9

Bailando en el bosque.

La joven cubría su delicada figura con una capa abotonada, azul oscuro, de fino tejido. Un pañuelo de seda, de color azul claro, le envolvía por completo la cabeza, le cruzaba bajo la barbilla y le caía por encima de los hombros hasta la cintura. Sus rasgos eran casi perfectos; sus labios, carnosos y muy rojos, resaltaban en las facciones angulosas y pálidas.

—Si no lo creyera absurdo, maestro Fireforge, pensaría que intentas eludirme —dijo con voz reposada. Sus ojos Verde mar, grandes como monedas de acero, buscaron los del enano, quien había bajado la mirada.

Flint, sonrojado, alzó la vista y la miró.

—Por supuesto que no… ¡Oh, gran Reorx! —exclamó—. Soy incapaz de mentir aunque en ello me vaya la vida. Estaba evitando encontrarme contigo, es cierto, pero no por lo que imaginas.

Tanis advirtió que los transeúntes de la pasarela se detenían para observar a la mujer de aspecto exótico y al abochornado enano.

—Charlemos dentro —dijo presuroso, empujando a Flint y a Tasslehoff para que entraran en su casa. La mujer los siguió, con porte regio. Su belleza dejó sin aliento a Tanis; le hacía recordar el suave roce de las olas en la playa.

Dentro del hogar del semielfo, Flint se dejó caer con actitud abatida en la mecedora que su amigo había instalado especialmente para él delante de la chimenea, ahora apagada. Hundió la canosa cabeza en las manos.

—No sé ni por dónde empezar…

—Puedes empezar por presentarnos —sugirió alegremente el kender. Sin esperar, dejó su jupak apoyada en una esquina y tendió la pequeña mano—. Tasslehoff Burrfoot, a tu servicio.

La mujer contempló su mano como si no supiese bien qué hacer; luego se la estrechó con torpeza.

En ese momento Tanis regresó a la sala llevando cuatro vasos y una botella polvorienta con licor de cerveza que había guardado para una ocasión especial. Sonrió a la mujer.

—Tanis el Semielfo —se presentó.

Ella estudió sus finos rasgos, los ojos ligeramente almendrados, y la leve forma puntiaguda de las orejas que se atisbaba bajo el espeso cabello rojizo.

—Tu aspecto me pareció demasiado robusto para que fueras elfo, pero también demasiado hermoso para un humano… —musitó.

Ahora fue Tanis quien se sonrojó.

—Lo único que sé de ti es el nombre que nos dio Flint —se apresuró a comentar—. Selana, ¿no es así?

Le ofreció uno de los vasos. Ella extendió una mano esbelta, casi traslúcida, y lo cogió. Sus dedos temblaron levemente cuando Tanis echó el licor de tono pálido en el recipiente.

—Sí, me llamo Selana. —Tomó un sorbo y empezó a toser al tragárselo. Tasslehoff le dio palmadas en la espalda—. Creía que era agua —dijo entre jadeos.

—¿Agua? —El kender se echó a reír—. Vaya, sólo a un ogro se le ocurriría beber un agua que tuviese ese color, como si se hubiese cogido de un pantano.

—Tasslehoff —lo reconvino en voz baja Tanis, al reparar en la expresión apurada de la mujer. Selana bebió otro poco de licor. Los ojos se le humedecieron, pero en esta ocasión no tosió. Con gesto determinado, se volvió hacia el enano sentado en la mecedora.

—Flint Fireforge, estoy aquí para recoger mi brazalete. No soy tan estúpida para no haberme dado cuenta de que pasa algo raro. ¿No fuiste capaz de hacerlo? Quizás ahora quieras decírmelo.

—No, lo hice, ya lo creo que sí. Y era un brazalete maravilloso…, es maravilloso —se apresuró a rectificar el enano, mientras se frotaba la cara con desesperación e intentaba discurrir la mejor manera de explicar lo ocurrido.

Tasslehoff se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, a los pies de la mujer.

—Mira, todo esto es culpa mía —comenzó—. Bueno, no del todo. Fue la mala suerte la que puso el brazalete en mi muñeca por primera vez. Sabía muy bien cuánto significaba para Flint, después de que se pusiera tan furioso cuando lo perdió la primera vez, y estaba seguro de que se enfurecería y se desesperaría cuando descubriera que había sido lo bastante descuidado para perderlo de nuevo.

—¡Basta ya! —increpó el enano al kender—. No necesito que me «ayudes».

Flint procedió a relatar los acontecimientos de los últimos días, desde la fabricación de la joya, pasando por el «escamoteo» llevado a cabo por Tasslehoff, hasta llegar al robo cometido en el carro del calderero.

—Nos disponíamos a ir en busca de ese bardo ladrón para recobrar el brazalete y entregártelo —prosiguió el enano—, cuando nos…, eh…, encontramos ahí fuera. Lamento lo ocurrido más de lo que he lamentado cualquier otra cosa en toda mi vida —dijo Flint, hundiendo la cabeza en el pecho. Luego, con los dientes apretados y los ojos entrecerrados hasta hacerlos meras rendijas, añadió—: Y aun cuando me gustaría estrangular a este kender, comprendo que la responsabilidad de lo ocurrido sigue siendo mía. Si pudiera, me gustaría devolverte el dinero adelantado, pero ya lo he gastado en provisiones —admitió desasosegado.

—No quiero el dinero —declaró la joven—. Lo que me hace falta es el brazalete, e insisto en que lo recuperes de inmediato.

Su tono imperativo hizo que el enano se sonrojara aún más por la vergüenza, pero consiguió enfurecer al semielfo.

—Cierto que el brazalete no debería haberse extraviado —dijo con voz cortante—. Pero no estaría de más que mostraras un poco de paciencia y comprensión. Flint te ha dicho que intenta recobrarlo.

—¿Sabes una cosa, Flint? —intervino el kender—. Fue una suerte que me presentara en el momento oportuno. Sólo Reorx sabe quién lo habría robado de donde, tan descuidadamente, lo dejaste, si no hubiese estado yo allí para ponerlo a buen recaudo.

—¿Tan descuidadamente? —bramó el enano, que se incorporó de un salto—. ¡Ese brazalete estaba guardado en mi expositor bajo llave! Y si tú te hubieses dedicado a otros menesteres que no fuera robarlo, ladronzuelo…

—¡Ladronzuelo! —gritó Tas indignado, con los puños apretados mientras se enfrentaba al encolerizado enano—. Estoy harto de que me echen la culpa por los descuidos de otros. Escúchame, viejo… ¡Ay! ¡Me haces daño, Tanis! —Tasslehoff volvió la vista hacia el semielfo, que se había interpuesto entre los dos y le apretaba el hombro.

—Basta ya, vosotros dos —los amonestó Tanis—. Discutir no nos ayudará a encontrar el brazalete. —Se volvió hacia la pálida joven que había presenciado en silencio, espantada, el enfrentamiento. Su rostro expresaba ahora un profundo disgusto—. Si lo que quieres es el brazalete, la solución sería que Flint hiciese otro.

—¡No lo comprendes! —gritó Selana, dando un patadón en el suelo, llena de irritación—. Aun cuando hubiese tiempo para hacerlo, los componentes especiales que le entregué eran únicos. No tienes ni idea de lo mucho que pasé para conseguirlos. —El recuerdo hizo que se le escapara un sollozo.

—¿Y por qué no nos lo cuentas? —insistió Tanis. La reacción de la joven confirmó sus sospechas de que había algo más en juego que la simple pérdida del brazalete—. Ya puesta, ¿por qué no nos dices para qué necesita una chiquilla embozada un brazalete mágico que adivina el futuro?

Ella se llevó la esbelta mano a la boca.

—¿Lo sabéis?

Tanis sacudió la cabeza.

—Hasta ahora, sólo teníamos las vagas sospechas de un calderero supersticioso y las suposiciones de un kender.

La cólera hizo que los verdes ojos de la joven se tornaran oscuros.

—¿Qué derecho tienes a saberlo? ¡Me has engañado! —Alzó la mano para abofetearlo. Tanis le cogió la mano al vuelo y estrechó los ojos almendrados.

—Tanto como el que tuviste tú a encargarle a Flint que hiciera una joya «corriente». Tienes que saber el rechazo que los enanos sienten por la magia. ¿Con qué derecho le ocultaste la naturaleza mágica del brazalete?

—Nunca dije que fuera corriente —replicó ella—. Busqué un artesano conocido para que realizara un trabajo por el que se le pagó con largueza. ¿Acaso dices a tu sastre en qué ocasiones vas a vestir las ropas que te hace?

—¡Eso es distinto! —espetó Tanis.

Flint se interpuso entre ellos. Dirigió una mirada a Tanis, que soltó la muñeca de Selana.

—¿Te has vuelto loco? —lo recriminó—. Fuera cual fuera la naturaleza del brazalete, mi responsabilidad era que no le ocurriese nada. No debí perderlo de vista ni un instante. Mi obligación es recuperarlo, me lleve el tiempo que me lleve.

Su comentario, dirigido a tranquilizar a la joven, sólo consiguió arrancarle un grito de alarma.

—¿Cuánto tardarás? —preguntó.

Flint la miró sorprendido.

—Si ese tal Delbridge se ha dirigido al norte, y si doy con él… —Se encogió de hombros—, unos tres días. Menos, con un poco de suerte. Si las cosas van mal, una semana, en el peor de los casos.

—¿Y si no lo encuentras? ¿O si ha perdido también el brazalete? ¿Entonces, qué? —Su voz, por lo general baja, había alcanzado un tono agudo a causa de la agitación.

—¿Por qué es tan importante ese brazalete, Selana? —preguntó Tanis con suavidad—. ¿Quién eres para que tengas que cubrirte de ese modo?

A pesar de las lágrimas que humedecían sus hermosos ojos, entrecerrados por la furia, la joven no dudó en alzar los brazos y soltar el pañuelo que le cubría el rostro. El fino tejido cayó sobre sus hombros.

—¡Una elfa marina! —exclamó Tanis boquiabierto cuando las ondas de su brillante cabello plateado se derramaron sobre los hombros de Selana. Había oído hablar de los esquivos elfos marinos, parientes lejanos de los elfos de Qualinesti. Se decía que tenían la piel tan traslúcida que parecía azul, pero la de Selana era blanca como la leche. Sus ojos eran redondos y muy grandes, diferentes de los almendrados de los elfos terrestres. Aunque su forma era humana, los elfos marinos vivían bajo el agua. Tanis no sabía de ninguno que hubiese abandonado su medio acuático para viajar por tierra firme. A pesar de sus esfuerzos por contenerlas, las lágrimas se desbordaron de los ojos de Selana. Humillada, la joven las secó con brusquedad.

—Sí, soy una elfa dragonesti. —Estrujó entre sus dedos un pico del pañuelo con nerviosismo, mientras empezaba a pasearse de un lado a otro de la sala.

Flint olvidó su propio malestar y vergüenza al crecer una preocupación paternal por la atormentada muchacha.

—Dinos qué es lo que te preocupa tanto para que te hayas visto obligada a abandonar el mar.

Selana se detuvo en su ir y venir para examinar los tres rostros que la observaban atentos. Dejó escapar un suspiro resignado.

—Perdonadme, pero no estoy acostumbrada a confiar en extraños. De hecho, he vivido muy recluida y apenas he conocido a ninguno. —Alzó la barbilla con gesto firme—. En la lengua dragonesti, mi nombre es Selana de los Arrecifes donde Danzan las Frondas Marinas y Nadan las Anguilas, Cazadora de Tiburones, y Rayo Risueño de Luna. —Hizo una pausa y se encontró con tres pares de ojos desconcertados—. Soy la princesa Selana Sonluanaau. Mi padre era Solunatuaau, el Orador de las Lunas. —Les dio tiempo para que abrieran la boca, sorprendidos, y luego continuó—: He dicho era, porque murió de manera repentina en la última luna llena. —Desestimó sus miradas compasivas con un ademán.

—Aunque lo echo mucho de menos, su vida fue larga y fructífera. Le había llegado su hora. Así es como lo entendemos. —Se limpió una última lágrima con el dorso de la mano—. También es nuestra costumbre que el dirigente de nuestro pueblo posea, por naturaleza, la habilidad de vislumbrar el futuro. Mi padre tenía ese don. Sabía la proximidad de su muerte, aunque lo mantuvo en secreto hasta que fue demasiado tarde.

—¡Ya lo tengo! —gritó Tasslehoff—. ¡Necesitas el brazalete para convertirte en reina de tu pueblo!

Selana miró al kender con gesto ceñudo y sacudió la cabeza de manera que su cabello lanzó destellos iridiscentes.

—No. No quiero la corona para mí, sino para mi hermano mayor.

Tasslehoff frunció el entrecejo en un gesto meditabundo.

—Ahora sí que estoy desconcertado —admitió—. Si posee el don de ver el futuro, ¿para qué necesita el brazalete?

Una mirada de honda desesperación se plasmó en la hermosa faz de la elfa marina.

—Mi hermano Semunel es bueno, sabio y fuerte, pero por razones que sólo el dios Habbakuk conoce, no posee esa habilidad natural. —Suspiró—. Semunel será un buen gobernante, pero antes ha de subir al trono. Y no lo hará a menos que demuestre a los regentes de la Cámara Legislativa que posee el don de ver lo que está por acontecer. Sin el brazalete, no superará la prueba. —Selana reanudó sus paseos—. La deficiencia de Semunel era un secreto compartido entre mi padre, mi hermano y yo; ni siquiera mi madre lo sabía. Hay facciones que buscan ver el final de la Casa Sonluanaau en la regencia. —En un intento de calmar el torbellino de emociones que se agitaba en su interior, la princesa volcó su atención en un libro de la estantería y acarició con suavidad el lomo—. Teníamos la esperanza de que, quizás, el don estuviera latente en él y que desarrollara en cualquier momento, pero no fue así… Ahora mi padre ha muerto, y se nos ha acabado el tiempo.

Tanis se aclaró la garganta.

—No quisiera parecerte impertinente, pero ¿no es poco honrado engañar a los regentes, y sobre todo al pueblo, si tu hermano no posee el don requerido por vuestras costumbres? Quizás Habbakuk tuvo sus razones para no otorgar a Semunel esa habilidad.

Selana, que había sacado el libro de la estantería, lo soltó de nuevo en su sitio con violencia ante lo que consideraba el descarado comentario de Tanis.

—¿Acaso es un error gobernar sabiamente un pueblo, en lugar de entregar la regencia a aquellos que harían un mal uso del poder? —En aquel momento, al mirar a Tanis, lo encontró rústico, con sus ropas vulgares y el cabello despeinado—. En cualquier caso, ¿qué puede saber de política cortesana un semielfo?

Tanis se echó a reír, aunque en su risa no había alegría.

—Más de lo que me gustaría, mi querida princesa —replicó con sequedad. La furia encendió las mejillas de Tanis, que abandonó la sala y se dirigió a la cocina.

—Caray, ¿qué lo reconcome? —preguntó Tas.

Por la expresión plasmada en el rostro de Selana, Flint advirtió que ella estaba también desconcertada por la reacción de Tanis. Sólo él sabía qué la había causado, pero la joven no podía imaginar las heridas que sus palabras habían abierto en el semielfo. Flint no creía tener el derecho de aclararle a la elfa marina que nadie sabía más de política cortesana que Tanis, una víctima de sus corrupciones.

El mestizo había tenido una infancia y adolescencia plagadas de sufrimiento en la corte de Qualinesti, como protegido del Orador de los Soles. Habían pasado muchos, muchos años desde que el enano había conocido allí a un jovencito semielfo. Había descubierto que eran muy afines, ya que él tampoco estaba a gusto entre los de su raza. Tanis había tenido un terrible enfrentamiento con su protector: una acusación de asesinato. Aunque reivindicado tras descubrir al verdadero criminal, Tanis decidió que encajaría mejor en Solace, al ser el único semielfo en una población donde todos sus residentes eran humanos a excepción de un enano, Flint.

—Tanis, o Tanthalas como se lo conoce entre los elfos de Qualinesti, es mucho más complejo de lo que puede parecer a primera vista —fue la única explicación del enano.

Selana enrojeció.

—Lamento si lo he ofendido, pero estoy muy preocupada con lo del brazalete, aparte de no estar familiarizada con vuestras costumbres. —Se alisó la túnica azul y se encaminó hacia la puerta—. Y ahora, si no os importa, me gustaría que nos pusiéramos en marcha para encontrar a ese bardo.

—Sí, también yo empiezo a estar aburrido. Vayámonos —dijo Tas, incorporándose y yendo a la puerta.

Flint, que se estaba terminando su bebida, se atragantó al oír a Selana.

—Princesa, creo que no entiendes en lo que nos vamos a meter. La vida en los caminos es muy dura, incómoda, sucia…, lejos de la civilización —añadió, con la esperanza de dar en el blanco—. Estarás mucho más cómoda y a salvo en Solace, mientras nosotros recuperamos el brazalete.

—Ni mucho menos —contestó la joven—. No estoy indefensa ni carezco de recursos. Llegué hasta Solace por mis propios medios —se defendió.

Flint sacudió la cabeza con energía.

—Estoy seguro de que estarías a la altura de las circunstancias durante el viaje, pero, una vez que demos con ese tipo, nos estaremos enfrentando a un ladrón desesperado.

—Tu presencia nos retrasaría, princesa —agregó Tanis, que escuchaba desde la cocina—. Déjanos que nos ocupemos nosotros del asunto.

—Os ruego que no os mostréis tan arrogantes ni queráis ser mis protectores —replicó la joven con voz cortante. Luego se dirigió a Flint:

—No es mi intención parecer ofensiva, maestro Fireforge, pero ya he dejado antes en manos de otros asuntos que me conciernen, y no lo volveré a hacer. —Selana advirtió el gesto apurado del enano—. Iré tras ese hombre con tu ayuda o sin ella.

Flint no la conocía mucho, pero había jugado a las cartas lo bastante para reconocer un farol, y la testaruda princesa Selana no fanfarroneaba. No podía dejarla viajar a solas. Soltó un borrascoso suspiro.

—Muy bien, tú ganas —repuso, dándose por vencido.

Selana esbozó una sonrisa.

—Os seré de gran ayuda, ya lo verás —aseguró.

Tanis, con los brazos cruzados y recostado en el arco de la cocina, puso de manifiesto su incredulidad con una risa desdeñosa. Flint dio una palmada y se puso un gorro sobre los canosos cabellos.

—Bien, ¿a qué esperamos? —dijo, pasando por alto la opinión de su amigo.

* * *

El día, en opinión de todos, incluido Tasslehoff, no estaba siendo uno de esos en los que las cosas salen a pedir de boca. En las estribaciones de las montañas de la Muralla del Este, hicieron un alto para descansar. Selana tomó asiento en un tocón seco con actitud remilgada; Tanis se acomodó en el suelo, a sus pies, con la espalda apoyada en el tocón. Flint paseaba furioso frente al kender, que estaba tumbado boca abajo, con los codos clavados en el suelo y la barbilla apoyada en las manos, mientras estudiaba el mapa que tenía extendido ante él.

—¿Y cómo sabemos que esas montañas no son recientes? —preguntó Tas a la defensiva—. Muchas cadenas montañosas surgieron por todo el continente durante el Cataclismo, ¿sabes? Es difícil que se formaran sin crear nuevas elevaciones. Mi mapa es perfectamente correcto —proclamó con énfasis el kender.

Al consultar uno de los muchos mapas de Tasslehoff antes de abandonar Solace, los compañeros vieron que había sólo dos poblaciones de cierta categoría al norte: Valle del Cuervo y Tantallon. La única ruta abierta a esos pueblos se desviaba un buen trecho al este, por Quekiri, antes de torcer hacia el norte. Pensaron que ahorrarían tiempo yendo a campo traviesa y cortando después hacia el este por un terreno que, en el mapa de Tas, era abierto y despejado. Habían viajado por el norte de Solace, a lo largo de la orilla oriental del lago Crystalmir, hasta entrar en un área conocida como las Campiñas Cercanas. Bajo un cielo cubierto, caminaron el resto de la tarde hacia el norte, al pie de las montañas de la Muralla del Este, buscando en vano un terreno llano por el que cortar hacia el este, a pesar de que hacía un buen rato que habían pasado el punto donde, según el mapa de Tas, la cadena montañosa terminaba.

—Tasslehoff —comenzó Flint en tono paciente—, ¿de verdad has viajado por esta zona alguna vez? ¿Has hecho tú este mapa?

—No del todo —admitió el kender con cortedad—. Un buen día me lo encontré en mi bolsa, así que no sé muy bien de dónde lo he sacado. —Sus cejas se arquearon en un gesto pensativo; sacó del petate la pluma y el tintero—. Le he ido añadiendo cosas, no obstante, y ahora es un buen momento para dibujar el resto de esta cordillera, ¿no te parece? —Empezó a garabatear con la pluma a la vez que se mordía los labios en actitud concentrada.

—No tiene sentido una reprimenda ahora, Flint —intervino Tanis con voz cansada. De la bolsa de provisiones sacó tasajo y pan duro y le tendió unos trozos al enano—. Comamos algo y reanudemos la marcha.

Flint cogió la comida, se dejó caer en la hierba, y empezó a masticar. Alzó la mirada al cielo; la luz decrecía, anunciando el atardecer.

—Este sitio es tan bueno como cualquier otro para acampar —comentó—. Además, estoy seguro de que a Selana se le han hinchado los pies, después de este descanso de diez minutos.

Todos los ojos se volvieron hacia la princesa, que mordisqueaba un trozo de pan y que había rechazado la carne encogiendo la nariz en un gesto de desdén.

Ella era sin duda la que peor lo estaba pasando. Tenía las ropas y las mejillas manchadas con salpicones de lodo por las numerosas caídas que había sufrido al resbalar en el barrizal del camino, o al tropezar con los pliegues de su capa azul. La hermosa prenda estaba rota por el dobladillo, donde la maleza y los espinos se habían enganchado, desgarrando el fino tejido. Sus botas de suave cuero estaban cubiertas por una gruesa capa de lodo y no le proporcionaban un asiento firme en el resbaladizo terreno. Sin duda, todo esto influía en que estuviera muy irritable, y había rechazado de manera sistemática cualquier oferta de ayuda; se había encerrado en sí misma y hablaba sólo para responder si le hacían alguna pregunta directa.

—Me encuentro bien, de verdad —protestó débilmente—. Lo que pasa es que no estoy acostumbrada a estas caminatas.

—¡Claro! —exclamó Tas—. Teniendo en cuenta de dónde procedes, lo que harás sin duda es nadar. ¿Pero nunca camináis por el fondo del mar?

Selana miró cohibida al curioso kender.

—A veces —respondió con voz insegura.

—Me alegro de que hayas sacado el tema a colación, porque quiero hacerte un montón de preguntas importantes —dijo el kender, que se dispuso a tomar notas—. ¿Hay luz del sol bajo el agua? Apuesto que no, así que ¿cómo os las arregláis para ver? ¿Se os arruga la piel de los dedos de los pies y las manos? ¿Tenéis puertas o, por lo menos, casas? Si no, ¿cómo evitáis que os roben las cosas?

—¿Y qué me dices de hablar? Cada vez que he intentado decir algo estando debajo del agua, todo cuanto he conseguido es que me salgan burbujas y que la nariz se me llene de agua. Por lo tanto, tendréis que soportar ese inconveniente todo el tiempo, claro. Lo que realmente me pregunto es, ¿cómo respiráis dentro del agua? Quizá quieras enseñarme a hacerlo en un cubo cuando tengamos un rato.

—¡Tasslehoff! —gritó Tanis, azorado.

—¿Qué? —preguntó el kender con los ojos muy abiertos en un gesto de inocencia.

Sin embargo, en lugar de ofenderse, Selana se echó a reír por primera vez.

—No culpo a Tasslehoff por sentir curiosidad por una persona que es diferente… Confieso que yo también la siento por los habitantes terrestres —dijo a Tanis, antes de volverse hacia el kender—. No sé si lo del cubo daría resultado, pero estaré encantada de responder a tus preguntas si tú respondes a las mías y así me ayudas a comprender vuestras costumbres.

—¡Será un placer! —Radiante, Tasslehoff le ofreció el brazo para que la joven se agarrara a él, y escoltó a la princesa elfa marina desde el tocón hasta un lugar más apartado, cerca de un manzano silvestre en flor—. Reanudemos nuestra charla en privado —dijo, lanzando una mirada altanera por encima del hombro, dirigida a Tanis.

Flint y el semielfo los observaron mientras se alejaban.

—Vaya, esto sí que tiene gracia —rezongó Tanis con gesto ceñudo—. Le hago unas cuantas preguntas lógicas (respetando su intimidad, ¡por los cielos benditos!), y resulta que soy un patán impertinente que no merece vivir. —El exasperado semielfo hizo un ademán señalando al kender, que estaba muy feliz sentado junto a la princesa y charlando con animación—. Él la insulta de manera abierta, y se convierten en grandes amigos. Probablemente encuentra graciosa la procacidad de ese descarado, o algo por el estilo.

—No irás a estar celoso ahora de un kender, ¿verdad? —lo pinchó Flint, mirándolo por el rabillo del ojo.

—¡Por supuesto que no! —se picó Tanis—. Sólo quiero saber a qué atenerme, eso es todo.

Tras dirigir otra mirada desconcertada a Selana, el semielfo se alejó en busca de madera para la fogata. Al sentir un frío repentino, alzó los ojos al encapotado cielo y se bajó las mangas de la chaqueta. Pero sabía que el escalofrío no era producto de la desapacible temperatura.

La cena, servida dos horas más tarde, consistió en fuelles de jamón cocidos a fuego lento, pan y guisantes secos, hervidos con el jugo del jamón. Flint mojó el resto de la sabrosa salsa con pan, se lo metió a la boca y se lo tragó con gesto satisfecho. Se recostó contra el tocón que habían traído rodando hasta la hoguera, se palmeó el estómago y soltó un eructo.

—No se puede negar que eres un buen cocinero, Tasslehoff —dijo. El enano enlazó las manos tras la nuca—. ¿Por qué no cuenta alguien una historia?

—Has escuchado las que yo sé cientos de veces —se disculpó Tanis.

—Selana sabe una muy interesante —soltó Tas, de buenas a primeras.

La elfa marina se ruborizó.

—No les apetecerá escucharla. —Al hablar miró directamente a Tanis.

—¡Claro que les apetecerá! —exclamó Tas—. ¡Dile que quieres que la cuente, Tanis!

A Flint no le pasó inadvertida la expresión desazonada del semielfo.

—Nos gustaría escuchar cualquier cosa relacionada con tu pueblo que consideres oportuno contarnos —dijo con amabilidad.

—Siempre me interesan las costumbres y la cultura de otras gentes —logró por fin articular Tanis. Se volvió hacia el kender sonriendo entre dientes—. Puesto que ya has oído esta historia, Tas, propongo que vayas tú ahora a buscar leña para la hoguera.

—Está muy oscuro —intervino Selana—. Toma, coge esto, Tasslehoff. —Buscó entre los pliegues de su túnica y sacó una concha con forma espiral—. Es una caracola especial. Sujétala por aquí… —colocó la mano de Tas de manera que la sostuviera por el borde redondeado—, y dirígela hacia el punto que quieras iluminar. El kender y los otros se quedaron boquiabiertos cuando un tenue brillo dorado salió de la abertura de la caracola.

—¡Guau! ¿Cómo lo hace? —preguntó Tas—. ¿Es así como veis bajo el agua?

—No, esto es invención mía —fue la ambigua respuesta de la elfa marina.

—¿Quieres decir que es mágica? —se asombró Tanis—. No mencionaste que fueras hechicera.

—Poseo ciertas aptitudes para la magia, sí —admitió Selana—. No me lo preguntasteis. Además, después de tu comentario en Solace, pensé que a Flint lo haría sentirse incómodo.

—¡Lo que pensaste es que tal vez no te dejara acompañarnos!

—No fue el quien me dejó, de todos modos. Fui yo quien dijo que iría con él o sin él.

—¿Os importaría dejar de hablar de mí como si no es tuviera presente? —los interrumpió Flint—. Admito que no soy partidario de la magia, Tanis, pero no nos ha causado ningún problema hasta el momento.

—Y no os lo causará —afirmó con seguridad Selana—. De hecho, me preguntaba cómo sacar el tema a colación, pero ahora os puedo revelar que antes realicé un conjuro de localización en el mapa de Tasslehoff y he establecido que el brazalete se encuentra en la ciudad de Tantallon. Ello nos ahorrará tiempo.

Flint y Tanis intercambiaron una mirada. Era una buena noticia, ya que Tantallon no estaba lejos. Podían encontrar el camino hacia la ciudad con los mapas de Tas o sin ellos. Pero la magia los ponía nerviosos, y ambos guardaron silencio.

Deseosa de cambiar de tema, Selana se volvió hacia el kender. Fascinado por la luz de la caracola, Tasslehoff se dedicaba a encenderla y apagarla poniendo y quitando los dedos del borde.

—Si te encuentras en algún problema, Tasslehoff, sopla la caracola —dijo Selana. La elfa marina puso los labios en el borde para enseñarle cómo hacerlo.

Tas, llevado por la curiosidad, imitó su gesto y sopló.

—¡Es fabuloso! —exclamó excitado el kender—. ¡Suena como una trompeta! —Se llevó la caracola a los labios, dispuesto a hacerla sonar otra vez, pero Flint se lo impidió.

—Recuerda, Tasslehoff, que sólo tienes que soplarla cuando estés en dificultades. Y, créeme, las vas a encontrar como te coja haciéndola sonar por capricho. —El enano no supo si su amenaza cayó o no en saco roto, pues el kender, bullicioso como un abejorro, se dirigió hacia la maleza y los árboles que se alzaban más allá del brillo de la lumbre para recoger leña y comprobar el alcance de la luz de la caracola. Tanis se recostó, buscando una postura cómoda.

—Tienes un nombre muy interesante, princesa. ¿Qué significan esos títulos honoríficos, «Cazadora de Tiburones». Y «Rayo Risueño de Luna»?

Selana dirigió a Tanis una mirada breve e intensa, como si considerara si su interés era sincero o llevaba segunda intención.

—Cada niño dragonesti recibe dos nombres especiales, lo que tú llamas títulos honoríficos, uno de su madre y el otro de su padre. Sólo los utilizan los miembros de la familia, aunque todo el mundo los conoce.

—Rayo Risueño de Luna es mi nombre materno, bastante común. En las noches despejadas, los rayos de las lunas se filtran entre las olas para regocijo de los niños pequeños, que los persiguen atrás y adelante hasta que sus padres los mandan a la cama.

—Cazadora de Tiburones es mi nombre paterno. Me lo dio cuando cumplí los catorce años, y me siento muy orgullosa de llevarlo. —Animada por el tema, Selana perdió parte de su actitud tensa—. El Día de la Redención es una fiesta muy importante para mi pueblo. Se conmemora la fecha en que Nakaro Estela de Plata, uno de nuestros mayores héroes, llevó a fin su misión de recuperar la espada perdida, Rompiente de Mareas. Ésta era el arma de Drudarch Takalurion, fundador de nuestra nación y primer Orador de las Lunas. Nakaro tuvo que viajar muy lejos, por el reino de los koalinths y los lacedones (los peces-goblins y los necrófagos marinos), y enfrentarse a terrores sin fin para recuperar la espada perdida. Todos los años celebramos este gran día con festejos y excursiones.

—Tenía catorce años cuando mi familia, para conmemorar el Día de la Redención, viajó a Armach uQuoob, «la Tierra Seca en el Mar». Vuestros antepasados conocían esta ciudad con el nombre de Hoorward, localizada en la isla de Kosketh Menor, antes de que el Cataclismo la hundiera en el océano. Muchos años atrás fue nuestra capital, pero en mi infancia era un puesto avanzado, en la frontera del reino. En ella manteníamos continua vigilancia contra la invasión de las malignas criaturas marinas: koalinths, lacedones y sus aliados, los pulpos y los tiburones. Vosotros, que habitáis en tierra firme, creéis que sólo son animales, pero estáis equivocados. En las profundidades de los océanos, son criaturas inteligentes y ladinas, que, reunidas en oscuras cuevas o en ruinas hundidas, conspiran contra mi pueblo comunicándose entre sí con sus propios lenguajes.

Durante este relato, Tasslehoff había regresado con una brazada de leña, después de divertirse encendiendo la caracola entre los árboles y llevándosela a los labios. Tiró al suelo la leña y él se dejó caer al lado de Flint. Dobló las piernas contra el pecho, se las rodeó con los brazos y apoyó la barbilla en las rodillas.

—No te detengas por mí —dijo—. Te escucho.

La lumbre chisporroteó y lanzó al aire una lluvia de puntitos brillantes. Selana reanudó su historia.

—En este Día de la Redención al que me refiero, nos reunimos en la llanura arenosa que hay a las afueras de la ciudad para celebrar las ceremonias y los festejos. Yo tenía que estar sentada al lado de mi padre, en el trineo de coral, mientras él saludaba a sus súbditos. Pero, cuando llegó el momento, no me encontraron por ninguna parte. Mi padre no podía retrasar la ceremonia, si bien estaba furioso por mi falta de responsabilidad. Envió al capitán de su guardia personal en mi busca.

—¿Dónde estabas? —la interrumpió Tas, con los ojos muy abiertos—. ¡Apuesto a que te encontrabas en peligro!

Selana esbozó una sonrisa melancólica.

—Sí, pero no tanto como mi primo, Trudarqquo, de apenas ocho años; se había marchado antes de la ceremonia y se había extraviado. Mi tía, hermana de mi padre, estaba muy preocupada y me pidió que lo buscara. Esto ocurría unas horas antes de iniciarse la ceremonia. Lo buscamos a lo largo y a lo ancho de los bancos de coral, donde lo habían visto jugando, pero no lo encontramos. Tuve una corazonada y nadé de regreso a la ciudad, a una zona desierta donde nos prohibían ir a los niños. Como ocurre con todos los niños, por supuesto, los pequeños dragonestis se sienten atraídos por esos lugares prohibidos. Y allí lo encontré, explorando y jugando a ser Nakaro Estela de Plata en su misión épica.

Casi en contra de su voluntad, Tanis estaba cautivado por el relato. Selana le recordaba mucho a Laurana, la hija del Orador de los Soles, junto a la que se había criado. Tras la fachada de un comportamiento arrogante y egoísta, había afectuosidad.

—Para entonces —continuó la princesa—, sabía que la Ceremonia había dado comienzo y que recibiría una reprimenda de mi padre. Nos apresuramos para regresar pero, cuando pasamos ante un edificio abandonado, percibí el olor inconfundible de los tiburones, nuestros mortales enemigos. Me asomé con precaución al edificio y vi tres grandes monstruos blancos, escondidos sin duda para atacar y matar a algunos dragonestis y profanar la festividad. Sin embargo, habían divisado también a Trudarqquo y abandonaron veloces su escondrijo, dominados por el ansia de matar.

—Chasqueando sus espantosos dientes e impulsándose con sus inmensas colas, se lanzaron tras el aterrado niño. A mí no me habían visto, y ello me daba una gran ventaja. Valiéndome de uno de mis más poderosos conjuros, creé seis imágenes mías que rodearon a las bestias. Hice que mi aspecto fuera lo más feroz posible y me moví como si fuera a atacarlos. Creyéndose superados en número, los tiburones huyeron…, ¡dirigiéndose directamente hacia el lugar de la celebración!

—Los perseguí todo el camino y cuando irrumpieron en la zona del festival provocaron un maremágnum. Mi pueblo no es guerrero por naturaleza, y los tiburones, en su frenesí, buscaron cobijo entre la muchedumbre. Por fortuna, la guardia personal de mi padre está muy bien entrenada, y los rodeó de inmediato. Minutos después se había alejado a los tiburones de la multitud y se los había matado. Nadie había sufrido heridas de consideración.

—Llevaron a rastras los cadáveres de nuestros enemigos a las cocinas, y mi padre reanudó la ceremonia conmigo a su lado. Durante su discurso, me proclamó públicamente «Cazadora de Tiburones». Nunca me había sentido más orgullosa de mí misma en toda mi corta existencia.

—¡Guau, qué aventura! ¿Te lo imaginas, Tanis? —Tas reventaba de excitación—. Los tiburones metiéndose entre la multitud y los soldados rodeándolos, las imágenes de Selana atacando por doquier… Habría sido algo digno de verse.

—Sí, no cabe duda —se mostró de acuerdo el semielfo, a la vez que se desperezaba—. Eres una experta aventurera, princesa.

Tanis no estaba seguro, pues la titilante hoguera apenas daba luz, y más aún habida cuenta de la blancura de la tez de la princesa, pero tuvo la impresión de que Selana enrojecía.

—La vida en las profundidades del mar es bellísima y magnífica, pero a menudo es también muy dura.

Sobrevino un silencio breve, casi embarazoso, que por fin Tanis rompió.

—Haré la primera guardia —anunció.

* * *

La noche era cálida, pero una suave brisa primaveral que soplaba del este, procedente de las montañas aún coronadas de nieve, daba una ligera sensación de frío al ambiente. Tas trepó hasta las ramas bajas de un álamo y no tardó en quedarse dormido, arrebujado en su chaleco de piel y abrazado a su jupak. Flint se tumbó hecho un ovillo junto al fuego, con la cabeza recostada en una piedra recubierta de musgo y el gorro echado sobre los ojos. Selana se acostó de espaldas a todo el mundo, se envolvió en la capa y se quedó dormida con las piernas cruzadas en una postura que no parecía muy cómoda. Tanis se echó una manta sobre los hombros y se acomodó para hacer la guardia.

La luna había salido hacía dos horas cuando el semielfo lanzó un puñado de piedrecillas al árbol donde dormía el kender. Tas se despertó al instante y descendió del álamo de muy buen humor para hacerse cargo de su turno de guardia.

Al cabo de otras dos horas, Flint se despertó, no de tan buen humor, y el resto de la noche transcurrió tranquilamente.

Hablaron poco durante la marcha de la mañana. A Tanis le parecía que Selana estaba aún más encerrada en sí misma que antes. El semielfo había confiado en que, tras relatarles su historia la noche anterior, se sentiría más integrada en el grupo; mas, por el contrario, la princesa parecía más reservada, como si se avergonzara de haberse franqueado con ellos. Aunque comprendía que la interminable caminata tenía que ser agotadora para la joven, a Tanis le fastidiaba su actitud presuntuosa.

Cuando hicieron un alto para comer, Selana se sentó en silencio, a varios metros del grupo.

—Disculpa, princesa —llamó Tanis con tirantez—, pero ¿te crees capaz de levantarte e ir a buscar un poco de agua para la comida?

—Si hay algo que conozco bien, es el agua —replicó ella.

Con gesto ceñudo cogió con brusquedad el cazo que le tendía el semielfo y se alejó a grandes zancadas en dirección al bullicioso sonido de un arroyo.

Flint posó la mano en el antebrazo de su amigo. Sus ojos grises estudiaron el semblante enfurruñado del joven semielfo.

—¿Qué te pasa, Tanis? Por lo general no te cuesta mucho llevarte bien con la gente. Son ya varias ocasiones en que has tratado con dureza a la princesa.

—Lo sé, Flint. —Tanis sacudió la cabeza—. Pero a veces me recuerda demasiado a Laurana y sus engreídos modales palaciegos. —El enano sabía que Laurana, hija del protector de Tanis, Solostaran, con su caprichoso y egoísta amor por Tanis, había sido la causa de que el joven hubiese abandonado su natal Qualinost—. Después de tantos años, me sorprende que este estilo de mujer me saque de mis casillas todavía.

—Algún día se solucionarán esas diferencias que tienes con Laurana —predijo el enano—. Ella y Selana tienen muchas cosas en común, y una de ellas es el criarse con la educación aristocrática elfa —admitió—. Pero no castigues a una por los errores de la otra.

La comida estaba preparada y servida veinte minutos más tarde, pero Selana aún no había regresado. Tras una espera de otros quince minutos, Tanis estaba furioso, pero el viejo enano se sentía preocupado.

—Estoy seguro de que se encuentra bien, Flint —dijo el semielfo—. Si le hubiese ocurrido algo, habría llamado con la caracola.

Tas, que se encontraba ensimismado en sus mapas bajo la cálida caricia del sol, alzó la cabeza con brusquedad.

—Eh…, lo habría hecho si la tuviese. Tenía intención de devolvérsela anoche, de verdad, pero me quedé dormido y lo olvidé. Será lo primero que haga cuando la vea.

—Si es que alguno de nosotros la vuelve a ver —rezongó Flint mientras recorría con los ojos el entorno, dominado por el nerviosismo—. No se tarda tanto en coger un poco de agua. Vamos, tenemos que buscarla.

—Es probable que al estar en el arroyo fuera incapaz de resistir la tentación de darse un baño —sugirió Tanis con actitud razonable, intentando con ello acallar la inquietud que empezaba a sentir. Junto con Flint y Tas, echó a andar con paso vivo por la suave pendiente herbosa en dirección al rumor del agua—. ¿No te has dado cuenta de que se ha mojado la cara de manera continua con el agua de su odre?

Cruzaron entre unos arbustos espinosos y salieron a la orilla del arroyo. A Selana no se la veía por ninguna parte.

—Quizá llegó al arroyo por otro punto —sugirió Flint.

Por propia iniciativa, Tasslehoff remontó la corriente hacia la derecha y Tanis siguió el curso por la izquierda. Se reunieron de nuevo con Flint sin que su búsqueda hubiese obtenido resultado alguno.

El enano estaba inclinado sobre una rodilla y examinaba el terreno cenagoso cercano al arroyo.

—Mirad esto —dijo, señalando el suelo—. Aquí hay huellas de pisadas del tamaño de Selana.

—¿Qué son estas otras? —preguntó Tas, observando las confusas huellas de unos animales que rodeaban las de la joven—. Parecen pezuñas hendidas. —Alzó la vista, desconcertado—. ¿Cabras? ¿Se ha marchado Selana con un rebaño de cabras?

Las miradas de Flint y Tanis se encontraron y en los ojos de ambos hubo un brillo de comprensión.

—Cabras, no. Sátiros. Les gustan los elfos y las mujeres, y en especial las mujeres elfas.

En ese momento, no muy lejos, se oyó el sonido melancólico de unos caramillos. Tanis intentó articular una advertencia mientras se llevaba las manos a los oídos, pero su gesto fue tardío. Había escuchado la música de la flauta de un sátiro y quedó sometido a su hechizo al instante.

—¿Qué es esa exquisita melodía y de dónde viene? —preguntó el embrujado semielfo, con los ojos vidriosos.

Sonriente, aguzando el oído, Flint señaló con su grueso índice a una arboleda de álamos que crecía junto al arroyo, corriente abajo.

—Creo que la música procede de allí.

—¡Vayamos! —gritó alegremente Tasslehoff, que encabezó la marcha mientras los tres compañeros corrían como chiquillos hacia el incitante y evocador sonido de los caramillos.

Gritando de gozo, Tasslehoff arrancó un molinillo y lo sopló de manera que las sedosas semillas revolotearon sobre el rostro de Flint. En medio de risas, el enano, con espíritu juguetón, propinó a Tas un empujón que lanzó al risueño kender rodando por la suave ladera. Tanis soltó una carcajada, recogió al hombrecillo y lo encaramó sobre su anchos hombros. Apresuraron la marcha hacia la arboleda. Tras salvar a trompicones las hileras de álamos, divisaron a Selana; la princesa se había desabotonado la capa dejando a la vista una túnica ajustada que le llegaba por debajo de las rodillas. Con la cabeza echada hacia atrás y riendo alborozada, la joven danzaba en el centro de un círculo formado por seis sátiros. Uno de ellos echó en su boca abierta una mezcla de vino rojo y blanco que la joven tragó con satisfacción.

Al divisar a los compañeros, las salvajes y juguetonas criaturas, mitad hombres y mitad cabras, les hicieron señas con sus brazos humanos para que se acercaran, a la par que saltaban sobre sus pezuñas. Momentos después, los tres viajeros se unían al jolgorio enlazando los brazos con sus anfitriones y brincando a través del bosque.

—¡Tasslehoff, Flint, Tanis, mis buenos amigos! —gritó Selana, rodeándolos en un afectuoso abrazo. Hizo un ademán hacia los sátiros—. ¡Os presento a mis nuevos amigos, Enfield, Bomaris, Gillam, Pendenis, Kel y Monaghan! ¿No es maravillosa su música? —preguntó, con expresión soñadora—. Tocad otra vez esa cancioncilla de bienvenida —suplicó.

—Tus deseos son órdenes, princesa —dijo con una hermosa voz de bajo el sátiro llamado Enfield. Como un solo ser, los seis hombres-cabra alzaron las cabezas adornadas con cuernos cortos y se llevaron los caramillos a los labios. Al punto, el aire se llenaba con las alegres notas de una rítmica tonada.

Sumido en un placentero trance, Flint cogió una garrafa de vino que le ofrecían y la alzó sobre su brazo; chasqueó los labios con satisfacción mientras el rojo líquido le resbalaba por la barba. Pasó la garrafa a Tanis, que, tras beber, se la pasó a su vez a Tas. Pendenis palmeó el hombro del pequeño kender.

—La vida es demasiado corta para tomársela en serio, ¿verdad, amiguito? Vamos, súbete a mi espalda y te mostraré el regocijo que nos aguarda en el corazón del bosque.

—¡Sí, vayamos! —gritó Flint, encaramándose a la espalda de Kel. Aunque el enano no era por lo general partidario de cabalgar a lomos de ninguna bestia, en aquel momento no cabía en su cabeza un modo de viajar más airoso y animado. Gillam se agachó y, con actitud juguetona, cogió a Tanis por las caderas y echó al regocijado semielfo sobre su mitad posterior de cabra. Selana, a lomos de Enfield, encabezaba la marcha.

Cantando todas las canciones obscenas que pudieron recordar, se internaron en el vergel de la naturaleza como niños despreocupados y sin inhibiciones. Danzando, bebiendo y retozando como jamás lo habían hecho, se sumergieron en el mundo de alegría y placer de los sátiros, libres de remordimientos o culpabilidad, sin conciencia del bien y del mal. Desaparecieron en la fronda, tras una cortina verde de intimidad.

* * *

Tanis fue el primero en despertarse en la quietud de la arboleda. En los hoyos donde habían ardido hogueras quedaban sólo cenizas humeantes, y un tinte rosáceo se insinuaba en el horizonte oriental. Era incapaz de recordar, aunque en ello le fuera la vida, qué demonios estaba haciendo allí, pero algo en la escena que contemplaba le decía que había gato encerrado en todo aquello.

Para empezar, sentía la cabeza como un tomate pasado. Además, Tasslehoff yacía despatarrado sobre su estómago. El semielfo sacudió con suavidad al kender. El hombrecillo balbuceó algo entre sueños, se dio media vuelta, y enroscó su delicada constitución en torno a una roca.

A unos pasos de distancia, el enano estaba tumbado boca arriba, roncando como un bendito, y con un pellejo de vino pegado a sus labios.

—¡Flint! —llamó en un siseo Tanis. El enano soltó un ronquido más sonoro que lo despertó, y escupió el pellejo de vino.

—¿Eh? ¿Quién está ahí? —Con un gesto de dolor, se llevó las manos a las sienes y apretó los párpados—. Seas quien seas, haz el favor de cortarme la cabeza, ¡deprisa!

—No es momento para bromas —se mofó Tanis.

—¿Y quién bromea? —rezongó Flint, que por fin abrió los ojos y se sentó—. ¿Qué ha pasado? ¿Dónde estamos?

—No lo sé. —Tanis sacudió la cabeza. Frunció el entrecejo con gesto pensativo y habló despacio—. A juzgar por el sol, ya ha amanecido, aunque no estoy seguro de cuánto tiempo hace. Lo último que recuerdo es que estábamos en la orilla del arroyo, y que era por la tarde. Buscábamos a Selana y encontramos…

—¡Huellas de sátiros! —gruñó Flint—. ¡Los caramillos nos embrujaron! —Echó una mirada frenética en derredor y divisó la figura encogida del kender—. Ahí está Tasslehoff, ¿pero dónde está la princesa? ¿Crees que la raptaron?

Los dos hombres se incorporaron de un brinco y corrieron por los alrededores hasta encontrar a la elfa marina tendida tras un arbusto. Al menos respiraba; de hecho, aun en sueños esbozaba una amplia sonrisa. La capa de color índigo estaba extendida bajo la joven. Tenía la corta túnica enrollada al cuerpo, y el cabello desgreñado, lleno de palitos y hierba seca.

—Está a salvo, loados sean los dioses —suspiró Flint.

Tanis se frotó la mejilla.

—No sé si a ti te ocurre lo mismo, pero yo no recuerdo nada de lo que ha ocurrido. —El semielfo contempló a la princesa dormida—. Será mejor que la despertemos y nos pongamos en marcha. Sólo los dioses saben cuánto tiempo hemos perdido.

—No es eso lo único que hemos perdido —intervino Tasslehoff, que había aparecido de repente a sus espaldas—. Revisad vuestros bolsillos. La caracola luminosa de Selana ha desaparecido.

Tanis y Flint se dieron la vuelta a los bolsillos y abrieron sus bolsas: vacíos.

—¡Maldita sea! —barbotó el enano. Vio que Tanis llevaba todavía la daga colgada del cinturón y sintió el roce de su hacha contra el costado. Soltó un suspiro resignado—. Por lo menos nos han dejado las armas.

—Con esos caramillos mágicos, no es probable que necesiten otra clase de defensa —dijo Tanis, que había encontrado su arco y sus flechas colgados en las ramas bajas de un árbol.

Cosa curiosa, fue el kender, cuyos saquillos no habían sido despojados, quien se enfureció. Pateó el suelo con rabia.

—Puede que organicen buenas fiestas —chilló—. ¡Pero, como raza, los sátiros no son gran cosa, os lo aseguro! ¡Figúrate, han tenido la desfachatez de apoderarse de cosas que os pertenecían!

—Sí, figúrate. —Flint remató la frase con un suave silbido.