14

La persecución.

Tras convertirse de nuevo en gorrión, Selana se puso a cubierto y observó a Balcombe, quien, con el brazalete en la muñeca, se subió al parapeto de su ventana. Empleando, obviamente, un conjuro de vuelo, se lanzó al vacío y planeó sobre las copas de los árboles situados al norte de la población, oculto entre las nubes grises bajas que habían aparecido durante la tarde. Parecía dirigirse al interior de las montañas, siguiendo la corriente del caudaloso arroyo que discurría entre el castillo y la pulcra ciudad de Tantallon.

Selana dejó transcurrir dos minutos y después voló en pos del hechicero, manteniendo una distancia que confiaba la dejara fuera del alcance de cualquier conjuro de detección que el mago hubiese realizado.

¡Qué cerca había estado de lograr su propósito! ¡Había tenido el brazalete entre los dientes! Recordarlo hizo que su corazón palpitara atormentado.

La elfa marina sintió una leve punzada de remordimiento por dejar atrás a Flint y a Tanis, encarcelados. El enano, con su actitud paternal, era la persona más afable de cuantas había encontrado desde que había salido a la superficie, a pesar de sus esporádicos arranques de mal humor. Sospechaba que mucha de aquella brusquedad era una fachada, mucho ruido y pocas nueces, pues parecía estar sinceramente interesado en enmendar su error y recuperar el brazalete. Sentía haberlo dejado abandonado a su suerte.

El semielfo era otro cantar… Nunca había conocido a alguien como él. Fuego y hielo. Genio pronto. Impaciente. Enigmático… Una fogosidad vehemente, avivada en el alma, ardía en sus ojos almendrados. Era un joven al que impulsaban los sentimientos más extremos, las mejores y las peores pasiones. Por alguna razón que no alcanzaba a comprender, parecía que ella le hacía sacar a relucir su parte más negativa, cosa que la entristecía.

Selana sabía que su primera obligación era para con su hermano y su reino, y, si no seguía a Balcombe de inmediato, antes de que desaparecieran los efectos de la poción, y el malvado hechicero escapaba, la causa por la que todos habían luchado estaría perdida.

Con un poco de suerte, el kender se las arreglaría para rescatar a sus amigos. En cualquier caso, el hombrecillo parecía la clase de persona que siempre cae de pie, por muy apurada que fuera su situación. Era ingenioso e intrépido, si bien esto último se debía más bien a un rasgo de… irresponsabilidad, aunque ésta no era la palabra más adecuada, pensó la elfa. Su interés pasaba de una cosa a otra con gran facilidad. Aun así, tenía la esperanza, aunque tan débil como una llamita temblorosa, de que lograra ayudar a sus amigos; en el fondo de su alma sabía que ella podía hacer poco más al respecto, aparte de desear y confiar en que ocurriera así.

La esperanza, al parecer, era la base principal en la que se fundamentaba su estrategia actual. Todo cuanto podía hacer era esperar que la poción durara lo suficiente para rastrear a Balcombe. Esperar que cuando pasaran los efectos del bebedizo, advirtiera alguna señal que la pusiera sobre aviso para aterrizar antes de estrellarse. Tenía que confiar en que Balcombe no descubriera que lo perseguía. Y tenía que esperar que, cuando encontrara a Balcombe —si lo encontraba— en su guarida, fuera capaz de arrebatarle el brazalete y huir.

Viajaban en una dirección constante, siguiendo el trazado del mismo valle. No se habían desviado del curso principal del arroyo que corría a través de Tantallon. «Si, por cualquier razón, lo pierdo la pista —razonó Selana—, seguiré remontando el curso del arroyo. Al parecer es la referencia de vuelo de Balcombe y, al menos, no me perderé».

Advirtió que estaba observando las montañas más y más. Nunca había visto cumbres como éstas. En su reino natal, cualquiera podía nadar sobre las montañas sumergidas, pero eran muy áridas, y los picos y crestas estaban erosionados por el incansable movimiento del agua. Éstas eran abruptas, quebradas, y rebosaban vida. Sin embargo, este vuelo singular le recordaba su hogar más que ninguna otra cosa vista desde que había abandonado el mar.

El castillo de Tantallon había quedado a sus espaldas hacía unos treinta minutos cuando Selana empezó a sentirse extrañamente pesada y su vista perdió agudeza de manera paulatina. ¡La poción! Comprendió de repente que los efectos debían de estar terminándose. Incapaz de controlar el creciente terror y el desbocado palpito de la sangre en los oídos, la elfa marina inclinó la cabeza, plegó las alas, y se zambulló hacia la tierra cubierta de musgo.

Casi lo consiguió.

Acababa de pasar las ramas altas de abetos y álamos rebrotados y sobrevolaba una herbosa cañada cercana a la ribera del arroyo, cuando el gorrión se transformó en una elfa marina dominada por el pánico. Cayó dando tumbos por el aire desde una altura de casi tres metros, con la capa índigo ondeando tras ella, y se estrelló contra unos matorrales espinosos.

Selana gritó de dolor y se incorporó de un brinco, pero la capa estaba enganchada en las punzantes espinas del arbusto. Sollozante, rozando una crisis de nervios, la joven tiró frenéticamente de la prenda, desgarrada ya durante el encuentro con los sátiros y la alocada huida en el mercado de Tantallon. Logró soltarse, pero a costa de destrozar la capa por completo. Sacudiendo y dando tirones de la prenda, Selana chilló, perdido el control de sí misma por la frustración y el agotamiento de pasar varios días en los caminos sin apenas descanso y aún menos alimentos. Arrancó con brusquedad el fragmento de capa que le quedaba alrededor del cuello y lo arrojó contra el malévolo arbusto, desahogando así en parte la cólera que la embargaba.

Su cabello plateado estaba enredado y colgaba en mechones sobre su sudoroso rostro, sucio y lleno de arañazos. Cubierta sólo con la túnica corta de tejido fino y color pardo, la princesa de los elfos dragonestis cayó de rodillas y estalló en sollozos.

—¿Qué voy a hacer ahora? —murmuró, alzando los ojos al cielo.

Balcombe se había perdido de vista hacía rato, y la joven tenía sólo una vaga idea de hacia adonde se dirigía: un escondrijo arroyo arriba, aunque bien podía encontrarse a kilómetros de distancia. Hecha un ovillo, con la cabeza hundida en las manos arañadas, Selana lloró hasta quedarse sin lágrimas; una extraña calma se apoderó de ella.

No tenía comida, ni refugio, ni más hechizos; agotada hasta la médula de los huesos, necesitaba dormir para recobrar sus poderes mágicos. La única esperanza de alcanzar a Balcombe antes de que fuera demasiado tarde para recuperar el brazalete y salvar a Rostrevor era seguir viajando a pie. Apenas se sentía con ánimo para hacer frente a la idea. Desesperada, cogió un puñado de guijarros y los arrojó al arroyo con rabia.

La joven elfa se sentía perdida, lejos de su gente, en un medio que no se parecía en nada a su entorno marino.

Selana cogió con la lengua la lágrima salada que se deslizaba por sus labios y esbozó una triste sonrisa al recordar los días felices vividos con su familia, en especial con su hermano mayor, con quien compartía los juegos.

A Semunel le encantaba tomarle el pelo; por ejemplo, cuando jugaban a «tú la llevas» y estaba a punto de alcanzarlo, él se transformaba en delfín, la forma que todos los dragonestis tenían el don natural de adoptar, principalmente para huir de los depredadores. Siempre nadaba más deprisa que ella, escabulléndose entre los bancos de coral y los numerosos restos de barcos naufragados esparcidos en el fondo del mar, siempre adelantándola por un cuerpo de ventaja, eludiéndola.

Cuando era sólo una niñita, rompía a llorar e iba a quejarse a su padre, el Orador de las Lunas, que reprendía a Semunel.

—Todos los miembros de la casa real dragonesti deben estar por encima del ridículo o la derrota, incluso entre ellos mismos —decía con gesto austero.

Después, cuando su padre no los estaba mirando, Semunel le daba un codazo.

—Eres una princesita caprichosa y malcriada, hermanita. Algún día padre no estará a tu lado para defenderte y sacarte de aprietos —la zahería. Y, cuando pensaba que iba a estallar de rabia, su hermano sonreía, la estrechaba en sus brazos, y decía—: Pero yo estaré siempre contigo, Selana.

Las comisuras de los labios de la joven se curvaron en una sonrisa agridulce.

—Quizá Semunel tenía razón… Tal vez sea un poquito cabezota, acostumbrada a hacer mi santa voluntad —musitó para sí, con gesto pensativo—. Ojalá estuviese ahora aquí para ayudarme.

Recordó que le había enseñado la fórmula que había encontrado para el brazalete. Cuando le dijo lo que se disponía hacer en su favor, le ordenó tajantemente que abandonara su plan.

—Mantente alejada de los habitantes terrestres; sólo saben crear dificultades —le dijo, agitando el dedo ante su nariz—. Resolveremos este problema sin su intervención. Ni que decir tiene que, espoleada por sus aires de superioridad, hizo caso omiso de sus objeciones y se escabulló amparada en las sombras de la noche para hacer las cosas a su manera.

Le daba rabia tener que admitir que su hermano tenía razón respecto a los habitantes de tierra firme. Con un suspiro, Selana se acercó al borde del arroyo y se sentó con las piernas cruzadas; contempló absorta el reflejo de su imagen en el remanso protegido por un tronco caído.

—¿Cómo fuiste tan arrogante de pensar que podrías arreglártelas tú sola en una empresa tan descabellada? —gimió, con la mirada prendida en el semblante pálido y angustiado que se reflejaba en el agua. ¿Qué locura había convertido a una joven y risueña princesa en una criatura necia y desesperada que lloraba entre los arbustos de unas lejanas montañas? Tendría que estar jugando alegremente entre las olas, en su añorada patria. Ojalá pudiese nadar…

De pronto, Selana abrió los ojos de par en par. Dirigió la vista hacia el caudaloso arroyo. ¿Sería bastante profundo? ¿Y si la corriente era demasiado fuerte y la arrastraba? El agua, sin duda, sería mucho más fría de lo que estaba acostumbrada. Además, era agua dulce, no salada; aun así, podía sobrevivir en ella bastante tiempo.

A despecho de las dudas, la elfa marina ya lo había decidido. La arrolló el irrefrenable deseo de sentirse arropada por el agua familiar y envolvente, fueran cuales fueran las consecuencias. Se quitó una de las suaves botas de piel para probar la temperatura del agua. La rozó con la punta de los dedos; estaba helada. Se calzó otra vez la bota, sacudida por un escalofrío que sólo en parte se debía al frío, mientras se decía que no lo notaría tanto una vez que hubiese adoptado la forma de delfín y la protegiera la gruesa piel gris.

Selana cerró los ojos. Con los dientes apretados, obligó a sus piernas a que la llevaran al interior de la frígida corriente de agua. Todas las fibras de su ser gritaron en protesta por la brutal agresión. Se detuvo cuando el agua le llegaba a la cintura, congelándola hasta los huesos. El sonido rítmico de la corriente al precipitarse ladera abajo fue como un sedante para sus nervios. Extendió los brazos ante sí con la facilidad de la practica, inhaló profundamente, contuvo la respiración y se zambulló en el agitado torrente.

Selana evocó un recuerdo de su niñez y se concentró en él. Al instante, el agua que la rodeaba dejó de ser frígida. La joven percibió la familiar «fusión», que era de la única manera que podía describir la sensación de sus dos piernas convirtiéndose en una cola poderosa. Sus brazos empequeñecieron y adoptaron la forma de aletas y su visión se desplegó al crecerle un morro alargado, en forma de botella, que situaba sus ojos muy separados entre sí, a cada lado del protuberante hocico.

¡Se sentía libre!

Impulsándose con la cola, remontó la corriente con precaución comprobando la profundidad del cauce del arroyo a medida que avanzaba. Cuando necesitó tomar aire por primera vez, fue incapaz de resistir la peligrosa tentación de saltar en un grácil arco, en tanto que tomaba aire a bocanadas, del mismo modo que los peces capturan las moscas al vuelo. Hizo un giro de tonel, una de las primeras acrobacias que había aprendido como delfín. Impulsándose otra vez, salió del agua y se elevó en el aire, chapoteando la poderosa cola en un gesto desafiante de renovada seguridad en sí misma.

Anímicamente colmada, enfocó toda su atención en la tarea de nadar corriente arriba, procurando cubrir distancias con la mayor rapidez posible. Pronto tendría que buscar alguna señal del templo, aunque no sabía muy bien qué era lo que tenía que buscar. ¿Sería un edificio, como el castillo de la ciudad? Sacó el morro fuera del agua y siguió avanzando, en tanto que sus ojos negros escudriñaban el paisaje en busca de cualquier indicio que delatara la presencia de Balcombe.

Lo más difícil del viaje era salvar los cambios imprevisibles de la corriente. De tanto en tanto, el arroyo se ensanchaba el doble de lo habitual, el cauce se hacía más profundo y formaba de improviso un estanque de aguas remansadas. Con igual brusquedad se estrechaba, o el fondo subía de manera repentina convirtiéndose en un torrente somero y tumultuoso.

A medida que nadaba remontando la corriente, montaña arriba, los altos abetos y los álamos fueron dando paso a pinos más bajos y matorrales. A esta altitud, Selana se vio obligada a esquivar grandes trozos de hielo desprendidos de las orillas. Por si esto fuera poco, la profundidad del arroyo decrecía de manera paulatina. Selana comprendió que, a menos que encontrara la guarida de Balcombe enseguida, le sería imposible continuar el viaje como hasta ahora. En su forma de delfín, necesitaba un mínimo de profundidad para nadar.

Debatiéndose contra la fuerte corriente en un tramo estrecho en el que el agua encajonada fluía a gran velocidad, Selana soltó un chillido de dolor cuando su aleta derecha chocó contra una puntiaguda roca sumergida. Sintió y oyó cómo la gruesa piel gris se desgarraba. El agua helada agravó la lesión, y la joven sufrió un momentáneo ataque de pánico. Se hundió en la desesperanza al comprender que le era imposible controlar sus movimientos en la rápida corriente con la ayuda de una sola aleta, y, menos aún, seguir remontando el arroyo. Se impulsó con la cola hacia la orilla, dirigiendo el rumbo con su aleta izquierda.

Aún más desalentador era saber que no podía quedarse flotando al borde del arroyo hasta que se hubiese sanado la herida. Necesitaba las manos para hacerse un vendaje, y el descanso de un sueño reparador para poder pensar con cordura. Perecería ahogada si se quedaba dormida en el arroyo, convertida en delfín. No tenía opción. Selana suspiró con abatimiento y se concentró para adoptar de nuevo su forma humana.

Al abrir los ojos se encontró de rodillas, con el agua la altura del pecho. De inmediato, la herida bajo la manga de la empapada túnica, de diez centímetros de largo y lo bastante profunda para dejar el hueso a la vista, empezó a palpitarle con un dolor insoportable, al tiempo que la sangre le salía a borbotones y teñía el agua a su alrededor. Esforzándose por no perder el sentido, se arrastró hasta la orilla valiéndose del brazo ileso. Una vez allí, se tumbó en el helado suelo y empezó a temblar con la cortante brisa.

Casi no podía creerlo, pero lo cierto es que ahora se encontraba en una situación más apurada que antes. La temperatura dentro del arroyo se había mantenido constante, pero el aire era mucho más frío a esta altitud. Ahora estaba gravemente herida, sin comida ni abrigo. Comprendió que podría morir antes de que el sol se volviera a levantar.

«Tengo que secarme», pensó aturdida Selana, mareada por la pérdida de sangre. Reuniendo hasta el último vestigio de la tenacidad que la caracterizaba, se concentró en el último conjuro que tenía memorizado: un truco nimio, una mera técnica de práctica, tan insignificante que casi resultaba ridículo. Una vez que se dominaba, sin embargo, podía ser dúctil en extremo, y con ello contaba Selana. Le costó un gran esfuerzo llevarlo a cabo, pero con él consiguió escurrir el agua helada de la exigua túnica y secar el tejido; no obstante, el proceso la dejó extenuada.

Actuando más por instinto que de manera consciente, rasgó una tira de tela del borde deshilachado de la túnica y se vendó la rezumante y dolorosa herida prietamente, a fin de cerrarla y cortar la hemorragia. La presión del vendaje aumentaba el dolor, pero al mismo tiempo le daba cierta confianza.

—Necesitas descansar un momento —susurró, con la esperanza de que el sonido de una voz, aunque fuera la suya, la mantuviera despierta—. Busca un refugio a resguardo del viento.

A trompicones, caminó hacia un afloramiento rocoso cegadoramente blanco, en la cara de la montaña. Allí encontraría un nicho o hendidura en donde resguardarse del inclemente ventarrón de la montaña.

Por fin alcanzó un saliente pequeño, debajo del cual apenas había hueco suficiente para su cuerpo menudo. Se desplomó, hecha un ovillo, sobre el frío granito, con el rostro vuelto hacia fuera. Se arrebujó en la andrajosa túnica, y parpadeó para enfocar los borrosos ojos en el panorama que se extendía ante ella.

Supo con aterradora claridad que iba a morir… sola. El viento seguiría soplando y entretanto ella se iría hundiendo en el sueño eterno del que no despertaría… A menos que fuera cierto lo que decían los clérigos de que había otra vida en el más allá para quien creía en los dioses verdaderos. Pero no tenía fe.

Creyó ver un movimiento y se esforzó por enfocar otra vez los ojos un instante. ¿Alguna rama caída, quizá? ¿Una alucinación? Rechazó de inmediato la primera posibilidad, ya que, fuera lo que fuera lo que había atisbado, era mucho más grande que una rama y se mimetizaba a la perfección con el tono gris del granito de la montaña. Le pareció distinguir un inmenso minotauro, uno de esos híbridos bestiales, medio hombre medio toro, aunque éste era de granito pulido y blanco. Se dirigía hacia ella, acortando la distancia que los separaba.

«En verdad, sufro alucinaciones —pensó—. Cerraré los ojos y me dormiré y, cuando despierte, ya no estará. —Sin embargo, aunque cerró los párpados, escuchó un apagado rugido gutural y el sonido de una respiración—. Cerraré también los oídos y el ruido desaparecerá», se dijo, en medio de su aturdimiento. Aguardó, con los párpados apretados y las manos tapándose los oídos.

Entonces, dos manos enormes, frías como el propio granito, se cerraron sobre sus hombros y la alzaron en el aire. A punto de perder el conocimiento, Selana entreabrió los ojos brevemente y vio otra vez al aterrador minotauro de granito.

Por un fugaz instante pensó, casi con gratitud, que debía de estar muerta.