17
Blu.
Selana recobró el conocimiento. Olía a estiércol quemado y sentía el calor de unas llamas. A pesar de ello, temblaba de frío. Parpadeó y sus ojos azul verdosos, apagados por el agotamiento, se abrieron de par en par por la sorpresa.
Estaba a solas, tumbada sobre el suelo arenoso de una caverna grande y rectangular, alumbrada únicamente por la exigua luz de la hoguera de palos y estiércol que ardía en el centro. El techo era demasiado bajo para el tamaño de la gruta, quizás unos tres metros y medio de altura. A la mortecina luz, apenas lograba percibir los contornos de unas aberturas angostas situadas a izquierda y derecha, en el límite de su campo de visión.
«¿Dónde estoy? —se preguntó—. Lo último que recuerdo es que estaba nadando… en unas aguas frías como el hielo… Me herí… y recobré mi forma humana».
Selana se estremeció al recordar el espantoso corte que se había hecho en el brazo derecho; se había desmayado por el dolor y la crudeza del tiempo. La sorprendió el hecho de que la herida ya no le doliera. ¿Habría estado inconsciente tanto tiempo que había dado lugar a que se le curara el corte? Intentó tocarse la herida, examinar el alcance del daño sufrido, pero descubrió que no podía mover las manos.
Sólo entonces fue consciente del tacto de un metal frío y pesado en torno a sus muñecas. Vio que estaba esposada con grilletes, de los que salían dos cadenas sujetas al áspero granito rosa de la pared. Guardaba un vago recuerdo de haber sufrido una alucinación; algo sobre un minotauro, con venas rojas y vibrantes destacadas en su cuerpo humanoide y su bestial cabeza de toro. ¿Había visto de verdad a esa criatura? Algo la había traído aquí, desde luego. Pero ¿dónde estaba ahora?
Selana se retorció sobre sí misma y comprobó con alivio que, al menos, las cadenas le permitían ponerse de pie. Habría dado cualquier cosa por comprender lo que estaba pasando, pero no conseguía recordar nada a partir del momento en que se acurrucó en la grieta rocosa, cerca del arroyo. Su brazo, a saber cómo, se había curado, pero todavía le dolían todos los músculos.
De improviso, procedente de la angosta abertura de la izquierda, la elfa marina escuchó un ruido rasposo, como si se arrastrara algo, seguido de un murmullo gutural y ronco. El miedo hizo que el corazón le palpitara desbocado en el pecho. Al tener las manos atadas se sentía vulnerable, y miró desesperada en derredor en busca de algo con lo que defenderse. Todo cuanto podía hacer era dar patadas, y a una corta distancia. Las primeras sílabas de un conjuro de protección acudieron a su mente, pero estaba demasiado exhausta para recordar la totalidad del hechizo.
El sonido rasposo cesó y una cabeza inmensa asomó por la abertura y escudriñó la caverna mal iluminada. Unos ojos negros se fijaron en Selana. La criatura avanzó a gatas.
La elfa marina vio que se trataba de un humanoide inmenso, un gigante. Era tan grande que, aun estando a cuatro patas en el túnel, su inmenso corpachón apenas cabía por la abertura. Incluso dentro de la amplia caverna, no tenía espacio para erguirse por completo y se veía forzado a mantenerse agachado. Selana calculó que debía de medir por lo menos cuatro metros y medio, y pesar varios cientos de kilos. Avanzó despacio hacia la elfa marina, con un andar bamboleante y torpón; los brazos le arrastraban por el suelo. Selana se encogió sobre sí misma, de manera instintiva, pero el gigante se detuvo a unos cuantos pasos de ella, ya que la línea del techo se inclinaba de forma brusca y el gigante no podía ir más allá.
A esta distancia, la elfa marina comprobó que era un gigante varón. Puesto en cuclillas, contempló a la muchacha de piel pálida, y una sonrisa, que dejó al descubierto una dentadura mellada, iluminó su terroso semblante y sus ojos, negros como carbones. La estructura ósea, en la frente, trazaba una línea descendente que acababa en una prominencia ósea. Los músculos de su cuello y de sus hombros hundidos semejaban cuerdas y eran descomunales. Selana percibió el tufo a comida podrida y a suciedad, aunque no estaba segura de si provenía del mugriento cuerpo del gigante, de sus dientes ennegrecidos, o de los cueros mohosos que llevaba como vestimenta. Respiró por la boca, con inhalaciones cortas, a fin de evitar la náusea.
La princesa elfa marina sabía muy poco acerca de gigantes, aparte de que los había de distintas clases, al igual que había diferentes razas de elfos.
—Come —dijo él de repente, con voz retumbante, mientras empujaba un plato desportillado que parecía de juguete en comparación con sus manos enormes y callosas. Tenía las uñas rotas, llenas de tierra incrustada, y le sangraban en algunos puntos.
Selana miró los trozos de carne inidentificable, de la que sobresalían huesos chamuscados, sin saber qué hacer. Del modo que tenía atadas las manos, no podía valerse de ellas para alimentarse, aun en el caso de que se sintiera inclinada a comer algo que no sabía lo que era. A pesar de estar hambrienta, la princesa de los dragonestis no estaba dispuesta a meter la cara en el plato, como un animal. El gigante captó su indecisión.
—No comes, Blu problemas —gruñó, esforzándose por articular las palabras—. «Blacome» no dejará Blu marchar.
¡Balcombe! La joven se sintió asustada y excitada por igual ante la idea de que, de manera involuntaria, había ido a parar a la guarida del hechicero.
—¿Es así como te llamas? ¿Blu? —preguntó al gigante.
Él asintió con un cabeceo, al tiempo que sonreía y dejaba al descubierto la dentadura llena de caries.
—¿Y trabajas para Balcombe? —inquirió la joven.
La criatura pareció buscar en su inmenso cráneo la respuesta.
—«Blacome» dice si Blu encuentra muchas rocas brillantes en agujero… —señaló la abertura por la que había entrado—, «blacome» hará Blu pequeño para salir de cueva y volver casa gigantes de colina. —Como para confirmar sus palabras, sacó una roca grande e irregular de las profundidades de sus mugrientas ropas; en medio del corriente fragmento de mineral había una piedra mate y rosácea de aspecto cristalino: un rubí en bruto.
—¿Cuánto tiempo llevas extrayendo gemas para Balcombe?
El gigante encogió los inmensos hombros.
—«Blacome» traer bebé Blu aquí hace mucho tiempo largo para trabajo. Blu saca piedras; «menotauros» traen comida. Blu trabaja duro, pero es malo y crece mucho… mucho. —El gigante agachó la cabeza y se propinó fuertes cachetes—. Ahora atascado. —Miró a la elfa con tristeza—. Blu echa menos casa, otros gigantes de colina amigos.
—¿Dónde está Balcombe ahora? —preguntó la joven con brusquedad.
Blu se encogió de hombros otra vez y volvió la vista hacia la abertura de la derecha.
—Viene por allí. A veces Blu oye cosas —dijo, señalando la pared opuesta de la cueva, entre los dos accesos.
«Por supuesto —se dijo Selana para sus adentros—. El gigante es demasiado corpulento para salir de esta caverna y no sabe nada de lo que hay más allá, salvo los vagos recuerdos que conserva de su casa». Eligió con cuidado sus siguientes palabras, a fin de causar el máximo impacto en el corto entendimiento del gigante.
—No fue culpa tuya que te quedaras atrapado aquí, Blu. Balcombe te mintió, para que siguieras trabajando para él. Utiliza las gemas que extraes para aprisionar almas… —Demasiado complicado, pensó Selana—, para hacer cosas muy malas. Ahora mismo está usando una de las gemas que encontraste para hacer algo muy malo a un muchacho humano. Este muchacho está atrapado dentro de la gema, y Balcombe va a entregárselo a un dios malvado a cambio de… —Se interrumpió. Nunca lograría explicar con términos sencillos, comprensibles al gigante, lo que el hechicero iba a hacer. Varió de táctica—. Es un perverso hechicero —dijo con firmeza, sosteniendo la mirada de Blu—. Mete a las personas dentro de las gemas y nunca les deja marchar.
—¿No pueden salir? Blu tampoco puede. Pero «Blacome» me dejará salir en muy pronto tiempo, cuando Blu trabaja bien y encuentra muchas piedras.
—No, no lo hará —dijo Selana, sacudiendo la cabeza—. No tiene intención de dejarte marchar nunca, Blu. Y, al final, te matará también.
La furia ensombreció los ojos del gigante, que denegó con un brusco cabeceo.
—«Blacome» bueno.
—¡Es un hechicero perverso! —insistió la elfa, mientras se debatía contra los grilletes—. ¿Por qué si no iba a estar yo aquí, encadenada?
—«Blacome» dice que mujer malvada.
La frágil elfa marina abrió los brazos cuanto le permitían las cadenas.
—¿Te parezco alguien capaz de hacer daño a un hombre tan grande y fuerte como Balcombe?
Desconcertado, el gigante retrocedió con su andar torpe, al tiempo que se golpeaba la cabeza con los puños y sollozaba.
—Blu —dijo la joven con voz amable pero firme—. Puedo ayudarte. Si me sueltas, te dejaré libre. No tendrás que trabajar más en la oscuridad, y volverás a ver a tu familia. —Alargó los brazos hacia él—. Hazlo, Blu. ¡Deprisa! —Con el corazón saltándole en el pecho, dirigió una fugaz ojeada al acceso de la derecha.
El gigante estaba muy alterado. Golpeó con la cabeza el techo de la caverna y lanzó lamentos. Alargó las manos hacia el cuello de Selana, como si quisiera retorcérselo como el de un pollo. La elfa contuvo el aliento, y se dijo que morir a manos del gigante era mucho mejor que lo que hechicero debía de tener planeado hacer con ella. En el último instante, sin embargo, el indeciso Blu retrocedió, sollozante y confundido, y plantó los gruesos dedos del pie sobre la hoguera. Su grito de sorpresa retumbó en caverna.
De pronto, su rostro se quedó petrificado, y ladeó la cabeza, como si escuchara algo.
—¡Vienen! —gritó. Giró sobre sus rodillas y huyó, con el pie echando humo, por el mismo túnel por el que había entrado.
Sin saber qué era lo que ocurría, Selana miró hacia la entrada de la derecha. Segundos después de que Blu hubiera desaparecido, oyó un sonido retumbante y a poco dos minotauros penetraban en la caverna. Eran blancos desde la cabeza astada hasta las pezuñas, y estaban completamente cubiertos por una red de venas pulsantes.
Las bestias se aproximaron a la joven con movimientos mecánicos, sin mirar ni a izquierda ni a derecha. Selana comprendió que no eran seres vivos, sino las creaciones mágicas de piedra llamadas golems. Caminaron directamente hacia ella con los brazos extendidos, los pétreos ojos impasibles. Al acercarse el primero, Selana hizo acopio de valor, plantó el pie derecho en el estómago del golem y empujó con todas sus fuerzas. El minotauro no se movió y agarró a la elfa por los brazos con firmeza. El otro golem cogió las cadenas y las rompió con la misma facilidad con que Selana habría partido un hilo.
El autómata que sujetaba a la muchacha se la echó al hombro, cabeza abajo, y le rodeó las piernas con un brazo.
—¿Qué hacéis? —chilló—. ¿Adónde me lleváis? ¡Soltadme!
Pateó y golpeó con los puños al minotauro, pero lo único que consiguió fue hacerse daño. El autómata la transportó por el túnel hasta una tosca cámara circular. Selana contempló con incredulidad que los minotauros se encaminaban directamente hacia una de las paredes. Cuando ya creía que iban a chocar contra la roca, pasaron a través de ella y de pronto se encontró en otro túnel.
Mientras avanzaban corredor adelante, la elfa advirtió una tenue claridad que aumentaba poco a poco hasta que ella y su escolta alcanzaron la entrada a otra cámara. Ésta no se parecía en nada a la caverna sucia y mezquina de Blu. Tenía forma ovoide y las paredes de granito rosa estaban pulidas. Unas columnas espirales, en apariencia concreciones naturales de la caverna, se encumbraban desde el suelo hasta el techo por todo el perímetro; en cada una de ellas lucía una antorcha metida en un hachero. El techo era más alto en el centro y trazaba una línea descendente por toda la circunferencia del «huevo». En el extremo más alejado de la cámara se había tallado una mesa de pedestal, en el granito de la montaña.
El golem transportó a la joven hasta el centro de la sala y la soltó de pie en el suelo.
—Hola, mi pequeño ratón mágico.
La temible voz de barítono rebosaba arrogancia y sarcasmo. Selana cerró un momento los ojos en un gesto de derrota antes de volver la cabeza hacia la derecha, donde había sonado la voz. El hechicero salió de detrás de uno de los pilares. Ahora vestía la Túnica Negra, en lugar de la Roja, y no llevaba puesto el tocado del cráneo de carnero. Un parche de seda negra le cubría la espantosa cicatriz de la cuenca ocular vacía.
—Bienvenida a mi…, mmmm. —Hizo una pausa, buscando la palabra correcta.
—¿Guarida? —espetó la joven, mientras se esforzaba por controlar el temblor de la voz—. Veo que has decidido dejar de escarnecer la Túnica Roja. Al menos ahora llevas un color más acorde con tu naturaleza maligna.
El hechicero soltó una risa profunda y vibrante mientras se acercaba despacio a la joven. Los tacones de las botas repicaron contra el frío y pulido suelo y levantaron ecos en la cámara.
—Habría imaginado que una mujer en tan precaria situación hablaría con más respeto —dijo con suavidad. Alargó la mano en la que le faltaba el pulgar hacía la harapienta túnica de Selana; sus dedos se detuvieron en el cuello de la muchacha, donde se percibía el palpito de la sangre. Horrorizada, la princesa elfa se retiró con brusquedad. Balcombe se limitó a esbozar una sonrisa.
—No estarías del todo mal, con un poco de agua y jabón y un atuendo decente —dijo, contemplando su esbelta figura—. Aunque esos harapos casi resultan seductores, desde un punto de vista primitivo. —Selana retrocedió, pero no consiguió librarse de su mirada ni del roce de sus manos—. No me has dado las gracias por haberte curado la herida —continuó el hechicero, que pasó las yemas de los dedos por la marca sonrosada de una cicatriz reciente, en la parte interior del brazo derecho de la joven.
Selana volvió a apartarse, pero su movimiento fue torpe y doloroso, debido al peso de los eslabones de la cadena que todavía colgaba de sus muñecas. Balcombe se echó a reír de nuevo, haciendo que la elfa temblara de rabia.
El hechicero paseó frente a ella, con la afeitada cabeza inclinada en un gesto pensativo y las manos cruzadas bajo las mangas de la túnica.
—Despierta en mí una gran curiosidad el hecho de que todavía no sé la identidad ni la suerte corrida por tu compañero ratón, el pequeño kender —dijo al cabo de un rato. La contempló con fijeza—. Ni tampoco tu nombre…, princesa. —Balcombe sintió satisfacción al ver que la joven daba un respingo de sobresalto. Sus carnosos labios se entreabrieron con una sonrisa—. Una suposición correcta por mi parte, que me complace ver confirmada. El conjuro que realicé para analizar tu brazalete me reveló mucho sobre la propia joya y, por ende, sobre ti. Lo más interesante era su origen elfo, aunque en aquel momento no conseguí identificar el reino. Dato, por supuesto, que quedó mucho más claro cuando te vi sin la capa y el chal. —Balcombe, que estaba fuera del alcance de Selana, se recogió la manga derecha de la túnica y dejó al descubierto el brazalete de cobre. Movió la muñeca hacia la luz—. Es maravillosa la forma en que las gemas reflejan el brillo de las llamas, ¿verdad? A decir verdad, no es más que una baratija para mí, pero disfrutaré poseyendo una pieza artesanal tan bonita, obra de… el enano de cabello canoso, presumo. Qué pena que un artesano tan habilidoso no pueda ejercer su oficio nunca más. —El cráneo afeitado de Balcombe se movió arriba y abajo en un gesto burlón de fingida tristeza.
Con la rabia del vencido, la elfa intentó apoderarse del brazalete, pero el hechicero estaba lejos de su alcance. Ahora que, por primera vez, veía de cerca la joya creada para Semunel, la frustración puso un nudo en su garganta. Vio la figura de Balcombe borrosa, a través del velo de lágrimas que le humedecía los ojos a pesar de su esfuerzo por contener el llanto.
«Tenías razón, Sem —dijo para sus adentros—. No estaba preparada para esta misión. No soy bastante fuerte. En esto, al menos, sí supiste predecir el futuro».
—Oh, vamos, princesa —la sacó de sus reflexiones la grave voz de Balcombe—. Las recientes penalidades no habrán minado tu espíritu convirtiéndote en una criatura débil y llorosa, ¿verdad? Admiraba mucho tu carácter fuerte. Por ejemplo, los conjuros que utilizaste en nuestra lucha bajo el castillo Tantallon, aunque de poder limitado, fueron elegidos con gran ingenio. Hacía mucho tiempo que no encontraba a alguien tan inesperadamente combativo. —Soltó un profundo suspiro y sacudió la cabeza.
—Una vez más, es una pena que no puedas realizar más conjuros. Si no te necesitara de una manera tan perentoria e inmediata para otro asunto, puede que te tomara de pupila en mi nueva posición. —De nuevo, Balcombe observó con interés la reacción de Selana, pero el rostro de la joven sólo expresaba desconcierto. El hechicero se molestó. Sacó pecho y anunció con tono estentóreo—: Como ya oíste con tus oídos de ratón, esta noche ocuparé el puesto de Ladonna en el Cónclave de Hechiceros.
La elfa marina rompió a reír. Balcombe le propinó una bofetada. Selana chocó contra uno de los pilares y luego resbaló al suelo; se limpió el hilillo de sangre que le brotaba del labio. Aunque aturdida por el golpe, la princesa se sintió estimulada. Había descubierto una grieta en la coraza del hechicero.
—Oh, eso —dijo con tono ligero—. A mi entender, si no me falla la memoria, Hiddukel no te prometió nada salvo tomar en consideración tu propuesta. —Sonrió con gesto de superioridad—. Acéptalo, Balcombe. Nunca lo lograrás. Hiddukel no va a trastornar a todo el Cónclave por el alma de un insignificante barón, por muy pura que sea.
El rostro repulsivo del hechicero se tornó sombrío y tormentoso, y fue hacia Selana con intención de golpearla otra vez. Se frenó, con la mano ya alzada sobre la mejilla de la joven, y de pronto esbozó una mueca retorcida.
—Tal vez no, princesa. Ésa es la razón por la que le ofreceré una segunda y más valiosa alma.
Con un gesto casi tierno, Balcombe alargó la mano y cogió la gota de sangre que la elfa tenía en la comisura del labio. Observando con evidente placer la expresión horrorizada de Selana, el hechicero se chupó el dedo y saboreó el gusto.
—La sangre es muy sabrosa, ¿verdad? Creo que lo que más me gusta es su sabor salado. Pero estoy perdiendo el tiempo en divagaciones. —Suspiró con una actitud de fingido hastío y la agarró del brazo con unos dedos tan fuertes como si fueran de hierro. La arrastró, sollozante y tambaleándose, hacia la mesa de pedestal. La elfa le lanzó una patada, pero él esquivó con facilidad el poco contundente golpe—. Intenta mantener, al menos en parte, tu dignidad y maneras reales, princesa —la zahirió.
—Y, a propósito, no podemos permitir que te presentes ante Hiddukel, el quebrantador de almas, con este aspecto de golfillo callejero.
Balcombe susurró una palabra y las harapientas ropas de Selana fueron reemplazadas por un elegante vestido de gasa, del mismo tono azul verdoso que sus ojos. Su cabello plateado, limpio y cepillado por medios mágicos, caía en suaves y brillantes ondas en torno a su pálido semblante. La joven se estremeció con el frío y húmedo ambiente.
El hechicero contempló su nueva apariencia y sonrió. Luego chasqueó la lengua con actitud pesarosa.
—Qué pena. Eres una princesa muy atractiva.
La elfa marina cerró los ojos e intentó una vez más recordar las palabras de un conjuro —cualquier conjuro— que pudiera ayudarla a escapar, pero sus reservas mágicas estaban agotadas.
Balcombe buscó en las profundidades de su túnica y sacó un gran rubí. Escudriñando las facetas, Selana creyó atisbar el franco rostro del joven barón, Rostrevor.
El hechicero colocó la gema sobre la mesa de pedestal. Alzó la vista hacia el orificio abierto en el techo, de aproximadamente un metro ochenta de circunferencia, a través del cual se derramaba la luz amortiguada de la luna sobre un hueco tallado en la superficie de granito, con forma ovoide y del tamaño de la gema.
—No puedes ver a Nuitari, princesa, pero pronto convergerá con Lunitari, directamente encima de nuestras cabezas. Cuando esto ocurra, quedarás aprisionada en este magnífico rubí, del mismo modo que Rostrevor está atrapado en el suyo. Supongo que será una celda agradable, añada por doquier con incontables tonalidades rojizas. Mucho más agradable, ciertamente, de lo que te espera en el tierno abrazo de Hiddukel. Se llevó otra vez la mano a la túnica; entonces hizo una pausa y se miró la muñeca en la que llevaba el brazalete. La piel bajo la joya broncínea se había puesto caliente de repente, tanto que resultaba incómodo. Se frotó la muñeca, pero no la sintió caliente al tacto. Aun así, la sensación era inconfundible.
Balcombe estaba a punto de quitarse el brazalete cuando, de repente, algo lo golpeó con suavidad en la nuca. Se tambaleó un instante y a continuación giró sobre sus talones para enfrentarse a su atacante. En lugar de ver a una sola persona, se encontró con que varias, incluidos el kender, el enano y el semielfo que viajaban con Selana, penetraban en su laboratorio mágico. Mientras corrían hacia él, otros tres intrusos cayeron por el orificio sobre el altar y lo atacaron por la espalda.
Sintiendo unos fuertes latidos en las sienes, Balcombe estuvo a punto de lanzar un conjuro de defensa antes de caer en la cuenta de que no había atacantes. Parpadeó varias veces. La cámara estaba desierta, a excepción de él mismo, Selana y sus golems. Los otros habían sido imágenes ficticias creadas por su mente, sólo una… visión.
Comprendió casi de inmediato que se trataba de un sueño premonitorio desencadenado por el brazalete; había contemplado una pronosticación del futuro. Selana, al advertir la expresión de su rostro, se asustó.
—¿Qué pasa? ¿Qué has visto?
El hechicero realizó con rapidez un conjuro de retención sobre la elfa, para inmovilizarla.
—Gracias a tu brazalete, princesa, he sido alertado de un ataque inminente que desbarataré con facilidad. Aunque no alcanzo a comprender cómo lograron escapar de los calabozos de Tantallon, parece que tus amigos han decidido llevar a cabo un rescate.
El hechicero se quitó el brazalete para no sufrir ninguna distracción mientras ejecutaba el conjuro, y lo puso sobre el altar.
—He de preparar la bienvenida a unos huéspedes que no habían sido invitados.