VI

MANIFIESTO DE LA JUNTA PROVISIONAL A LAS CORTES

Terminadas con la reunión de las Cortes las funciones de la Junta provisional, está ya en el caso de cumplir el último de sus deberes, manifestando los principios que ha seguido y objetos que se ha propuesto, sus operaciones, resultado que han tenido, y los que deben prometerse.

Un manifiesto de esta naturaleza debe por consecuencia ser un compendio de la historia de nuestra revolución, la más breve y fecunda en sucesos, así como la más noble y dichosa de cuantas las naciones han experimentado en todos los siglos que nos han precedido, y que da motivo de dudar que aun en los venideros, a pesar del progreso de la civilización, se verifique otra semejante.

La ilimitada confianza con que el pueblo y el monarca entregaron a nuestras escasas luces e insuficientes virtudes la suerte del trono y de la patria, solo manifiesta los magnánimos deseos de tan generosos comitentes, y a la Junta toca manifestar, que si sus tareas no han llenado completamente las esperanzas, a lo menos ha empleado para conseguirlo el más puro desinterés, el más noble celo, y el más ardiente patriotismo.

A la nación, al rey, a la posteridad, a nuestro honor, y aun al mundo entero, debemos esta exposición; por que no solo tienen derecho los tan próximamente interesados en nuestros sucesos a conocer la marcha que estos han llevado, sino todas las naciones, a quienes sirvan de guía o escarmiento los aciertos o los extravíos con que cada parte del género humano verifica sus variaciones políticas. Más de una vez ha sufrido la Junta reconvenciones, hijas de la impaciencia que anhelaba la publicidad de todas sus operaciones y principios, y si no ha complacido en esta parte al pueblo que la culpaba de reservada y misteriosa, ha sido por que, convencida de la inoportunidad y perjuicios que semejante publicidad traería consigo, ha querido más bien sufrir aquellas prevenciones y el sacrificio de su amor propio y de la popularidad que esta imprudencia le hubiera conciliado, que exponer o malograr disposiciones importantes, por una fatal condescendencia a deseos nacidos de la imprevisión, la cual nos hubiera traído a ser el instrumento del pueblo debiendo ser guía, en cuyas dos palabras está cifrado para los hombres profundos el gran secreto de por qué nuestra revolución no se parece a las de otras naciones. La necesidad y el verdadero interés de la patria produjeron este silencio; a él se debió en gran parte el que no naciese la anarquía democrática, fruto de todas las revoluciones populares, y que se llevasen a efecto disposiciones de la más alta importancia, cuya ejecución es incompatible con su publicidad; pero llegado ya el tiempo en que la Junta puede sin inconveniente dedicar su atención a satisfacer estos deseos, lo hace con tanto más placer, cuanto su sencilla exposición acreditará de prudente y justa la reserva de que se la culpaba.

Como una exposición de esta clase oficial y documentada, hecha sobre los mismos sucesos, debe llevar el carácter de la más severa verdad y sana crítica que el transcurso del tiempo no la puede alterar ni oscurecer, es necesario indicar, aunque rápidamente, el estado de la nación y las causas de nuestra revolución y mudanza de gobierno, para que pueda juzgarse con acierto de las operaciones que desde el día de la explicación del pueblo y del monarca han conducido la nave del Estado sin naufragio ni avería por entre los escollos que naturalmente ofrece toda convulsión política, particularmente en una nación que había presentado siempre en la escena un gobierno con derechos y sin obligaciones, a la faz de un pueblo que siempre estuvo abrumado de estas y privado de aquellos.

Las naciones de Europa, no teniendo otro barómetro que las operaciones del gobierno para medir y juzgar del estado de nuestras luces y civilización, hicieron a España la injusticia de reputarla muy atrasada del siglo actual, e incapaz por lo tanto de nivelarse con ellas; pero no observaban que los gobiernos absolutos nunca están al nivel de sus naciones ni de su siglo, y que en sus últimos tiempos solo subsisten por la costumbre de obedecer que adquirieron los pueblos, sin que en ello tenga parte la voluntad, y por la fuerza que cohíbe y refrena la energía de los principios ya conocidos y amados, pero contrarios a un sistema de poder absoluto.

Así se hallaba España en tiempo de Carlos IV, y la idea que de ella se tenía hizo a Napoleón Bonaparte cometer el error de intentar como cosa muy fácil su conquista. La nación entonces recobró su carácter guerrero y constante, desplegó sus luces, se presentó cual era, y no cual su inepto gobierno la hizo parecer; convenció a sus enemigos, y el Congreso nacional que formó, cuando solo existía la patria en el corazón de sus hijos, dejó muy atrás la sabiduría de los Estados generales, de las Dietas, de las Asambleas, Convenciones y Parlamentos de que se glorían otros pueblos.

Formada, jurada y establecida la Constitución política de nuestra monarquía, hija, no de facción ni espíritu de novedad, como los mal intencionados quieren persuadir, sino de la necesidad y de la madurez del siglo, era consiguiente la formación de nuestros códigos, análogos a los principios fijos y luminosos consagrados en la ley fundamental; era consiguiente simplificar la administración pública en todos los ramos, y en fin, era preciso derivar todas las disposiciones del gobierno del bien público, y no, como hasta entonces, del interés personal.

No hay ni facción, ni partido, ni conspiración capaz de mudar un gobierno establecido, respetado y obedecido por largo espacio de tiempo; suponer las revoluciones generales de los pueblos hijas de tales principios, es mucha ignorancia, o mucho deseo de engañar. Estos grandes movimientos de las naciones son en todas ellas hijos de la necesidad, traídos por el tiempo, o lo que es lo mismo, de la impericia o estolidez de los gobiernos, que no quieren o no saben marchar a la par de los progresos humanos, e identificarse con sus tiempos. Cuando cae un gobierno, cualquiera que sea, es por solo la razón de no poder sostenerse, ya sea por la decrepitud de sus instituciones, o por una inacción o consunción, que no necesita ningún agente externo que le impela.

La nueva dirección que toman los negocios públicos y privados causa reformas considerables, pero esencialmente necesarias, y de ellas las quejas y descontento de todos los interesados en los antiguos abusos y desórdenes. El interés individual, el interés de cuerpo, y la falaz idea de que pueda continuar existiendo lo que ya debe de cesar de existir, hace reunir esta clase de interesados, y formar lo que única y verdaderamente debe llamarse facción o partido. La experiencia ha enseñado a mucha costa que cuando una reforma ha llegado a ser necesaria, el resistirla es trasformarla en destrucción de los que la resisten; pero tal es la naturaleza humana, que ni la razón ni la experiencia son de ninguna fuerza en comparación del interés personal. Esta fue la principal causa de la abolición del gobierno constitucional a la vuelta del rey a la península. Todos los que temían el progreso de las luces, porque sus elementos eran las tinieblas, todos los que temían que la falta de mérito en un gobierno justo los volviese a la oscuridad, de donde jamás la justicia los hubiera sacado, todos los que debían su elevación a la influencia de un favorito en el anterior reinado, todos los que gozaban riqueza pública sin retribución de trabajo, autoridad sin virtudes, respeto sin sabiduría, honor y consideración sin merecimientos, y en fin, cuantos interesaban en los abusos y desorden que habían traído a la nación y su rey al borde del precipicio, todos conspiraron contra el gobierno constitucional, valiéndose de la calumnia, de la corrupción, de la hipocresía, y de todos los amaños y arterías para presentar al incauto pueblo como contradictorias las ideas de constitución y rey. Favorecíales para esta inicua empresa el poco y en parte el ningún conocimiento que los pueblos tenían del gobierno constitucional, porque su corta duración no pudo hacerles sensibles sus ventajas; favorecíales igualmente el prestigio del nombre del rey, cuyo amor habían cultivado los constitucionales hasta la idolatría, y fascinando al joven monarca, lograron abolir el gobierno representativo, reinar en nombre de un soberano, a quien deprimían al mismo tiempo que adulaban, llevando el furor de la venganza, no solo a extinguir las ideas que les eran contrarias, sino también a acabar con todos los hombres que las habían producido o adoptado; y favorecíales, en fin, la virtud heroica con que los constitucionales se dejaron asesinar, sin resistencia, por no traer con ella sobre la devastada España los horrores de una guerra civil, tan funesta siempre a los vencedores como a los vencidos.

Apoderados estos hombres del gobierno, hicieron reinar al desgraciado monarca, no como rey de una nación, sino como jefe de un partido, y distribuyeron entre sí los puestos y destinos más elevados y de mayores provechos, ora sea en el orden eclesiástico, ora en el judicial, civil y militar, como despojo de vencido, y botín de campo de batalla.

Restablecióse todo al ser y estado que tenía la moribunda España en 1808, cuya disposición por sí sola era suficiente para hundirla en su anterior abatimiento y volverla al abismo en que en aquel estado la había sumido: pero se añadió la impolítica e injusta persecución, que cubrió de luto y lágrimas a millares de familias, y pobló de víctimas las tumbas, las cárceles, los presidios y los castillos. Desaparecieron, lanzadas por la hipocresía, las virtudes cívicas, y aquel heroico entusiasmo que se había desplegado contra el usurpador, y así estas como el espíritu de patria y honor fueron sustituidas por un egoísmo necesario. La nación, lejos de reponerse de las calamidades de la guerra, se empobreció en medio de la más profunda paz y de las más abundantes cosechas; perdió su gloria, y fue objeto de lástima o burla de las naciones extranjeras, pocos días después de haberlo sido de su admiración; el rey perdió el amor del pueblo, y fue tratado por los extranjeros en sus escritos con el mayor desacato y vilipendio; la deuda nacional creció en vez de disminuirse; el crédito público quedó arruinado; la defección de las provincias de Ultramar se aumentó y cobró fuerzas; el comercio se extinguió del todo, y en fin, el desengaño llegó a penetrar hasta las más incultas aldeas. Se conocieron las causas de los males, y se toleraron por moderación, esperando que el mismo gobierno haría las mudanzas que la necesidad exigía. El descontento de todos, el agravio de los oprimidos, el despecho de los engañados, la inseguridad personal, y el deseo innato de mejorar tan mala suerte, fermentaban en secreto a pesar del espionaje y delación. El monarca, en medio de sus buenos deseos, viendo las cosas a través del vidrio que sus aduladores le ponían, descansaba tranquilo en el cráter del volcán que aquellos habían encendido, y que le cubrían con los amaños y arterías, para que eran tan idóneos, como ineptos para conducir el Estado a su bien y el rey a su gloria.

Convencidos de que toda mudanza sería perjudicial a sus propios intereses, y no teniendo virtud ni remordimientos para desviar, a costa de algún sacrificio, el peligro que amenazaba, ocultaron al rey el verdadero estado de la nación; desmintieron con el descaro del despotismo la opinión pública que generalmente se descubría, y para ahogar una revolución indispensable y manifestada siete veces en cinco años, adoptaron los medios violentos e impolíticos que la engendran en donde no existe, y la precipitan donde está preparada.

Así expusieron a desastres interminables a la patria, que Labia sufrido tantos insultos, y al rey que los había colmado de honores y riquezas. Pero como estos últimos eran los únicos objetos de su corazón, poco les importaba la patria, si dejaba de ser su patrimonio, y menos el rey, si dejaba de ser instrumento de su ambición y sus venganzas. ¡Monarca digno de amor y compasión! Tras una juventud oprimida, y un largo y pérfido cautiverio, te estaba reservado ser presa de una facción de hipócritas ineptos y malvados, que haciendo en seis años de paz más daño a la nación que el enemigo en los de la guerra, te enajenasen el amor de tus súbditos, te presentasen a la faz del mundo como un tirano, y te expusiesen a los horrores de una revolución. Si como lo lleva generalmente el orden de la naturaleza, se compensan los bienes con los males, ¡cuán grande será la gloria de tu reinado constitucional, si ha de compensar los males del mando absoluto! ¡Cuánta tu felicidad futura, si ha de compensar tus pasadas calamidades! Así parece que lo quiere la Providencia, pues la nueva carrera se te ha abierto, sin ninguno de los horrores que acompañan a las revoluciones, y se ha señalado con este prodigio tu entrada en el imperio de la ley, que ni adula ni insulta.

Seguramente España no hubiera permanecido tanto tiempo en el estado letárgico, ruinoso y degradante que tenía, si su situación geográfica no la tuviese fuera de contacto con las naciones poderosas y más civilizadas, pues en este caso, o la revolución se hubiera anticipado, o hubiera sido presa de cualquier príncipe ambicioso, que hubiese querido conquistarla. Extinguido el amor a su rey, sustituido el egoísmo al amor de la patria, difundido el descontento por todas las clases del Estado, sin crédito ni recursos, sin ejército ni marina, y con un gobierno desacreditado y aborrecido, que no contaba con fuerzas para defenderse, no podía esperar la nación peor suerte de pasar a otro dominio, que la que sufría por la rapacidad, ineptitud y crueldad de los gobernantes a que estaba entregada.

En tal estado la revolución era ya una consecuencia necesaria del abuso del poder, de la confusión del gobierno, y de la perspectiva de lo futuro, que era tan funesta como la de lo pasado. Y aunque aquella es, y debe ser en todo caso, el último recurso de todos los hombres que no saben pensar ni conocer los efectos de las pasiones que desencadena, apenas había ya quien no la desease: los sabios estaban decididos a ella por la convicción de la necesidad que la traía; los irritables por su sensibilidad a la opresión; las almas fuertes por la indignación que excita un gobierno en manos indignas; los denodados y fogosos por el glorioso deseo de arrostrar peligros en una noble y justa causa; los ofendidos por su resentimiento, y la nación entera por el instinto de la propia conservación y tendencia natural a mejorar de suerte. Ya se había llegado a la línea de demarcación que indica el momento en que se debe dejar de obedecer y empezar a resistir: solo faltaba una ocasión oportuna en que estallase y se descubriese la opinión general; y la disposición del pueblo y el ejército reunido en Andalucía para hacer la costosa y mal preparada expedición de Ultramar, facilitaron los medios, proclamando el primero la libertad de la patria. El ejército tenía a la vista el poco resultado de otras expediciones; había conocido la perfidia con que el año 14 se abusó de su lealtad al rey; notaba entre esta y las primeras expediciones la enorme diferencia de que estas habían ido a sosegar turbulencias injustas, y llevar a la España ultramarina la libertad y santas leyes de nuestra Constitución, que establecida en ella hubiera hecho la felicidad de sus vastas regiones; pero esta última llevaba el despotismo, que asolaba la España europea; estaba penetrado de que si la sublevación de las provincias insurgentes fue de principio injusto, ahora su resistencia tomaba el carácter de defensa de sus derechos naturales, rechazando la opresión de un gobierno destructor. Por tanto creía que enviarle a guerras sin gloria, y sin prepararle el triunfo por otros medios más que su fuerza física, era querer deshacerse de él como de un enemigo peligroso; era comprar a costado su sangre un nuevo número de esclavos en los insurgentes que redujese; y en fin, era manifestar el deseo de privar a la nación del apoyo de sus valientes, únicos restos que quedaban de los 200,000 guerreros que tenía a principios del año 14, y cuya gloria y merecimientos hacían sombra a los proyectos de la oligarquía teocrática que dominaba. El ejército lo había visto todo, lo había sufrido, pero su obediencia no era envilecimiento: las virtudes y el valor de los vencedores de la Albuera y San Marcial estaban sofocados, pero no extinguidos; su corazón en secreto daba culto al numen de la patria, desterrado por el ídolo de la adulación; la disciplina del guerrero, aunque severa, no es la ciega abnegación del cenobita; el ejército estaba reunido, su opinión era general y conforme al voto de la nación, y en él residían los medios de anunciarlo y sostenerlo. La tentativa de julio del año anterior se había frustrado, la disposición y resolución no era igual en todos los cuerpos, aunque el deseo fuese el mismo, pero esto nada importaba, bastaba el primer impulso, y llegó su momento. El día primero de este año vio el sol, por primera vez en el mundo desde su creación, un ejército libertador de su patria, sin deslucir el trono de su rey. Un caudillo animoso se presenta a las filas: «Basta de sufrimiento, dice, guerreros de España hemos cumplido con el honor; más larga paciencia sería vileza y cobardía: el rey y la patria son esclavos de una facción; restablezcamos el imperio de la ley; devolvamos su libertad al pueblo y su gloria al trono». El grito universal de ¡libertad! ¡Constitución! ¡patria! puebla los aires, y resuena en las llanuras de las Cabezas: 6,000 bayonetas siguen a sus intrépidos caudillos, ocupan los libertadores la inexpugnable situación de la Isla, después de proclamar solemnemente el código sagrado de la libertad, y juran con la fuerza de la razón y el entusiasmo del valor su observancia y defensa hasta la muerte.

A la noticia de tan bizarra empresa, todas las provincias comenzaron a fermentar, y a proporción de sus circunstancias se presentaron bajo el mismo aspecto, con el mismo espíritu y con la misma decisión. El fuerte gallego, el noble asturiano, el bravo navarro, el infatigable murciano, el esforzado aragonés, el impávido catalán, todos repitieron la misma voz, todos proclamaron la Constitución, todos corrieron a las armas para defenderla, todos formaron gobiernos populares y provisionales para establecerla, y todos acataron a su rey al mismo tiempo que recobraron su libertad. Las provincias interiores y la capital, ardiendo en los mismos deseos, esperaban que el gobierno, viendo abierto el abismo en que podía hundirse el trono, evitase la necesidad de un movimiento popular, siempre peligroso y terrible; pero aunque todo lo podían esperar de su rey, nada tenían que esperar de los gobernantes que le sitiaban. Lejos de esto, los hipócritas observando el silencio de la felonía y deslumbrando al monarca, consumaban la carrera del crimen, armando los brazos fratricidas sin el menor escrúpulo, para inundar en sangre la patria y tener el placer de conservar el mando despótico, aunque fuese sobre escombros y cadáveres. ¡Insensatos! Ignoraban la verdad más trivial de la historia, a saber, que las naciones nunca perecen, y lo que en ellas perece son los gobiernos. Casi todas las provincias de la circunferencia de la Península estaban declaradas en armas y con gobierno provisorio; ya la opinión se enunciaba francamente; el cobarde espionaje se ejercitaba sin resultado alguno; casi a las puertas de la capital se había proclamado la Constitución por un cuerpo de tropas, que tranquilamente ocupaba y recorría la Mancha: el imperio anticonstitucional no se extendía a más que desde Aranjuez a Guadarrama, el horizonte que se descubre desde palacio era el limite del reino de Fernando sin Constitución; los gobernantes podrían decir, «ya no poseemos más que lo que vemos»; y aun el gobierno no había dicho nada al pueblo; no se habían atrevido a llamar en público traidores y rebeldes a los dignamente levantados, porque eran muchos, y temían tener que sucumbir a la razón apoyada de la fuerza. Los segundos agentes emplearon por adulación tan odiosos nombres, último obsequio que podían hacer al despotismo moribundo; pero ya toda España sabía que las naciones no se rebelan, porque tienen derecho de darse o exigir un gobierno conveniente y justo, y que quien se rebela son los gobiernos, cuando son injustos, y porque no tienen derecho de tiranizar a las naciones.

Ya era llegado el momento de la explosión, retardada mes y medio por la prudencia de los buenos, y hecha al fin precisa por la mala fe de los gobernantes, que en ello hicieron el último mal que pudieron a la patria y al rey, como fue exponerlos a los terribles esfuerzos de una revolución. Pero no temáis, ¡amada patria, y monarca querido! Los que os salvaron antes del poder de los enemigos exteriores, os salvarán ahora de las garras de los internos, cuya hipocresía os ha conducido al precipicio. El pueblo y el ejército están unidos, los hombres buenos de todas las clases, en lugar de encerrarse en sus casas, en lugar de abandonar al pueblo a los excesos, se pondrán a su cabeza, conducirán su movimiento, refrenarán su fogosidad, conservarán el orden, inspirarán respeto a la dignidad real, la harán conocer su estado y le manifestarán honradamente sus necesidades; su carácter será el de una resolución invariable, sus armas serán palmas, su grito Ley y Rey, su divisa la Constitución. Ninguna voz de «muera», ni aun dirigida a los malvados, empañará el aire puro de libertad y gloria que llenará nuestra atmósfera el día 7 de marzo. Así fue puntualmente, el pueblo y la heroica guarnición de Madrid, hechos lo que realmente son, una familia de hermanos, se cubrieron de una gloria a que ninguna nación ha llegado haciendo una revolución, sin mover una bayoneta, sin una gota de sangre, sin desorden alguno. En la guarnición desde el general hasta el último soldado, y en el pueblo desde el sabio hasta el más inculto, parecía haberse despertado como por encanto una gloriosa y nunca vista emulación de ejercitar las nobles y sublimes pasiones que elevan a los hombres sobre su común esfera. Nunca se vio tanta unión y fraternidad; nunca se enunció la voz de patria, ley, rey, con la virtud y dignidad que merecen tan caros objetos. ¡Amor santo de la patria! tuyo es este prodigio; tú convertiste a los guerreros en héroes de paz, y a los ciudadanos en soldados de la razón. En este día prometió S. M. jurar y guardar la Constitución de nuestra monarquía, y verificado este juramento el día 9, con la mayor espontaneidad del bondadoso monarca, el entusiasmo y la alegría pública no tuvieron límites: reuniones, fiestas, iluminaciones, canciones patrióticas, animadas del grito de: «Viva la Constitución, viva el rey constitucional», formaban el delirio de placer, a que se entregó el pueblo sin intermisión los días siguientes, por manera que la Junta habló con exactitud geométrica el día 2 de mayo, cuando dijo que la revolución de España y variación de su gobierno se había hecho con seis años de paciencia, un día de explicación y dos de regocijo.

Pero las nuevas instituciones que acababan de jurarse a la faz de Dios y de los hombres, no podían ser establecidas por los principales agentes del anterior gobierno; el pueblo necesitaba garantía de la buena fe de este, y el rey de la seguridad y decoro de su trono y Real persona. Objetos tan sagrados no podían entregarse a la justa desconfianza que debían inspirar al pueblo los gobernantes del régimen arbitrario, y al rey la inestabilidad y riesgos de los movimientos populares. De aquí nació la formación de esta Junta provisional, compuesta de personas de la confianza del pueblo y de S. M., quien el día 9 la mandó reunir para consultarle las providencias que emanasen del gobierno, hasta la reunión de las Cortes que debían convocarse cuanto antes.

Reunida la Junta, y animada del mejor deseo del acierto, comenzó sus trabajos por fijar sus ideas, para que sus operaciones no incurriesen jamás en contradicciones o en errores, que por pequeños que fuesen en sí, la naturaleza de las circunstancias podía hacerlos de la mayor importancia y trascendencia. De pequeños principios y deslices, al parecer despreciables, nos manifiesta la historia que han tenido origen los grandes y funestos sucesos que han trastornado los gobiernos y las naciones en crisis de esta especie. Generalmente se ha creído que una revolución es una mudanza de gobierno, y se ha confundido una idea, que bien conocida de los pueblos o de los que los han guiado en tales casos, los hubiera libertado de grandísimos males. La Junta se penetró bien de que la revolución es la reacción natural de la libertad contra la opresión, y la mudanza o variación de gobierno es, o debe ser, su objeto. Toda revolución que dure más de un día, es necesariamente sangrienta y desgraciada, porque su duración supone falta de gobierno, y a esta sigue inmediatamente la anarquía.

De aquí se siguen dos consideraciones de consecuencia gravísima: 1.ª Que la revolución, o lo que es lo mismo, la reacción de la libertad contra la opresión, siendo una operación física, debe ser igual y contraria a la acción que la produjo; y esta es la causa por que las revoluciones de Inglaterra, Francia y otros países han cubierto de sangre y de delitos su suelo, vengando en meses o años de reacción la opresión de siglos enteros. Pero si la prudencia puede quitar a la reacción este carácter de física, y hacerla en cierto modo moral, entonces las leyes se varían tranquilamente, y sin horrores ni crímenes, antes bien poniendo en ejercicio las virtudes. 2.ª Que toda variación, o sea revolución, por ceñirnos a la expresión vulgar, que haga el pueblo por sí mismo, debiendo ser larga, y por consecuencia, desgraciada, y acabar en nueva tiranía, solo puede ser feliz cuando indicada por el pueblo, sea ejecutada por el gobierno mismo; de lo que se sigue que es necesario conservar el gobierno, y no así como quiera, sino conservarle con la consideración y fuerza necesaria para que se haga obedecer. La fuerza disuelta y tumultuaria de los pueblos no sirve, por grande que sea, para establecer nuevas instituciones; solo puede hacer esta operación con la fuerza continua y reunida de los gobiernos. Así pues, lo que necesitábamos era trasformar el gobierno, pero no destruirle. De haber comenzado los pueblos por destruir su gobierno, han resultado las calamidades de todas las revoluciones, y esto provino de haber trasportado a los hombres el aborrecimiento que solo debe tenerse a las cosas. Las naciones en una larga serie de siglos, asesinando príncipes y magistrados, no ban hecho mas que sustituir un tirano a otro; si en lugar de decir, «muera el tirano», hubieran dicho, «muera la tiranía», lo hubieran acertado.

Como las tempestades en el orden físico de la naturaleza, son las revoluciones en el orden moral de la sociedad. Aquellas son un efecto necesario del desorden y falta de equilibrio de principios naturales, y estas lo son del abuso del poder y falta de equilibrio en los derechos y obligaciones; el efecto de las primeras es el restituir el vigor y lozanía a la mustia y moribunda naturaleza, y el de las últimas restablecer la fuerza de las leyes protectoras de los pueblos. Pero el efecto de las primeras es fijo y seguro, porque la naturaleza obra siempre por leyes invariables; y el de las segundas es tan vario, como lo son las opiniones que dominan en los hombres; y de aquí procede, que la mayor parte de las revoluciones han acabado por establecer una nueva tiranía sobre las ruinas de la antigua, porque no fijándose en principios seguros la marcha de las nuevas disposiciones, su continua y penosa situación fatiga a los pueblos y a los gobiernos, y se abandonan a la muerte; los unos, cansados de no ver cumplidos nunca sus deseos, y los otros, de no acertar a satisfacerlos; aquellos de tocar males en lugar de los bienes que se prometían, y estos de encontrar vituperios donde esperaban alabanzas.

El movimiento del ejército y del pueblo había sido solo el relámpago precursor de la tempestad que amenazaba, preñada de venganzas, pasiones e intereses opuestos, que nunca se concilian, una vez desatados; y ¿cómo impedir su funesta explosión? Conteniendo la exaltación, y desarmando la arbitrariedad; guiando al monarca por el camino de la ley, y al pueblo por el de la obediencia racional; anticipándose, o previniendo la explosión de la revolución, así como el sabio físico, que para evitar la de una nube, la descarga del eléctrico, y restituyendo por este único y verdadero medio el equilibrio a la naturaleza, restablece la atmósfera a su brillante serenidad, sin pasar por los horrores del trueno, ni los estragos del rayo.

No adormecía al vigilante celo de la Junta la apariencia de tranquilidad y buen orden con que el pueblo había hecho su movimiento, porque conocía que nunca en su principio se desencadenan las pasiones innobles que las revoluciones abortan, ni se manifiesta en el principio la discordia, porque la primera impresión del peligro causa naturalmente la unión, que la imprevisión atribuye a igualdad y convicción de principios. Lejos de este funesto error, la Junta comprendía toda la extensión de las consecuencias necesarias de una revolución, que cualquiera que fuera su primer aspecto, podía ser tanto más terrible, cuanto ademas de romper el antiguo yugo del poder arbitrario, tenía que vengar a la razón ultrajada por seis años de persecuciones inicuas que habían ofendido a todos y hecho gemir millares de familias; añadíase a esta consideración la del efecto que producen en tales crisis las teorías exaltadas, que confunden los hombres con las cosas y el derecho del pueblo con su fuerza, no considerando que no hay derecho contra razón en nadie, aunque en el pueblo hay fuerza para todo.

La situación en que se hallaba la Junta era delicada, porque su fuerza moral tenía que ser a un mismo tiempo el escudo del rey y del pueblo; uno y otro esperaba de ella la seguridad de sus respectivos derechos, y era dada por ambos como una garantía mutua de sus operaciones. Tal se consideró la Junta, tal se hizo considerar del pueblo y del gobierno, para que ambos se persuadiesen de que conservaría escrupulosamente la línea de demarcación de sus derechos y obligaciones, y nada propondría que no fuese dirigido a guardar y asegurar los del trono y los del pueblo, evitando cuidadosamente toda invasión del uno sobre los del otro, que es el verdadero medio de derramar el saludable bálsamo de la confianza, único calmante de las agitaciones políticas. Tenía, pues, que contener la natural tendencia del pueblo y del gobierno a arrogarse derechos y disminuir obligaciones; y como el mantener este justo equilibrio, así como es la mayor dificultad, es el único medio de llevar a efecto la salud de la patria, la Junta formó desde luego la resolución de mantenerle tan invariable, que el que hubiese querido invadir los derechos del otro, hubiera tenido que pasar por encima de sus cadáveres, así el pueblo para atacar los derechos del trono, como el rey para invadir los del pueblo.

Difícil cosa parecía que nuestra revolución no fuese acompañada de los desastres que todas las de otras naciones, pero la Junta se atrevía a esperarlo, siguiendo sus principios, y aprovechando con arreglo a ellos el momento decisivo que cada cosa tiene en el mundo, y aunque conocerlo y aprovecharlo sea el mayor esfuerzo de la prudencia, sus buenos deseos le ocultaron la escasez de la suya, fiada en que, tomando sobre sí la revolución en el instante de su crisis, podría darle una dirección fija y favorable, y conseguir así el sujetar sus resultados o cálculo; porque sin una dirección determinada, las revoluciones marchan ciegamente entregadas al acaso; los hombres no ven el fondo del abismo que se abre a sus pies, y cada día es una nueva revolución, que aborta y engendra al mismo tiempo sucesos, que los hombres más sabios no pueden esperar ni prevenir. Uno de los principales resultados que la Junta se proponía sacar de su conducta, fundada en estos principios, era hacer amable la causa de la libertad, separando de ella las tristes escenas que suelen acompañar, o más bien impedir su establecimiento, y lograr que el despotismo huyese de vergüenza y confusión del suelo de las Españas, probando al pueblo y al gobierno que la libertad bien organizada, no solo se conforma con la ley, sino que la fortifica y ennoblece.

No era menos grave el cuidado que la Junta debía tener de no dejarse sorprender, tanto por los extravíos de la exaltación de los amantes de la libertad, como por las arterías y sugestiones de los enemigos de ella, y mucho más conociendo la astucia de los últimos para sacar partido y servirse de la efervescencia de los primeros, como del instrumento más apropósito para minar los cimientos de la libertad naciente. La exaltación por sí sola, en cualquier sentido que sea, trae consigo la intolerancia y la infracción de las leyes protectoras de la libertad, y presentando siempre a los gobiernos un estado inseguro y revolucionario, tiraniza la opinión, y esparce la alarma y la zozobra. La Junta, pues, se propuso, como un principio de conducta de la más alta importancia, evitar toda exaltación en sus disposiciones, y no dar margen a la pública, fijando en su corazón la importante verdad de que: «Los reyes se harán tiranos por política, siempre que sus súbditos se hagan rebeldes por principios».

Tendida la vista sobre el vasto espacio de las revoluciones, y adoptados principios generales para conducirla felizmente, faltaba todavía considerar los obstáculos que presentaba el estado particular de las provincias. La guerra civil había comenzado desde que el ejército, reunido en Andalucía, recibió la orden de obrar hostilmente contra las tropas de la Isla; la causa y el nombre de nacional de un ejército, y de real otro, hacían verdaderamente enemigos unos de otros a los españoles, y las hostilidades empezadas entre los dos ejércitos, ofrecían ya todo el carácter y encarnizamiento de una guerra civil.

El aspecto de las provincias levantadas, que habían formado sus juntas provisorias cada una de por sí, y cortado toda comunicación con el gobierno, partiendo sin uniformidad, aunque con el mejor orden interior, amenazaba una escisión, o que tal vez levantase la cabeza la hidra del federalismo. El gobierno acababa de ceder, después de dos meses de lucha; su trasformación de absoluto en moderado no podía ser obra de un momento, y hasta que los principales agentes fuesen sustituidos por otros, y el régimen constitucional se estableciese, ni el ejército de la Isla, ni las provincias podían ni debían dejar su actitud imponente y armada, porque esta era su única salvaguardia y garantía; invitarlos a desarmes y a entrar en comunicación de pronto, sin que antes se les diesen pruebas de la buena fe y decisión del gobierno, podía parecer un lazo tendido por este para reducirlos a la obediencia pasiva, y como no tenían ciertamente motivos de esperar ningún bien, y si de temer todo mal, según la experiencia de seis años, su suspicacia era justa, era necesario respetarla, y abrir a la confianza el único camino de la buena fe, con pruebas indudables de una marcha leal y constante por la noble senda de las nuevas instituciones. Esta marcha debía ser rápida, más no imprudente y precipitada; sus providencias debían ser esenciales, y no solo para las provincias que no habían negado la obediencia, sino generales para todas, porque siendo dirigidas a restablecer el sistema constitucional, debían ser admitidas hasta de aquellas en que sin gobiernos provisionales se hubiesen anticipado a dictarlas en sus distritos.

Poner en acción, al mismo tiempo que las leyes fundamentales se juraban, todas las providencias que el gobierno representativo dictó en tres años, tenía el inconveniente de excitar y promover la confusión en las segundas manos del gobierno, y cada agente hubiera dado en su ejecución más preferencia a unas que a otras, y el ejecutarlas todas a la vez, sobre ser imposible, hubiera sido el modo de que ninguna se hubiese llevado a efecto, y en lugar de una mudanza de gobierno, se hubiera hecho una completa desorganización de todos sus ramos. Además de esto era de observar, que siendo muchas de las disposiciones contenidas en los decretos de las Cortes y órdenes de la Regencia, propias del momento en que se dieron, y que cesaron con las circunstancias que las habían producido, el discernimiento de estas con las que debían restablecerse, sería tan vario como los funcionarios que debían ejecutarlas. En fin, bien meditado este punto, tomó la Junta el prudente partido de los buenos médicos, que no administran al enfermo de una vez toda la medicina que necesita, por segura y saludable que sea, sino con proporción a la posibilidad de sus fuerzas físicas, y con el tiempo necesario para que obre, sin la interrupción o nulidad que causaría su acumulación. Y en fin, si la Junta hubiese exigido la sanción real, de una vez, a todo lo mandado por las Cortes, habría faltado al principio que adoptó, de conservar al gobierno toda la dignidad y decoro que le da y asegura la misma Constitución; su conducta hubiera sido tachada de violenta, y este mismo carácter tendría la sanción real, si se hubiese dado sin el tiempo necesario, para que fuese obra y resultado de examen y de íntimo convencimiento.

Pero así como la precipitación de las disposiciones para el restablecimiento del régimen constitucional sería imprudente y peligrosa, su lentitud causaría el enorme perjuicio de dilatar los buenos efectos de su ejecución, y de tener que ocuparse las Cortes en su plantificación, luego que se instalasen, en lugar de los grandes objetos legislativos a que debían consagrar sus tareas. Para evitar, pues, ambos inconvenientes, fijó la Junta la atención en la sucesión que debía darse al restablecimiento de aquellas disposiciones según su importancia, dando la primera en su juicio a las que eran orgánicas y constitutivas del nuevo régimen; era también preciso darlas en un orden bien meditado, que las primeras facilitasen la ejecución de las segundas, y estas la de las sucesivas, porque no es menos importante establecer leyes que el facilitar su ejecución.

La naturaleza de la Junta y el espíritu con que fue creada, era de una corporación cogobernante con el monarca, pero el carácter que se le dio por escrito, fue de consultiva hasta la reunión de las Cortes. Esta notable diferencia en hombres de menos cordura, pudiera haber causado muy malos efectos (pues desde luego produjo alguna inquietud en el público que procuró desvanecer), pero como apenas hay cosas de que el verdadero celo no pueda sacar partido, y volverlas en bien de la patria, cuando esta es la única pasión del hombre público, la Junta se propuso servirse de esta misma diferencia, para presentarse bajo el aspecto que fuese más conveniente en su caso, no excitar celos en el gobierno, ni ideas quiméricas en el pueblo, y poder conservar el ejercicio de su atribución sin degradar al uno, ni exaltar al otro. Otra consideración también de la mayor importancia, decidió a la Junta a tomar este término, y es la de que todas las corporaciones populares de esta clase, en tales casos, vienen a acabar con los gobiernos, por poco que en ellas se mezcle la ambición, o el furor de captar la popularidad; y si evitan estos escollos, por poca resolución o confianza, incurren en el opuesto de entregarse al gobierno y ponen al pueblo en el caso de una revolución para recobrar los derechos de que se cree despojado, cuando considera a la autoridad de su elección y confianza en una opresión o dependencia precaria del gobierno. En ambos casos peligra la causa del trono y del pueblo, y la historia de las revoluciones nos conserva la memoria de los males que han procedido de este origen, para que la Junta los olvidase, y no tratase de evitarlos.

La Junta, pues, con arreglo a estos principios, debía ir dejando su popularidad y transferirla al gobierno, a proporción de las pruebas que este diese de su buena fe y decisión por el sistema constitucional; conservarle el respeto y decoro que los movimientos populares hacen vacilar, y cuya depresión es el precursor de la caída de los tronos y de la subversión de la sociedad; conciliar e identificar el amor a la ley y al rey, y preparar la reunión de Cortes en términos que estas hallasen ya organizado y en acción expedita el gobierno constitucional, y estuviesen desembarazadas de todas las atenciones que no fuesen las legislativas.

Estos son los principios que la Junta adoptó por norte de su conducta en las espinosas circunstancias, en que plugo a la Providencia fiar a sus cortas luces y débiles hombros el grave cargo que hoy finaliza, y cuyo desempeño, cualquiera que haya sido, presenta al juicio de la nación.

Indicados con la posible rapidez y concisión los más esenciales principios que la Junta adoptó por base de sus operaciones, y los objetos que con ellos se proponía, pasa a hacer un ligero bosquejo de aquellas, citando como comprobantes algunos documentos, pues el referir todos los trabajos sería inútil e impertinente, y mucho más quedando en poder del Congreso para el uso que estime conveniente.

Corto ha sido en verdad el espacio de cuatro meses, que la Junta ha estado al frente de los negocios públicos, pero tan fecundo en materias de su instituto, que para no hacer una aglomeración informe y pesada de sus operaciones, es preciso clasificarlas, reduciendo a una gran sección las pertenecientes al restablecimiento del régimen constitucional, y a otra, las tocantes a la marcha del gobierno de la monarquía, durante las funciones de esta corporación, y dividiendo después estas dos secciones en las subdivisiones más esenciales, sin mencionar la multitud de pequeños incidentes, que si bien han sido objeto de su trabajo, no deben serlo de su conmemoración, pues aunque han contribuido a establecer el orden, se han confundido después con el mismo, así como las fuentecillas que concurriendo a formar los ríos, se confunden con ellos, al mismo tiempo que ayudan a formar su caudal.

Después de esto, la Junta provisional daba cuenta del estado de los negocios en cada ramo y en cada departamento de la administración pública, bajo los epígrafes de: Reunión de la opinión al centro del gobierno constitucional:—Correspondencia con las Juntas provisionales:—Convocatoria y reunión de Cortes:—Gobierno:—Relaciones exteriores:—Administración pública:—Ultramar:—Negocios eclesiásticos:—Hacienda:—Marina.

De buena gana trascribiríamos también estos interesantes datos, más no nos es posible por su mucha extensión.