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Un objeto precioso.

… DIEZ AÑOS MÁS TARDE

La ladera estaba resbaladiza por el barro en este día de principios de primavera. Tasslehoff Burrfoot eligió con cuidado su camino a lo largo de las zonas más secas, a la vez que se valía de su jupak para mantener el equilibrio. De vez en cuando hacía una pausa y tanteaba con el extremo de la vara para comprobar la profundidad de los charcos de fango. Sabía por experiencia que el lodo podía resultar engañoso además de incómodo.

Dos días antes había renunciado a la idea de viajar en la carreta de un granjero o de un comerciante. Ningún vehículo podía moverse por las calzadas en las condiciones actuales. Con todo, dentro de un par de días, más o menos, el barro se solidificaría y los carros volverían a transitar por los caminos en medio de tumbos y crujidos. Entretanto, no le quedaba más remedio que caminar.

Tasslehoff estaba seguro de que este viaje iba a merecer la pena, a despecho de los pies mojados, las ropas manchadas y el fuego chisporroteante de las húmedas hogueras de campamento. La ciudad arbórea de Solace se encontraba un poco más adelante y, por lo que había oído contar, era un espectáculo digno de contemplarse. Siglos atrás, a raíz del gran Cataclismo, los ciudadanos de Solace habían buscado protección contra los merodeadores y los monstruos depredadores instalándose en lo alto de los inmensos vallenwoods. En la actualidad, las fantásticas descripciones de sus hogares y las airosas pasarelas colgantes suspendidas sobre el suelo del valle corrían de boca en boca por todo Krynn.

El kender hizo un alto en un risco desde el que se divisaba la prodigiosa población; no pudo por menos que contener el aliento, maravillado. Los tejados de original trazado asomaban entre las copas de los árboles llenos de rebrotes, dando una imagen mágica y acogedora por igual. Finas columnas de humo, procedentes de las lumbres de las cocinas, se alzaban ondulantes en el claro azul del cielo de primeras horas de la tarde.

Sintió un hormigueo de excitación, como si las alas de cien mariposas se agitaran en su interior. No sabía si brincar, dar volteretas o bajar a todo correr la embarrada calzada, así que hizo las tres cosas a la vez y en un santiamén había llegado a las afueras de Solace.

Tas hizo un alto para echar una ojeada a las casas encumbradas en lo alto. Desde su corta estatura, menos de un metro veinte, al kender le pareció que estaban a una altura extraordinaria. Sus ojos abiertos de par en par fueron de un árbol a otro, captando cada detalle: el modo en que las estructuras estaban afianzadas en las ramas, cuántas puertas y ventanas tenía cada una, el estado de conservación y el color de la pintura, la situación de rampas y escaleras. También reparó, no obstante, en que no todos los edificios estaban instalados en los árboles. Algunas construcciones y el establo estaban emplazados, como en cualquier otro sitio, en el suelo.

Aquello lo decepcionó tanto como le agradó. Nadie había hecho mención a este detalle. Por un lado, la ciudad le parecía menos fabulosa si los caballos tenían que quedarse a nivel del suelo, pero por otro era una novedad, lo bastante importante sin duda para merecer ser registrada.

Rebuscó en la mochila que llevaba colgada al hombro y extrajo un trozo de pergamino enrollado, un pequeño tintero y una destartalada plumilla. El papel estaba repleto de notas, diagramas y mapas parciales, a medias y casi completos, de todo tamaño y orientación. Tras localizar enseguida un rincón en blanco, Tas anotó unas cuantas observaciones importantes y dibujó un pequeño diagrama del área. Guardó otra vez los objetos en la mochila y echó a andar hacia el interior de la ciudad.

La quietud reinante era cautivadora. Las hojas rebrotadas de los vallenwoods susurraban al moverlas la brisa; se escuchaba el zumbido de pequeños insectos y el chirrido de los grillos. El sosiego no lo rompía el rebuzno de ningún burro, ni los chillidos de los niños, ni el traqueteo de carretas. De hecho, daba la impresión de que la ciudad estuviera deshabitada.

Los ojos de Tas se estrecharon en un repentino gesto de sospecha y fueron veloces de un sitio a otro. No había visto a una sola persona desde su llegada. Algo raro pasaba, desde luego. Su mente empezó a barajar posibilidades. Tal vez unos traficantes de esclavos habían capturado a la lente; o quizás unos monstruos escamosos habían llegado a hurtadillas durante la noche y los habían devorado a todos. O tal vez se habían mudado, o se los habían llevado unos gigantescos chotacabras. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal en tanto que lanzaba ojeadas inquietas por encima del hombro.

Decidido a descubrir el misterio, Tas eligió un árbol cercano y subió por la empinada rampa que rodeaba el tronco. El vallenwood albergaba una acogedora casita y un cobertizo pequeño conectados por una pasarela colgante. Atisbo a través del cristal ahumado de la ventana de la casa, pero apenas pudo distinguir detalles del oscuro interior. Su llamada a la puerta delantera no obtuvo respuesta, por lo que probó el picaporte; estaba cerrado. De uno de sus numerosos saquillos, Tas sacó un trozo de hule en el que iba envuelta una sorprendente colección de alambres retorcidos, ganzúas y llaves de cualquier descripción imaginable. Con la nariz casi pegada a la puerta, oteó por el ojo de la cerradura con expresión meditabunda durante unos segundos y después seleccionó una de las ganzúas. Estaba a punto de introducirla en el cerrojo, cuando escuchó un ruido procedente de abajo.

Tas se asomó a tiempo de ver a un grupo de varias personas que transportaban cestos y charlaban y reían mientras caminaban por la calzada principal que atravesaba la ciudad. Unos momentos después, giraron por otro camino más estrecho y se perdieron de vista.

Con la misma rapidez con que había aparecido, el paquete de hule desapareció en el saquillo otra vez y Tasslehoff descendió presuroso al suelo.

—¡Eh, esperadme! —gritó, pero los del grupo estaban demasiado lejos para oír su llamada. Las cortas piernas del kender se movieron a toda velocidad en pos de los que transportaban los cestos. Al girar en el recodo, resbaló un tramo por una suave pendiente antes de poder frenarse.

¡A los pies del kender se extendía una feria! La zona estaba abarrotada de puestos, tenderetes, casetas, artistas ambulantes, mendigos y gentes de todo tipo; montones de gente, probablemente todos los habitantes de Solace y algunos más, concluyó Tasslehoff.

Descendió la cuesta a todo correr y se metió entre la multitud. Por todas partes se escuchaban las voces de los vendedores pregonando sus mercancías. El kender, con los ojos como platos, miraba a uno y otro lado sin cesar. Se agachó para pasar bajo un asno cuando dos hombres que transportaban un tapiz enrollado parecieron surgir de la nada. Tas se metió entre ellos y se encontró en un reducido espacio abierto, una isla de calma en medio de un mar agitado. Girando a derecha y a izquierda, atrás y adelante, miró acá y allá intentando en vano captar todo a la vez. De hecho, era poco lo que veía salvo brazos y torsos que iban de un lado a otro, empujando, rozándose, gesticulando, transportando, comprando y vendiendo.

Un frenético grito de advertencia a su espalda sonó justo a tiempo de que Tas eludiera un enorme barril rodante que pasó zumbando a su lado. La barrica levantó una cortina de barro y mojó al kender hasta la cintura con el agua marrón. Dos hombres, que parecían preocupados y asustados, pasaron trotando y salpicando barro en pos del barril, uno de ellos lanzando gritos de advertencia y el otro barbotando maldiciones y palabrotas. Tas rio regocijado mientras contemplaba el avance de la barrica, a cuyo paso la gente se apartaba de un salto y a trompicones. El espectáculo llegó a su fin cuando el rodante barril se estrelló contra la caseta de un vendedor de muebles, haciendo que el colorido toldo se derrumbara sobre el estropicio.

La muchedumbre volvió a ocuparse enseguida de sus asuntos. Tas puso de nuevo su atención en la feria, pero de pronto sintió un fuerte dolor que le recorrió la pierna. Contuvo un grito y acto seguido propinó un puñetazo en la cadera de un hombre fornido, vestido con un largo capote de lona, que se había parado justo encima de su pie. Si el golpe le hizo o no daño al hombre no es seguro, pero al menos sí llamó su atención. Giró bruscamente la cabeza y dirigió una mirada sombría a la muchedumbre, pero pasaron unos segundos antes de que reparara en el pequeño kender que le llegaba a la cintura. Un gruñido salió de las profundidades del pecho del hombre. Posó una mano en el hombro de Tas, levantó el pie y propinó al kender un empujón tremendo que lo lanzó contra el gentío.

Trastabillando y agitando frenéticamente los brazos para recobrar el equilibrio, Tasslehoff acabó tropezando contra un montón de alfombras. Trepó a la seguridad de la parte alta de la pila y se sentó; se dio unos suaves masajes en el pie dolorido mientras miraba a la muchedumbre. De improviso, unas manos lo agarraron con brusquedad por detrás.

—¡Quita tus mugrientos pies de mi mercancía, golfillo!

Las manos lo hicieron dar media vuelta, y Tasslehoff se encontró frente al furioso semblante de un hombre barbudo y delgado que se cubría con un sombrero de satén.

Tas echó una ojeada a sus polainas empapadas y al rastro de huellas húmedas y embarradas que se marcaba por la alfombra hasta donde él se encontraba. Soltó una risita, lo que, indudablemente, fue un error. Las palabras «lo siento» apenas habían salido de sus labios cuando el comerciante también se dio cuenta de su equivocación.

—¡Un kender! Te confundí con un chiquillo inocente. ¡Largo de aquí! —bramó.

—Pero es que alguien me empujó —protestó Tasslehoff—. No fue culpa mía…

—¡Largo! —El semblante del comerciante se había puesto de color púrpura por la cólera. Sus manos recorrieron veloces el tronco del kender registrando y tanteando el chaleco de piel y los bolsillos, lo que tuvo por resultado que Tas se echara a reír otra vez. Cuando el comerciante hubo comprobado que nada de su propiedad estaba escondido en el cuerpo del kender, hizo dar media vuelta al hombrecillo y lo lanzó de un empujón de regreso a la muchedumbre.

Sería lógico pensar que Tasslehoff estaría desalentado por el trato de que había sido objeto, pero los kenders no se desaniman con facilidad. Aquello era parte integral de la feria y a Tas le gustaba un poco de jaleo; como también sentía debilidad por los pastelillos fritos y crujientes, espolvoreados con azúcar, que compró a una graciosa anciana desdentada de mejillas sonrosadas. Siguió explorando los alrededores mientras se chupaba el azúcar de los dedos con gesto ausente.

Los compases de una música exótica se propagaron a través del recinto ferial: el sonido de instrumentos de cuerda y pequeños címbalos que envolvió a Tasslehoff con su ritmo pulsante. Igual que un perro sigue un rastro, el kender se abrió paso entre la multitud y llegó al estrado. En él, una mujer de piel oscura daba vueltas y se cimbreaba de modo que los sedosos velos que vestía flotaban en el aire como sutiles pétalos de gasa. En sus muñecas, tobillos y caderas tintineaban monedas de acero. La melodía, extraña y maravillosa, parecía rebosar de color y fragancias lejanas. Sin embargo, ni siquiera este espectáculo era lo bastante atractivo para que la atención de Tas no fuera atraída por la representación mágica que dio comienzo en el tenderete de al lado.

Un humo maloliente se extendió por el estrado. Con un sonido siseante un hombre apareció en medio de la humareda haciendo una mueca. La multitud se agitó maravillada, aunque Tas estaba seguro de haber visto moverse la cortina trasera un momento antes de que el hombre se «materializara». El sujeto iba vestido con una túnica larga de color verde tan oscuro que casi parecía negro. Sobre ella llevaba una capa del mismo color, bordeada de piel, que le llegaba un poco más abajo de la cintura. Ambas prendas estaban adornadas con símbolos cabalísticos de todo tamaño y color.

—Soy el grande y poderoso Fozgoz Mithrohir —anunció el mago—. Nieto y único heredero sobreviviente del igualmente grande y poderoso Fozgond Mithrohir, la Eterna Luz Suprema y Gran «Menestre» de la Orden Imperial de los Magos Verdes. ¡Atrás!

Sin más, sacó una varita de la manga izquierda y la agitó con gesto amenazador hacia la multitud, que retrocedió obediente.

—Invocaré aquí, en este mismo lugar, ante vosotros, con gran autoridad y poder, a una criatura de los planos inferiores, una bestia espantosa de un lugar que escapa a vuestra imaginación, porque sólo yo, Fozgoz, he osado aventurarme allí y he regresado con vida. No os alarméis, pues tengo a la horrenda criatura bajo mi poder y control. Soy su amo, y establecí tal autoridad en el combate mágico que sostuve contra ese monstruo en su propio mundo. ¡Silencio ahora, y echaos atrás!

Tasslehoff, con todos los demás, contempló sin pestañear a Fozgoz, que movía la varita trazando en el aire unas formas complejas y misteriosas. De la punta de la varita salían chispas mientras realizaba los sulfúreos dibujos. Entonces, con una explosión, otra nube de humo acre se extendió sobre los espectadores. Tasslehoff y los que estaban en las primeras filas retrocedieron tambaleantes, tosiendo y parpadeando con ojos llorosos. El primero en regresar a su posición fue Tas, que contempló con mirada intensa la nube ondulante. De ella, con aspecto mareado y nada feroz, emergió una… Tas vio que era del tamaño aproximado de una cabra, pero no tenía pelo y, en apariencia, estaba cubierta de escamas naranjas; un solo cuerno adornaba la frente. En tanto que la multitud contenía el aliento y miraba boquiabierta por el asombro, la criatura permaneció quieta, masticando con placidez. En el momento en que Tas tendía una mano para tocarla, un ayudante se adelantó con premura y condujo al increíble monstruo tras la cortina.

Con las cejas fruncidas en un gesto forzado, Fozgoz contempló a Tasslehoff.

—En verdad eres un tipo valiente e intrépido, pequeño viajero —anunció—. La criatura te habría arrancado el brazo y se lo habría tragado de un bocado para después lamer tu sangre de postre, si no me hubiese encontrado aquí para contener sus ansias bestiales.

—Parecía un macho cabrío —dijo Tas con desconfianza.

—Reparaste en ello, ¿verdad? —Fozgoz sonreía con aires de superioridad—. Ello se debe a que el universo tiene sólo un número finito de formas. Para garantizar la existencia de todas sus criaturas, algunas formas se repiten dos o incluso más veces en los diversos planos existenciales. Pero no te engañes. Su semejanza con una cabra es meramente corporal.

La asombrada muchedumbre comentó entre murmullos esta nueva aclaración. Tasslehoff se volvió hacia el hombre que tenía a su lado.

—Pues a mí me pareció una cabra —susurró—. ¿A ti no?

Antes de que el hombre tuviera ocasión de responder, Fozgoz lo atajó.

—Dime, pequeño viajero. ¿Eres un kender?

—Tasslehoff Burrfoot, de los Burrfoot de Kendermore. ¿Has oído hablar de nosotros?

—Afortunadamente para mí, no —replicó Fozgoz, que hizo reír a la multitud con su comentario—. Pero estoy seguro de que todos los presentes saben las cosas extrañas y maravillosas que los kenders llevan en sus saquillos. Si me permites… —El mago tendió una mano hacia Tasslehoff, con la ceja arqueada en un gesto interrogante.

La comprensión iluminó el semblante de Tas.

—¡Oh, por supuesto, estaré encantado! —Adelantó un paso y descolgó la mochila que llevaba colgada al hombro. Empezaba a desatar el cordel de cierre cuando Fozgoz lo detuvo.

—Por favor. El mago soy yo, al fin y al cabo. No es preciso abrir la mochila. Puedo adivinar, e incluso extraer, lo que contiene, aunque el cordel siga atado. Colócate aquí.

Tasslehoff avanzó dócilmente y se situó junto al mago. Fozgoz posó con suavidad la mano izquierda sobre la mochila en tanto que con la derecha movía la varita.

—Relájate, mi valeroso amigo —advirtió. Estrechó los ojos, apretó los labios y pasó la varita cerca de la mochila—. ¡Radorum, Radorae, Radorix, Radorostrum!

Una lluvia de chispas salió de la punta de la vara y cayó sobre Tasslehoff. Fozgoz dio un paso atrás con gesto triunfante, con la mano izquierda en alto. Los espectadores lanzaron una exclamación ahogada. Despacio, el mago bajó la palma de la mano hasta la altura de los ojos del kender, y Tas vio que sostenía la garra momificada y el pico de un cuervo. Miró ambos objetos boquiabierto.

—¡Guau! Había olvidado que tenía eso. ¡Eh, pero has olvidado lo mejor! Espera, te lo mostraré. —Sin dar tiempo a Fozgoz de hacer la menor objeción, Tas abrió la mochila y sacó una preciosa pluma naranja y verde—. Aquí tienes una pluma de la cola de una arpía. Y el diente de un minotauro. Y el prendedor del pelo de alguien que no recuerdo, pero que en su momento fue una persona importante. Y un poco de polvo de Lunitari… ¿o es de Solinari? Bueno, tanto da. Tío Saltatrampas lo trajo de una u otra luna. ¿Dónde tengo el casco del pegaso machacado en polvo? ¡Ah, y tengo también mapas de todos los lugares por los que he pasado, lo que significa por casi todo el mundo, y otros de sitios a los que todavía no he ido!

La multitud se había apiñado intentando echar una ojeada a las cosas extrañas y maravillosas que Tasslehoff sostenía en sus pequeñas manos. Fozgoz agitó los brazos ante la curiosa muchedumbre, pero fue inútil. Cuando el mago estaba decidido a dar por finalizado el espectáculo, oyó la voz del kender que lo llamaba.

—¡Poderoso Fozgoz! ¡Mira!

Los espectadores se apartaron para que el mago viera a Tasslehoff. Sobre la palma, el kender sostenía el pico y la garra momificada de un cuervo.

—Mira, los encontré. Habían vuelto a mi mochila. ¿Cómo lo has hecho? Quiero decir, sin mover la varita.

Cogido por sorpresa, Fozgoz bajó la vista a su propia mano para comprobar si aún tenía algo en ella. Lo tenía: Un pico y una pata seca. Por desgracia, al menos otros dieciséis miembros del público también lo vieron.

—¡Eh! ¿Qué truco fraudulento es esto? —preguntó uno de los espectadores más corpulentos mientras se adelantaba hacia Fozgoz.

—¿Por quién nos has tomado? ¿Por un puñado de ignorantes? —inquirió otro—. Sabemos reconocer a un mago de pacotilla cuando lo vemos.

—¡Un mago de pacotilla! —Fozgoz se encrespó—. Yo en tu lugar contendría la lengua. Pasaré por alto tus palabras descaradas por esta vez, ¡pero no me provoques! Os lo advierto a todos: incluso un mago de mi sabiduría tiene un limite para su paciencia.

—Si tan buen mago eres, ¿qué haces actuando en una feria?

Para entonces Fozgoz estaba acorralado por tres lados y sus amenazas y advertencias no surtían el menor efecto. Los observadores pidieron a voces, con sarcasmo, alguna demostración de poder real.

—Vamos, Fozgoz, descarga una bola de fuego aquí —se mofó un hombre mientras se señalaba el pecho, para gran alborozo de quienes lo rodeaban.

—Muy bien, os lo advertí —fanfarroneó el mago—. ¡Apartaos de mí o haré algo de lo que os lamentaréis mucho tiempo! Puedo… ¡Oh, maldita sea! ¿Dónde está mi varita?

A escasos metros del asediado mago, pero oculto por la apiñada muchedumbre, Tasslehoff ató el cordón de la mochila y se la colgó al hombro. Las finas arrugas del rostro, naturales en su raza, estaban más marcadas por la decepción sufrida con el pobre espectáculo mágico. Mientras se abría camino entre los espectadores, una breve ráfaga de chispas brotó de su mochila sin que él lo advirtiera.

* * *

—Me estás insultando. ¿Para eso has venido aquí, sólo para ofenderme?

Tasslehoff se disponía a disculparse a quienquiera que fuera la persona a la que había ofendido —si bien no recordaba haber insultado a nadie últimamente—, cuando otra voz lo dejó con la palabra en la boca.

—¿Ofender? ¿Quién, yo? Tú eres quien me ofendes con el precio que pides.

Tasslehoff localizó enseguida la procedencia de la disputa. Un humano, un trotamundos a juzgar por sus ropas prácticas y desgastadas por el uso, sostenía una acalorada discusión con un enano acerca de alguna mercancía. El enano, pasada ya la edad madura, tenía el cabello canoso y espesas cejas, nariz roja y bulbosa, y bajo el bigote exhibía una mueca agresiva que por las apariencias practicaba a menudo.

—¿Mercancía? ¿Llamas a esto mercancía? —decía ahora el humano—. Deberías darme las gracias por haber parado siquiera a echar una ojeada.

Evidentemente, los dos no estaban de acuerdo ni en la calidad ni en el precio de las piezas de joyería que vendía el enano. Tasslehoff observó la escena mientras el congestionado enano sostenía un broche de plata colgado de una fina cadena y lo colocaba al lado de un pequeño brazalete en un expositor de cristal. Se limpió las gruesas manos en la pechera de su túnica azul, como si con ese gesto se sacudiera de encima al grosero cliente.

—Discúlpame, forastero —dijo con tono cortante—, pero la calidad de mi trabajo es excelente. Soy el único enano artesano del metal que ha trabajado para el mismísimo Orador de los Soles. Mis precios son más que justos. Vendo joyería, no pescado. Si lo que quieres es un cambalache, entonces lo que buscas es pescado y para eso tienes que ir al mercado.

Sin añadir una palabra más, el enfadado enano se volvió hacia otro cliente para responder a su pregunta. Pero el insolente humano no estaba dispuesto a que hiciera caso Omiso de él.

—¡Pescado! —resopló—. Ése sí es un negocio honrado. Sí la mercancía no es buena, se huele. Pero con la joyería es diferente. —El hombre se inclinó sobre el expositor y contempló las alhajas siguiendo con el dedo las formas—. Tienes una pieza que podría interesarme si fueras un poco razonable con el precio y llegáramos a un acuerdo…

El enano se giró con brusquedad hacia él.

—¡Te he dicho ya que el brazalete no está a la venta! ¿Es que eres duro de oído? No está a la venta, ni a un precio ni a otro, y menos aún por la cifra que has ofrecido, más propia de un tratante de pescado barato. —Para poner más énfasis a sus palabras, el enano cogió una llave pequeña que llevaba colgada de una cadena al cinturón y cerró el expositor donde se exhibía el brazalete en cuestión—. Y ahora, si ya has terminado de hacerme perder el tiempo…

Tasslehoff dejó de oír el combate verbal al centrar su atención en el brazalete objeto de disputa. Era una pieza de cobre forjada de un modo bastante sencillo, con varias piedras semipreciosas incrustadas y detalles ornamentales suficientes para fascinar a un kender (y a Tasslehoff en particular). Aunque ni siguiera se le pasó por la imaginación, Tas deseaba ver cómo le quedaba puesto en la muñeca.

Unos segundos después se encontraba en el tenderete del enano joyero. Como casi todos los de la feria, la estructura del puesto era rudimentaria, realizada con tablones colocados sobre barriles o caballetes situados en forma de «U», y una cortina en la parte trasera que cerraba el cuarto lado del tenderete.

No estaba más limpio ni más ordenado que la mayoría, aunque, al parecer, la mezcla racial existente en la feria le daba algunos problemas al propietario. Al ser enano, y por tanto no superar el metro veinte de estatura, le resultaba más cómodo tener los mostradores a sesenta o setenta centímetros de altura, pero sus clientes eran humanos en su mayoría. Para que su mercancía tuviera una buena vista, tenía que estar a una altura considerablemente superior, lo que la situaba justo al mismo nivel que la nariz del joyero. Con espíritu equitativo, el forjador había colocado los tablones a unos noventa centímetros del suelo, lo que resultaba incómodo por igual para todos.

Tasslehoff sacaba casi una cabeza al mostrador y habría podido apoyar en él la barbilla con comodidad si hubiera tenido cansada la cabeza y hubiese querido darle reposo, pero, como no era el caso, no lo hizo. Lo que de verdad quería era echar un vistazo más de cerca al brazalete.

Se dijo que la joya estaba allí para ser admirada y que el enano había cerrado el expositor con el único propósito de disuadir al descortés humano. Mientras sacaba un fino alambre del paquete de hule, alargó los brazos por encima del mostrador sin que nadie se fijara en su maniobra e hizo saltar el mecanismo de la cerradura, algo que habría hecho el propio enano si no hubiera estado ocupado en este momento, razonó Tas. Metió la mano por un costado del expositor y sus dedos rozaron el frío metal. Se volvió con rapidez de espaldas al mostrador para examinar la pieza, ya que la luz era mucho mejor en ese lado.

El brazalete de cobre era de una simplicidad exquisita que el kender encontró muy atractiva. Además, le satisfizo comprobar que los adornos eran piedras semipreciosas, como ya había supuesto. Y, más aún, que eran unas piedras muy peculiares, de una clase que nunca había visto. Tenían un tono ámbar pálido y todas poseían una forma ligeramente diferente, pero ninguna superaba el medio centímetro de diámetro. El brazalete era pequeño, demasiado para la gruesa muñeca de un humano o de un enano. Lo deslizó por su mano y quedó encantado de ver lo bien que se ajustaba en su propia muñeca y que era tan ligero como una pluma.

Tasslehoff se volvió hacia el puesto para hacer varias preguntas al propietario, pero, para su sorpresa, vio que el enano se había marchado. La muchedumbre que se había apiñado atraída por la disputa se alejaba ahora que el desagradable humano había sido despedido con cajas destempladas.

—Disculpe, ¿podría decirme?… Perdone, ¿sabe adonde se ha ido…? —Dirigiéndose a unos y a otros mientras el grupo de mirones se dispersaba, Tasslehoff no logró atraer u atención de nadie que hubiera visto hacia adonde había ido el enano. Instantes después se encontraba solo frente al tenderete del joyero.

Tas cogió un broche de plata de uno de los expositores abiertos. Lo giró en la mano y enseguida vio que estaba creado con gran maestría. Otras piezas del expositor tenían el mismo estilo característico, pero el brazalete, aunque en apariencia estaba hecho por las mismas manos, era más sencillo y delicado. Carecía de las características típicas en la joyería enana: filigranas recargadas, gemas grandes, llamativas incrustaciones de minerales distintos, o exóticas aleaciones.

Mientras dejaba el broche y otras piezas en el expositor, Tas tomó una decisión. El brazalete era sin duda demasiado maravilloso para confiar su seguridad a las cerraduras de escasa calidad de los expositores. De hecho, sería una falta de responsabilidad actuar así. Por tanto, Tas lo guardaría a buen recaudo en su muñeca hasta que encontrara el enano y se lo devolviera.

El kender dio la espalda al tenderete y echó a andar en busca del joyero. Suponía que no iba a ser tarea fácil; después de todo, el recinto ferial era grande y el enano podía estar en cualquier parte. Había dado cinco pasos cuando un grito atronador lo hizo detenerse.

—¡Ladrón! ¡Detened a ese pequeño ratero!

Tasslehoff miró en derredor con la esperanza de descubrir al ladrón, y quizás incluso derribarlo con un veloz disparo con la honda de su jupak. Pero no vio a nadie que huyera asustado. Tampoco vio a alguien que fuera un «pequeño ratero», aunque podía ser una forma de hablar en sentido figurado. Lo que sí advirtió Tas es que había un montón de gente que lo miraba a él.

Tasslehoff echó una ojeada por encima del hombro justo a tiempo de ver al enano joyero, con el rostro congestionado y echando humo, que corría hacia él. El kender se apartó a un lado con agilidad a fin de que el enano pasara y capturara al ladrón, pero el enano se frenó en seco a su lado y un fuerte brazo se disparó y lo agarró por la garganta en un visto y no visto; una maniobra sorprendentemente ágil viniendo de un enano, pensó Tas.

El enano, que había bajado las manos a los hombros del kender y lo sujetaba con fuerza, empezó a sacudirlo con rudeza hasta el punto que Tas estuvo en un tris de morderse la lengua. El enano echaba chispas y estaba tan rabioso que apenas era capaz de hablar.

—Devuélveme mi mercancía, pequeño… Podría… Tu raza debería haber sido barrida durante el Cataclismo… ¡Guardias! ¡Guardias! Tendría que… ¡Guardias!

—¿Mercancía? —La expresión perpleja de Tas sólo consiguió poner al enfurecido enano al borde de un ataque de apoplejía—. ¿Crees que te he robado algo? —Tas estaba con una mano a la espalda y con la otra se señalaba el pecho como si dijera: «¿Yo? ¿Todo este jaleo es por mí?».

—¡Ooooooh! —gritó el enano, temblándole la barba. Su furia era tan intensa que soltó a Tasslehoff porque apenas podía controlar sus manos temblorosas. Por último pateó con fuerza el suelo y giró sobre sí mismo hasta que se calmó lo suficiente para poder hablar.

—¿Cómo te atreves a negarlo? ¡Guardias! ¡Lo he visto ahí, en su muñeca!

—No creo que haya nada en mi muñeca —respondió Tas, mirándose la izquierda.

—¡Ésa no! —chilló el enano—. ¡La otra muñeca, cabeza de chorlito! ¡La que escondes a tu espalda! —Aferró la mano de Tas e intentó quitarle de un tirón el brazalete mientras repetía—: ¡Está ahí, en tu muñeca! —Siguió tirando en tanto miraba frenético en derredor—. ¿Dónde están esos guardias?

Para entonces, una numerosa multitud se apiñaba otra vez alrededor del tenderete empujándose por ver lo que ocurría. El genio del enano era sobradamente conocido en la ciudad y ninguno quería perderse el jaleo (aunque tampoco nadie se acercó demasiado). Un hombre joven, alto y enjuto, que parecía algo agitado, se abrió paso entre la muchedumbre.

—Bueno, aquí está el guardia —suspiró Tasslehoff—. Espero que aclare las cosas, porque estoy desconcertado.

—Gracias a los dioses que has venido, Tanis —dijo el enano alto al recién llegado, pasando por alto el comentario del kender—. Por favor, ve en busca de un guardia, deprisa.

—¿Por qué no me cuentas antes lo que pasa? —sugirió el tal Tanis.

Tasslehoff sacó pecho en un gesto desafiante.

—También a mí me gustaría saberlo —protestó.

—¿Acaso no es evidente? —El enano resopló—. Este tunante sin entrañas me robó el brazalete y se escabullía con él. —El enano levantó el brazo derecho de Tas y retiró el puño de la camisa para dejar a la vista el brazalete de cobre que llevaba en la muñeca—. Ahí lo tienes. Justo en el sitio donde lo había escondido.

—¿Te refieres a esto? —Tasslehoff estaba sinceramente sorprendido—. No lo robé. Te lo guardaba a buen recaudo. Ahora mismo me dirigía en tu busca para devolvértelo. Lo dejaste en el mostrador, donde cualquiera podría haberlo robado. —Tas agitó el índice frente al enano en un gesto reprobatorio—. Deberías tener más cuidado con tus pertenencias, de verdad.

—¡Estaba guardado bajo llave en el expositor! —exclamó el enano mientras propinaba unos bruscos golpes con el dedo en el pecho del kender.

—Una imprudencia y una solemne tontería por tu parte —lo amonestó Tas, sin alterarse ni poco ni mucho—. Daría igual si dejases esos expositores abiertos, ya que las cerraduras que tienen no valen para nada.

La tranquilidad del kender sólo consiguió incrementar la cólera del enano.

—No me tragaré esa representación de inocencia, kender. —Miró a su alrededor en busca de algún apoyo por parte de la multitud—. Quiero que detengan a este ladrón.

Tanis se acercó al enano y le susurró al oído:

—No creo que eso sea necesario, Flint. Estoy seguro de que no tenía intención de perjudicarte. —Se volvió hacia el kender—. Si devuelves el brazalete y cualquier otra cosa que hayas cogido, nos olvidaremos de todo este asunto.

Tasslehoff estaba impresionado por el sentido de equidad del hombre; algo que apenas había visto desde que había llegado a Solace.

—Estaré encantado —aseguró Tas—. Es lo que intentaba hacer desde el principio.

Con un gesto veloz se sacó el brazalete de la muñeca y se lo entregó a su dueño. El enano, soltando un gruñido, se lo cogió de un manotazo y lo guardó de inmediato en el bolsillo del chaleco.

—No hay de qué —dijo con sorna el kender. El enano ni siquiera lo miró. El hombre joven se volvió hacia la muchedumbre y despidió a los curiosos con un ademán.

—Se acabó, amigos. Aquí no ha pasado nada. Volved a vuestras ocupaciones. —Giró hacia el kender y le tendió la mano—. Mi nombre es Tanthalas, pero todos me llaman Tanis. Este tipo, que creía que habías cometido tan grave ofensa contra él, es mi buen amigo y compañero, Flint Fireforge. Sus ladridos son peores que sus mordiscos.

Tasslehoff tendió la mano y estrechó con caluroso afecto la del hombre.

—No encuentro palabras para expresar cuánto me alegro de conocerte, Tanis. Eres la primera persona con la que me encuentro que me trata con amabilidad. Soy Tasslehoff Burrfoot, de los Burrfoot de Kendermore. ¿Has oído hablar de nosotros? También me alegro de conocerte a ti, Flint Fireforge. Lamento que malinterpretaras mis intenciones acerca del brazalete. Es una pieza exquisita. —Tas tendió la mano al enano, que se cruzó de brazos y alzó la vista al cielo hasta que un codazo de Tanis estuvo a punto de tirarlo al suelo. Tras dirigir una mirada fulminante a su amigo, Flint, por fin, con el entrecejo fruncido, aceptó el apretón de manos y la «disculpa» del kender. Tanis, divertido, observó el gesto ceñudo del enano.

—Bien, Tasslehoff —dijo—. Me alegro de que todo se haya solucionado. Te deseo un buen viaje, a donde quiera que te dirijas.

—A decir verdad, ahora que tengo amigos aquí, en Solace, creo que me quedaré durante un tiempo —respondió el kender con actitud pensativa.

—A decir verdad, no nos parece que sea… —comenzó Flint precipitadamente. El tacón de la bota de Tanis aplastó los dedos del pie de Flint, cortando de raíz las palabras del enano.

—Lo que Flint quiere decir es que, aunque vivimos aquí, saldremos de viaje dentro de un par de días, tan pronto como las calzadas estén secas —explicó Tanis—. El Festival de Primavera acabará dentro de dos días y partiremos para vender nuestra mercancía en otras poblaciones. Probablemente iremos hacia el sur, a Qualinost.

—¿De verdad? —El rostro de Tas se iluminó—. Nunca he estado en la capital elfa, pero he oído decir que es impresionante. Mi tío Saltatrampas conoció al Orador de los Soles. Estaba pensando en dirigirme hacia allí.

Su mirada expectante fue de Tanis a Flint y de nuevo a Tanis. El joven rebulló inquieto.

—Bueno, no está decidido del todo el viaje a Qualinost. Todavía, no. Puede que…, eh…, nos encaminemos primero hacia la zona norte de Abanasinia. Aún hemos de decidirlo. Depende.

—¿De qué? —preguntó con inocencia el kender.

Flint se cruzó de brazos y sonrió con malicia a Tanis.

—Sí, Tanis. ¿Depende de qué? A mí también me gustaría saberlo —dijo con sorna.

Tanis cambió de peso de un pie a otro y carraspeó para quitarse el nudo que tenía en la garganta.

—De lo de siempre. De las condiciones de las calzadas, de lo que nos comenten otros comerciantes que hayan viajado por esas zonas, de si conseguimos buenas rutas, y… —se ruborizó—, bueno, cosas así.

—No tenéis que preocuparos por las rutas —exclamó alegremente el kender—. Tengo mapas de todo el área de una precisión maravillosa. Muestran de dónde vienen las calzadas y hacia adonde se dirigen…, bueno, casi siempre. Indican un montón de cosas. —El kender irguió los hombros en un gesto de resolución—. Estaréis encantados de haberme conocido.