CUATRO

marco-antonio brandini se trasladó desde "El Ombú" hasta "El Paraíso" en automóvil. Arrellanado en el fondo del coche, dedicó esos veinte minutos, peligrosamente, a la meditación. Numerosas preocupaciones desazonaban al príncipe, y ello se advertía en la intensidad de sus ojos, en sus bruscos movimientos, en las palabras sueltas que pronunciaba en diálogo consigo mismo. Era un hombre de setenta y dos años, grueso, alto, majestuoso, fuerte todavía. Una gran nariz heroica le cortaba el rostro, sobre la barba amarillenta, en punta, sutilmente teñida. Había sido espléndidamente hermoso y conservaba rasgos de aquella magnificencia viril. Lo único que no correspondía al tipo era la delgadez de su voz atiplada, pero, una vez que el interlocutor se había habituado a ella, difícilmente resistía al encanto del anciano señor. Se había puesto una capa corta, que le cubría medio cuerpo, y un enlutado sombrero de anchas alas le tapaba la calvicie. En la penumbra del automóvil, resaltaba la claridad de su cara, de su barba y de sus manos enguantadas de gamuza. Dijérase —por la sugestión patricia que emanaba del príncipe— que lo que el coche de Luis María Ponce de León transportaba hasta "El Paraíso", no era un viejo caballero lavado, lustrado y perfumado, sino un noble retrato antiguo, una pintura de Rembrandt que, sin marco, había sido colocado sobre el asiento trasero del auto, y que descubría sus matices de claroscuro cada vez que otro vehículo se cruzaba con el de Ponce de León y sus faros iluminaban, fugazmente, con veloces pantallazos de luz y de sombra, la efigie prócer recostada en el interior, pincelando al pasar un destello de oro sobre una sortija o sobre la cadena atravesada en el vientre redondo, encima del chaleco de negro terciopelo teatral. Aunque hacía calor, el italiano se cuidaba con abrigos exagerados. Y meditaba, mientras el chofer sorteaba los baches de la carretera.

Ese día, 13, revestía especial trascendencia para el supersticioso señor. Todo contribuía, por otra parte, a asignarle un lugar descollante en la historia de su vida larga.

Metió las manos en los bolsillos que ocultaba su capita, y en uno rozó dos objetos: el botón con la insignia de la Orden de Malta y un pequeño puño de coral, un amuleto, una higa napolitana contra el mal de ojo, que había pertenecido a su madre, en tanto que en el otro sus dedos palparon el telegrama que esa mañana había recibido y que le provocaba una mezcla de inquietud, de tristeza y de irritación. Conocía de memoria su texto breve: "Duma murió ayer. Desolados. Afectos. Gustavo." Si se lo hubieran entregado antes de combinar con Don Boní su visita a "El Paraíso", probablemente no hubiera ido... aunque no... no... hubiera ido de todos modos. Con más razón ahora. Necesitaba ver gente, serenarse, y su amigo Ponce de León, tan anciano como él, no podía procurarle en esa oportunidad ningún auxilio. Al contrario. Y sobre todo necesitaba conversar con Tití, saber qué opinaba de su grave proyecto.

Duma... ¿cuánto tiempo había transcurrido desde su separación? ¿once años... doce...? Hacía seis que Duma había vendido su gran casa y se había encerrado en un departamento modesto donde no la visitaba nadie. Perdida su fortuna, se había recluido allí con sus sobrinas, aquellas mujeres ridículas que copiaban en un telar el tapiz de Bayeux. Quizás él había sido cruel. No. No lo había sido.

Ciertas situaciones no deben prolongarse. Hay que salvar de ellas por lo menos la memoria. Y además Duma se desesperaba de que su viejo amante la viera envejecer.

Recordó que una vez, en el último período de la época que ambos llamaban "la belle époque", la había aguardado a Duma en el salón azul de su casa de la avenida Alvear. Se sentó detrás del piano, y ella, al entrar, no reparó en él. Supuso quizás que la esperaba en la sala contigua, porque atravesó el ancho aposento. Marco-Antonio la iba a llamar cuando algo, insólito, lo hizo enmudecer y esconderse. Todo el salón estaba rodeado de espejos dorados, y Duma, para cruzarlo, cerró los ojos. Sí, los cerró para no verse, para no verse envejecer, a pesar de que su piel seguía siendo estupendamente blanca y sus ojos esmaltadamente azules. Antes, la señora se hubiera detenido ante el primer espejo, ante el segundo, ante el tercero, retocando aquí un detalle de su vestido, y allá uno de su peinado. Ahora no. Huía de sí misma, de las enemigas que la cercaban en los marcos barrocos, bullentes de amores tallados. Y Marco-Antonio recordó que en aquella ocasión había pensado que él también cerraba sus ojos, en el Palazzo Brandini de Roma, cuando pasaba por la inmensa galería donde estaban pintadas las batallas que habían cubierto de gloria a su linaje: el sitio de Génova por Roberto de Anjou, Pavía, Lepanto, los Dardanelos, Turín y el príncipe Eugenio y el duque Victorio Amadeo II. ¡Batallas y batallas! ¿Qué batalla había ganado él en la vida? Ninguna. De muchacho le enorgullecía la galería de trofeos. Llevaba a sus amigos a que la vieran, a que bebieran con él allí el cognac de su padre, entre armaduras, banderas y los enormes cuadros rutilantes de uniformes, de caballos y de bajeles. Pero después, lo mismo que Duma en la sala de los espejos de la avenida Alvear, la atravesaba entornando los ojos, como si quisiera olvidar los triunfos remotos que lo circundaban Y que le enrostraban su pequeñez, su nulidad, su existencia vacía. Siquiera Duma había sido hermosa alguna vez y joven y brillante y deseable, y en cierto modo se había cumplido ricamente su destino, mientras que él, el príncipe Marco-Antonio Brandini-Sforza, ¿qué había sido él? Un nombre, un bello nombre añadido a una lista extravagantemente larga, con ramificaciones en la "Divina Comedia", y un objeto raro y delicado como los cristales de roca montados en oro que su madre coleccionaba y que ella misma limpiaba y ordenaba en las vitrinas. Nada más.

Estrujó el telegrama entre los dedos huesudos. ¡Qué idea tuvo Gustavo al enviárselo! Pero, también... ¿cómo no darle la noticia, si Duma y él habían sido amantes durante años... años... años..., a vista y paciencia de todo el mundo, y ahora hace once... hace doce años que no la ve...? ¡Doce años sin verla! ¿Por egoísmo? ¿por no atreverse a soportar el contraste entre la opulenta, mimada mujer que conoció, y esta otra, empobrecida, que acaba de morir? ¿por no asistir a la destrucción de su físico? Y sin embargo no podía olvidar que en su última entrevista con Duma, cuando se separaron inventando ironías, había advertido que, a pesar de los estragos de la edad, la línea de la nuca de Duma, hacia los hombros —tan elogiada por el pintor Boldini— seguía siendo perfecta.

Es singular —pensó el príncipe—, la vejez no me parece algo que avanza sino algo que retrocede. La vejez es la juventud que se va retirando. No es algo que va creciendo, triunfando, sino algo que va cediendo el terreno. Aquí y allá, entre las zonas abandonadas por los vencidos al replegarse, quedan pequeñas regiones intactas, en poder de la juventud; refugios, ciudadelas que continúan combatiendo: la nuca, los ojos, los dientes... baluartes que, por eso mismo, por resistir en medio de las ruinas, resultan, patéticamente, mucho más bellos, mucho más admirables, mucho más conmovedores...

¡Duma muerta! ¡qué idea extraña, imposible! Duma fue, quizás, la menos profunda de cuantas mujeres pasaron por la vida de Marco-Antonio. No hubo, entre quienes lo rodearon, entre quienes amó, nadie tan frívolo, tan caprichoso, tan pendiente de las prerrogativas superficiales.

En eso fincó su encanto. Y, paradójicamente, tampoco hay nadie hoy, no sólo en el círculo de Brandini sino en el mundo entero, nadie, nadie, ninguna criatura viva, ningún filósofo, ningún sabio, que sepa tanto como Duma. Porque ahora, por fin, Duma sabe. Para saber hay que pagar un precio altísimo, el más alto: Duma lo pagó y sabe. Y eso es lo que en este instante lo impresiona al príncipe viejo recostado en el fondo del automóvil: no el hecho trivial de que Duma haya muerto, sino el hecho eminente de que Duma conozca, de que sepa cómo es, cuál es la clave del secreto terrible; el hecho de que ella (tan luego ella) sepa, y él no. Pero él podría saber también, terminar con la incertidumbre angustiosa. Sería cuestión de dar un paso más, un leve, infinito paso más, y de arrojar en la balanza su cuerpo, como un fardo... Su cuerpo y su alma. Un simple paso más... Sí... pero ¡qué horror! ¡qué horror!

Tanto lo horroriza la probabilidad, que se cubre la cara con las manos. Después mira hacia afuera, hacia los postes de teléfono que huyen, y hacia la lucha postrera del día y de la noche. Por el camino, vienen unos muchachos y unas muchachas, cantando. La juventud... La guerra se ha desencadenado dentro de ellos también. Será más larga que la suya. O más corta. Imposible saberlo. La que sabe es Duma. Ella, la mujer frívola, con su abanico, con su collar de perlas, con sus martas cibelinas, sabe más que todos los sabios del mundo, que se queman los ojos sobre los libros. Sí: pero ellos no han pagado el óbolo.

Este telegrama... Es raro, en verdad, que Gustavo se haya atrevido a mandárselo, porque, al fin y al cabo, aunque hace tantos años que el príncipe se mueve lejos de Duma y que su amor no tiene más luz que la de un recuerdo distante, la muerte de Duma es una mala noticia, y Brandini ha observado que de un tiempo a esta parte no le dan malas noticias. La disminución de las malas noticias... he ahí otro signo de la vejez y de su coqueteo fatal con la muerte. A los viejos les ocultan las malas noticias; se las disfrazan. Un buen día nos percatamos —reflexiona Brandini—, con cierto maravillado pavor, de que ignoramos qué sucede en torno, de que estamos aislados, sitiados. Una gran beatitud nos embarga, una especie de falsa felicidad, hija de la ignorancia. Y de repente, supongo, llegamos a la esencia de esa beatitud y comprendemos que estamos muertos. Muertos. Entonces, de golpe, los que nada sabíamos, sabemos todo. Al tratar —y ahí reside el equívoco— de alejarnos de la muerte por la supresión de cualquier zozobra que pueda impresionarnos, nos van preparando sin darse cuenta, involuntariamente, para ella, nos van metiendo dentro de ella, porque la muerte, a la postre, es eso: la anulación definitiva de todo contacto con la realidad, con toda noticia humana, y la aparición de otra realidad, de otras noticias tremendas, misteriosas. Por eso tengo que ocuparme, sutilmente, astutamente (pues con seguridad querrán escondérmelo) de averiguar quiénes han muerto en los últimos tiempos, quiénes están mal, muy mal, ya que ese conocimiento obrará como un antídoto contra la posibilidad, contra la proximidad de mi propia muerte, al interesarme, al sacarme de mi aislamiento vulnerable. El dolor es hermano de la vida. Pero —continuó arguyéndose el príncipe— ¿y si no siento dolor, como me ha acontecido en el caso de Duma? ¿Si no me importa mucho, porque no puede importarme ya, porque estoy tan metido, tan hundido dentro del fango y el sopor de la muerte, que he perdido la capacidad de sufrir como un joven, como he perdido la capacidad de gozar como un joven... ya que para sufrir intensamente, ricamente, se necesita poseer una dosis de salud que no tengo, que he dejado atrás en la ruta? ¡Ay! ¡ay! lo mejor será no revolver los pensamientos arriesgados, y mirar alrededor y sonreír y repetirme que si me han dado la noticia de la muerte de Duma es porque todavía no estoy maduro para mi propia muerte. Y así la mala noticia resulta, puesto que me confirma en la idea de que no estoy aún listo para morir, una buena noticia.

La vida... el amor... Esos últimos días, las circunstancias habían ubicado a Marco-Antonio, contra su voluntad, en medio de las alternativas de la vida y de la muerte, como si fuera, con su barba y su nariz victoriosa, un fúnebre dios justiciero al cual los hombres acudían trémulos de pesadumbres y de esperanzas. Pero como no era un dios más que en apariencia —y en ese caso un "modelo" mitológico, académico, para la escuela clásica de pintura— las perturbaciones que resultaban de introducir problemas alarmantes en la calma ociosa, regalada, de su existencia profundamente egoísta, lo habían trastornado, le habían hecho perder su prestigioso equilibrio, y lo enviaban, turbado, ansioso —a él, a quien aquellos que no lo conocían consideraban denso de experiencia y de serenidad— a la chacra de Tití. Hoy se había enterado de la muerte de Duma; ayer, Luis María Ponce de León, su anfitrión de "El Ombú", lo había desasosegado y molestado al narrarle la desgraciada historia de María Lola, la otra huésped de "El Ombú", y le había pedido que lo aconsejara para resolver el conflicto que planteaba allí la presencia de la muchacha irresponsable.

—¿Por qué no me dejan en paz? —se preguntaba Marco-Antonio.

Y luego recordaba que cuando lo dejaran en paz se moriría. Por eso había prometido solucionar el problema de María Lola que nada tenía que ver con él, que no le importaba en absoluto: por sentirse fuerte, capaz de socorrer, vivo. Y también, de paso, porque conjeturaba que con ello cometía una buena acción y a cierta altura de la vida las buenas acciones cuentan triple... para después... ¡vaya uno a saber! La superstición es una forma rudimentaria de la actitud religiosa, y Marco-Antonio, napolitano por su madre, era ciegamente supersticioso... religioso a su manera. Los Brandini se señalaron como puntales de la Iglesia desde el comienzo de los tiempos. En las procesiones medioevales, llevaban gonfalones y cruces. Construyeron templos y abadías. Desempeñaban funciones hereditarias en el Vaticano. Hubo una beata en su estirpe y un Papa y cardenales, Y eso, que corre en la sangre, termina por influir al descendiente más escéptico, más pecador, que conserva, confusamente, una fe legada, esencial, intrínseca, o por lo menos un miedo legado, del castigo supremo, estimulado por el hecho de haber visto, durante toda la vida, en capillas y castillos, cerca de los retratos de los suyos, espeluznantes imágenes del Infierno. Y ese resquemor impreciso crece al final de la ruta.

María Lola estaba loca. Ahí no había vuelta. Loca, loca. ¿Cómo se explicaba, si no, su comportamiento? Pertenecía a una familia destacada, tradicional, de gran posición en la sociedad porteña (pero, es justo decirlo, una familia notable por su extravagancia, de lo que se defendía la última generación, cuidadosa, burguesa, dejando que esa extravagancia brillara en la lejanía como un timbre de escudo ganado por los mayores pero que no correspondía a los tiempos actuales), y desde niña se había señalado por su preocupación porque la conceptuaran original. No era bonita —más aun: era fea—, ni era muy inteligente. Abrumada de complejos, resolvió ser "personal" y responder así a uno de los aspectos que distinguían a su clan numeroso. Se dedicó al baile, a escribir versos, a la decoración. Se alejó de sus tres hermanas, hermosas como reinas, a quienes envidiaba, detestaba y adoraba. Como carecía de talento, se estrelló una y otra vez. Le quedó una amargura que podía parecerse al ingenio y una inmensa necesidad de que la quisieran, de que la apreciaran. Vestida como una artista, con negros corbatones, fumando, fumando, hablando ligerito, contestando cosas que no correspondían a las preguntas que le formulaban, y que pasaban por genialidades, se la vio en los bares donde escritores, actores y pintores jóvenes, provincianos, desesperados de gloria, barbudos, anteojudos, se roían las uñas y se burlaban de todo. Los halagó tenerla entre ellos, porque los seducía la importancia de su nombre, de sus parentescos, de sus vínculos y, aunque de repente soltaba una tontería, de repente, también, por el mero hecho de mencionar naturalmente una persona cualquiera —para ellos todavía inaccesible— era como si los elevara a otro plano, como si sobre su mediocridad proyectara un áureo resplandor. En ese medio se afirmó su autoridad. Ellos ignoraban, con exactitud, pues María Lola no era rica, qué podían aguardar de ella y hasta dónde constituía una escala que los ayudaría a conquistar la fortaleza difícil de Buenos Aires, pero aguardaban, como jugadores que han apostado a un número que no sale hace mucho. Y, riéndose de ella en su ausencia, remedándola, pues la norma básica de su cofradía exigía que se rieran siempre, ácidamente, ingenuamente, cuando ella llegaba con su pelo rubio, tirante, y sus ojos verdes, demasiado alta, vestida de un escarlata espectacular, con una boina negra, distribuyendo cigarrillos, la rodeaban, la escuchaban y le hacían sentir que cerca de ellos disponía de algo que le faltaba en su casa: un auditorio, una comprensión y una solidaridad. Lo cual no era cierto. Entretanto sus tres hermanas, las reinas, marchaban sobre alfombras rojas, sobre nubes, del brazo de maridos admirables. Y al verla se asombraban de su facha, de sus palabras y de sus relaciones, que María Lola desplegaba ante ellas, para intranquilizarlas y gozar así de un vago poder sádico, como desplegaba el abanico de sus otras relaciones, cada vez más remisas y reducidas a algunos amigos de infancia, ante sus compañeros más o menos intelectuales. En realidad sus hermanas la temían. Temían que en cualquier momento interrumpiera su calma próspera, multiplicada de hijos y de niñeras, con un disparate, quizás con un escándalo. Y la oían, revolviendo el fondo de las tazas de té, con una atención similar a la de sus amigos de los bares, pero mucho más incómoda —aunque eran buenas y la querían por costumbre, por convención, porque a los hermanos se los quiere bíblicamente desde el desastre de Caín y Abel—, asustadas ante la idea de que sus maridos regresaran de los clubs, de los escritorios y de la Academia Nacional de Medicina, cosa que hubiera completado el maligno placer estúpido de María Lola, y encontraran allí a la oveja descarriada, que no podían soportar, y cuyas fantasías peligrosas recogían en las tertulias de esos mismos clubs y repetían, furiosos, patriarcales, a sus inocentes mujeres, cuando las institutrices se habían ido a comer.

María Lola tenía veinticuatro años en la época en que comenzó su "liaison" —tan comentada después, tan llevada y traída— con un hombre casado. Nadie entendió cómo se produjo, y menos que nadie sus cuñados, porque ese hombre parecía precisamente lo contrario de ella. Era un hombrote moreno, serio, un estanciero, riquísimo. Hasta en el porte y la expresión recordaba a los vacunos que poblaban sus estancias y a los pavos célebres de su granja modelo. Tenía dos hijos y una mujer aburrida. Se hastiaba ferozmente. La había conocido a María Lola antes de casarse, porque pertenecía a su mismo medio, y apenas había reparado en ella. La volvió a encontrar, en una fiesta en el campo, y lo divirtió. Aquella mujer movediza, gritona, estrambótica —tan distinta de la suya, blanca e inmóvil, definitivamente instalada en una vida sin sobresaltos, en la que nada nuevo podía acontecer— lo distrajo primero, lo interesó después y conmovió por fin su pesadez bovina, al probarle que sí, que sí podían suceder cosas todavía, y muchas, fuera de ir al club a jugar al poker, y a los remates a comprar animales y de discutir con su administrador el precio de tractores y molinos. Quizás él también, en el fondo, tuviera una veta de locura escondida. O quizás necesitara enloquecerse un poco para sacudir su entumecimiento y para defenderse de la timidez que embotaba su carácter y que disimulaba a fuerza de dinero, de whisky y de rodearse de parásitos que lo adulaban y que protegían su disfrazado apocamiento. De soltero, había tenido queridas que ahora les mostraban sus pulseras de brillantes a otras personas y que hablaban de él como de un monarca pródigo y callado, dueño de una tremenda sensualidad. Y cuando topó con María Lola extrañaba su pasada existencia, porque en su casa, en el club y mucho más si estaba solo, era incapaz de distraerse. María Lola le descubrió un mundo que ni siquiera sospechaba, incomparablemente más seductor que el que había perdido al unirse con su desabrida mujer, propietaria también de vastas hectáreas fértiles, y al encasillarse en un marco lujoso y mezquino, convencional hasta la exasperación: el mundo opuesto, donde la convención no existe, donde se la persigue con saña, como si la convención fuera el sorgo de Alepo o la isoca, y que por eso mismo —por esa rabia alerta contra lo establecido, contra lo aprobado y mimético, contra lo que exhibe el sello de la legitimidad y del acomodo burgués— pasa a ser convencional también, sin advertirlo, porque lo rigen convenciones al revés, tan estrictas y fatigantes como las sancionadas por la patriarcal costumbre admonitoria.

Empezaron a salir juntos, ocultándose primero y mostrándose después. En lugar de asistir a las ferias de ganado, el estanciero concurrió con la muchacha alta y fea que lo hacía reír, a los remates de libros y de pinturas. La colmó de regalos, como a sus queridas de antes. Y la gente, como es lógico, murmuró. Su esposa incolora e insabora, enflaqueció de celos y no dijo nada. Las hermanas de María Lola, informadas cotidianamente por sus maridos, se espantaron, al comprender que había llegado el momento que las tres presentían como algo fatal. Su tía Carmen, que desempeñaba sus vagas funciones maternales, pues María Lola era huérfana desde muy pequeña, vivía entregada a la Iglesia y a las obras religiosas. Le encubrieron todo. Por otra parte, ella también le tenía miedo a María Lola. Rezaba por su sobrina y trataba de olvidarla. Otras ocupaciones la invadían: los altaneros sobrinos políticos, los casi nietos adorables, los asilos, las salas episcopales, los tés con parientas de su edad, en casas donde el tiempo parecía haberse detenido y donde se conversaba a media voz, suspirando, sonriendo amargamente, sobre alfombras que acallaban los pasos de los mucamos viejos. Hasta que el escándalo —y ¡qué escándalo!— estalló. El estanciero, en plena demencia, extraviada la brújula, le había instalado un departamento a María Lola, con las antigüedades, los cuadros y los libros que adquirían juntos, y ahora María Lola estaba esperando familia. Así como suena: María Lola estaba esperando familia de ese hombre casado, más loco que ella. Se supo porque la inconsciencia de la propia María Lola lo diseminó a los cuatro vientos. Lo comentaron en los clubs, en las salas, en los bares literarios a los que la muchacha iba cada vez menos y en los que los comentarios fueron particularmente acerbos y mordaces, pues los defraudados pintores, escritores y actorcitos no le perdonaban a María Lola su deserción y su traición. Y ella, en su extravío, seguía propagándolo, pensando tal vez que de ese modo, con esa responsabilidad, se aseguraba su amante y hasta lo obligaría a romper, a solicitar el divorcio, a aceptar un nuevo casamiento.

No se lo pudo ocultar a su tía Carmen, que la encomendó a Dios, aterrada, y que se emparedó en su casa en una época en que el cariño —y la curiosidad— de las parientas, multiplicó las invitaciones a tomar el té. Y la mujer del estanciero, que jamás imaginó, ni siquiera en los instantes de mayor angustia, que las cosas irían tan lejos, se enteró también.

Entonces surgieron en la escena, como los dioses irritados de la "Ilíada", los suegros del marido desleal, que había abandonado a su mujer por una excéntrica delirante, y a las subastas de campeones Shorthorn, increíblemente, por los lugares donde se podía comprar, en refinada puja, las obras de André Gide y de Paul Valéry, impresas sobre papel del Japón blanco, con las iniciales dibujadas por Stols. Surgieron, olímpicos, dueños de la Verdad como Júpiter era dueño del Rayo, y se advirtió que la timidez congénita del estanciero, tan defendida y acolchada por sus parásitos, seguía en pie, intacta. Le hablaron de su mujer, de sus hijos, de su posición, de la sociedad. Le hablaron de sus antepasados, de su padre, de su abuelo, de su bisabuelo, cuyos retratos los rodeaban durante la entrevista. Era el linaje que los pintores del siglo XIX apoyaron en bastones nudosos, fuertes como estacas, y afirmaron en colosales sillones para soportar su bovino espesor; el linaje fabuloso del Buey Apis, de la Vaca Athor y del Becerro de Oro, serio, opulento, formado por ídolos taciturnos de granito, de jaspe y de obsidiana, incrustados de anteojos, de alfileres de corbata, de lapiceras y de relojes, que de tanto andar entre sus toros soberanos, en sus propiedades de la provincia de Buenos Aires y de Entre Ríos, habían terminado por parecérseles, hasta ser las representaciones antropomorfas de esos ganados, cuyas virtudes —la buena carne, la buena sangre, el pelo lustroso, las extremidades firmes, la fecundidad y la testarudez— se habían concentrado a su vez en esos hombres que, por macizos, preferían estar sentados, en esos hombres rumiantes, mugientes, probos, aburridos y benévolos, y en esas mujeres monolíticas, hispánicamente honestas, con bozo y flequillo, expertas en dulces y en remedios, que aparecían como salidas de grutas amuebladas por Waring & Gillow y por Jansen, en los pésames y en los casamientos de la familia, vestidas con trajes sobrios, incomparablemente lujosos, y tocadas con unos sombreros idénticos, cilíndricos, a fin de dar a esos acontecimientos la jerarquía de memorables. Las recriminaciones y las evocaciones de su padre político horrorizaron al estanciero. Palpó nuevamente la realidad. Ya estaba bastante asustado de las ridiculeces frenéticas de María Lola, aunque pretendía —para sí mismo, para darse ánimos en el vértigo— que seguía divirtiéndose, lo cual lo compensaba del diluvio presto a desencadenarse. Pero se mentía. En rigor sentía la nostalgia de los sitios calmos de los cuales lo había alejado el torbellino de María Lola: de las partidas de poker en el club; de los almuerzos en los establecimientos rurales; de las primeras comuniones de sus chicos y de sus sobrinos; de sus visitas a las tías formidables, las de los sombreros cilíndricos, a quienes ya no osaba ver. Y estaba harto de la carne dura de María Lola, de sus arrebatos sensuales, de sus caprichos, de sus exigencias, de los libros que leía y que le contaba, de bajar los ojos cuando se encontraba, por casualidad, con alguno de los cuñados de su amiga, tan semejantes a él en el fondo. Valoró a su mujer como un ser maravilloso, como una santa, como un puerto de paz en la tormenta. No lloró, porque era un hombrote moreno y riquísimo, nieto de sacros vacunos, de equinos todopoderosos, pero se mordió el belfo. Cayó en brazos de su suegro y en esos brazos reconoció la pétrea solidez ancestral, apaciguadora. Juró volver a la vida lógica, armoniosa, cuyo hastío le parecía ahora un milagro de equilibrio y de serenidad. Llevó sus hijos al Jardín Zoológico, donde se encontró con Don Boní, a quien le compró un gran óleo colonial de la Virgen de Guadalupe, para la capilla de la estancia. Compró también dos padrillos espléndidos; le compró unas esmeraldas a su mujer; prometió que se iría, que se irían a Europa.

Pero, entre tanto, ¿qué se hacía con María Lola? María Lola, consciente del peligro, redoblaba los mimos y las escenas de celos, con rotura de porcelanas e imposiciones de nuevas arbitrariedades. Y la timidez del estanciero, invocando el heroico vigor de los antepasados, vencedores de malones de indios, optó por cortar por lo sano, con la demente audacia de la que sólo los tímidos son capaces. Súbitamente, la informó de que partía para Europa, de que las cosas no podían continuar así.

—Tengo que pensar en los míos —le dijo, con una cara idéntica a la de su abuelo frente al cacique Calfucurá.

María Lola, cuyo cuerpo evidenciaba el proceso natural en curso, se desmayó. Él llamó a la mucama y se dio a la fuga. Horas más tarde, un amigo común se presentó en el departamento, con un cheque y razones diplomáticas. Si el niño nacía, lo educarían como un príncipe. Al principio, María Lola rehusó escucharlos. ¿Qué? ¿la arrojaban a ella como si fuera una mujer de la calle? Pero a poco la habilidad dialéctica del amigo la fue convenciendo. Había que armarse de paciencia y aguardar. Todo era cuestión de tiempo y de proceder diestramente. El estanciero, pasada la tempestad, regresaría. Sin otra alternativa, María Lola optó por tomar el cheque. Ya no daba más —vociferó ante el amigo que evitaba sus ojos y le palmeaba las manos— de ese imbécil, pero lo quería. Lo querría siempre. Lloró y, como hacía invariablemente, abrumó al visitante con detalles de su embarazo. Y el embajador se evadió como el estanciero, pasándose el pañuelo por la nuca.

Y ¿qué se hacía con María Lola? La tía Carmen, ciega, se negó a recibirla. Permanecía horas en su reclinatorio, gimoteando, golpeando el rosario larguísimo, en sus movimientos automáticos, contra los libros de devoción. Las tres reinas, aconsejadas por sus maridos portentosos, la apoyaron. La presencia de María Lola en la casa de su tía —viuda de un ministro de la Suprema Corte— con el pecado tan manifiesto en su estructura, terminaría por aniquilar a la pobre señora que alternaba los calmantes con las novenas. No. No. Esas eran cosas que escapaban a la órbita de Carmen, que pertenecían al mundo atroz donde los hombres y las mujeres intercambiaban sus estremecimientos fugaces sin el beneplácito divino. Su tía Carmen debía ignorar hasta que tales intercambios existen. Y si lo sabía —tanto que, como los súcubos y los íncubos de los conventos medioevales, la vergonzosa materialidad del pecado había conseguido deslizarse hasta su celda— ahora era menester acompañarla, tranquilizarla, halagarla, llevarle diariamente los nietos y las frutas azucaradas que prefería, y borrar de su memoria la demoníaca imagen que, para atormentarla, había sustituido a la de su sobrina María Lola.

Sí, pero ¿qué se hacía con María Lola? Por lo pronto las tres hermanas, obedeciendo a sus maridos energúmenos y sacando fuerzas de flaqueza, sostuvieron con María Lola una difícil conversación. El estanciero había partido para Gran Bretaña, con su familia. Había que encararse con la situación y dominarla. María Lola las dejó hacer. Durante ese período, su actitud osciló entre la de una Ofelia candorosa y desvariante y la de una Medusa sin compasión, cuyo único placer —el último— residía en herirlas, en hacerles sentir que, si ella se condenaba, sus hermanas se condenaban también. Pero las dejó que obraran como les pareciera. Ya le llegaría su turno. Ni un momento dudó —y esto prueba la consistencia de su locura— de que el estanciero, que viajaba feliz, aliviado, hacia las ferias ganaderas de Escocia, volvería a sus brazos con algún regalo rumboso, tal vez el cuadro de Ingres, el desnudo, al cual aspiraba hacía un año, o la pulsera de doce zafiros. Así que cuando le dijeron que lo que más convenía, por el momento, era que se trasladara a Chile, en compañía de su vieja institutriz —pues ellas descartaban, asimismo, la posibilidad de albergarla en sus casas asépticas—, para que allá, protegida por el biombo discreto de los Andes, se cumpliera la imprevisible voluntad de Dios, María Lola accedió blandamente al proyecto.

Se fue, y al mes estaba de retorno en Buenos Aires. En Chile no conocía a nadie y su estado no facilitaba las relaciones. Ni siquiera gozaba del prestigio desconcertante que procedía de la propaganda insensata con que había valorizado, en Buenos Aires, su singular situación. En Santiago ignoraban quién era, cuál era la hondura de su drama y la trascendencia de su personalidad, y eso no podía tolerarlo su afán vanidoso de ofrecerse espectacularmente a la curiosidad pública como una mujer audaz, como alguien que, destrozando las convenciones que sofocan a los mediocres, había osado vivir plenamente, arriesgadamente. Se instaló, pues, en su departamento, y con ello el problema se planteó una vez más a su irritada familia. No se atrevían a dejarla allí, sin más fiscalización que la de la vieja Nana. María Lola era capaz de cualquier disparate con tal de no renunciar al primer plano que había conquistado a costa del reposo de los suyos. Entonces se acordaron del tío abuelo Ponce de León, el que vivía retirado en "El Ombú", en su quinta. El tío Luis María era célebre por su bondad. Y a él acudieron las tres mujeres, explicativas, plañideras, hermosas como tres pinturas melancólicas de Guido Reni. El anciano caballero aceptó recibirla en su refugio, y María Lola, enorme, se presentó en "El Ombú" con Nana y con numeroso equipaje.

Al poco tiempo, por razones muy distintas, el príncipe Marco-Antonio Brandini llegó a la inmensa casa de "El Ombú". También él atravesaba una crisis, y su amigo lo acogió con dulzura comprensiva.

—Si yo pudiera irme a Roma, a arreglar mis asuntos —suspiraba Brandini-... pero, con esta guerra...

Y entre la muchacha y los dos señores caducos se formó una curiosa sociedad. Claro que no estaba destinada a durar mucho, por la disparidad de sus integrantes. María Lola, sin pudor, irritada cuando su famoso infortunio no ocupaba el centro de las conversaciones, no cesaba de aludir a él y de repetir, con tenaz añoranza, las circunstancias de su reciente pasado, tan denso de emociones intensas. Y lo que Marco-Antonio y Luis María ansiaban, precisamente, era olvidar que tales emociones existen. Hasta que la bondad insigne de Ponce de León se fatigó también, y Luis María le rogó al italiano que lo ayudara a encontrar una solución que le permitiera sacarse de encima a su sobrina engorrosa, sin alterar la quietud de sus parientes de Buenos Aires y sin desamparar a María Lola, tan necesitada, a pesar de su fanfarrona rebeldía, de que la socorrieran y escucharan. Ellos no daban más. Si María Lola permanecía otra semana en "El Ombú", terminarían ambos por perder la cabeza. El príncipe ofreció partir, regresar él a la capital, pero Ponce de León, medroso, no quiso ni oír hablar de ello. No, Marco —Antonio debía quedarse. La que debía irse era María Lola. Sí, pero ¿adonde?

Entonces a Marco-Antonio se le ocurrió que tal vez la alojarían en "El Paraíso" por el escaso término que faltaba. Él tenía que visitar a Tití, para tratar un proyecto de importancia fundamental; de paso le esbozaría su plan con referencia a María Lola. La muchacha era amiga de Tony desde su infancia, y sin duda —conociéndolo a Tony— no era difícil que el afán obstinado de exhibicionismo del muchacho (común, en cierto modo, con el de María Lola), su empeño por que hablaran de él, por que lo vincularan con los sucesos descollantes del momento —el estreno de un ballet internacional y su libre acceso a los camarines de las estrellas inabordables; la adquisición de un telón de Braque; su presencia en una comida de diez personas, cada una de las cuales "representaba" algo; la utilización del gran decorador Jean-Michel Frank para que dibujara su dormitorio; la preparación de un film estético sobre Benvenuto Cellini; la edición de libros estupendos e invendibles (a menudo ilegibles), ilustrados por notables pintores; y así sucesivamente— obraría con eficacia, incitándolo a aliar su nombre con el episodio sensacional de su amiga. Y además Tony, pese a sus manías y a sus sinrazones, era, en lo hondo, un sentimental, un defraudado buscador de hadas en todos los hoteles Savoy del mundo. De modo que, conjugándose su generosidad con su infatuación ostentosa, probablemente aceptaría con entusiasmo la idea de asilar a María Lola en "El Paraíso". La vida que llevaban en "El Paraíso" tenía características opuestas a la de "El Ombú". En "El Ombú" no había más que dos viejos, cada uno con sus dilemas, con sus aprensiones, con sus ineficacias. "El Paraíso" era un crisol de excentricidades, donde María Lola pasaría casi desapercibida y donde su incongruencia hallaría el propicio clima. Brandini pensaba que en casa de Tony todos estaban tan locos como ella.

He ahí los motivos por los cuales Marco-Antonio rodaba en el automóvil de Ponce de León hacia la chacra. Las cosas se habían complicado, para el atareado señor, con el telegrama que le anunciaba la muerte de Duma y que le inspiraba reflexiones fúnebres. Pero mientras el coche cruzaba el puente —ubicado más allá del puentecillo de madera donde Silvano y Kurt habían tenido un encuentro fantástico al llegar a "El Paraíso"—, el príncipe se repetía, en lo más oculto de su conciencia, que no, que en lo relativo a su propio asunto, al contrario, la muerte de Duma, al segar el último lazo serio que lo unía con un pasado que le convenía abolir, facilitaba las delicadas gestiones que determinaban su visita.

El automóvil atravesó, en una semiclaridad verdosa, el parque, y Brandini reconoció la escalinata abandonada, con el escudo argentino, la estatua de "El dolor de Orfeo", el paisaje poético en el que cantaban las voces ocultas del arroyo y de la fuente. En la galería de la casa principal, Tony, Don Boní y Ferrari Espronceda se adelantaron a recibirlo. Descendió pesadamente. Tenía las piernas flacas y el vientre rotundo; un cuerpo de trompo que movía con majestad. La barba, la capa breve y el sombrero negro, le daban un aire tan consonante con el espíritu de la quinta, que Tony se echó hacia atrás, entornando los párpados, como si apreciara un retrato antiguo.

—Una maravilla, Monseigneur —dijo, bromeando—. Perfecto, perfecto.

Y, tomándole una mano como en las ceremonias pretéritas, en tanto que Brandini meneaba la cabeza indulgente y desperezaba su risa palaciega, atiplada, entró con él en el "hall" donde aguardaban los demás.

La señora Tití se había levantado en su honor. Se había puesto una vincha de seda azul y un vestido blanco muy corto, sobre el cual se balanceaba un collar de brillantes del cual pendía su impertinente. En aureolas de rimmel, sus ojos resplandecían. Ojos arcaicos, etruscos —los ubicó Brandini—; los ojos de los danzarines etruscos en la necrópolis de Tarquinia; ojos que han quedado ahí, en esa cara vieja, olvidados por el tiempo.

Besó la mano de la señora. Le presentaron a Kurt, a Silvano, cuyo olor a vino le obligó a fruncir levemente la nariz. Le explicaron que era un gran pintor, que estaba terminando un cuadro incomparable, unos baigneurs. El príncipe murmuró una frase amable, y Silvano, en un idioma gutural, entre italiano y francés, le respondió que en la vida cada uno hace lo que Dios le manda. Marco-Antonio no comprendió y, apretando más la nariz prócer, volvió a murmurar una frase cortés sobre el envidiable privilegio de los artistas. Entonces Silvano hizo una especie de reverencia cómica y, al ver entrar al mucamo centenario, fue a pedirle una copa de vino.

El maestro había pasado un día de piedra negra. Comenzó temprano, con la aparición intempestiva de Ronchetti. Ronchetti era un mocito gordezuelo, rubión, que, aunque no pintaba —trabajaba en un banco— evolucionaba en el medio de los pintores, sin que se supiera con precisión por qué. Se metía en sus talleres y en sus cocinas; les cebaba mates; les contaba chismes; asistía a sus inauguraciones y comilonas; se hacía retratar por ellos; les conseguía modelos; les prestaba plata —poca— o se hacía prestar por los artistas, según fuera su situación. Silvano lo toleraba solamente si estaba de muy buen humor, y ya se sabe cuál era el tono del humor del maestro en la quinta. De modo que cuando Kurt le anunció su presencia, no ahorró las palabrotas.

Ronchetti se extasió ante el lujo de "El Paraíso" y enseguida refirió que el día anterior había pasado por el caserón de la Boca, donde había encontrado cerradas la puerta y las persianas del taller y donde los vecinos de Silvano le informaron de su paradero.

—He venido volando —agregó con una sonrisa, haciéndose el misterioso—. Mi amigo Somoza ha resuelto donar unos cuadros al Museo de Santa Fe, y cuando me pidió que lo aconsejara, por supuesto el primer nombre que le di es el suyo. Somoza tiene (se frotó el pulgar con el índice) y conviene no perderlo de vista. Piensa seguir adelante con las donaciones. Le he dicho que debía comprarle la naturaleza muerta, grande, la roja, la de la paleta y los cacharros. Me acordé que usted la guarda debajo de la cama. Él no hace cuestión de precio. Así que me fui a su casa— Silvano lo cortó con un ademán brusco:

—Ese cuadro no se vende.

—Pero... —insistió Ronchetti, sorprendido— ya le he dicho que no hace cuestión de precio y que va a comprar otras cosas... Le pagará lo que usted quiera.

Silvano se irguió, amenazador, como si el gordito lo estuviera insultando.

—No se vende y basta. He hablado claro. ¿Estás sordo?

—Pero, maestro... una oportunidad así...

—No me cargues con tus oportunidades... ¡No vendo! ¡no la vendo!

—Pero... si está abajo de la cama... Hasta yo creía que se había olvidado de ella. Bastará con refrescarla un poco... con barnizarla...

—¿Olvidarme? —y el pintor rió con furia—. ¿Vos te crees que yo me olvido de las cosas que he hecho? ¿Crees que soy un imbécil? ¡Me acuerdo de todas, una por una! ¡No vendo y basta!

Ronchetti se alejó dos pasos. La escena se desarrollaba en el dormitorio de Silvano, frente al Cristo de hierro y la los guantes del Renacimiento. Kurt terció para sosegarlos.

—¿No querés un mate, Ronchetti? —le preguntó—. Acá... servíte...

Ronchetti vaciló, luego dio una chupada, dirigiendo ojeadas temerosas en torno y, esperando divertirlo al maestro y tal vez recuperar la posibilidad de la venta, se puso a barajar noticias de la ciudad. No lo llevaba a concertar ese negocio ningún beneficio monetario. Lo hacía por congraciarse con el pintor y para poder contar luego en los cafés y en los "ateliers", aprovechando una pausa de silencio, que había intervenido en esa transacción cuya importancia hincharía. Como calculaba que las noticias que más le interesarían al viejo eran las vinculadas con sus amigotes de los bares, de los almacenes y del mercado, de donde habían salido muchos de los modelos de Silvano y también, con excepción de Kurt, los pseudo "discípulos" ítalo-criollos que le habían complicado la vida, se lanzó, con mil aspavientos, a detallarlas. El pintor se sentó frente al caballete y, sin mirarlo ni una vez, fingiendo que no lo escuchaba, prosiguió su tarea en el gran cuadro de los bañistas. Retocaba el cielo, el agua, las hortensias. Los cinco cuerpos desnudos se destacaban en la tela, sobre el verde, sobre el amarillo.

Kurt se apoyó en la ventana y contempló el parque. Tony, con el jubón de Benvenuto Cellini, se pavoneaba junto a Lila Muñiz, delante de la cámara de Farfán. El discípulo no pudo dejar de medir la diferencia entre lo que veía, lo que lo rodeaba, y lo que contaba Ronchetti, que resultaba grotesco y obsceno, pues Ronchetti, en su fruición de maledicencia, no ahorraba pormenores. De un lado, Benvenuto y Margarita de Austria acariciaban a Ulises, el mastín, en medio de la algarabía mañanera de los pájaros; del otro, un marinero le destrozaba la cara a Celedonio, el hijo del ferretero, porque... Kurt no llegó a enterarse del motivo de los golpes, aunque lo presentía. Las peleas se suscitaban siempre por iguales motivos. No llegó a enterarse, pues Silvano, arrojando el pincel, se echó sobre Ronchetti, gritándole:

—¡Salí! ¡salí de aquí! ¡ándate... bestia... ándate!

El rubión corrió hacia la puerta, bamboleando su gordura. El pincel, al rozarle el hombro, le había manchado el saco. Kurt salió detrás. Le acompañó hasta el puente, empeñándose para que se tranquilizara. Entre tanto, solo en su habitación, el maestro se cubrió el rostro con las manos. Había adivinado lo que pasaba por el interior de Kurt y sufría. Sufría la humillación de su vida entera, de su sordidez. Nunca se la habían exhibido tan siniestramente como ahora, a través de una anécdota que no le concernía, narrada por un estúpido.

—No... no... —repetía— no... no...

Así lo encontró el muchacho a su regreso. Sin pronunciar palabra, Kurt le pasó una mano por el cuello rugoso que transpiraba; le sirvió un mate y le tendió el pincel.

Esa tarde le ensayaron a Kurt el traje de Ascanio, el alumno de Benvenuto Cellini, aquel que le sugirió su novela a Alejandro Dumas. Era un jubón negro, con las calzas celestes. Una gruesa cadena de oro, de la que Tony colgó, con una sonrisa maliciosa, la medalla de Don Juan de Austria, le ennoblecía el pecho. La ropa le sentaba maravillosamente y hacía resaltar su esbelta gracia, el dibujo de sus piernas, la elegancia de su cintura. Vestido, así, Kurt se movía, por instinto, seguido por la cámara y los focos de Pepe Farfán, como si no fuera un muchacho modesto de la Boca sino un joven señor, un paje de la corte de Paulo Farnese.

Silvano nada dijo. Estaba pálido y apretaba los labios faunescos. Tony, Farfán, Mario, Liny y Kurt posaron para él después del baño, durante dos horas, en la hierba, y en ese lapso el maestro no habló. Pintaba el aire, la luz irisada de mariposas; pintaba los cuerpos largos, que la sombra inestable pintaba a su vez. Pintó hasta que lo venció el cansancio. Luego le ordenó a Kurt que fuera al pueblo, con la valija, a buscarle doce botellas de vino, y ante su esbozada protesta le dirigió una mirada tan dura que Kurt salió a escape hacia el almacén. En cuanto volvió, Silvano se puso a beber a grandes tragos. Espiaba de hito en hito a Kurt, que se peinaba para la comida con el príncipe Brandini. El vino soltó la lengua del artista, y entonces, atropelladamente, embarullando la ironía con el denuesto y la falsa adulación con el súbito histerismo, no le escatimó las insinuaciones mordaces y groseras, indicándole lo que debía hacer si aspiraba a que lo admiraran y agasajaran más todavía y si quería sacarle a esa admiración un lógico provecho. Hasta que Kurt, conteniendo las lágrimas, le rogó que lo dejara en paz.

Ahora, en el "hall" donde Marco-Antonio se había sentado en el centro de la rueda, Silvano luchaba entre los complejos que, sumados a su enfermedad, lo mordían por dentro, y el afán de reconquistar el terreno perdido y de ganar la consideración de Marco-Antonio Brandini-Sforza, pues pensaba que eso le valdría el perdón del muchacho. Como si el muchacho no lo hubiera perdonado ya... como si no lo perdonara cada vez... cada vez... porque Kurt comprendía que, en el caso del maestro, no regían las normas que establecen qué es lo que se debe hacer y qué lo que no se debe. E independientemente de su conflicto personal, Silvano sentía la deliciosa comezón de inquietud provocada por la presencia del viejo príncipe en "El Paraíso", lo cual contribuía también a complicar el enredo que lo sofocaba. Su snobismo heredado, ese snobismo que era una forma de pureza y de ingenuidad, se exaltaba ante la cercanía de Marco-Antonio, porque para él —como para sus tíos— lo único que contaba desde ese punto de vista son los valores ciertos, verificables... y un príncipe es un príncipe... en tanto que Tony y el Defenestradito, con todo su habladero... vaya uno a saber quiénes eran...

No comprendía, por la aislada pobreza de su vida, que no basta ser un príncipe, que para los príncipes también existen las modas y sus convenciones, que hay príncipes pasados de moda o que nunca estuvieron de moda, y hasta príncipes cursis y ridículos cuya sola inclusión en un círculo de la sociedad es suficiente para descalificarlo. Y en consecuencia no advertía, como no lo hubieran advertido sus tíos, que su inocente deslumbramiento ante Marco-Antonio estaba encauzado no por el hecho limitado de que fuera un príncipe sino por el hecho especial de que fuera el príncipe Marco-Antonio Brandini.

Pasaron al comedor, y Brandini, de acuerdo con el hábito cortesano, adquirido desde la niñez, de elogiar algo en toda casa a la cual concurría, alabó el óleo de Napoleón en Santa Helena. Eso lo desconcertó a Silvano. ¡Cómo! ¿No decían que Marco-Antonio tenía, en su palazzo de Roma, unas pinturas del Veronese? ¿Cómo podía, entonces, gustarle este cuadro atroz? El viejo señor se volvió hacia él con exquisita diplomacia y lo consultó:

—¿Qué piensa usted, cher maitre?

El cher maitre se limitó a sonreír, a enseñarle una sonrisa absurda, de ebrio, de modo que pareció que aprobaba.

La señora Tití se ubicó en la cabecera. Tenía a su derecha a Marco-Antonio y a su izquierda a Silvano. Luego seguían, en ese extremo de la mesa, Miss Landor, Don Boní y Ferrari Espronceda. En el opuesto se hallaban Tony, Kurt, Lila Muñiz y Pepe Farfán. Carlota Bramundo, situada estratégicamente en el medio, comunicaba a los dos sectores: el de los jóvenes y el de la generación vieja. Y el pintor, que se había serenado un tanto gracias al alcohol y la asistencia del príncipe, tornó a padecer sutilmente, porque esa distribución justa, que lo situaba en un puesto de honor, lejos de Kurt, le confirmaba que su mundo era uno y el de Kurt, otro; que había razones profundas, jerárquicas y naturales, que los separaban. Él pertenecía al mundo de los viejos, de los expectables; Kurt, al de los jóvenes, al de los que todavía carecen de responsabilidad. Silvano había peleado para no ser ni viejo ni expectable, para eludir compromisos, y en la Boca, por su género de vida al margen de lo preestablecido, creía haberlo logrado. Y aquí, en "El Paraíso", le probaban que no, por el mero hecho de sentarlo a una mesa: le probaban que formaban parte de la legión de los caducos, de los teñidos —allí se teñían todos: Tití, Marco-Antonio, Don Boní, Lucy Landor— y de los victoriosos, príncipes, millonarios, grandes artistas, que nada tiene que ver con los otros, con los muchachos, con los que empiezan a vivir, los cuales constituyen una cofradía, una masonería tan cerrada e impenetrable y tan capaz de distingos y exclusiones crueles y orgullosas como la de los triunfadores, y son, en verdad, los únicos auténticamente irresponsables, es decir los únicos auténticamente libres, dueños, frente a los que poseen el prodigio del pasado, del prodigio antagónico del porvenir. Él, que valoraba tanto su obra y que, en momentos de candorosa expansión, se ufanaba de ella en público, no hubiera vacilado ni un segundo en entregar su obra entera y los sacrificios y angustias que su larga creación implicaba, con tal de ser joven de nuevo, de ser un muchacho, un Don Nadie, para que lo sacaran de su asiento principal, como se ahuyenta a un chico entrometido, y lo destinaran al extremo opuesto y rival de la mesa, entre Kurt y Pepe Farfán, entre los que reían despreocupadamente porque carecían de pasado, porque no los martirizaban las doradas espinas de la celebridad, y eran sólo futuro, y estaban sin duda maquinando combinaciones fascinadoras y pérfidas de las cuales el maestro estaba excluido, no porque se propusieran prescindir de él sino porque ¡ay! era imposible, materialmente imposible, que lo admitieran en el juego secreto cuya regla básica no podía cumplir pues ésta consistía en hablar de igual a igual con Kurt.

Teñidos... El color del pelo de Tití y de Don Boní era falso; falso, el color de la barba de Marco-Antonio Brandini. Falsos... Constituían un grupo de histriones disfrazados, parlanchines, untados de cosméticos, temerosos de que se les descompusiera la prolijidad difícil del peinado, junto a aquellos muchachos, enemigos, burlones, cuyo desaliño afirmaba su insolente seguridad. Al lado de la de Farfán, la barba del príncipe parecía postiza. Silvano buscó la mirada de Kurt, pero éste, enfrascado en un diálogo con Tony, no reparó en el maestro. En cambio Marco-Antonio, iluminado por los candelabros de la mesa, lucientes la calvicie, la barba y las manos, volcó hacia él el peso milenario de su amabilidad.

—La pintura... ¡qué refugio! —exclamó, abriendo los dedos finos. Y el príncipe se quedó observándolo como se observa a un animal raro, un tigre, un camello o un picaflor. Tomó una cuchara de sopa y añadió—: Mi hermana Bianca pintaba. Murió hace... ya ni recuerdo... cuarenta años... Pintaba unas acuarelas muy bonitas. La premiaron una vez, en Nápoles. La Infanta María Luisa Fernanda, madre de la primera mujer de Alfonso XII, tenía unas flores suyas en su dormitorio. Yo también hubiera querido pintar...

Se hizo un silencio nítido, pues los jóvenes habían callado para escuchar a Marco-Antonio; un silencio durante el cual los augustos fantasmas por él invocados planearon sobre la habitación, con largos ropajes de oro, como ángeles, como aves del paraíso. El príncipe, calculando que la alusión resultaba quizás desproporcionada y de mal gusto por su exagerado esplendor, cambió de tono, e interpelando a Miss Landor, con el matiz bromista que utilizaba siempre al dirigirle la palabra, le preguntó si había visto algún hada por fin. Miss Lucy enrojeció y dijo que no, pero que faltaba poco.

—Falta poco... —reiteró el vozarrón de Ferrari Espronceda, y sus ojos vagaron sobre la mesa, proclamando su felicidad de hallarse en tan buena compañía.

—Nunca me ha contado, Miss Lucy —prosiguió Marco-Antonio— cómo empezó su interés por las hadas.

Lucy Landor tornó a enrojecer. La desesperaba ser el centro de la atención. Tartamudeó algo que no entendieron, y entonces Tony, que sabía al dedillo la historia desde su infancia, expresó que quien la había iniciado en ese culto era un lord escocés al que había conocido en el Savoy y con quien había mantenido nutrida correspondencia. El lord había visto un hada en tres oportunidades, y también una "banshee" con el pelo amarillo como el trigo maduro, en el bosque vecino de su castillo, en el Dumfrieshire.

—¡Qué extraño! —comentó Nelson Ferrari, guiñando un ojo. Pero el príncipe no recogió la insinuación del plebeyo. Se aproximó todavía más a los candelabros, de suerte que el temblor de las velas osciló en su calva, como en un espejo, y declaró:

—Yo he tenido una aventura con hadas, una curiosa aventura. En realidad, jamás he podido explicármela. Fue en 1919, en Londres. Había ido al Museo Británico, solo, para estudiar unos esmaltes de la Colección Barwell, que pertenecieron a mi familia, y antes de llegar al museo, me perdí. Fui caminando desde el hotel y no sé cómo me equivoqué, pues había estado allí antes. Cerca del museo me metí en un dédalo de calles estrechas. Iba a preguntar el camino, aunque me llamó la atención que no hubiera nadie alrededor, cuando me atrajo la ventana de una vieja librería. Me acerqué por curiosidad. La pequeña ventana encerraba un solo libro, abierto en su página central, mostrando una fotografía. Era la fotografía de un hada.

—¡Oh! —se atragantó Carlota Bramundo.

—Como oyen: de un hada; la fotografía de un hada. Era una mujercita minúscula, vestida con un traje antiguo, fuera de moda, que recordaba la época de María Antonieta, y tenía dos alas redondas y transparentes en los hombros. No sería más grande que una mano. Se había parado en una rama de naranjo y hacía pensar en una flor y en un insecto. Al pie del volumen, una tarjeta escrita con una letra tan piccolina que me costó descifrarla, indicaba que ese libro estaba dedicado totalmente a las fotografías de hadas reunidas por Monsieur Prey. No he olvidado el nombre: Monsieur Prey. Me hizo gracia la ingenuidad del truco fotográfico, pero de todos modos resolví comprar el libro que sería un regalo original. El negocio estaba cerrado y por más que llamé y llamé no me abrieron. En la vidriera, el libro único seguía tentándome, con su hada fotogénica. Decidí ir al museo y ensayar, a mi vuelta, otra tentativa. Sólo tres cuadras más allá encontré alguien que me señaló el camino del Museo Británico. Me faltaban apenas doscientos metros para llegar a él. Anoté cuidadosamente en la memoria la ubicación de la librería: dos cuadras hacia el norte y dopo tres a la izquierda, para no perderme al regreso. Pero nunca más encontré ni el libro, ni la vidriera, ni el negocio. Mai piú, mai piú. Después, cada vez que he ido a Londres, he recomenzado la busca. Al salir del museo, retorné exactamente por el camino recorrido, pero la librería ya no estaba ahí. Reconocí algunas de las casas que la rodeaban, un sombrerero, un anticuario, pero la librería no estaba más. Pregunté en el barrio y nadie la conocía. Volví al día siguiente, intrigado, con resultado igual. Desde entonces he vuelto muchas veces.

—¿No se habrá equivocado de camino? —interrogó Tití—. Londres es infernal.

—No, no, Tití. Se lo garantizo. Por eso pienso —y Miss Lucy será la única de ustedes que me comprenderá— que hay que suponer que todo esto es un complot de hadas, que el negocio era también fe... fe... ¿cómo se dice?

—Feérico —respondió Miss Lucy, con los ojos dilatados.

—Eso es: feérico. Era una librería feérica, de hadas y para hadas. Monsieur Prey sería un hada también. Yo no tenía nada que hacer allí.

—Monsieur Prey sería un elfo —dijo Miss Lucy.

—Lo que usted quiera. Un elfo con una máquina de fotografiar. Lo cierto es que se negaron a abrirme y que, calculando que yo volvería, hicieron desaparecer el negocio durante mi ausencia. Era una librería para hadas, con libros exclusivamente para hadas.

—Admirable cuento —aprobó Don Boní.

—Y muy bien contado —subrayó Tony—. Hay que imaginarse a las hadas y a Monsieur Prey acechando por la cerradura, mientras usted llamaba y llamaba. ¿No oyó un murmullo? ¿algo así como un zumbido de abejas?

El príncipe sonrió y se acarició la barba.

A Silvano el cuento le pareció infantil. En tanto que Marco-Antonio lo refería con una comodidad que evidenciaba que lo había repetido en muchas otras oportunidades, el pintor se había dedicado a espiar a Tití. Desde su llegada a "El Paraíso", nunca había estado tan cerca de ella, durante tanto tiempo. La señora lo esquivaba; eso era indudable. El maestro analizó cuidadosamente el pelo de muñeca, la cara cuadrada, los ojos oscuros, gloriosos, la excesiva blancura de la piel, la deformación de la espalda, las manos cubiertas de piedras preciosas, las pulseras cargadas de dijes, de medallas, de sellos, y luego, lo que más lo intrigaba, lo que más removía, en su interior, memorias confusas, aquella boca apretada terriblemente, fina y roja como un tajo. ¿Cuándo la había visto antes? ¿en qué lugar? ¿en Venecia, en París, en sus días de estudiante de pintura? En su barrio de Buenos Aires no podía ser. De eso estaba seguro. Y tenía la impresión de que el encuentro —si en verdad se habían encontrado— había ocurrido hacía mucho tiempo... mucho tiempo...

Tití sintió el peso de sus ojos, y de repente se estremeció como si experimentara un frío súbito. Pero no le devolvió la mirada. Se tocó la vincha, jugó con el collar de brillantes, e hizo bolitas con migas de pan, aparentando que el relato del príncipe la embargaba y exagerando los visajes con los cuales acompañaba la narración.

Don Boní bebió un sorbo de vino y, por ser amable con el pintor, encauzó la charla hacia los temas de arte. Esa mañana había estado en "Dorchester —se lo había dicho el empleado que tenía en su negocio de antigüedades— un centroamericano fabuloso a quien Don Boní había tratado en Francia. Se hallaba en Buenos Aires de paso, por sus intereses. Poseía propiedades en todo el mundo y era dueño de una colección de cuadros nutrida en la que las obras importantes se mezclaban con las sospechosas atribuciones.

—No entiende ni jota —recalcó Don Boní—. C´est un animal. Imagínense que en su casa de París, en el Bois, había arreglado las pinturas por orden alfabético.

—¿Cómo? —se asombró Silvano.

—Por orden alfabético: A, B, C, D... como si fuera un archivo. En el escritorio había un Modigliani, al lado un Murillo y al lado de éste un Nattier y después un Van Ostade (ponía a Van Ostade en la letra O). El único auténtico era el Modigliani, y el arreglo un espanto. Hacía pensar más bien en una colección de estampillas. ¡Qué horror! ¡qué bruto! Usted debe haberlo conocido, Marco-Antonio.

No. Marco-Antonio no lo conocía, y barruntaba que si Don Boní hablaba tan desenfadadamente del acaudalado visitante de su negocio, era porque tenía la certidumbre de que no compraría nada en "Dorchester".

—En cambio —continuó Don Boní, dirigiéndose al príncipe—, su palacio de Roma... ¡qué maravilla, Marco-Antonio! ¡qué ejemplo! ¿Ha recibido noticias últimas de Italia? Sería terrible que su palacio sufriera...

No. Hacía tres meses que Brandini no recibía noticias de Italia, y suponía que todo estaba en orden.

—¡Esta guerra! ¡esta horrible guerra! —añadió Don Boní—. Hay cosas estupendas, imborrables, en su palacio. No digamos los Veronese del comedor... pero nunca me olvidaré de la estatua de Aquiles, en la Galería de las Batallas.

—Mi abuelo la consiguió en Estrasburgo —dijo el príncipe—. "Achille au pays des femmes". Es de Coysevox.

—Sí... sí... una perfección... Aquiles vestido de mujer, con el gran casco, desenvainando la espada...

Brandini se echó hacia atrás en la silla y rió con afectación, tapándose la boca con tres dedos y sacudiendo su gran torso silenciosamente.

—Yo bailé alrededor de esa estatua —dijo, mientras sus ojos maliciosos atisbaban a derecha y a izquierda—. Fue la única vez de mi vida en que ensayé un baile clásico.

Volvió a reír y a sacudirse, y narró que cuando contaba apenas veinte años, aprovechando que su madre, tan austera, estaba fuera de Roma, había dado una fiesta allí.

—Invité a cinco o seis amigos y tres o cuatro damas... poco damas.

Tornó a sacudirse. Las lágrimas le empañaban los ojos y Kurt no supo si lloraba o reía.

—Llevamos con nosotros a Igor Rozinski, el gran bailarín, que era entonces un muchacho y que acababa de bailar como un ángel en el teatrito del duque de Liria... el suegro de tu amiga, Tony.

—¿Los ángeles bailan? —interrogó Carlota Bramundo, haciéndose la interesante.

—Naturalmente: bailan, cantan, tocan música.

—¿Y después? —preguntó Ferrari Espronceda, fulminando a Carlota con la mirada.

—En esa época —prosiguió Marco-Antonio—, yo recibía mucho, cada vez que mi madre se iba a nuestra casa de Amalfi. Todas las noches, Francois, que había sido valet de mi padre y lo había alcanzado a mi abuelo, llenaba con barras de hielo una bañadera romana, de mármol, que hay en la Galería de las Batallas, y metía adentro botellas y botellas de champagne. En cuanto volvimos de lo de Liria, nos pusimos a beber. Ya estábamos alegres... ¡ay, la giovinezza, cara Tití!... Se me ocurrió pedirle a Rozinski, que también había bebido mucho, que bailara para nosotros. Igor se resistía, riendo, protestando, ustedes no lo recordarán. ¡Hace tantos años! Era un eslavo menudito, un dios. Entre todos arrastramos el piano, desde la sala de música, como si trajéramos un carro alegórico, y uno de mis amigos... pobrecito Giovani Salviati... ha muerto... todos los que estaban en casa esa noche, han muerto... no quedo más que yo... Giovani Salviati se sentó al piano e improvisó una especie de marcha... Y entonces Rozinski dijo que él bailaría para nosotros con una condición: que nosotros, bailáramos después para él. Aceptamos entusiasmados. Igor se quitó el saco y la camisa. Encendieron los candelabros que hay entre los cuadros de las batallas. Y el muchacho bailó como yo no le he visto bailar nunca, alrededor de la estatua de Aquiles en el País de las Mujeres. ¡Qué espectáculo, Don Boní! ¡qué gloria! aquel marco... las escenas de guerra... las banderas, las armaduras, los cuernos de caza... y el muchacho medio desnudo que inventaba una danza para Aquiles! Cuando terminó, aplaudimos frenéticamente. Luego le dimos una botella de champagne y lo ubicamos en un sillón alto como un trono, debajo del cuadro de la batalla de Lepanto. Las mujeres se colocaron a sus pies, y nosotros, los hombres —éramos cinco o seis— nos desvestimos como Rozinski, tiramos los fracs sobre los muebles y nos pusimos a bailar alrededor de la estatua.

El príncipe hizo una pausa y cerró los ojos.

—Cierro los ojos —continuó— y vuelvo a ver la escena como si fuera hoy... Los candelabros... Aquiles, su casco de plumas de mármol, la espada... y aquellos cuadros, con los generales antiguos, con las naves de guerra... y el grupo de Igor y las mujeres, tan pagano... y nosotros, sin camisa, bailando como locos... y Rozinski, cansado de reír, y el piano que sonaba y sonaba, más rápido... En ese instante se abrió una puerta y entró mi madre.

—¡Ay! —gritó Kurt, sugestionado por el cuento.

—Sí, ¡ay, ay, ay! Mi madre había regresado de Amalfi sin avisar, para darme una sorpresa. Usted la conoció, Don Boní. Era una princesa napolitana, casi una paisana, severa, fuerte, une maítresse femme, siempre de negro, con un rosario de oro al cuello y un bastón en la mano. El piano se detuvo enseguida. Rozinski y las mujeres echaron a correr, y ella nos persiguió con el bastón en alto, dando palos al aire, insultándonos. Escapamos en un segundo. Mi madre tardó meses en perdonarme. Desde entonces no he vuelto a bailar. Esa ha sido mi única incursión en el baile clásico.

La historia, que había comenzado con alegre ritmo, terminó melancólicamente. El príncipe la había referido en cien oportunidades y siempre divertía, pero esta vez le falló el efecto. Quizás no la graduó bien; quizás estaba demasiado triste e inquieto, en el fondo, y algún resorte lo había traicionado mientras desarrollaba la narración. Pero no era tolerable que una anécdota de Marco-Antonio Brandini, famoso "canseur" profesional, no cumpliera su objetivo. Don Boní soltó su risa mundana, cascabelera, como un director que golpea la batuta, y los demás, disciplinados como una orquesta, rompieron a reír, de un extremo al otro de la mesa, con más o menos ganas.

La conversación enderezó por el camino del ballet. Pepe Farfán y Tony, peritos en la materia, discutieron. Y Marco-Antonio, movido por la remembranza remota de su madre, evocó también, repentinamente, a la madre de Don Boní, que todavía no había muerto, que a la edad de noventa y cuatro años, habiendo perdido su fortuna, su belleza y su salud, era apenas un esqueleto tembloroso, tirado en un sillón, soñando el sueño absurdo de la recuperación del Jardín Zoológico y del Jardín Botánico, y que aunque no salía ni andaba por la casa, seguía aferrada a la vida con desesperación incomprensible. Los labios secos de la decrépita señora se agitaban de súbito y el príncipe no dudaba de que si uno hubiera podido acercarse mucho a ella en esos momentos, la hubiera oído murmurar, en un hilo de voz: —Quiero vivir... quiero vivir...

Esa figura lo condujo a recordar otra, por asociación. Tornó a verlo a Don Boní, en el Ritz de la Place Vendóme, en la época dramática que sucedió a la ruina provocada por su extravagante prodigalidad donjuanesca. De la noche a la mañana, Don Boní se enteró, por una carta de su administrador de Buenos Aires, de que no le quedaba ni un peso. El golpe fue atroz y transcurrió largo tiempo antes de que recobrara la serenidad. Entre tanto, obligado por las circunstancias, se mudó a un hotel modesto, y pasaba las tardes en el Ritz, donde había vivido antes, anclado en un sofá del "hall", observando la entrada y salida de la gente. Esa actitud era, por otra parte, característica de los argentinos que, al cabo de un tiempo de estar en Europa, aburridos, se distribuían en los sillones de los "halls" de los grandes hoteles, a esperar no se sabía exactamente qué, pero en el caso de Don Boní no obedecía, por desgracia, a un hastío congénito y a una nostalgia inconfesa, sino a su angustiosa situación.

Bastó esa imagen —prosiguiendo con las metáforas orquestales— para que los elementos múltiples que, como un conjunto escondido de instrumentos de música, preludiaban incesantemente en el interior más recóndito de Brandini los temas lúgubres de su propia situación, de su propia bancarrota, subieran el tono con intensidad simultánea, hasta lograr tal poderío que le fue imposible atender la conversación, pues, como una retumbante sinfonía atravesada por notas estridentes, la obsesión de su ruina, de su quiebra, le llenó la cabeza, ensordeciéndolo, acongojándolo, espantándolo. Ese día y los anteriores, en "El Ombú", había luchado a brazo partido con la pesadilla que lo desvelaba, hasta que había comprendido que era inútil pretender rechazar la realidad, que era menester encararla y someterla. Había mentido cuando respondió que no tenía noticias de Italia y que suponía que nada alteraba la organizada quietud de su palacio. Durante los últimos dos años, comunicaciones alarmadas de sus parientes y apoderados fueron pintándole un cuadro cada vez más oscuro. Si él hubiera regresado a Roma, quizás hubiera conseguido detener el alud exterminador. Pero no se animó a hacerlo. El descendiente de los mariscales, de los almirantes, de los héroes, no se atrevió a dejar el refugio de Buenos Aires, para afrontar las penurias y los peligros del viaje y de un país estremecido por la guerra. Tenía miedo. Y entre tanto las cartas apremiantes continuaban llegando. Ahora arañaba el fondo, y si bien la dificultad de las informaciones disimulaba el desastre, había en Buenos Aires personas que empezaban a maliciar la verdad penosa. Pronto habría que vender el palacio de Roma, la finca de Amalfi, las tierras de Aquila, de Campobasso, de la Calabria, las colecciones, los tapices, los Veronese, los cristales de roca de su madre, todo, todo, porque nada le pertenecía ya y los acreedores reclamaban airadamente el pago de sus hipotecas. Estaba en la misma situación que Don Boní en el "hall" del Ritz; como él atisbaba a diestra y a siniestra, aguardando el improbable milagro liberador.

Entonces surgió en su ánimo la idea fantástica que, en cualquiera otra ocasión de su vida —si alguien hubiera osado proponérsela—, hubiera suscitado su ofendido sarcasmo orgulloso: casarse con Tití. Tití era inmensamente rica; tenía sesenta años y él setenta y dos; la conocía hacía largo tiempo. ¿Se negaría a ser la princesa Brandini-Sforza? ¿No la tentaría ese título, lo único que a él no podían quitarle y que le serviría a Tití, durante el final de su existencia, de suntuoso pasaporte? ¿La madre de Tony, el snob, no accedería también al reclamo tentador del snobismo? Sobre la vajilla de plata, ¿no preferiría cambiar el escudo portugués, evidentemente apócrifo, por las armas de los Brandini que decoraban tantos monumentos ilustres? Principessa Brandini-Sforza... un gran nombre en cualquier parte del mundo, en Roma, en Viena, en París, en Madrid, en Londres, en Nueva York, en Buenos Aires... Y el "Gotha"... Espió a la presunta princesa, que en ese momento enfocaba a Lila Muñiz con su impertinente y que protestaba porque la niña desganada no se decidía a comer la presa de pavo que acababa de enviarle. Marco-Antonio se mordió los labios. Después de su madre había habido una principessa Brandini más, pues él, Marco-Antonio, se había casado a los veintidós años con una prima de diecisiete que murió un año después, al dar a luz un heredero que tampoco vivió. La recordaba a esa Isotta Brandini y se recordaba a sí mismo, en aquella época, como si se tratara de otras personas, o de algo que le habían referido, o de la biografía fugaz, trágica y hermosa, de un hijo suyo, de un hijo del viejo príncipe Marco-Antonio. Isotta y él eran dos chicos. Se perseguían, corriendo, por la Galería de las Batallas, por el jardín de la villa de Amalfi. Criaban gallos de riña en el cuarto de baño, y se disfrazaban para comer juntos, solos. Su madre había sido una dama comparable a las mejores de la estirpe inmemorial; su mujer, efímera, cautivante, hacía pensar en una princesa de cuento de hadas, en un personaje de Lucy Landor o de Mme. d'Aulnoy, habitante de un jardín de rosas y de un palacio donde Aquiles aguardaba, vestido de extraños ropajes en la inmovilidad del mármol, a que lo vinieran a desencantar. Las princesas Brandini... las otras princesas, las anteriores, cuya nobleza persistía en la gracia y en la majestad de los retratos... No; él no había permitido que Duma fuera la princesa Brandini y prolongara la línea armoniosa. Fingieron los dos que era ella quien se negaba a casarse y, de tanto en tanto, Brandini había insistido débilmente, en aras de la vanidad de su amiga, pero ambos sabían que era él quien, sin decirlo, rechazaba la idea. Y ahora... ahora... esta mujer... Tití... esta increíble mujer... ¿A qué mujer, que no fuera ésta, podía aspirar para que salvara su palacio, para que asegurara su vejez? Se sentía viejo, viejo, viejo.

Se miró las manos. La derecha ascendió hacia la solapa, sin que Marco-Antonio pudiera evitarlo, y la acarició suavemente. Enseguida reconoció a su padre. Era un ademán, un tic de su padre. Cada vez se le parecía más. Y no lo quería; nunca lo había querido. Pero su padre, para desquitarse de aquel desapego, con póstuma sutileza, había terminado por apoderarse de él. En ciertas ocasiones sentía muy cerca a su fantasma, rondando, obligándolo a hacer esto o aquello, a inclinarse así, a sonreír así, a pasarse así una mano por el bigote, a acariciarse la solapa. Por eso, como Duma, Marco-Antonio evitaba los espejos. En los espejos lo esperaban, emboscados, su padre y su vejez, que concluían por confundirse, porque para Marco-Antonio la vejez consistía en el triunfo vengativo de su padre, que acababa por devorarlo, por suplantarlo. Medio siglo atrás, su padre, anciano, enfermo, clavado en un sillón de ruedas, se hacía arrastrar hasta un ventanal del Palazzo Brandini, desde el cual les decía cosas obscenas a las mujeres que pasaban, y ellas no resolvían si reír o escandalizarse ante el viejo señor que había sido diplomático en Rusia, ante el muñeco pintado y encorsetado cuyas patillas se abrían, a ambos lados de la cara, como alas triangulares, y cuyo monóculo caía de cuando en cuando sobre la seda del plastrón inglés; el viejo señor que allá arriba, en el ventanal, agitaba con impotente fruición las mismas manos que Marco-Antonio alzaba, en el comedor de "El Paraíso", hasta la solapa de su saco negro.

El ex diplomático reposaba ahora en el panteón familiar. Y ése era otro asunto que atormentaba al espíritu supersticioso del comensal de la señora Tití, y a su remordimiento frente al vacío de su vida. Desde joven, se había prometido que a él no lo enterrarían allí. Uno de sus antecesores yacía en un sepulcro atribuido a Andrea Solario; otro se hizo construir, en Sicilia, una tumba inmensa, de piedra roja, custodiada por estatuas de soldados cristianos e infieles, que no llegó a ocupar, porque unos espadachines a sueldo del Consejo de Venecia lo asesinaron y arrojaron al mar su cadáver que jamás se encontró. Italia entera estaba erizada de mausoleos de su linaje. En los claustros, en el fresco silencio de las basílicas, los viajeros descifraban las proezas de su raza, grabadas en letras góticas, glorificadas por la pompa de los epitafios latinos. Y Marco-Antonio anhelaba para sí una sepultura digna de esos esplendores. Por lo menos, eso. Eso, por lo menos, hubiera debido erigir, ya que no había sido nada: un monumento funerario, con su escudo y con una cruz de Malta, delante del cual se detendrían los turistas guiados por un fraile a descifrar el nombre hermoso: Marco-Antonio Brandini-Sforza. Era una preocupación muy italiana y muy señorial, estética, retórica, artísticamente macabra, una tentativa de sobrevivir por algo, en medio de tantas sombras sobrevivientes. Cuando pudo llevar su aspiración a la práctica, lo postergó.

Y ahora ni siquiera eso tendría. Se moriría y lo enterrarían junto a su padre. Le temblaron las manos y observó que Silvano, el viejo pintor amigo de Tony, lo miraba con fijeza. El príncipe sacudió la testa magnífica, como un caballo de pura sangre, y le sonrió. Oyó que la señora Tití decía, en la cabecera, como un presidente de directorio que levanta la sesión, que tomarían el café en la sala. Se pasó los dedos por la frente, se arrebujó en la capita y se incorporó al cortejo locuaz que evolucionaba detrás de la señora, rumbo al asilo postrero de Napoleón Bonaparte, invocador de Victorias muertas.

Los huéspedes se distribuyeron en el "hall", en torno de la chimenea apagada. Silvano, vencido por las libaciones insistentes, se durmió en una silla de paja, semi oculto por un biombo. Marco-Antonio elogió las fotografías dedicadas por prestigiosos cantantes y músicos, que colmaban la mesa, y luego se apartó un poco del resto, con Tití y con Tony. En breves palabras les planteó el caso de María Lola, del cual estaban bien enterados, y les pidió que le dieran hospitalidad en "El Paraíso". Tití se indignó ante la actitud de su familia. Hizo un gesto vulgar, que le chocó al príncipe y que Tony aparentó no haber visto, y exclamó:

—¡Beatas hipocritonas!... todas iguales... mucha iglesia, y cuando se trata de ser realmente cristiano, se olvidan del Evangelio...

Brandini, que no deseaba, por cierto, polemizar con la señora, le refutó débilmente:

—Hay que colocarse también en su posición, Tití... los prejuicios... la sociedad...

—Antes que la sociedad está el corazón.

—Sí, claro, claro, il cuore...

Y Marco-Antonio, oprimiendo el suyo con la mano puesta sobre el chaleco de terciopelo, le dedicó una sonrisa tan intensa que Tití, desconcertada, se volvió hacia Lila Muñiz, reclamando otra taza de café.

Tony —tal como había calculado Marco-Antonio— acogió la idea con entusiasmo, pero antes de pronunciarse interrogó a su madre con los ojos. La señora se limitó a inclinar la cabeza, y el muchacho dijo:

—Naturalmente, la recibiremos. Encantados. Somos amigos de toda la vida.

—Es cuestión de poco tiempo —puntualizó el príncipe.

—El que sea necesario —declaró la señora Tití.

Quedaron, pues, en que Luis María Ponce de León conversaría con la muchacha y con sus hermanas, y en que comunicarían a "El Paraíso", por teléfono, la definitiva resolución. Brandini y Tony se miraron, resplandecientes de alegría sana. Sentían que ambos estaban cumpliendo una buena acción, aparte de los intereses secundarios que podían estimularlos. La señora le recordó a Brandini que había sonado la hora de su caminata cotidiana, y aceptó el ofrecimiento de éste de hacerle compañía. Estaba algo intrigada. Su sensibilidad vigilante le indicaba que en la actitud de su viejo amigo se mezclaba una nota nueva. Tomando su bastón, su bolso y su echarpe, partió en busca de Ulises y de Rop.

Don Boní aprovechó la coyuntura para aproximarse a Marco-Antonio, con Ferrari Espronceda, y expresarle su pesar por la muerte de Duma. Ni Tony ni él habían aludido en la mesa al episodio, pues no sabían cómo lo tomaría el príncipe, a quien en lo hondo respetaban, por la atávica consideración con que rendían homenaje a las jerarquías de la elegancia y de la frivolidad, afectando, eso sí, despreciar esa flaqueza, que hacía que se avergonzaran de sí mismos en los raros instantes en que vislumbraban lo que se escondía en las sombras de su interior más secreto, habitado por las rancias idolatrías y tabúes de la moda.

Marco-Antonio llevó hasta la solapa la mano paterna y se limitó a comentar:

—Fue una gran mujer. Creo que ha muerto como una santa. Hace catorce años —agregó exagerando— que no nos veíamos.

Tití regresó, escoltada por el mastín dálmata; el mono Rop se había enroscado en su cuello, bajo el gran sombrero mosqueteril, substituto de la vincha. Ante su aspecto, Brandini entrecerró los ojos, como quien recibe un golpe. Luego le tendió la diestra y, cada uno con su bastón, como dos convalecientes, salieron al parque. No bien atravesaron la pelouse que blanqueaban las estrellas, el príncipe comenzó su discurso, utilizando en su favor, corno un argumento, la inesperada muerte de Duma.

—Había postergado esta conversación hasta hoy —le dijo—, porque Duma vivía, y usted sabe, Tití, cuáles son los vínculos que nos han unido. No quiero disimularle nada. Quiero que hablemos francamente...

Su voz se perdió en el canturreo de la fontana y de los batracios, en el suspiro de las hojas. Miss Landor, que cerraba las persianas de su dormitorio, los vio alejarse hacia las alegorías de las Cuatro Estaciones: la señora gibosa, de piernas finas, de sombrero novelesco; el grueso señor patricio, de cuerpo de trompo, cuya barba fulgía como escarchada, pues el claror de los astros le había devuelto su tono natural; el mono inmóvil, acunado, amodorrado, y el perro que echó a correr y a ladrar a la luna. Y Miss Lucy reflexionó que Tití y Marco-Antonio pertenecían, en cierto modo, al reino de las hadas, y que tal vez ellos —como le había sucedido ya al príncipe, en una librería fantasmal vecina del Museo Británico— gozarían del privilegio que hasta ahora le había sido negado a ella, injustamente, a pesar de su fervor y de su estudio: la prerrogativa mágica de ver un hada, aleteando, saltando de flor en flor, como un leve insecto, o lavándose los menudos pies de coral en las aguas cubiertas de pétalos del arroyo. Encendió la luz, desplegó las páginas del "Times" y, como un pirata se lanza a la conquista de un tesoro empleando un mapa complejo, empezó a rastrear en él, con una lupa, los nombres esquivos de las remotas beldades del Savoy.

Tony comunicó al resto de la compañía la noticia del posible arribo de María Lola. Les describió su carácter y su situación (que Don Boní y Ferrari dominaban al dedillo), y sus amigos aprobaron su intención generosa. Detrás del biombo, un recio ronquido anunció que Silvano digería su borrachera. Kurt fue a despertarlo. Sin tomar en cuenta sus rezongos, lo obligó a levantarse. Entre él y Tony, lo condujeron a su cuarto y lo acostaron en la cama.

—La amistad —le dijo Tony al muchacho al despedirse— es un don de los dioses. Y lo que yo repito es un lugar común. Pero no perdamos nuestra amistad.

Y, fraternalmente, le besó la mejilla.

—Begonias, amarilis, nephrolépis —agregó Tony—. Buenas noches, poeta; buenas noches, pintor.

Hubiera deseado quedarse, prolongar el momento misterioso que vivían, lejos de todos, en la cochera, pero bajó la escalera de caracol y desapareció entre los altos vehículos espectrales.

Kurt se desvistió sin entornar la puerta que comunicaba con el dormitorio del maestro. Pensaba que Tití era la dueña de la noche, el centro, el corazón de la noche, la Noche misma. Imaginó cómo repercutirían en ella, cómo recogería los numerosos sonidos nocturnos: la tos de un niño, el cuchicheo de unos amantes, el gruñido de un perro, la desesperada queja de un tren, el chillar de un murciélago, las gárgaras de una canilla, y esos otros ruidos, vagos, ambiguos, inubicables, que constituyen la angustia y el terror de la noche, su carácter profundo. Sin Tití, no existirían. La noche era su dominio. Tití había renunciado al día cruel para refugiarse en la noche, cruel también pero capaz de exquisitas ternuras. En verdad, la Noche era ella; la Noche era la señora Tití, con su perrazo, con su empenachado sombrero, con su incógnita, y si ella no se levantara después del crepúsculo y no saliera a recorrer el mundo, los hombres, atónitos, asistirían al espectáculo monstruoso de la luz permanente, enemiga del letargo y del olvido.

Silvano entreabrió los ojos. Quiso decir algo, pero su lengua pastosa rehusó obedecerle. En el cuarto vecino, vio ir y venir el largo cuerpo dorado de Kurt, parecido al dibujo de Modigliani que había en la misma habitación, y se durmió, discurriendo que siempre que ese cuerpo estuviera cerca, podría descansar tranquilo, porque ese cuerpo era su espejo: se miraba en él. Mientras permanecería ahí, el maestro no envejecería; seguiría siendo joven, joven, joven... joven y alto y dorado... joven y alto y fino y dorado... mientras Kurt, su espejo, su juventud, su ilusión, permaneciera ahí, yendo y viniendo, dorado, como lo veía ahora, en torno de la estatua de Aquiles, en un palacio que el sueño convertía poco a poco en el Palacio del Louvre, lleno de pinturas, donde él —él o Kurt, pues ya no sabía quién era quién, cuándo comenzaba el uno, cuándo terminaba el otro— copiaba el "San Juan Bautista" de Leonardo da Vinci, casi rezando, como hacía mucho tiempo... mucho tiempo...