CAPÍTULO XXVIII
COMBATE DE TOLOSA DE FRANCIA. FIN DE LA GUERRA
(De enero a mayo, 1814)
Situación de Suchet.—Idem del primer ejército español.—Acción de Molíns de Rey.—Salida de tropas francesas de Cataluña.—Notable y singular artificio para tomar las plazas de Lérida, Tortosa y Mequinenza.—Papel que desempeñó don Juan Van-Halen.—Falla el ensayo en Tortosa.—Surte efecto en Mequinenza, Lérida y Monzón.—Caen prisioneras las guarniciones.—Censurable conducta de los nuestros.—Tratos entre el mariscal Suchet y el general español Copóns.—Ocupan los nuestros a Gerona y Olot.—Parte Suchet a Francia.—Capitulación de Jaca.—Plazas que quedaban en España en poder de franceses.—Nueva campaña de Napoleón.—Sale por última vez de París.—Sus prodigiosos triunfos.—Muévese Wellington con el ejército aliado.—Deja Soult a Bayona.—Los cohetes a la Congreve.—Combate general contra los franceses.—Batalla de Orthez.—Triunfo de los aliados y retirada de Soult.—Quedan acordonadas Bayona y otras plazas francesas.—Marcha de Soult hacia Tolosa de Francia.—Levantamiento de Burdeos en favor de los Borbones.—Persigue Wellington a Soult camino de Tolosa.—Batalla de Tolosa, favorable a los aliados, y última de esta guerra.—Entrada de los ejércitos de las potencias aliadas en París.—Gobierno provisional.—Proclamación de Luis XVIII.—Abdicación de Napoleón.—Tratado de cesación de hostilidades entre Wellington, Soult y Suchet.—Evacuan las tropas francesas las plazas que aún tenían en España.—Fin de la guerra.
De las tropas francesas que aún subsistían en España, era sin duda el cuerpo más respetable, por su número, por su calidad, y por las condiciones de su general en jefe, el que había quedado en Cataluña a las órdenes del mariscal Suchet, duque de la Albufera; bien que ni al general ni al ejército se ocultaba lo crítico de su situación, no ignorando cuán comprometida y triste era la del imperio francés en frente de la coalición europea, y cómo habían sido arrojadas del territorio español las tropas imperiales por otros lados y puntos de la península. Así, aunque de ánimo firme el mariscal Suchet, y siempre fiel al emperador, como todo su ejército del Principado, no podía tener ya aquella fe y obrar con aquella resolución que inspira la esperanza del triunfo en una lucha empeñada y dudosa; al paso que los nuestros cobraban nueves bríos, como todo aquel que vislumbra y toca ya de cerca el fruto de su perseverancia, de sus esfuerzos y de sus afanes.
Menos necesidad que antes tenemos ahora de fatigar a nuestros lectores con el relato de todos los movimientos y operaciones militares que por aquellas partes se practicaban, y de que llenaban cada día las columnas de la Gaceta de la Regencia los partes oficiales de nuestros caudillos, libres como estaban ya las comunicaciones entre ellos y el gobierno central. Nos ceñiremos pues a lo que allí ocurrió, y nos parece de más sustancia, desde los principios del año 1,814 en que hemos entrado.
Aunque preparado Suchet a la retirada por indicaciones que ya había recibido de Napoleón, manteníase todavía en Barcelona, cubriendo además sus tropas la línea izquierda del Llobregat. Acordaron un día el general inglés Clinton y el español Manso el medio de arrojarlos de aquellas posiciones, noticioso de lo cuál no quiso el capitán general del Principado, don Francisco de Copóns y Navia, dejar de tomar parte personalmente en la empresa, resolviéndose a embestir la línea el 16 de enero con las fuerzas anglo-sicilianas al mando de Clinton y las de don Pedro Sarsfield. El éxito de la operación no correspondió del todo a lo que se esperaba de la combinación del plan, acaso principalmente por no haber llegado muy a tiempo el mismo Copóns, no calculando bien el entorpecimiento que había de ocasionar el mal estado de los caminos y la oscuridad de la noche, con que pudieron los franceses replegarse y recibir ayuda del general Pannetier. Acudieron además tropas de Barcelona, intentando Suchet atacar a los nuestros hacia San Feliú con intención de cortarlos, de lo cual se apercibieron oportunamente y retrocedieron. Dio, sin embargo, Copóns el parte siguiente: «Los enemigos que cubrían la línea izquierda del Llobregat en número de 3,000 sobre Molíns de Rey han sido arrojados de ella ayer por la mañana. Fue obra de momentos por estas tropas del primer ejército, sin embargo que tuvieron que atacarlos en reductos.—A la derecha se hallaba el señor general en jefe del ejército aliado don Enrique Clinton con algunas tropas de su ejército y las del general Sarsfield, las que tomaron una parte muy activa, batiendo a los enemigos que se le presentaron.—Como el objeto fue solo un reconocimiento, nos retiramos dejando ardiendo los reductos del enemigo, y trayéndose mis tropas algunos prisioneros…—Cuartel general de Olesa, 17 de enero de 1814».
Las necesidades y los apuros de Napoleón, que veía ya el territorio invadido por los aliados del Norte, refluía, como era natural, en beneficio y en desahogo de España. Para resistir a aquellos tuvo que echar mano de las tropas de Suchet y de Soult, que eran, y él lo decía, las mejores de todo el ejército que le había quedado. Mandó pues salir de Cataluña con destino a Lyón las dos terceras partes de la caballería, con 8 o 10,000 infantes, previniendo a Suchet que se situara en Gerona, como lo verificó, dejando al general Habert en Barcelona con 5,000 hombres (1.º de febrero, 1814). Hizo bien el barón de Habert en declarar desde el primer día en estado de sitio la ciudad de Barcelona y sus fuertes, porque aquella salida de tropas francesas permitió a los nuestros bloquear pronto la capital del Principado, como tenían ya bloqueadas Lérida y Tortosa. Tanto estas últimas plazas como las de Mequinenza, Monzón, Peñíscola y Murviedro que estaban aun en poder de franceses, fueron objeto de una extraña negociación, de que daremos cuenta ahora, para restituirlas a nuestro dominio.
Un oficial de marina llamado don Juan Van-Halen, que en 1808 defendiendo la causa de la independencia española había sido hecho prisionero por los franceses, y reconocido después y servido al rey José, hallándose en 1813 con una comisión en París, y deseando reconciliarse con la patria que había abandonado y como remunerarla de su anterior defección con algún importante servicio, solicitó y alcanzó ser destinado en noviembre de aquel mismo año al estado mayor del mariscal Suchet en Cataluña. Con aquel pensamiento púsose luego en correspondencia con el barón de Eroles, a quien confió al cabo de algún tiempo la clave de la cifra del ejército francés, como anuncio y como prueba de los proyectos que meditaba. Uno de ellos fue el de fingir órdenes, con las cuales saliendo una noche de Barcelona (17 de enero de 1814), se llevó consigo dos escuadrones de coraceros. Pero habiéndosele frustrado por causas imprevistas aquel golpe, de cuyas resultas tuvo ya que unirse al general español, metióse con él en otro empeño, que aprobó el de Eroles, y al que accedió aunque con alguna repugnancia el mismo general en jefe Copóns, cual fue el de recuperar las plazas arriba mencionadas fingiendo un convenio que aparecería firmado por los generales de los dos ejércitos enemigos.
Ensayóse primeramente aquel atrevido plan con la plaza de Tortosa, cuyo bloqueo se estrechó al efecto. Confió el secreto a las personas que habían de realizarle, y se instruyó a cada uno del papel que había de representar. Un pliego que aparecería del mariscal Suchet, contrahecho con la cifra, firmas y sello de su estado mayor que Van-Halen había podido adquirir, y que se refería a una supuesta negociación entablada en Tarrasa, sería dirigido al gobernador de Tortosa Robert, previniéndole estuviese dispuesto a evacuar la plaza tan pronto como se le avisase. Poco después el comandante del bloqueo le participaría haberse ajustado ya el convenio pendiente, y que para cerciorarse de ello podía enviar o salir él mismo al campamento español, donde hablaría con el mismo ayudante de Suchet que le había traído. Dicho se está que este ayudante era el mismo Van-Halen, cuya defección ignoraba el gobernador. La estratagema se empezó a ejecutar, pero malogróse por causas que aún no han podido puntualizarse bien. A pesar del mal éxito de este primer ensayo, resolvióse repetir la tentativa, no con Peñíscola y Murviedro, pero si con Mequinenza, Lérida y Monzón.
Resultado completo tuvo el mismo ardid en la primera de estas plazas. El gobernador francés Bourgeois recibió el pliego sin sospechar ni de él ni del emisario. El barón de Eroles le pasó después el segundo oficio convenido, en virtud del cual un oficial de la plaza salió a conferenciar con Van-Halen, y en su consecuencia evacuáronla los enemigos el 13 de febrero. Empleada la misma traza en Lérida, donde también acudió el barón de Eroles, cayó igualmente en el lazo el gobernador Lamarque, quien departió largamente en persona con Van-Halen, siendo el resultado ocupar los nuestros la plaza y todas sus fortalezas el 15 del citado mes. Alguna más dificultad se encontró en Monzón, alentados los defensores con la atinada y briosa resistencia que habían estado oponiendo a los batallones de Mina que los asediaban. Pero una vez cerciorado el gobernador del castillo de ser cierta la evacuación de Lérida de que dependía, abrió también sus puertas a los nuestros (18 de febrero). Así volvieron a nuestro poder estas tres plazas[255], que sobre dejar desembarazada la gente que teníamos empleada en su bloqueo y libres las comunicaciones del Ebro, daban nuevo aliento así a las tropas como a los naturales del país, sujetos hasta entonces a la dominación enemiga.
Y no fue esto solo, sino que puesto el de Eroles en combinación con los jefes de las fuerzas aliadas que bloqueaban a Barcelona, para cortar en su marcha y hacer prisioneras las guarniciones de las citadas plazas que componían sobre 2,300 hombres, lo consiguió al llegar aquellas a Martorell, comprendiendo entonces los prisioneros la trama que se les había urdido, y prorrumpiendo en los naturales desahogos de quien se encuentra víctima de un engaño. Lo peor fue que después de este sufrieron otro aun más injustificable, puesto que habiéndoseles prometido dejarlos en libertad de pasar a Francia, aunque sin armas ni aprestos militares, no se les cumplió, sin causa que pudiese cohonestar esta falta de respeto a los pactos: censurable conducta de los nuestros, que no basta a disculpar proceder semejante de los franceses en otros casos. Excusado es decir lo que desazonaría a Suchet la noticia de los medios empleados para la recuperación de las enunciadas plazas.
Pero necesidades y mandatos superiores le obligaban a él mismo a entrar en tratos, que algunos meses antes habría desdeñado, y en que ni siquiera hubiera podido soñar en su orgullo de vencedor y de conquistador. Una orden del gobierno imperial le prescribía que negociara con el general español del Principado don Francisco Copóns sobre la entrega de las demás plazas del distrito, a excepción de Figueras que se le mandaba conservar. Conferenciaron pues ambos generales por medio de sus respectivos jefes de estado mayor: duras le parecían al francés las condiciones que el español le proponía: mas como quiera que el emperador le pidiese 10,000 soldados más de los suyos para enviarlos como los anteriores a Lyón, vióse precisado Suchet a proseguir las negociaciones, teniendo al mismo tiempo que abandonar a Gerona, la cual hizo desmantelar, y acogerse con las reliquias de su ejército bajo el cañón de Figueras (10 de marzo), evacuando también y haciendo volar los puntos fortificados de Puigcerdá, Olot y Palamós. En su consecuencia ocuparon nuestras tropas al día siguiente a Olot y Gerona. Por último, el mismo Suchet recibió orden de pasar a Francia; con que infiérese el estado miserable en que quedarían para los franceses las cosas de Cataluña.
No les soplaba por la parte de Aragón viento más favorable. La ciudadela de Jaca que tenían sitiada las tropas de Mina, y a cuyas inmediaciones se habían dado repetidos combates, capituló también el 17 de febrero, bajo las condiciones principales de que la guarnición saldría con todos los honores de la guerra, depositando las armas a las 300 toesas y obligándose a no tomarlas hasta el perfecto canje de igual número de prisioneros españoles que hubiese en Francia, clase por clase, e individuo por individuo; y de que gozaría de todas las ventajas que pudiera permitir un armisticio u otro convenio que hubiera podido hacerse entre Napoleón y las potencias aliadas antes de la ratificación de esta capitulación. Ratificáronla el comandante de la ciudadela De Sortis y el general Espoz y Mina.
Las plazas de Tortosa, Peñíscola y Murviedro continuaban estrechamente bloqueadas, sufriendo todo género de privaciones y sin esperanza de que por parte alguna pudiera venirles socorro. Y como en todos lados aparecía eclipsada la estrella de la prosperidad para los franceses, la plaza de Santoña, única que en las costas del Océano conservaban en su poder, amenazaba también no estarlo mucho tiempo, apretado el sitio y apoderadas nuestras tropas de los fuertes del Puntal y de Laredo (13 y 21 de febrero), si bien con la desgracia, de todos muy sentida, de que pereciese de resultas de heridas el bizarro oficial general don Diego del Barco, al cual reemplazó don Juan José San Llorente.
De más tamaño, y no más propicios para los franceses, ni menos importantes para España, eran los acontecimientos militares que por este mismo tiempo se realizaban dentro del imperio francés y cerca de la frontera española por el Pirineo Occidental. Cuando la marcha de los aliados del Norte había obligado a Napoleón a salir otra vez de París, después de dictar las disposiciones oportunas para la defensa de aquella capital, y después de abrazar tiernamente a su esposa y a su hijo, no imaginando entonces que los abrazaba por la vez postrera, cuando con el escaso ejército que le quedaba se hallaba combatiendo a los confederados y venciéndolos todavía en la Rothiere, en Champ-Auber, en Montmirail, en Chateau-Tierry, en Vaucham, en Nangís y en Montereau, alcanzando aquellos triunfos semimilagrosos, pero que semejaban a los esfuerzos terribles de un desesperado o a los arranques impetuosos de un moribundo; cuando para sostenerse él en aquella posición necesitó llamar una parte de las fuerzas que defendían los Pirineos, las unas a Lyón, las otras a París, entonces fue cuando el generalísimo de los ejércitos aliados anglo-hispano-portugueses, lord Wellington, abonanzada la estación y derretidas las nieves que también le detenían donde le dejamos en el capítulo XXVI, determinó embestir a Bayona, y llevar la guerra hasta el corazón de la Francia.
Comenzaron las maniobras para el paso del Adour el 14 de febrero por un movimiento general sobre la izquierda del enemigo, siendo don Pablo Morillo el primero que con la primera división del 4.º ejército acometió por la izquierda del Nive las posiciones del general Harispe, obligándole a replegarse, siguiéndole sobre Hellete, tomando a la bayoneta las calles de este pueblo, e incomunicando al francés con San Juan de Pie-de-Puerto, cuya plaza bloqueaban las tropas de Mina que ocupaban el Baztán y avanzaban por Baigorry y Bidarry. Por su parte los generales ingleses Hill y Stewart forzaban también las estancias enemigas, y reparando los puentes que el francés destruía y cruzando tras él los ríos, pusieron a Soult en el caso de dejar la plaza de Bayona abandonada a sus propios recursos, concentrando él sus fuerzas detrás del Gave de Pau, y estableciendo sus cuarteles en Orthez[256]. Continuaron las operaciones en los días siguientes, quedando el 18 establecidos nuestros puestos sobre el Gave de Olerón. El paso del Adour por cerca de Bayona ofrecía dificultades que parecían invencibles, a causa de lo anchuroso del río, del estado del mar y de lo desfavorable de la estación, y porque además tenían los enemigos cañoneras y botes armados, y una fragata para impedir el tránsito con sus fuegos. También los nuestros habían reunido en Socoa barcos costaneros para formar el puente que había de echarse en el Adour, pero el viento y la marejada les impedía salir al mar. Difirióse por eso la operación hasta el 23, día en que entró también otra vez en Francia don Manuel Freire con dos divisiones del cuarto ejército vuelto a llamar de España por el duque de Ciudad-Rodrigo.
A pesar de lo arriesgado y aun temerario que parecía el intento de cruzar un río como el de Bayona al mediodía, a la vista de la ciudadela, y sin el socorro todavía de las fuerzas navales, el general sir John Hope no tuvo tiempo para diferirlo más, y arriesgándose a todo logró que pasaran algunas tropas en botes que había llevado sobre carros, con artillería y con cohetes a la congreve. Las baterías enemigas, la fragata y las cañoneras hiciéronle un fuego tremendo, pero la vista de los cohetes a la congreve que serpenteaban como lenguas de fuego, y sus efectos de traspasar los costados de los buques, aterraron a los marineros franceses, en términos, que se dieron prisa a remontar el río arriba. La fragata Safo resistió hasta ver que iba perdiendo mucha gente, incluso su capitán, y hubo de ampararse bajo las baterías de la ciudadela. A las cuatro de la tarde del 24 habían pasado ya en los botes cerca de 4,000 hombres, además de un escuadrón de caballería que traspuso el río a nado. En aquella misma tarde arribaron al embarcadero veintinueve lanchas y botes de la flotilla de Socoa, habiendo perecido uno a la entrada de la barra y varado otro en la costa. A la noche se hallaban ya 6,000 hombres a la derecha del río, y preparábanse para verificarlo al día siguiente hasta el completo de 16,000, con seis escuadrones y diez y ocho piezas de artillería.
Finalizóse en efecto el 25 el trabajo del puente, estableciéndole donde el río tiene 370 varas de ancho, y formándole con veinte y seis barcos costeros, asegurados a proa y a popa con anclas o cañones de hierro, extendiendo por encima tablones para que pudiera rodar la artillería, y colocando además a la parte superior de él una cadena que impidiese el abordaje de los buques enemigos. En combinación con el paso del río por las tropas, y en tanto que estas acordonaban la plaza y ciudadela de Bayona, dispuso Wellington un ataque general contra el ejército francés. Comenzó el movimiento el mariscal Beresford atacando varios puestos fortificados sobre la izquierda del Gave de Pau, obligando a los franceses a replegarse, en tanto que Hill con Clinton efectuaban el paso del Gave de Olerón, y Picton marchaba hacia Sauveterre, y en tanto también que don Pablo Morillo bloqueaba la plaza de Navarreins. El ejército francés se reunió y tomó posiciones cerca de Orthez, destruyendo los puentes. El 26 (febrero) pasó Beresford el Gave de Pau por más abajo de su unión con el de Olerón, marchando inmediatamente hacia Orthez sobre la derecha del enemigo: sir Stápleton Cotton cruzó aquel río por debajo del puente de Bouréns: Hill recibió orden de ocupar las alturas de frente de Orthez y el camino real de Sauveterre. El 27 encontraron los aliados al ejército de Soult en una fuerte posición cerca de Orthez, apoyada su derecha en una altura sobre el camino real de Dax, ocupando la aldea de Saint-Boés, la izquierda en la ciudad y en otra altura para impedir el paso del río, el centro formando una curva por entre las colinas. Eran sus jefes principales Reille, Drouet, Clausel, Villatte, Harispe y París. Su número, por cálculo de los nuestros, sería de unos 40,000 hombres.
En el mismo día 27 dio Wellington la orden de atacar y se enredó la batalla. Aunque Beresford se apoderó luego de la aldea de Saint-Boés, halló tal resistencia, y era tan estrecho el terreno, y llegó a verse tan comprometido, que tuvo que variar el plan de la acción. Wellington le envió además otras divisiones, con que no solo se repuso, sino que logró desalojar al enemigo. Entretanto Hill había forzado el paso del Gave por Orthez y camino de Saint-Severe, con lo cual comenzó a retirarse el francés, con un orden admirable, pero concluyendo después con una huida en completo desorden. «Continuamos el alcance hasta la noche (decía Wellington en su parte), y entonces mandé que el ejército hiciese alto a las inmediaciones de Sault de Navailles. Yo no puedo asegurar con certeza a cuánto monta la pérdida del enemigo. Hemos tomado varias piezas de artillería, y un número considerable de prisioneros, que en este momento no puedo determinar a cuánto asciende. Todo el país está cubierto de cadáveres enemigos: su ejército estaba en la mayor confusión cuando lo vi al último, pasando por las alturas inmediatas a Sault de Navailles; muchos de sus soldados arrojaban las armas, y su deserción después de la batalla ha sido inmensa. Seguimos al día siguiente al enemigo hasta este pueblo (Saint-Severe), y este día (1.º de marzo) hemos pasado el Adour. El mariscal Beresford marchó con la división ligera y la brigada de Viviane sobre Mont-de-Marsán, donde se ha apoderado de un almacén muy grande de provisiones… El enemigo se retira al parecer sobre Agén, y ha dejado abierto el camino principal de Burdeos…»[257].
Fue el resultado de todas estas operaciones franquear el Adour y sus tributarios y dominar todos sus pasos y comunicaciones, dejar acordonadas las plazas de Bayona, San Juan de Pie de Puerto y Navarreins, apoderarse Beresford del depósito de Mont-de-Marsán y sir R. Hill del almacén de Ayre, y dejar descubierta la comarca y población de Burdeos, donde Soult no creía que Wellington se internase. Las lluvias, que pusieron casi intransitables los caminos e hincharon los arroyos, junto con la destrucción de los puentes, obligaron a los aliados a detenerse. Soult después de la derrota de Orthez marchó hacia Tarbes, y faldeando el Pirineo se fue en busca de los auxilios que por la parte oriental de la misma cordillera pudiera facilitarle el mariscal Suchet.
Ni era esto lo que quería Napoleón, que había recomendado eficazmente a Soult que protegiese a Burdeos, y si era necesario, se sacrificase allí a imitación del general Carnot en Amberes, porque quince o veinte días que pudiera resistir allí le darían a él tiempo para decidir la suerte de la guerra entre París y Langres, ni Wellington desaprovechó el movimiento de su adversario para sacar partido del espíritu realista que en Burdeos como en todo el Mediodía de la Francia estaba fermentando contra el régimen imperial. Contribuyó a fomentarle la llegada a la frontera de España del duque de Angulema, hijo del conde de Artois, y sobrino de Luis XVIII. Y si bien cuando este miembro de la casa de Borbón se presentó a Wellington en su cuartel general, esquivó el inglés alentarle en sus pretensiones, por no mezclarse en la cuestión de dinastía hasta saber la resolución de los aliados, es lo cierto que su presencia en el país animó a los de su partido, que hacía tiempo se agitaban y movían en Burdeos los emisarios de los Borbones y sus adictos, y que entre unos y otros hicieron salir a Wellington de su acostumbrada circunspección, hasta decidirle a dar apoyo a los que trabajaban por restablecer la dinastía borbónica en Francia. Así se lo suplicaron los que se abocaron con él en Saint-Severe.
Para producir pues un levantamiento en Burdeos en este sentido, bastaba al general británico destacar diez o doce mil soldados de los suyos, quedándole todavía bastantes fuerzas para seguir en pos del mariscal Soult hacia Tolosa. Así lo hizo, enviando al primero de estos puntos al mariscal Beresford con tres divisiones, llenando los huecos que estas dejaban con tropas españolas de don Manuel Freire. Tan pronto como los ingleses se aproximaron a Burdeos, evacuaron la ciudad las autoridades imperiales con las pocas tropas que allí había, proclamaron los bordeleses el restablecimiento de los Borbones, salió el maire a entregar a Beresford las llaves de la ciudad, cambiando delante de él la escarapela tricolor de su sombrero por la blanca, símbolo de la legitimidad, y acudiendo el duque de Angulema proclamó la restauración de la antigua dinastía a la faz de los ingleses: él y Beresford entraron en la ciudad (12 de marzo) en medio de vítores y aclamaciones. Sin embargo lord Wellington quiso salvar las apariencias, y escribió al de Angulema protestando contra aquella aclamación, como si fuese contraria a su propósito hasta saberse la resolución que sobre dinastía tomasen las potencias aliadas.
Sabiendo, o por lo menos sospechando Soult lo que acontecía en Burdeos, quiso o aparentó tomar la ofensiva, revolviendo desde Rabasténs y amagando la derecha de los ingleses. Pero reforzado Hill con dos divisiones que le envió Wellington, retrocedió de nuevo el mariscal francés por Vic-Bigorre la ruta de Tolosa. Siguió tras él el general británico, incorporándosele en el camino tropas españolas de las que por orden del duque de Ciudad-Rodrigo habían entrado en Francia. Dijimos ya que la mayor parte de estas pertenecían al cuarto ejército que mandaba don Manuel Freire, y en el que se encontraban don Pablo Morillo, don Carlos de España y don Julián Sánchez. Quiso Wellington que entrase también en Francia el ejército de reserva de Andalucía que estaba acantonado en la frontera. Pero su jefe el conde de La Bisbal, a quien hemos visto en Córdoba so color del restablecimiento de su salud, no solo puso dificultades, con cierto desabrimiento expresadas, sino que pretendió de Wellington que le permitiese internar sus tropas en Castilla la Vieja para darles algún descanso, y reponerlas de equipo y restablecer su disciplina. Incomodó a Wellington semejante respuesta, tanto más, cuanto le constaba no ser exactos los fundamentos de su excusa. Pero el lector que sabe ya los tratos y manejos en que andaba el de La Bisbal con los diputados y personajes que trabajaban por destruir el sistema constitucional, comprenderá las razones y evasivas de aquel jefe. Wellington no accedió a la internación de las tropas que aquel pretendía, y ordenó que se acantonaran en las orillas del Ebro. Llamó entonces a las del tercer ejército, y más dócil que La Bisbal el príncipe de Anglona que le comandaba, se preparó a entrar en Francia, aunque lo verificó algunos días más tarde.
Aparentó Soult querer esperar al ejército aliado en las cercanías de Vic-Bigorre, pero levantó de noche el campo tomando el camino de Tarbes. Prosiguiendo Wellington y los aliados en la misma dirección, divisaron el 20 de marzo algunas de sus tropas, más en vez de aguardarlos el francés, desembarazóse de los carros y del bagaje pesado que llevaba, y continuando su marcha a Tolosa, entró sin obstáculo en esta ciudad, habiendo tomado mucha delantera a Wellington, por lo común más pesado en sus movimientos, y ahora más embarazado con pontones y otros materiales que tenía que llevar, lluvioso el tiempo y no muy conocido el país, de modo que hasta el 27 no pudo hallarse frente de Tolosa. Aunque al siguiente día intentó ya el general británico colocar el puente sobre el Garona, no pudo verificarlo hasta el 31, en cuyo día pasó Hill del otro lado del río con algunas de sus tropas; más no pudiendo maniobrar en aquella parte por la naturaleza y condiciones de aquel terreno, tuvo que repasarle, hasta que hallado otro paraje más apropósito echóse allí el puente (4 de abril), y pasaron por él desde luego tres divisiones de infantería al mando del mariscal Beresford. Otras que debían seguirlas, y entre ellas las españolas, tuvieron que suspenderlo por la crecida repentina de las aguas, y aun hubo necesidad de levantar el puente para que la corriente no le arrebatara. De este modo estuvieron cuatro días las tropas aliadas divididas entre ambas orillas del Garona, hasta el 28, que amansada la avenida pasó Wellington con su cuartel general, con el cuerpo español y la artillería portuguesa. Fue una suerte casi milagrosa que en aquel intermedio no se hubiera movido el ejército de Soult, habiendo podido envolver la parte del de los aliados que había quedado del otro lado del río aislada y comprometida.
Nuevas dificultades obligaron a Wellington a diferir el ataque hasta la mañana del 10 (abril). Las fuerzas de Soult serían unos 30,000 hombres; más que dobles en número eran las de los aliados. Pero el mariscal francés se hallaba fuertemente atrincherado en Tolosa y sus alrededores. Además de la natural defensa que la capital del Garona superior tiene con los canales y ríos que casi la rodean, y con sus antiguos y espesos muros que todavía la ceñían en casi todo su recinto, y con las colinas que al Este de la ciudad se elevan fortificadas con reductos, acababan de construirse cabezas de puente y otras muchas obras de campaña, ejecutadas, aunque en breve tiempo, en toda regla, así en el campo como en los edificios de cerca y dentro de la ciudad. No vaciló sin embargo Wellington, y dispuesto su plan de ataque, y dadas las correspondientes instrucciones a cada uno de sus generales, colocadas en sus respectivos puestos las divisiones, tan luego como se vio a Beresford en movimiento para atacar la posición fortificada del enemigo que se le había encomendado, arremetió con intrepidez el general español don Manuel Freire, trepando una colina en medio de un vivo fuego de artillería y fusilería, ganándola y permaneciendo en ella algún tiempo. Rechazado después el movimiento de la derecha de su línea, y doblado su flanco izquierdo, vióse obligado a retirarse, «Mucha satisfacción me causó, escribía Wellington, el ver que aunque las tropas habían sufrido considerablemente al tiempo de retirarse, se reunieron otra vez luego que la división ligera, que estaba muy inmediata a nuestro flanco derecho, se ponía en movimiento; y no puedo elogiar suficientemente los esfuerzos que hicieron para reunirlas y formarlas de nuevo el general Freyre, los oficiales del estado mayor del cuarto ejército español, y los del estado mayor general. El teniente general don Gabriel de Mendizábal, que estaba de voluntario en la acción, el brigadier Ezpeleta, y diferentes oficiales del estado mayor y jefes de cuerpos fueron heridos en esta ocasión, pero el general Mendizábal continuó en el campo. El regimiento de tiradores de Cantabria al mando del coronel Sicilia, mantuvo su posición debajo de las atrincheramientos enemigos, hasta que le envié la orden para retirarse»[258].
Entretanto el mariscal Beresford con las divisiones británicas cuarta y sexta, mandadas por Colle y Clinton, embestían briosamente las alturas de la derecha enemiga, y en medio de un fuego violentísimo se enseñorearon de ellas y de sus reductos y atrincheramientos, no sin experimentar pérdidas muy sensibles, especialmente la sexta división. Vencedores por allí los aliados y ayudándolos don Manuel Freyre con sus divisiones ya rehechas, fueron desalojando a los franceses de todas aquellas cumbres y quedando en poder de aquellos todas las fortificaciones, pudiendo solo recoger el enemigo la artillería. También por su parte el general Hill, al cual acompañaba don Pablo Morillo, obligó a Reille a abandonar el arrabal de Saint-Ciprién, forzándole a refugiarse dentro de la vieja muralla. Eran ya las cuatro de la tarde, cuando Soult, viendo las cumbres dominadas por los aliados, y plantada en ellas la artillería amenazando la ciudad, ordenó al general Clausel que no insistiera en el intento de recobrar las estancias perdidas, y se limitara a ceñir el canal destinado a servirles de segunda línea. Desamparó Soult a Tolosa en la noche del 11 al 12 (abril), dejando en ella heridos, cañones y efectos en abundancia, y tomando el camino de Carcasona, por donde esperaba poderse juntar al mariscal Suchet. Los aliados entraron en la ciudad el 12, en medio de ruidosas aclamaciones de los habitantes, que también allí como en Burdeos se descubrieron muchos adictos a la causa y a la familia de Borbón.
Tal fue la famosa batalla de Tolosa de Francia, la última puede decirse de la guerra de la independencia española que pudiera merecer este nombre. Los franceses la llamaron victoria, y como tal la grabaron en sus monumentos públicos. No hay para qué nos empeñemos en quitarles el consuelo de esta ilusión, contra la cual sin embargo protestaban y protestan los resultados, no menos públicos y más elocuentes que sus monumentos. Costó, sí, a los aliados pérdidas grandes y muy sensibles, de las cuales tocó una buena parte a los españoles, como que la habían tomado muy principal en la batalla[259]. Según el parte del duque de Ciudad-Rodrigo, consistieron aquellas en 4,700 hombres entre ingleses, españoles y portugueses[260], contándose entre los heridos los generales Mendizábal y Ezpeleta, y los jefes de brigada Méndez Vigo y Carrillo, pero en cambio contaron también los franceses entre sus heridos los generales Harispe, Gasquet, Berlier, Lamorandiere, Baurot y Danture.
Antes de terminar este episodio de los sucesos de Tolosa, al cual volveremos muy pronto, puesto que fue el último de esta guerra, veamos lo que entretanto había acontecido en España, donde nada habrá ya que nos sorprenda, puesto que la lucha estaba vencida, y no faltaban ya sino los últimos, parciales y naturales desenlaces.
La guarnición francesa de Santoña y su gobernador, a quienes vimos aislados y reducidos al estrecho casco de la plaza, convenciéronse de que era una temeridad estéril la resistencia y diéronse a partido (27 de marzo), no sin sacar de la capitulación una condición ventajosa, cual era la de volverse a Francia bajo su palabra de no tomar la armas durante la presente guerra. Mas habiendo de someterse este ajuste a la aprobación de lord Wellington, como generalísimo de los ejércitos españoles, y estando fresco en su memoria el ejemplo reciente de lo sucedido con los rendidos de Jaca, que faltaron a una condición igual tan pronto como pisaron el suelo francés, negóse a ratificar aquella cláusula, y bien podía hacerlo, seguro de que en aquellas circunstancias la necesidad había de obligar a los vencidos a sujetarse a cualesquiera condiciones que se quisiera imponerles.
Los pocos días que permaneció Suchet en Cataluña al abrigo de Figueras hacía sus excursiones a Perpiñán, como quien cuidaba ya más del territorio francés que del español, a cuyo fin colocó también tropas en la Junquera y en el Coll de Pertús. De buena gana hubiera reunido el resto de las tropas del Principado, a saber, los 3,000 hombres que Robert tenía en Tortosa y los 8,000 que en Barcelona acaudillaba Habert, con lo cual podía aún formar un cuerpo de más de 22,000 hombres de aquel brillante ejército de Cataluña. Así lo intentó, pero Robert no podía salir de Tortosa, bloqueado y muy vigilado por los españoles, y una vez que Habert hizo la tentativa de arrancar de Barcelona, fue repelido por Sarsfield, y obligado a retroceder con pérdida. Al fin no pudiendo Suchet prolongar más su permanencia en España, dejóla en los primeros días de abril, tomando con las columnas que le acompañaban la vía de Narbona. Al salir voló las fortificaciones de Rosas, pero dejó todavía guarniciones en Barcelona, Figueras, Hostalrich, Tortosa, Benasque, Murviedro y Peñíscola, bien que bloqueadas todas por los españoles, y en estado las más de no poder servir mucho tiempo.
Volviendo ya a Tolosa, según ofrecimos, en la tarde del mismo día en que se dio la batalla llegó allí la noticia de la entrada de los ejércitos aliados del Norte en París (31 de marzo). Lleváronla el coronel inglés Cook y el coronel francés Saint-Simon, enviado el uno al duque de Ciudad-Rodrigo y el otro al de Dalmacia; añadiendo, que a poco de la entrada se había reunido el Senado, y nombrado un gobierno provisional para la Francia, compuesto de cinco personas, a cuya cabeza estaba Talleyrand, príncipe de Benevento; que este gobierno había formado una Constitución, y presentada al Senado y aprobada por unanimidad, se había proclamado rey de Francia a Luis Estanislao Javier (Luis XVIII); que por un decreto del Senado, Napoleón había sido destituido del trono, y abolido el derecho hereditario de su familia; y por último, que Napoleón había hecho abdicación del trono imperial, y los monarcas confederados le habían señalado para su residencia la isla de Elba. Estas noticias se celebraron con júbilo en Tolosa, que tal era ya el espíritu antinapoleónico que dominaba, y aquella noche fue Wellington muy vitoreado en el teatro.
Comunicadas estas nuevas a los mariscales Soult y Suchet, el primero no las tuvo o aparentó no tenerlas por bastante auténticas para decidirse a reconocer el gobierno provisional, y hasta adquirir más certeza propuso a Wellington un armisticio, que el general inglés no admitió. Mas como el duque de la Albufera, previa una reunión de los principales jefes de su ejército, decidiese someterse al nuevo gobierno de París, no tardó tampoco en hacerlo el de Dalmacia, y ambos acudieron a celebrar con el de Ciudad-Rodrigo una suspensión de hostilidades, y a ajustar un convenio que pusiese término a la guerra. Hiciéronse dos en lugar de uno, porque así lo exigió Suchet, no queriendo reconocer supremacía en Soult, a quien tenía, como muchos, por hombre orgulloso y de condición predominante.
El convenio con Soult contenía: la cesación de hostilidades desde aquel mismo día (18 de abril); la demarcación del territorio que había de servir de límite a los dos ejércitos, francés y aliado; la suspensión también de toda hostilidad con las plazas de Bayona, San Juan de Pie de Puerto, Navarreins, Blaye, y castillo de Lourdes: que la villa y fuertes de Santoña serían entregados a las tropas españolas, evacuándolos la guarnición francesa, y llevando consigo todo lo que le pertenecía; que el fuerte de Benasque sería también entregado a los españoles; que la demarcación de la línea para el ejército del duque de la Albufera sería las fronteras de Francia con España desde el mar hasta el departamento del alto Garona; que la navegación de este río sería libre desde Tolosa hasta el mar, y que habría un espacio por lo menos de dos leguas entre los primeros acantonamientos de los respectivos ejércitos.
Habiendo querido Suchet, según indicamos, negociar por sí y separadamente con Wellington, hízose entre los dos al día siguiente otro convenio, en que después de estipularse que en la convención con Soult se tuviera por no incluido lo que tenía relación con su ejército, se pactaba: que todas las plazas que este ocupaba todavía en España serían inmediatamente entregadas a las tropas españolas; que la de Tortosa sería la primera, y la guarnición francesa pasaría a Francia por el camino real que va a Perpiñán; que luego que aquella llegase a Gerona se entregaría la fortaleza de Figueras; que las de Murviedro, Peñíscola y Hostalrich lo serían también con la menor dilación posible; que tan pronto como la guarnición de Tortosa llegase a la frontera de Francia, se entregaría la plaza de Barcelona a las tropas españolas, debiendo reunirse todas las francesas en Perpiñán, con las provisiones y todos los medios de trasporte que las autoridades españolas deberían facilitarles; que habiendo Suchet restituido varios prisioneros españoles sin canje alguno, y estando dispuesto a restituir todos los que se hallaban dentro de los límites del distrito de su mando, se le devolverían también todos los prisioneros franceses de las guarniciones de Lérida, Mequinenza y Monzón, en igual número y en igualdad de grados; y que a fin de ejecutar prontamente este convenio serían enviados inmediatamente a Cataluña un oficial inglés y otro español con las instrucciones correspondientes, y pasando por su cuartel general se le incorporaría un oficial francés, para que juntos y de concierto procediesen a cumplir y ejecutar el tratado[261].
Así sucedió, siendo evacuadas por los franceses, en virtud de los convenios ajustados el 18 y 19 de abril en Tolosa, las plazas que aún tenían en España, alguna no sin algún tiroteo, como la de Benasque, las demás sucesivamente y sin obstáculo, como Tortosa, Murviedro, Peñíscola, Santoña y Barcelona, siendo las últimas Hostalrich y Figueras, y quedando en su virtud los días 3 y 4 de junio libre de franceses el territorio español. Consecuencia de aquellos tratados fue también el regreso a España de los prisioneros de guerra, y de aquellos que con el nombre de reos de Estado habían sido llevados por Napoleón a Francia, a excepción de los que no habían podido sobrevivir a los padecimientos. A su vez las tropas aliadas, anglo-hispano-portuguesas, iban evacuando la Francia, habiendo cesado el objeto que allá las había llevado.
Así terminó la gloriosa guerra de la independencia española, tan fecunda en memorables acontecimientos como hemos visto; episodio inolvidable de la vida de nuestra nación, sobre el cual habremos de hacer todavía más adelante algunas reflexiones, urgiéndonos ahora contar cómo los españoles tuvieron la satisfacción de ver otra vez en el seno de su amada patria, que era entonces la mayor dicha que podían imaginar, aquel monarca, por quien tanta sangre habían derramado.