin par hermosura, que su dulce desvarío solicitaba hacía largos años. Lo curioso es que nunca se le había ocurrido imaginar qué haría si un hada se presentara ante ella. La fotografiaría, sin duda, siempre que poseyera bastante lucidez como para contrarrestar la tremenda emoción, y ese retrato serviría más tarde para ilustrar el volumen que preparaba acerca de las hadas y los gnomos y cuyo material era tan vasto y confuso que jamás le alcanzaba el tiempo para ordenarlo. Pero... después de fotografiarla, de recoger en una placa breve la imagen volandera, ¿qué haría? ¿le pediría algo? ¿le pediría la juventud, la fortuna, los dones maravillosos? Miss Lucy no lo había pensado nunca. Su búsqueda de las hadas, como organizada por alguien que tenía mucho de loco y de niño, era exclusivamente desinteresada, platónica. Por eso conviene no descartar por imposible la idea de que algún día se realizara su extraño sueño gratuito.

—¡Elf Queen! ¡Elf Queen!

El olor de las hojas de eucalipto sahumaba la tarde de verano. En sereno declive, el terreno descendía hacia el río oculto, y por él rodaba la bola de madera. Miss Lucy recapacitaba en que debía escribirle al príncipe Marco-Antonio Brandini. Lo que había referido durante su última visita, sobre la evaporada librería de las hadas, vecina del Museo Británico, era apasionante. Por desgracia, Miss Lucy no había conversado con Marco-Antonio después de comer. La señora Tití se lo había llevado al jardín. La señora Tití no solía acordarse de los otros: ¿cómo iba a pararse a calcular que ella necesitaba hablar con Brandini? Y, de todos modos, quién sabe si Miss Lucy se hubiera atrevido a dirigirle la palabra a solas. A Brandini lo había conocido mucho antes que a la señora Tití y que a Tony, en Londres, en el Savoy. Lo había visto allí como lo que era: como un príncipe, cuando bajaba las escaleras, vestido de César Borgia, calzándose los guantes plateados, pronto para asistir al baile de Liria. Y eso, sumado a que había oído decir que procedía de Pedro de Saboya, cuya estatua coronaba el arco de entrada del hotel y que fue dueño del palacio que se levantó en ese mismo solar hace seis siglos, bastó para infundirle a la señorita inglesa un invencible respeto temeroso, porque entonces Marco-Antonio resultaba pariente del Savoy y se relacionaba con él por lazos tan fuertes, tan recónditos y tan místicos como los que vincularon a los faraones con la Esfinge colosal de Gizeh. Pero tal vez se animara a escribirle. No debía dejarlo escapar. Los príncipes son los que más se aproxima a las hadas. En todo cuento de hadas figura un príncipe —un príncipe joven, es cierto, rutilante de pedrerías, muy distinto al anciano Marco-Antonio, pero eso no importa: lo importante es que sea un príncipe—, un héroe capaz de dialogar con las hadas y de provocar su comparecencia, pues las raudas criaturas, como si olfatearan la aromática sangre azul, acuden veloces a los senderos forestales por donde van los príncipes en sus caballos blancos, y les ofrecen el oro y el moro... o la mora..., como si no los poseyeran ya, como si no les sobrara con ser príncipes...

Miss Landor suspiró: ¡Elf Queen! ¡Elf Queen!

Si de repente sonara una música... Tendría que ser una música de gaitas, delicadísima. Pero no se oía más que el chirriar de las cigarras y, lejos, un mugido desconsolado y una radio cuyo speaker pesaba las perspectivas de un partido de fútbol. O si vislumbrara, entre los árboles, como una fulguración, como una tea blandida, la famosa bandera de las hadas que los jefes del clan de Macleod guardan en su castillo de Dunvegan... Pero no se distinguía nada más que el follaje reclinado sobre el agua oscura, y las piruetas de las langostas saltonas, y un molino tieso, como un enorme y embrujado girasol de metal.

Indigestada de Walter Scott, intoxicada de romanticismo, la dama de compañía de Tití llegó al borde del río. El río es delgado, sinuoso y casi subterráneo. Silvano y Kurt lo adivinaron, desde el puentecillo rojo, la tarde de su presentación en la chacra. Fluía, cantarín, por un lecho cavado en las breves elevaciones de tierra desmoronada, y se hundía bajo un túnel de ceibos y de sauces, tan tupido que sólo unos pocos rayos de sol atravesaban su comba y, descoloridos, aplacados, terminaban por posarse en el agua como finos tallos de luz en cuya exangüe claridad vibraban los insectos. La frescura, desterrada del parque, ahuyentada por el rigor de la siesta, se había guarecido allí, y se diría que se había concretado y corporificado en un ser escurridizo y zumbón, en algo semejante a esas deidades que la mitología describe, ondinas o náyades, pero tan ágil, tan sutil, que nadie podía verla ni asirla, porque nadaba presurosamente, desnuda, diáfana, translúcida como el agua movediza cuyo caudal limitaba a "El Paraíso", y estaba simultáneamente en todas partes, retozando entre los bagres bigotudos, salpicando las cabelleras del sauzal que rozaban el líquido, y proyectando sobre la tierra y el agua, sobre la arboleda y los vados, un hálito húmedo que se confundía con la sombra placentera y que relegaba a esa favorecida franja, contra la cual nada podía la cólera solar que abrasaba al cielo y a la superficie indefensa, la alegría de vivir, la alegría de los tiempos puros en que las ninfas y los hombres jugaban y se perseguían, pulverizando el césped de gotas heladas, en los inmensos bosques paganos. Con su gran sombrero, sus parches rosas sobre las cejas, su trébol, sus plumas de gallo, su bola de madera y su máquina de fotografiar, Miss Lucy caminó un rato a la vera umbría del río. Vio en la opuesta margen, tendidos junto a los restos de su comida, a dos hombres que roncaban, sudorosos, despatarrados, los gruesos bíceps marcados en las sucias camisetas. Siguió adelante, alzándose las faldas del vestido estampado con crisantemos, para no mancharlas de lodo, y le interceptó el camino un árbol decrépito, cubierto de eczemas y de costurones, con ramas rotas que desaparecían en el agua, todo él acribillado de boquetes y forunculoso de nudos. Acercó su cara a uno de los agujeros y, en vez del hada que perseguía, divisó, ceñido como un retrato por el marco de corteza, al maestro Silvano. El pintor estaba cinco metros más allá, en un matorral, y como ella, espiaba. Al mismo tiempo, Miss Landor oyó voces y ruidos de chapuzones. Curiosa, dio un paso más y se empinó sobre la maleza. Quería saber qué lo preocupaba a Silvano, qué lo retenía allí, al acecho como un ladrón. Entonces advirtió que el río formaba en esa parte un codo y que, aprovechando la mayor anchura, Pepe Farfán, Kurt, Liny y Mario se bañaban en él. Tony había quedado en su cuarto de "El Paraíso", tratando de escribir su cuento sobre el amor en el año 3000. Los muchachos, entre zambullidas y buceos, hablaban, y el maestro permanecía atento a lo que decían:

—Pero no negarás que te interesa, che —comentaba Liny, dirigiéndose a Kurt—; te interesa bastante.

—Todas las noches salís con ella —agregó Farfán.

—Y lo más raro —dijo Mario— es la preocupación de Tití por este asunto.

Saltó al agua y gritó:

—Tití quiere que salgas con ella. Todas las noches, después de comer, es la misma historia: Kurt, ¿no la va a acompañar a María Lola para que dé una vuelta?

—Y a vos —añadió Liny— ¿en verdad te gusta? ¿en verdad puede gustarte... así... bueno... ya me entendés...?

Hubo una pausa. Liny acababa de formular la pregunta que inquietaba a la compañía. Pero Kurt no contestó. Tumbado debajo de un sauce, entrecerrados los ojos, las manos en la nuca, masticando una brizna de hierba, los dejaba parlotear. Pensaba —fiel a su inclinación a hilvanar imágenes excesivas— que María Lola era semejante a ese río; que como el río venía de muy lejos, cargada de vida, de historias, de afluencias; que como él había dado muchas vueltas y se había torcido en meandros caprichosos, antes de llegar hasta allí; que había atravesado, como él, iluminadas ciudades que Kurt no había visto y probablemente no vería jamás; que en ciertos tramos de su curso ambos habían apresurado, brincando, golpeándose; que había andado alegremente, bajo el cielo abierto, y se había ocultado, y se había mostrado de nuevo, y había vagado sola por indiferentes paisajes, pero siempre, como el río, a pesar de la complejidad de su recorrido y de que su caudal había arrastrado flores y basuras, cuerpos desnudos y nieblas, había conservado una especie de pureza límpida, una especie de inocencia que desafiaba a los hombres apostados en sus orillas. Y pensaba que ahí, en ese recodo donde se bañaban, el río se parecía más que nunca a María Lola, por su frescura, por el descanso que procuraba y porque, en medio de la penumbra tropical que lo envolvía, reflejaba, enmascarados por el ramaje, pequeños jirones de azul. Hubiera querido explicarles eso —tan difícil de expresar— a los otros, en momentos en que Liny aludía al estado de María Lola como si uno no viera, en el río, más que los detritos y los viejos y enredados camalotes que acarreaba la corriente y que contribuían, a pesar de su aparente estorbo, a enriquecerlo, en lugar de ver los trozos de azul que brillaban en el seno del agua y que iluminaban y embellecían a los vestigios remolcados en su largo andar. Hubiera querido...

El maestro, apostado en la espesura, no había recogido, del corto diálogo, más que la referencia a la obstinación de Tití en que Kurt y María Lola se vieron solos.

—Está haciéndoles la cama —se dijo con cruda terquedad. Y la aversión que le causaba la señora y en la cual se mezclaban antiguas sugerencias cuyo sentido se le escapaba, contribuyendo a su malestar, le subió a los labios como una náusea.

Miss Landor, detrás, contemplaba la escena, secreta y vigilante como un semidiós.

—A mí —se atrevió Farfán— me parece fea. Y más ahora.

—Y el carácter... —terció Liny—, aunque hay que convenir en que está mejor.

Kurt callaba. Observaba al río, al río igual a María Lola.

—¿Y el estanciero? —interrogó Farfán— ¿el estanciero tan mentado? le noble pére de la créature... No te metas con María Lola, Kurt. Yo la conozco hace años. Mira que te puede hacer sufrir. Es voluntariosa. Está habituada a llevarse todo por delante. Lo que la desespera es su soledad. Por eso se divierte con vos.

—No digas esas cosas, Pepe —arguyó Mario—. No tenés derecho.

El decorador se zambulló y, asomando la cabeza en mitad del riacho, de suerte que su barba rubia flotó en la onda como una leonada raíz, gritó, colérico:

—¡Kurt está enamorado! ¡Kurt está enamorado! ¡Y no hay nada que hacer!

Los otros dos le hicieron coro, como chicos:

—¡Kurt está enamorado! ¡Kurt está enamorado!

El maestro se incorporó, a riesgo de que lo descubrieran. Entonces, corriendo por la ribera a grandes zancadas, aparecieron los hombres que Miss Lucy había visto durmiendo más allá y a quienes habían despertado la bulla. Estaban furiosos. Descargaron sobre los muchachos sorprendidos una andanada de insultos y empezaron a arrojarles piedras antes de que tuvieran tiempo de guarecerse. Se burlaban de ellos, quizás acicateados por oscuras envidias, por la ciega rabia que produce lo que se siente más fino, superior. Los bañistas, indefensos, la hubieran pasado muy mal si de repente, como lanzada del cielo, no hubiera caído entre los dos energúmenos una bola de madera y no hubiera brotado en el zarzal, frente a los ogros, como una alegoría de la violencia justa, una increíble mujer vestida de crisantemos y coronada con un aludo sombrero de paja que, en su lengua metálica restallante de palabras inglesas, colmó de improperios a los invasores cerriles, gesticulando con un plumacho negro y ordenándoles que se fueran de ahí, porque si no llamaría a la policía del pueblo (como si eso se pudiera lograr instantáneamente), en la cual contaba con buenas amistades, o al secretario de la Intendencia Municipal, y los haría encerrar, encerrar, encerrar en un calabozo del cual no los sacaría nadie nunca. Fue tal la impresión suscitada por la oportuna intervención extranjera, por el vociferante espectro —el cual anexaba a los poderes incalculables que emanan del trasmundo los que derivan de la alianza con la fuerza pública encargada de mantener el orden— que los muchachos sacaron partido del desconcierto de los adversarios para huir, y que éstos, imitándolos, escaparon también por la frontera barranca. Silvano, creyendo que Miss Lucy no lo había notado, se echó al suelo. Y pronto, mientras los cuatro amigos de Tony, repuestos del estupor, riendo de la quijotesca escaramuza, trotaban hacia las casas, renació la paz en el sitio cuyo silencio turbó solamente el croar de los batracios y el rumor inalterable del río. Miss Lucy se enderezó el sombrero. El encanto se había roto, y recuperar su bola hubiera significado una azarosa expedición. De modo que ella también regresó a "El Paraíso". Silvano la seguía de lejos. Como a la señorita, el corazón le latía reciamente. —¡Elf Queen! ¡Elf Queen! —murmuraba Lucy Landor por costumbre, pero ya no pensaba en las hadas y en su mundo mirífico, incesante inventor de hermosuras, sino en las luchas eternas, desaforadas e inicuas, que sin razón dividen a los hombres.

Esa tarde no posaron para el cuadro de "Los Bañistas", casi terminado ya, aunque era imposible declarar cuándo estaba concluido un cuadro del maestro. En cambio se dedicaron a "Benvenuto Cellini". Ensayaron la escena del sacerdote siciliano, el nigromante conjurador de demonios. A pesar de que tuvo lugar un lustro antes de la prisión del orfebre, Tony la había ubicado en el Castel Sant'Angelo. Lucy Landor, María Lola y el pintor, sentados en sendas sillas de lona, asistieron a las tomas aburridas, reiteradas porque nada lo satisfacía a Tony. En un momento de descanso, Liny se acercó a conversar con ellos. Junto a la puerta de la cochera, Kurt tomó la guitarra y se puso a tararear la antigua canción de Silvano:

Voilá pourquoi, par le gros temps, je regarde la mer en pleurant...

Carlota Bramundo, sofocada por el ropaje y aventándose con el abanico, le dijo a Liny:

—Estás idéntico a Otelo.

Y en verdad, bronceado por el sol, con la perla en la oreja y la breve barba oscura que le había colocado Farfán, Liny hacía pensar en las representaciones del veneciano. Para aumentar la semejanza, el muchacho desenvainó un puñal y recitó con voz cavernosa:

—¡Apaguemos las luces! ¡apaguemos las luces!...

Silvano lanzó un grito ronco y se puso de pie, empujando la silla que cayó al suelo. Se llevó ambas manos a la boca.

Los demás lo rodearon, con mucho crujir de terciopelos y de rasos.

—¿Qué pasa?

—¿Qué sucede maestro?

—¿Se siente mal?

Kurt quiso tomarle el brazo, pero Silvano lo rechazó:

—Nada... nada... déjenme... Es algo... no es nada... es algo que he recordado por fin...

Se alejó rápidamente hacia la pérgola, y ante la tentativa de Kurt de acompañarlo, lo rechazó de nuevo, afirmándole que estaba bien, perfectamente bien, que no había por qué preocuparse. Frente a la cochera, Tony golpeó las manos para que el ensayo prosiguiera, y los muchachos regresaron a sus puestos. El Papa Paulo III caminó delante de la cámara con imponente majestad. Habituados a las originalidades de Silvano, los actores lo dejaron solo.

—Este hombre está medio loco —dijo María Lola.

—He is an artist —explicó Miss Lucy.

El pintor había recordado. Había recordado por fin. Pero se resistía a creer. El lento proceso que se desarrollaba en su interior, desde su llegada a "El Paraíso" y su encuentro con Tití, había culminado en el descubrimiento que hasta entonces eludía su búsqueda. Fue necesario, para ello, que se unieran y adecuaran, obrando simultáneamente, elementos tan dispares como Otelo y la vieja canción entonada por Kurt. Pero ahora lo veía todo en un fogonazo de inverosímil claridad. Lo veía. Lo veía como veía esa pérgola de muertas glicinas, esos pájaros, esa fuente y el mármol de "La casta Susana". Estaba seguro. "La casta Susana"... ¡bah!

La imagen de Otelo, precedida por la ejecución de la ópera de Verdi que había escuchado días antes y que había preparado el terreno para la evocación, trajo a su memoria, desgastada por los excesos y los años, la figura de la oleografía del Moro de Venecia que le dio la clave. El canto de Kurt hizo lo demás. Fue como si, de dos polos, brotara la chispa. Recuperó, en la vaguedad del tiempo, la oleografía modesta, comercial, repetida en múltiples ejemplares, que decoraba las peluquerías de barrio, los sencillos comedores y también... también... ¡ay!... también...

Había en aquel cuarto dos láminas. Él había estado allí una vez sola, pero sus ojos retrataron su agrio colorido, y ahora volvían a aparecer, nítidas, sobre el papel floreado con manchas de humedad, torcidas ambas: la que pintaba a Genoveva de Brabante, en una caverna, y la que pintaba al moro shakespeareano, alzando el cortinaje teatral y contemplando a Desdémona dormida. Al recobrarla, Silvano recobró el cuarto entero de la calle Maipú: la cama de hierro, el ropero, el baúl, y el fonógrafo de bocina plateada, orgullo de su dueña, en el cual se había atascado un disco que gemía:

Voilá pourquoi, par le gros temps, je regarde la mer en pleurant... Voilá pourquoi, par le gros temps, je regarde la mer en pleurant...

Afuera, en el patio, entre las plantas, tres o cuatro mujeres vestidas con balones transparentes que dejaban entrever sus combinaciones y sus pechos, se hacían aire con pantallas, riendo y chacoteando con hombres serios que bebían copitas de anís. Alrededor se alineaban las piezas; más allá, en el zaguán iluminado, los vidrios de la puerta tenían visillos rosas. Y encima estaba el cielo de Buenos Aires, las estrellas...

Otelo crispaba la enjoyada mano en el cortinaje.

Voilá pourquoi, par le gros temps, je regarde la mer en pleurant!

Y debajo, en la cama revuelta, ubicada de modo que su confusión se reflejaba en la luna del ropero a la cual se adhería una pequeña estampa religiosa, una mujer joven, desnuda, le hablaba a Silvano en voz baja con pronunciación extranjera.

Esa mujer era Tití. La señora Tití. Esa mujer era Tití, esta misma señora Tití. La madre de Tony. La señora Tití que ahora reposaba en el lecho barroco de "El Paraíso", untada de cremas, entre sus exvotos y sus jarrones de opalina. Tití. La señora Tití. La señora Tití. Estaba seguro. Le había costado —tan opuestas y contradictorias resultaban-superponer las dos figuras incompatibles. Pero estaba seguro. Segurísimo. Se dejaría cortar una mano. Que viniera Otelo, con su daga lujosa, con sus dientes de tigre, y le cortara una mano. Que viniera la señora Tití, con su triple collar de perlas, con su dama de compañía, con su fortuna, con las fotografías dedicadas por cantantes ilustres, con Tony y sus resplandecientes amistades, con Don Boní, con el príncipe Marco-Antonio Brandini... Que vinieran todos, cuantos quisieran. Estaba seguro. Seguro.

Caminaba bajo la pérgola de la glicina. A su trastorno aterrorizado se sumaba un inmenso alivio. Ya no le dolía el pecho. O sí, sí le dolía, pero no le importaba. ¡Qué extraña, sórdida, inconcebible historia! Y sin embargo, ahora que había logrado apresar el recuerdo escurridizo, todo se ajustaba y justificaba: la patente inquietud de Tití frente a él y el modo como lo rehuía; la singularidad de esa vida, que saltaba del extranjero a la reclusión fuera de Buenos Aires; las vaguedades de Don Boní, tan charlador empero, tan detallista, acerca de los orígenes de la señora; el aspecto mismo de Tití, sus actitudes imposibles de ubicar, pues ni correspondían, como proclamaba su ambiente, a una gran dama, ni a una ex-actriz excéntrica, ni a nada concreto, sino a un personaje disfrazado que se había construido un carácter falso, cuyo artificio lo tornaba inclasificable. Sí, lo manifiesto, lo que Silvano captaba e infería, era que los cambios súbitos que se producían en el ánimo de Tití y que confundían a sus auditores, y esas inopinadas sombras y luces que apagaban y encendían sus ojos, se debían al miedo. Quizás él no lo dedujera de inmediato con la perspicacia que aquí se indica; quizás lo absorbiera más bien como una sensación general, menos analítica y minuciosa, pero lo cierto es que a su hallazgo se agregaron corroboraciones sutiles que afirmaron su irrefragable exactitud. Y lo que enseguida supo positivamente es que, así como él había llegado a reconocerla a Tití, bajo su adecuado foco, ella no lo había reconocido todavía a él, a Silvano. Tal vez persistiera en su indagación, hurgando en el tiempo, tratando de situarlo, cumpliendo el mismo proceso ansioso por el cual el pintor había atravesado en esa semana de exploración retrospectiva. No. Tití no sabía aún. Tenía miedo, eso sí, tenía miedo. Pero miedo tenía siempre, y lo encubría con los rasgos de la arbitrariedad autoritaria.

La casa de la calle Maipú... Sólo una vez había entrado allí, la víspera de su partida para Europa. Había comido con otros artistas, se emborracharon y, sin que él entendiera a donde lo llevaban, alborotando las aceras, ni estuviera en situación de resistirse, lo condujeron a la casa de la calle Maipú. Todo le parecía una alucinación, una pesadilla. ¡La señora Tití! ¡La señora Tití, su mono, su perro, su vajilla heráldica, sus alhajas, sus discos clásicos! ¡La señora Tití! Y aquella mujer que le hablaba despacito, con una pronunciación forastera —con la forastera pronunciación con que la señora Tití le enviaba una presa de pollo a Carlota Bramundo— y cuyo cuerpo blanco, fino, se reflejaba en la luna del espejo, en el cuarto donde Otelo contemplaba a Desdémona, donde Genoveva de Brabante aguardaba y donde un hombre repetía las palabras de la queja bretona que nunca olvidó:

Voilá pourquoi, par le gros temps...

¡La señora Tití! ¡una mujer que se compraba por poquísimo dinero! ¡por nada! ¡Una vez en su vida, en su larga vida aventurera hostigada por la sensualidad, había tenido una mujer desnuda en sus brazos, y esa mujer era la señora Tití! Como para volverse loco.

Subió la escalera de caracol, hacia su dormitorio pulcro, refinado. El tintero de Chopin, las estampas japonesas, los perfumes, los guantes, el Cristo de hierro... y, sobreponiéndose, la otra imagen, la pieza ruin, con el papel de flores manchado por la humedad, el baúl y, detrás de la puerta, los hombres que bebían anís y manoseaban a las prostitutas...

Se estiró en la cama. A la distancia, oyó la recomendación de Tony:

—¡Kurt, más adelante, con la mano en la cadera! ¡Dale la carta a Lila!

Pero no... no... ¡qué disparate!... Y no obstante, en el interior de Silvano, una vocecita de arrastradas inflexiones, escuchada hacía muchísimo tiempo y escuchada ayer, ayer mismo, en el comedor de "El Paraíso", le reiteraba que no se había equivocado, que había encontrado el camino por fin, y que ese camino, como el día que precedió a su partida para Europa, lo guiaba, zigzagueando, golpeándose contra las paredes, a una casa de la calle Maipú cuya cancel ostentaba unos mezquinos visillos rosas...

Se incorporó en el lecho, como movido por un resorte. La sombra irrumpía en su habitación.

¡Y ahora esa mujer... esa mujer... pretendía despojarlo de lo único que tenía! ¡Ella, dueña de todo por quién sabe qué artes, pretendía condenarlo a la soledad! ¡Esa mujer perdida lo arrojaba a Kurt en brazos de otra mujer perdida! ¿Qué lógica, qué trabazón había en ello? ¡Ah no! él se defendería y lo defendería a Kurt. Kurt era débil, ingenuo, y él lo protegería. Debía hacerlo. La memoria acababa de entregarle un arma terrible y la emplearía si fuera necesario. ¡Que no le quitaran lo suyo! ¡Guay de los que trataban de robarlo!

Bajó, una hora más tarde, al jardín. Los huéspedes se habían reunido en el "hall". Comerían sin cambiarse de ropa. Tropezó con Kurt en el parque. El muchacho paseaba entre los cipreses.

—¿Qué haces aquí?

—Nada.

—Vení, entonces.

—Un momento. Ahora voy.

—¿Esperas a María Lola?

—No —y el muchacho se puso rojo como un chico—; estoy... estoy haciendo versos...

—¿Para María Lola? Vení, no seas sonso.

—Me falta una estrofa, nada más, terminar una estrofa. Después se los mostraré a usted, si quiere.

—Guárdatelos.

—La señora Tití oyó la primera parte y dice...

—¡Cállate! ¡cállate, imbécil! ¿qué tenés que andarle mostrando a ésa?, ¿a qué se mete ella en tu vida?

—Pero, maestro, ¿por qué se pone así? La señora Tití es muy buena. Y Tony...

—¡No me los nombres! ¡Mañana me voy de aquí! ¡Mañana! ¡Y vos vendrás también!

—Yo...

En el comedor, ausente del peligro que la rodeaba, olímpica bajo su turbante, Tití presidió las ceremonias nocturnas desde su santuario. Pepe Farfán peleó con Tony por una bagatela vinculada con la escenificación de "Benvenuto", y Tony, como otras veces, recurrió al subterfugio de hacerse el caprichoso. El procedimiento, que lo transformaba, de un hombre hecho y derecho, perito en astucias, discutidor informado de literatura y arte, en un niño gritón cuya voz enfadada cobraba repentina agudez, no dio resultado, pues su madre, rígida en las almohadas, lo llamó al orden. Tony se quedó refunfuñando. Silvano no dijo ni una palabra. Don Boní, para despejar la atmósfera, contó que se había publicado el primer tomo de las memorias del general Iriarte.

—Se venderán mucho —comentó—. No deja títere con cabeza. Es lo que uno les pide a los memorialistas.

Después del café, mientras Don Boní, Ferrari, Carlota y Pepe, iniciaban su partida de bridge, la señora salió a dar su vuelta habitual. La seguía Ulises. Schariar, el gato, se incorporó a la comitiva.

—Cuídelo —le recomendó Carlota Bramundo—; que no se pierda.

Y besó la nariz del felino.

—¿Ustedes —preguntó Tití desde la puerta, dirigiéndose a Kurt y a María Lola— no van a pasear? Es una noche magnífica.

Los muchachos salieron también y tomaron otro rumbo. María Lola estaba inmensa.

La señora se encaminó hacia la tranquera de la chacra.

Quería llegar hasta el pueblo, a ver a su amiga, la directora de la biblioteca municipal. El golpeteo de su bastón daba ritmo a su paso y a sus reflexiones. Detrás, Schariar rozó una de las patas del mastín, y éste, probablemente celoso pues el gato no los acompañaba en sus andanzas, gruñó.

—¡Aquí, Ulises, aquí! —ordenó la señora.

Avanzaba sin prisa, cojeando. Observaba que la noche clara, estrellada, era muy hermosa, y que las esculturas parecían de nácar y de cristal. Pensaba en María Lola y en Kurt, y así como Tony había discurrido que hacía una buena acción al recibir a la muchacha en "El Paraíso", se decía que ella procedía bien al fomentar el amor de Kurt, pues tenía la certidumbre de que del lado del estanciero era inútil esperar una solución. Lo mejor sería que Kurt y María Lola se casaran, ya que él no tenía inconvenientes en cargar con ella. Lo anterior se olvidaría, y la familia de María Lola, agradecida ante la actitud del enamorado, lo ayudaría a abrirse camino. Deberían agradecérselo a Tití también, y eso le gustaba. Le gustaba que los parientes de María Lola, el clan orgulloso en el cual no había conseguido entrar nunca, le adeudara algo tan esencial. ¿Qué destino superior podría procurarle Silvano a Kurt? Silvano era un enfermo, un egoísta, un tornadizo. Además Kurt y María Lola se amaban y ese detalle cuenta. La joven había evolucionado extraordinariamente en los últimos días. Se había dulcificado, humanizado. Y luego había que considerar al niño, al niño que podía nacer en cualquier momento... Por la mañana las llamaría a las hermanas de María Lola. Les explicaría la situación. Que vinieran y conversaran. Y que trajeran su médico. Ella no tenía inconveniente en que el niño entrara al mundo en 'El Paraíso", pero había que precaverse. Son cosas muy delicadas. María Lola no se ocuparía: las demás, la tía Carmen y las hermanas, debían sacudir su indiferencia, sus prejuicios timoratos y crueles, y tomar las riendas del asunto. Las llamaría por la mañana. Que vinieran a "El Paraíso", a donde no habían venido nunca —a pesar de que Tony comía a menudo en sus casas—, y que hablaran con la señora Tití.

Enfiló bajo los cedros y los pinos. A un costado, la escalinata inservible, adquirida por Don Máximo, amontonaba su esqueleto. El perfume de las magnolias y de los jazmines embalsamaba la noche. Ulises gruñó nuevamente y le tiró un mordisco a Schariar, que de un salto se refugió en una rama. La señora golpeó a su perro en el hocico, y Ulises volvió a gruñir, pero esta vez no a causa del gato, sino porque, brotando de la arboleda, una sombra había aparecido en el camino. Era Silvano. Mortalmente pálido, revuelto el pelo alrededor de la calvicie, salió del follaje, como un sátiro, y crispó una mano en el corazón que le latía con furia. Había venido corriendo desde la galería. Le dolía el pecho, las mandíbulas, los codos, las muñecas. Se paró delante de la señora, desencajado, torcido por el dolor, y quiso hablar. Estiró la otra mano, temblorosa, y sólo atinó a boquear entre roncos resuellos:

—Maipú... la calle... Maipú... usted... usted...

Tití no comprendió al instante. Creyó que el pintor había enloquecido. Lo estremecían violentas convulsiones. Los ojos desorbitados le bailaban, y, señalándola, incapaz de proferir otras palabras, repetía:

—Usted... usted... la calle... Maipú...

La luz se hizo despiadadamente, y la señora Tití entendió por fin. El momento tan temido, aguardado hacía larguísimos años, en Europa, en Buenos Aires, en "El Paraíso", doquier, había llegado. Y, aunque Tití había vivido alerta, la sacudida la tomó de improviso, desequilibrándola, como si de repente, en la calma inmóvil del día, un golpe de viento rabioso la azotara.

—¿Qué?... ¿qué...? —acertó a murmurar.

Pero Silvano no podía hablar. Como un torvo espectro vengador, lanzado desde el fondo del tiempo, permanecía en medio del camino, cadavéricamente pálido, y balbucía unas palabras sueltas que resumían todo:

—Maipú... la calle... Maipú...

Schariar se desprendió de la rama del pino y se arrojó en la oscuridad, con tan mala suerte que cayó sobre el lomo de Ulises, y el perrazo, revolviéndose iracundo, le hincó los dientes. Ya no parecía el perro santo, lamedor de llagas, sino un dogo feroz. El gato lanzó un maullido estridente que conmovió la placidez de la quinta y echó a correr hacia la casa. Lo seguía Ulises, ladrando. La señora aprovechó el barullo para escabullirse también, rumbo al pueblo. Huía, tambaleándose, tropezando. Cayó y se levantó. El bastón se le extravió en la fuga. Una cuadra más allá, en la tranquera, se detuvo y giró la cabeza. Silvano continuaba en el mismo sitio, doblado, casi invisible.

Kurt y María Lola, que habían oído la bulla, llegaron a escape, del lado de las estatuas de las Cuatro Estaciones.

—¿Qué pasa? —gritaban.

—Nada... nada grave... es Ulises que ha mordido... que ha mordido a Schariar... Van por allá...

El incidente grotesco de Schariar y de Ulises —el viejo episodio del perro que persigue al gato—, que se resolvió en mucho ruido y pocas consecuencias, pues el acosado persa halló albergue en las faldas de Carlota Bramundo, le había brindado a Tití, oportunamente, un pretexto para distraer la atención de su perplejidad y de su angustia. María Lola y Kurt se alejaron, temerosos de la integridad del felino, y la señora continuó su marcha hacia el pueblo. Ignoraba qué iba a hacer, a quién recurrir. Lo único que sabía es que estaba indefensa y que necesitaba que la socorrieran. Faltaban cinco cuadras para la biblioteca, y las anduvo rápidamente. Aquí y allá, en las veredas, en los umbrales, acomodados en sillas de paja, los vecinos la saludaron. Estaban habituados a los paseos nocturnos de la dama de "El Paraíso", la gran señora de la comarca, que los halagaba en el fondo. Sin Ulises, sin el bastón, despeinada, agitada, abstraída, advirtieron en su traza algo insólito —porque ella, tan teatralmente amable, hoy apenas respondía a sus saludos—, y lo comentaron de puerta en puerta, con visajes, con guiños, mientras el rosario monótono de "¡Buenas noches, señora! ¡buenas noches, señora!", se desgranaba hacia las vías del ferrocarril, escoltando a la castellana como un coro salmodiado en la penumbra.

Los sentimientos de Tití contrastaban con la modorra pueblerina. Las escenas que Kurt y Silvano habían presenciado a su llegada, se reproducían con variantes debidas a la hora, en las casas abiertas al aire de la noche, adornadas con gnomos y cigüeñas de barro, que se llamaban "Mi Nidito", "Juanita", "La Nena". Pasaba, en medio de aquellas figuras suburbanas que se desdibujaban en jardincillos ambiciosos, y era como si toda la vida se hubiera concentrado en ella, como si Tití fuera la propietaria y la portadora de la vida del lugar, y transitara llevando a la vida en las manos como se lleva un cirio ardiente, cuyo resplandor le iluminaba el rostro extraño, martirizado, entre los autómatas iguales, en mangas de camisa o en batón, ubicados en balanceadas mecedoras, que la miraban con ojos de vidrio y modulaban: "¡Buenas noches, señora! ¡buenas noches!"

La calle Maipú... la calle Maipú... La calle Maipú asomaba siempre en las perspectivas de su existencia. Por rodeos que dieran, por laberintos que trazaran, por distancias que cubrieran, las carreteras y los senderos terminaban allí. La señora Tití extendía la vista hacia adelante o hacia atrás y, cuando menos lo esperaba, la fachada gris y la puerta de visillos rosas surgían en el paisaje. Eso podía suceder en el teatro, por ejemplo, donde una alusión cualquiera, una imagen, como un conjuro, bastaba para invocarla; o cuando leía una novela o un diario; o cuando Miss Lucy le refería un chisme de gente remota, británica, inalcanzable, que morirá ignorando que hay una calle Maipú; o en mitad de la conversación... en mitad de la conversación, a causa de una frase dicha al azar, a causa de una burla, de una insinuación frívola, el patio de la calle Maipú aparecía en el "hall" de "El Paraíso" o en el vestíbulo del hotel Meurice de París o en el Savoy de Londres. Se mostraba, imprevisto, ante los ojos de la señora, desmesuradamente abiertos, y comenzaba la tortura. Las agrietadas paredes del patio, las macetas, las puertas de las piezas distribuidas alrededor, las sillas en que los hombres —algunos con el sombrero en la nuca— valuaban a las mujeres, se infiltraban poco a poco en la habitación donde Tití padecía su obsesión espantada, y componían una decoración incoherente, mezclando las sillas de Viena con los sillones dorados, las baldosas con los parquets, y los muros en los que el papel, arrancado, pendía en jirones, con los tapices y las boiseries comprados en la época del franco a diez. Y esos hombres y esas mujeres —ellos, de negro; ellas, con unas batas transparentes como camisones—, se confundían también, a medida que crecía la zozobra de Tití, con sus huéspedes de "El Paraíso", con los clientes del Ritz o del Meurice, con las damas que, a través de sus impertinentes, veían desfilar modelos de Lucien Lelong o de Cheruit o de Vionet y con los caballeros que, en Francia o en la Argentina, le oían enumerar a Don Boní sus derechos sobre el Jardín Zoológico de Buenos Aires. La casa de la calle Maipú la acechaba a Tití como si quisiera devorarla con su boca rosa y gris. Era la boca de un monstruo ubicuo que la había poseído en su adolescencia y la había marcado con las zarpas filosas. Y ningún Perseo podría liberarla.

Sin embargo Tití no había estado en esa casa —la única del género que conoció— más que tres meses. Vino directamente a ella, desde Portugal, sin más atributos que su belleza y su gracia. Luego sospechó que un tío aldeano, con el cual vivía, la había vendido, pero nunca logró documentar el tenebroso convenio. Tres meses. Nada más que tres meses. Al cabo de ellos, un hombre, aliado a la casa de la calle Maipú por razones financieras, la reclamó. Habitaron juntos un año, al término del cual el hombre murió. Era celoso y la tenía prisionera. Cuando Tití creyó haber conquistado la libertad, en ese inmenso Buenos Aires que ignoraba totalmente, la organización que la había traído de Portugal maniobró para recuperarla, pero otro hombre le descubrió ciertos talentos de voz y de soltura, sumados a su físico florecido, y la colocó en el coro de un teatro de zarzuelas. Allí hubiera avanzado difícilmente, pues la pronunciación portuguesa —que nunca alcanzó a dominar, a pesar de haber desembarcado en la Argentina tan joven— constituía una traba para los papeles castizos, pero luego de veinticinco días de labor —exactamente veinticinco días—, Don Máximo la advirtió desde la primera fila de plateas y se la llevó con él.

Don Máximo era un hombre grave y rico que hablaba sentenciosamente. Residía la mayor parte del año en su estancia de Santa Fe, solo. Allá, donde otras muchachas semejantes la habían precedido, substituyéndose sucesivamente pues el señor detestaba —como él decía— "las mescolanzas", la instaló a Tití. Y Tití lo fascinó: fue ésa, en la vida, la gran victoria de la paisana portuguesa. Cuando nació Tony, casi dos lustros más tarde —inesperadamente, pues ya no aguardaban descendencia— se casaron. Las vastas propiedades de Don Máximo tendrían un heredero y convenía que fuera legítimo. Tití, que era inteligente y deseaba progresar, aprovechó bien el tiempo. En la estancia había una biblioteca absurda, y se dedicó a leer. Don Máximo, mucho mayor que ella, se divertía con sus adelantos, aunque, de acuerdo con su tipo, simulaba, bajo un exterior taciturno, desentenderse de cuanto no se vinculara con sus vacas y sus cosechas. El también —lo evidenció al adquirir "El Paraíso" y adornarlo— tenía la inquietud de la cultura, del mejoramiento espiritual, pero en parte por pereza, en parte por prejuicio viril y en parte porque la atención de sus enormes campos lo absorbió desde la adolescencia, no se había refinado y conservó indemnes hasta el final sus rasgos esenciales de gaucho pronto a la sorna, atrabiliario y bueno, hábil como un judío (esto le quitaba el tinte gauchesco) en las cuestiones monetarias, y capaz como un criollo de hacerse respetar. Quiso, ya que Tití, a diferencia de sus predecesoras en la estancia, demostraba su imaginación, su discernimiento y su afán de aprender, ayudar a esa mujercita vivaz que lo había encandilado con sus anchos ojos oscuros, con su piel suave surcada de venas azules y con su modo encantador. Contrató una profesora, que se radicó en la estancia, y le abrió un crédito a Tití en una librería de Buenos Aires. Hacía esas cosas fingiendo burlarse de ella. En realidad temía que su amante se aburriera en aquel destierro y que lo abandonara, condenándolo a una soledad que antes había paladeado como un vino y que ahora, habituado a su presencia perturbadora, no podría soportar. Tití se condujo admirablemente. Se adaptó a su nuevo ritmo, a su nuevo amo, hasta tornarse imprescindible para él. Don Máximo la trataba como a un animalito curioso, pero la consultaba a veces sorprendiéndose de la ecuanimidad de su juicio. Desconocía el pasado de su mujer y jamás la interrogó al respecto. Y en la mente de Tití, a la par que se perfeccionaba y que afianzaba su situación, se fue concretando y robusteciendo, hasta enseñorearse de ella, el miedo de que algún día se revelaran las primeras etapas de su vida, pues —sin calcular que su poder sobre Don Máximo era demasiado seguro para que ello modificara su situación— recelaba que si el estanciero se enteraba de esa brevísima época vergonzosa, su desilusión y su desprecio le harían perder lo que había obtenido a fuerza de constancia y de lealtad. El miedo siguió alerta, agazapado en un recoveco de su ánimo, cuando nació Tony y, a la muerte de Don Máximo, cinco años más tarde, cuando heredó sus cuantiosos intereses. Don Máximo carecía de familia próxima. Sus primos-entre los cuales se encontraba Don Boní— no iban a la estancia ni a "El Paraíso", donde el matrimonio pasó largas temporadas. Viuda y sudamericanamente opulenta, Tití no se atrevió a enfrentarse con Buenos Aires. Buenos Aires le causaba pavor. Buenos Aires era un lugar de espanto; un sitio donde las muchachas eran encarceladas en casas de prostitución y donde, no bien ella cruzara una plaza con su hijo, podía surgir un hombre cualquiera, que la miraría brutalmente en los ojos y le recordaría sus intimidades de la calle Maipú. Había procurado olvidar a los hombres que, durante tres meses, desfilaron por su pieza, y al rufián que la mantuvo cautiva un año entero en un departamento al cual ninguno iba. Este último le importaba poco. Había muerto. Pero los demás, aunque sus rostros y sus cuerpos fugaces se desvanecían en el tiempo, acosaban su fantasía como enemigos traidores, y poblaban sus sueños agitados. Había conseguido que Don Máximo no supiera; ahora se trataba de que Tony no supiera tampoco, de que no supiera nadie. Se enclaustró, pues en "El Paraíso", junto a ese hijo a quien temía sobre todos, pues adivinaba que no la perdonaría nunca si penetraba su secreto. Poco a poco, se lo fue entregando a Miss Landor. Desde la terraza de la chacra, los veía correr, disfrazados con sus viejos sombreros y vestidos, por las avenidas rumorosas, y no se animaba a sumarse a sus juegos. Tenía miedo; tenía un miedo atroz. Por fin no hubo más remedio que enviar al chico al colegio, a Buenos Aires. La resolución le costó meses de tortura. Había advertido en el pequeño una tendencia aristocrática, un orgullo innato que, de producirse la indiscreción terrible, hubiera multiplicado su hostilidad, su horror. Y eso era algo que Tití no hubiera podido combatir: el encono desesperado de Tony, herido en sus fibras más sutiles —las del cariño familiar, las de la vanidad naciente—, por culpa, precisamente, de quien no escatimara ahíncos para que su hijo poseyera, desde el comienzo, lo que a ella le había sido negado: una educación y una seguridad que lo tornarían invulnerable. Cuando asistía a sus partidas para Buenos Aires, en automóvil, tempranísimo, temblaba. Resistió dos meses, al límite de los cuales decidió que se irían a Europa. Allí descansó. Allí era factible andar por las calles, entrar en las tiendas y en los museos, comer en los restaurantes; y aunque el miedo era inseparable de su marcha y de su quietud, logró distraer a ese miedo, apaciguarlo. Además en Europa descubrió que, aparte de una gran fortuna, era dueña de una personalidad. Atraídos por su belleza y por su dinero, la buscaron. Conoció gente. Se hizo de amigos. Lo conoció a Don Boní, que la admiró, que le infundió aplomo. Tímidamente al principio, se fue soltando. Los años hicieron el resto. Paseó por casinos, por balnearios, por teatros. Invitó a su casa de París a cantantes célebres. Se convirtió en "Madame Tití", una señora intachable, escasa de relaciones en la colonia argentina —y que repetía, lánguidamente, que sus compatriotas porteños no le interesaban—, pero que se rodeó de huéspedes extranjeros, franceses, polacos, italianos, rumanos, españoles, rusos, de quienes aprendió una curiosa lengua limítrofe. Tony, llevando a la práctica las expectativas, triunfó. Gastaba el dinero a manos llenas, avanzando por su camino cosmopolita y, lo que es importante, conquistaba también a los argentinos, con sus excentricidades, con sus insolencias, con su simpatía, aún a los más reacios. A Tití la maravillaban sus conocimientos, sin percatarse que había heredado de ella la prodigiosa intuición que le servía de brújula en el mundo. Sabía de muebles, de cuadros, de libros, de títulos nobiliarios, de parentescos, de foulards, de salsas. Y en tanto que la jerarquía del muchacho ganaba nivel, el miedo continuaba latiendo; se manifestaba súbitamente en la alcoba de Madame Tití y le tocaba las mejillas con los dedos helados. Se presentaron varios candidatos a su mano, tentados por su patrimonio, por su lujo, pero uno a uno los rechazó como acababa de rechazar al príncipe Marco-Antonio Brandini. No había que permitir que nadie entrara en su intimidad. No tenía el derecho de hacer confidencias. Y, por otra parte, a su carne le repugnaba la idea de entregarse. Le sobraba con los hombres que contra su voluntad la habían acariciado, impuestos, fatales, forzosos. Debía seguir sola, apenas apoyada en la frágil Miss Landor, detrás de su hijo espectacular, angustiosamente sensible. El dinero se emplearía para fabricar un fanal irrompible, que lo aprisionaría a Tony y lo exhibiría ante los demás como dentro de una compacta vitrina luminosa, impenetrable para la amargura, para la verdad. Cuando el marido de Carlota Bramundo, que se le acercó a Tití durante un crucero por el Mediterráneo y que era un pillo especialista en genealogía y heráldica, le ofreció ocuparse de componer la historia de la familia de Don Máximo y la suya, pues eso le encantaría a Tony, rehusó la propuesta, encubriendo el terror con el desdén, pero, más tarde, cuando el mismo tenaz inventor de pergaminos la visitó en París, llevándole unos escudos apócrifos, le pagó lo que pedía y hasta los hizo pintar en sus platos y fuentes y grabar en un anillo, pues pensaba que eso, tan endeble, tan delirante, contribuía a consolidar su posición y a tranquilizarlo a Tony que de vez en vez, sin insistir mucho porque husmeaba posibilidades incómodas, la había interrogado sobre sus orígenes ancestrales. Cedió la presión del medio, no obstante que el miedo velaba siempre, mezclado a la substancia misma del alma de Madame Tití. Y un día, de regreso de Longchamps, de las carreras, Madame Tití se enfermó. La postró un mal cuyas raíces se hincaban, lejos, lejos, en las ciénagas de su juventud. Estuvo un año entre la muerte y la vida. Loca de pavor, de desconfianza, cuando se recobraba de un desvarío, tiritando, la sobresaltaba la idea de haberse delatado en esos momentos de abandono. Escudriñaba entonces el rostro de Miss Lucy, y su paz —si paz puede llamarse a una tregua amenazada por la alarma nerviosa— renacía ante la expresión gentil de la inglesa. La enfermedad hizo estragos en su cuerpo y en su carácter, minados ambos por la ansiedad porfiada. La vida se cobraba así lo que le había dado, su envidiada fortuna, la satisfacción de los caprichos materiales, como si no fuera suficiente con la espada de Damocles que había suspendido sobre su lecho tendido con las sábanas más finas de Francia. Cuando se levantó, estaba deformada y prematuramente vieja. Se le antojó que la calle y el mundo, cuanto bullía del otro lado de sus paredes, había redoblado su adversidad. Comenzó entonces a dominarla la costumbre de dormir de día y salir de noche, que ya antes había adoptado en "El Paraíso". Caminaba por París, con su perro, con su bastón. Aquello... aquel sórdido escenario... la calle Maipú... el complejo de culpa que otra, menos escrupulosa y atormentada, hubiera sometido... aquella casa rosa y gris... ¡quedaba tan lejos, tan perdido en la niebla!... y ella se había metamorfoseado tanto que parecía imposible que alguien, dotado de una memoria infernal, pudiera reconocerla y enrostrarle actitudes que a nadie le importaban. Pero al regresar a la Argentina, solicitada por su administrador y sus abogados, la antigua fobia de Buenos Aires mostró que seguía intacta, como en su mocedad, porque Buenos Aires conservaba sus uñas y sus colmillos. Ella, Madame Tití, era una en París y otra, muy distinta, en Buenos Aires. La sociedad porteña lo había aceptado y halagado a Tony, pero a ella no. Para derrotar y ganar a esa sociedad soberbia y pusilánime, simbolizada por la familia de María Lola, hubiera debido actuar de otra manera: desparramar las donaciones benéficas, adular, y comenzar por reducir a su propio miedo. No supo hacerlo. Le faltaban pujanza y elasticidad para luchar con la hidra de mil cabezas risueñas a las que Tony había domesticado con imperio tan fácil. En París y en Biarritz había observado, cuando Tony invitaba a comer a amigos argentinos, que éstos sonreían entre sí veladamente si ella hablaba. Acaso se mofaran de su pronunciación, acaso de su traza que, después de la enfermedad, se había tornado cada vez más extravagante. ¡Vaya uno a saber! La señora Tití se negaba a investigarlo, a enmendarse. Estaba cansada... cansada... cansada..., en medio de sus íconos, de sus cofres, de sus candelabros, de sus juegos de té, de sus colecciones de programas de teatro, de sus roperos colmados de vestidos, de sus fotografías de sopranos listas para cantar "Lucia de Lammermoor" y de tenores listos para cantar "Pelléas et Mélisande". Cansada, cansada. "El Paraíso" la acogió con su fascinación poética. A su amparo estaría segura, entre Miss Lucy Landor, Don Boní y los amigos artistas de Tony, siempre impaciente por concebir nuevas diversiones. El miedo no entraría en "El Paraíso". El miedo quedaría más allá de sus tranqueras, aullando como un lobo al que alejan las fogatas.

Y fue en "El Paraíso", justamente en su querido "Paraíso", en su pequeño puerto oculto, velado por la masa de los follajes, donde el miedo le asestó el brutal zarpazo, probándole que no hay que dejar la guardia nunca ni forjarse ilusiones de inmunidad, por incógnito y blindado que sea el apostadero, pues, a la larga o a la corta, es menester representar la gran escena bélica que resume y resuelve nuestra vida y para la cual hay que estar prontos como actores duchos y como soldados curtidos, ya que exige la máxima lucidez. Ella había sido floja y había salido del proscenio, despavorida, en el segundo culminante, sin dar la réplica. Y ahora atravesaba el pueblo, hablando sola, murmurando entre dientes, como un histrión que entre bambalinas, después de su fracaso, reconstruye las líneas y los gestos que su cobardía abochornada le impidió utilizar. Silvano... tan luego Silvano... ¡hacía tanto tiempo!... y los hombres y ella y el mundo se habían modificado tan fundamentalmente... A uno, a un muchachón grueso y rojo, voraz, sí lo recordaba; y a otro, un neurasténico que le contaba de su madre y de Barcelona... pero a este viejo no... aunque no sería viejo en aquella época... Se esforzó por despojar al fauno de sus arrugas, por poblarle la calva, por enderezarle el cuerpo... No, no lo recordaba... Y a los otros, al muchachón y al neurasténico (y a ella misma) los recordaba como vagos personajes de un libro obsceno, leído cuando salía de la adolescencia... ¿Y eso interesaba acaso? Lo único que importaba era saber que el enemigo, enmascarado con el rostro de Silvano, se había presentado por fin. Pudo ajustarse otra careta, cualquier esbozo, y hubiera sido igual. La primera vez que lo había visto a Silvano en el comedor de "El Paraíso", aún sin sospechar que era el verdugo encubierto, el encargado de ejecutar la sentencia antigua e inexorable, había sentido una desazón indefinida, sin comprender que ese clima, esa atmósfera, encerraba una advertencia. No lo entendió entonces, y ahora era tarde. Ahora no le quedaba más que huir y perder la razón y dar manotones en la oscuridad, en pos de un auxilio imposible, mientras el ajusticiador la aguardaba en "El Paraíso", en su propia casa, dueño de Tony, de Miss Lucy, de sus amistades, de sus exvotos, de sus jardines, de su dinero, de cuanto había elaborado como una abeja paciente en el andar de años y años, de cuanto había recibido y acumulado; la aguardaba para ejecutar la sentencia.

¿A quién acudir? ¿a qué puerta? Las puertas enfiladas a la vera de la calle principal del pueblo, se trastrocaban, para la desesperada señora, en las puertas de las piezas que cercaban el patio de Maipú. Si golpeara a una, al azar, más allá del dintel vería la habitación miserable, con ella —siempre ella— acostada en una cama turbulenta y, a su lado, inseparable del baulito y de la bocina floral del fonógrafo, un hombre sin semblante pero con las manos marchitas de Silvano, el pintor. Y entre tanto los vecinos cantaban por lo bajo, como si estuvieran muy lejos y se despidieran: ¡Buenas noches, señora! ¡buenas noches! ¡buenas noches!

Por una de las dos ventanas enrejadas de la biblioteca pública, filtrábase a través de las celosías un rayo de luz. Alcanzó a decir, con un tono cambiado, que no le pertenecía, porque ni su voz le pertenecía ya:

—¡Celsa! ¡Celsa!

Entreabrióse el postigo, y la cabeza blanca de la bibliotecaria apareció sobre un fondo de anaqueles:

—¡Ah! ¿es usted, señora Tití? Ahora voy.

Celsa era una mujer sesentona, movediza. Gruesos vidrios sostenidos por aros de plata, le desfiguraban los ojos miopes. Olía a heliotropo. Entraron juntas en la secretaría.

—¿Qué hay, señora Tití? ¿No está bien?

—Nada... he pasado un mal rato... Ulises ha mordido a Schariar, el gato de la señora de Bramundo. Me he impresionado...

—Venga. No se altere.

—Sí... sí... —respondió la dama de "El Paraíso", repentinamente—, y hablaré por teléfono. Tengo que hablar a "El Ombú", a lo de Ponce de León.

Con una agilidad brusca, que nadie hubiera previsto dados sus achaques, Tití entró en el cuarto. Acababa de hacerse una tenue claridad en su sombra. Hablaría con Marco-Antonio Brandini.

Los libros tapizaban las paredes de la habitación donde Celsa dormía en un diván, y donde escribía, hasta tarde, un diario de su vida, celosamente guardado bajo llave, en el que ninguno podía presumir qué acontecimientos consignaba, llenando considerables hojas, porque Celsa no salía nunca y nada le sucedía jamás. La bibliotecaria cerró el cuaderno y lo guardó en su mesa de trabajo, atiborrada de deberes a medio corregir, pues Celsa era también maestra de escuela. Se oyó el ruido de la llave al girar en la cerradura.

Tití se derrumbó en el diván, con la guía telefónica en las manos. Sólo entonces se percató de su fatiga. Le dolían las piernas y el pecho y le parecía que un aro de hierro le apretaba la frente.

—Tengo que llamar a "El Ombú". ¿No le incomoda dejarme un momento? Discúlpeme, Celsa. Es por algo muy confidencial.

Celsa abandonó la secretaría-dormitorio, majestuosamente. Clausuró la puerta y aplicó el oído al tabique, resuelta a escuchar. Pero los hechos la defraudaron. De lo único que se enteró es de que el príncipe Marco-Antonio Brandini ya no estaba de huésped en "El Ombú". Tampoco estaba en el Plaza Hotel, con el cual la señora se comunicó enseguida. La oyó exclamar, sofocada:

—¿A Suecia? ¿El príncipe se ha ido a Suecia? Aguardó a que Tití pronunciara su nombre y regresó, haciéndose la indiferente.

—¿Pudo hablar?

—Sí, gracias. No encontré la persona que necesitaba.

—¡Qué lástima!

La señora la contempló, como si notara su presencia por primera vez en la noche.

—Sí. Es una lástima. Pero no importa. Nada importa ya. Ahora debo irme.

—¿Tan pronto? ¿No quiere descansar un momento? Le prepararé una taza de té. ¿Llamó al veterinario?

—¿Al veterinario? Celsa sonrió:

—Por Schariar.

—No... sí... Lo habrán llamado de casa. Vuelvo allá. Me esperan.

¡Hubiera sido tan agradable permanecer aquí, siempre, entre los libros y los retratos de San Martín, de Mitre y de Sarmiento! ¡No retornar nunca a "El Paraíso"! Enmurallarse en la biblioteca, como en un convento, y que le pasaran la comida por un torno, como a una monja. ¡Aquí había tanto que leer! ¡Historias... historias... historias... que le harían olvidar, como narcóticos!

Se levantó pesadamente. Por la persiana discreta, Celsa la observó mientras se encaminaba a "El Paraíso". Luego apartó los deberes escolares, colocó su cuaderno sobre la mesa y escribió:

"Tití llamó hoy desde mi secretaría al príncipe Marco-Antonio Brandini. No sé si es Brandini o Bradini. El príncipe pertenece a una de las familias más rancias de Italia. Tití me contó hace algunos días que sus antepasados figuran en 'La Divina Comedia'. Tendré que controlarlo... En varias ocasiones, he pescado sus mentiras. Probablemente desea ofuscarme con sus relaciones. ¡Qué estúpida! Estaba muy agitada. ¿Qué vínculo habrá entre ellos? ¿Será el amor? ¿Estará enamorada esta pobre mujer rica e ignorante que se cree que todo le es debido por el privilegio de haber nacido en cuna de oro? Y él, ¿cómo será? Será seguramente un muchacho sin un centavo. Y la traicionará. Si no, Tití no estaría tan inquieta. Lo averiguaremos."

Encima de la palabra "muchacho", puso la palabra "gigoló". Después la tachó y, decidida, volvió a ponerla. Archivó el cuaderno; apagó la lámpara; abrió la ventana a la claridad de la luna, y meditó en el vacío de su vida, limitada a corregir composiciones sobre "La primavera" o sobre "Un paseo", y a fichar libros donados por gente que los consideraba lo más cargoso de sus respectivas bibliotecas, cuando otros, las grandes damas y los príncipes, beben champagne, comen pavo con jamón y compran cosas inservibles y espléndidas, y viajan si se les ocurre, y hacen el amor, aunque tengan sesenta años. Sí. Pero ella tenía sus cuadernos olientes a heliotropo. Algún día, después de su muerte, los descubrirían, junto con la carta (un corto párrafo) del poeta Lucio Sansilvestre, que le agradecía sus extensos elogios entusiastas, y los publicarían, y entonces sabrían de qué pasta estaba hecha Celsa Tognola y qué sutiles mecanismos de intuición psicológica manejaba, como un mago, desde su madriguera de la biblioteca municipal.

Simultáneamente, Tití pensaba que todas las rutas se habían tapiado para ella, y que no le quedaba más remedio que aguardar el despiadado dictamen. El pintor, presa de incomprensible rabia, incapaz de contenerse, habría formulado, en pleno "hall" de "El Paraíso", su tremenda acusación. ¿Qué hacer? ¿Fingir? ¿fingir una vez más? En la cara le leerían el embuste. Estaba harta de engañar, sin fuerzas. Que Tony, que los demás, procedieran como se les antojara. No daba más. Había esperado, con el afán iluso del que se ahoga, que Marco-Antonio le tendería una tabla en la tormenta. Pero Marco-Antonio, probablemente despechado por su negativa, se había ido a Estocolmo, donde buscaría los medios para regresar a Italia. Y en verdad, después del encuentro con Silvano en la avenida de los pinos, ¿se animaría ella a confiarse al príncipe? No. Tampoco. Nunca. Había telefoneado respondiendo a un impulso. Pero no. Nunca. Mejor arrostrar, en "El Paraíso", la situación impostergable. Mejor terminar, terminar.

Las dos casas, la principal y la cochera, refulgían, iluminadas, a pesar de lo avanzado de la hora. Tití apretó el paso. ¿Qué acontecía? ¿Lo habría destrozado Ulises a Schariar, rompiendo así la alcancía famosa de Carlota Bramundo? ¿O la revelación de Silvano había tenido tales consecuencias que, de las cocinas a los desvanes y de los salones a los dormitorios, ningún sector de "El Paraíso" dejaba de participar del asombro, la repugnancia y la condenación suscitados por la noticia, y las casas enteras se preparaban para recibir a la impura, dispuestas a hacerle sentir, de cuarto en cuarto, por las escaleras, por los corredores, su reprobación inexorable? ¿Cómo entrar? ¿con qué ademán? ¿con qué gesto?

Se detuvo en la pelouse que centraba la fuente. Fuera de aquella inusitada iluminación, nada había variado. Las penumbras del parque, matizadas por toques de luna, seguían siendo las mismas; igual, el perfume de las fogatas de eucalipto, el croar de las ranas, el aletear de los murciélagos, la inmovilidad de la fronda. La batalla se desarrollaba en el interior de las casas y en el espíritu de Tití. El resto continuaba tejiendo su madeja eterna, preparando en el misterio nocturno el tapiz del día próximo, con hilos brillantes que encendería el sol. Y esa calma laboriosa, esa prescindencia señoril con que los artesanos invisibles proseguían su tarea, prontos para cuando llegara el minuto de despertar a los pájaros y de descorrer los toldos umbrosos escondidos en la espesura y en el vapor de la bruma del río, fue tan punzante que la señora Tití se echó a llorar. Lloraba porque la naturaleza y los hombres la desamparaban en el instante más grave de su existencia; por todo lo que había perdido; por la inapelable exactitud con que se cumplía la dura ley que le exigía, a los sesenta años, que saldara las deudas de los veinte.

Ahora, terminada su misión de mensajero del Destino, Silvano partiría. Se irían los invitados de "El Paraíso".

Pero no, no se irían aún. Kurt y María Lola lo habían encontrado a Silvano tirado en la tierra, en la avenida del pinar donde había increpado a la señora Tití. Se apretaba el cuello. Desfallecía, bañado en sudor. Lo trasladaron, con el auxilio de Pepe Farfán, hasta su departamento. Miss Lucy le dio una inyección. Y los demás corrieron de acá para allá, al teléfono, al botiquín, a las cocinas, ascendiendo y bajando las escaleras. Por eso refulgían las casas, en momentos en que Tití lloraba en la pelouse.

Don Boní avistó a la señora desde la galería. Le gritó:

—¡Es por Silvano! ¡Le ha dado un ataque!

Tití se deslizó una mano por las mejillas húmedas y se apresuró.

—¿Un ataque!

—Las arterias. En la avenida de los pinos.

—¡Ah!

La señora aguardó un instante, tomando aliento.

—Y... ¿ha hablado? ¿ha dicho algo? Don Boní la miró con extrañeza.

—No. ¿Qué iba a decir? Estaba medio desmayado, caído en el suelo...

Desde el comienzo de la escalinata, Tití alargó la diestra:

—Ayúdeme a subir, Don Boní. Vengo cansada.

Enmarcados por las persianas abiertas de la galería, recortábanse los detalles del pequeño puerto familiar: las lámparas, el cuadro de Napoleón en Santa Helena, el acordeón de Miss Lucy, el piano, los bronces. De la mano de Don Boní, quien se esforzaba por apretar el vientre y reducir la cintura, ambos un poco encorvados por la fatiga, semejantes a dos figuras de un ballet antañoso, cruzó el comedor y empujó las grandes puertas que comunicaban con su dormitorio. El Defenestradito se curvó, cortesano, y le besó las puntas de los dedos. Quedó sola. Se acercó al espejo y, arrojándose de bruces sobre los cepillos, las tijeras, los pulverizadores y los frascos que atestaban la mesa, rompió a llorar nuevamente, sacudiendo sobre el desparramo de los objetos su deshecho turbante, levantando de tanto en tanto la cabeza caricaturesca, golpeando con los puños apretados, mientras que el mico, ágil como una araña, se descolgaba de lo alto de las estanterías barrocas, repletas de brazos, de piernas y de torsos multicolores, y bajaba hacia ella, balanceándose, vibrando, hasta posarle en la nuca una mano peluda y pigmea. Loca de terror, giró hacia el cuarto, diseminando alicates y potes de ungüento, y abarcó la vasta habitación suntuosa, sobre la cual empezaba a extenderse, mugriento, mezquino, el papel de flores de la pieza de la calle Maipú, sin reparar en Rop, el mono, que de un brinco se había refugiado debajo de la cama.