11
Por fin el encuentro.
—¿Estás segura de que tus hechizos funcionan bien? —preguntó Tasslehoff, mirando a Selana con los ojos entrecerrados a causa del brillo del sol que se derramaba sobre los hombros de la elfa.
El kender, que estaba sentado con las piernas cruzadas, bajó de nuevo la vista hacia el juego de «tres en raya» dibujado en la tierra.
—Me refiero a que hemos preguntado por toda la ciudad y en el castillo, y nadie conoce a ese tal Delbridge. —Con el dedo, Tas trazó la tercera «X» en línea y se declaró vencedor del juego en el que era el único participante.
—Sé que mi brazalete está dentro de ese castillo, en alguna parte —insistió Selana. Tenía los brazos cruzados sobre la delantera desgarrada y sucia de su capa azul oscuro. Su rostro, bajo los pliegues sueltos del pañuelo, estaba lleno de arañazos y enrojecido por pasar tanto tiempo expuesto al sol—. Mi primer conjuro indicaba que Delbridge se dirigía a Tantallon, y el que acabo de realizar revela, sin la menor discusión, que el brazalete está aquí.
Los ojos azul verdosos de la elfa marina abarcaron la inmensa fortificación rectangular construida con bloques de granito gris veteado, al otro lado del acceso interior. Sentado en un pilón, Tanis se recostó contra la fría pared de obra donde estaba instalada la bomba de agua, en el patio exterior, y cruzó una pierna sobre la otra con gesto indolente. Cogió un poco de agua con la mano y, tras lavarse el rostro sucio de polvo y sudor, se secó con la manga. Cerró los ojos y alzó la cara al templado sol del atardecer.
Cerca de él, en el suelo, con la espalda recostada en la pared, el viejo enano roncaba suavemente. Como acostumbraba recordar a su amigo semielfo con frecuencia, ya no era tan joven como antaño; aunque su mente no recordaba lo ocurrido la noche que habían pasado con los sátiros, los dioses eran testigos de que su cuerpo sí lo recordaba. No había un solo centímetro de su oronda figura, desde la cabeza hasta los pies, que escapara a los dolores y las agujetas.
La tirantez entre los componentes del pequeño grupo había aumentado en las ocho horas, más o menos, transcurridas desde que habían despertado en el campamento de los sátiros. Si ello era posible, aquel encuentro había hecho a la elfa marina más testaruda y voluntariosa, más decidida que nunca a recuperar el brazalete y regresar al mar.
Lo más desalentador era que los sátiros los habían despojado de casi todas las cosas de valor, a excepción de Tas. El kender casi se había sentido insultado de que hubieran pasado por alto su tintero con tapón de alabastro y el pequeño retrato grabado de sus padres, y de que no se hubieran llevado ni uno solo de sus estupendos mapas. El abatido cuarteto apenas reunía entre todos las suficientes monedas para pagar un único plato de guiso, y, en cualquier caso, a ninguno de ellos le gustaba aquel rancho de repollo y patatas cocidas, en el que la carne brillaba por su ausencia.
—¿Y bien?
Sobresaltado, Tanis abrió un ojo y miró a la elfa.
—¿Y bien, qué? —preguntó a su vez.
—¿No debería ir alguno de nosotros a preguntar si ese tal Delbridge está ahí dentro?
Tanis se echó a reír.
—Esto no es una taberna, Selana. Es el feudo de la persona más influyente del lugar, donde somos forasteros. Quizá nuestro ladrón sea su invitado. No puedes entrar y decir: «Entregadnos a ese estafador gordinflón de la chaqueta verde».
—¿Por qué no? —preguntó Tas.
Flint, sólo medio dormido y atento a la conversación, soltó una risa que acabó de despertarlo.
—No soy una chiquilla estúpida, Tanis Semielfo —replicó Selana, a la vez que dirigía una mirada al enano que acabó con su alborozo—. Me limitaré a decirles la verdad: que vengo de muy lejos para encontrar al ladrón que robó un valioso brazalete que me pertenece, y que creo que está en algún lugar del castillo. Curston es un Caballero de Solamnia y, por tanto, un hombre honrado. Oirá mi petición con imparcialidad.
Tanis asintió con la cabeza, sorprendido al comprender que estaba de acuerdo con su planteamiento. Tas se incorporó de un brinco.
—Iré contigo, Selana —ofreció, aburrido ya de ganar a «las tres en raya» todo el rato.
Flint lo obligó a sentarse otra vez en el suelo con brusquedad.
—No me gusta que entre sola ahí —dijo el enano, sacudiendo la canosa cabeza—. Pero, conociendo como conozco la desconfianza que sienten los caballeros hacia cualquiera que no sea humano, tendrá suficientes problemas sin necesidad de que la acompañe un enano, un kender o un semielfo. Cúbrete mejor con el pañuelo, por lo menos —aconsejó a Selana, al tiempo que le palmeaba la mano con gesto paternal.
La elfa marina frunció el entrecejo, pero arregló con habilidad el sucio pañuelo de seda de manera que le cubriese bien la cabeza. Ensayó unas frases para sus adentros mientras cruzaba bajo el arco del pórtico y llegaba a la puerta de madera tallada. Cogió el llamador de bronce con firmeza y lo golpeó una y otra vez contra la placa metálica. De pronto, un rostro viejo y arrugado, enmarcado en una peculiar combinación de cabello rubio y gris, se asomó por el estrecho resquicio de la puerta. Sus ojos, velados por una fina película blanquecina producto de unas tempranas cataratas, estaban enrojecidos. El hombre, momentáneamente desconcertado por el poco corriente aspecto de la elfa marina, se situó entre la sólida puerta y la jamba. Selana reparó en la banda negra que rodeaba el delgado bíceps de su brazo derecho.
—Disculpe, señor —comenzó con el tono más dulce que fue capaz de adoptar—. Me llamo Selana, y busco a un humano llamado Delbridge Fid…
—No lo conozco. Márchate. —El anciano sirviente de hombros hundidos retrocedió para cerrar la puerta.
—¡Aguarda! —gritó Selana—. Es muy importante que lo encuentre, y tengo razones para creer que se encuentra en el castillo. ¿Podría hablar con lord Curston? —preguntó, mientras le dedicaba un suave parpadeo.
—No emplees esas artimañas conmigo, jovencita —gruñó el anciano—. Su Señoría no recibe a nadie. Anda, márchate.
Selana puso la mano en la jamba para evitar que cerrara la puerta.
—Quizás haga una pequeña excepción conmigo.
El viejo sacudió la cabeza con actitud triste, perdida, al parecer, su anterior agresividad.
—Ni siquiera la haría con la propia Takhisis, me temo. El joven Rostrevor ha desaparecido, raptado hace dos noches de sus aposentos, ante las narices de su padre. El castillo está de luto, y tengo órdenes estrictas de no molestar a lord Curston. —La agitación pareció hacer presa del viejo sirviente—. Soy un pobre anciano que ha hablado más de la cuenta. Déjanos a solas con nuestro dolor.
Selana sacudió la cabeza, sin saber qué decir.
—Lo…, lo siento, no lo sabía —consiguió balbucir por último, mientras descendía los escalones.
Al reunirse con sus compañeros, en cuyos rostros había una expresión interrogante, relató en pocas palabras lo ocurrido.
—Hemos tenido mala suerte al llegar en un momento inoportuno —dijo Tanis.
—¿Tú crees? —repuso Flint, mientras se rascaba la barba con gesto pensativo—. Un estafador oportunista llega a la ciudad, el hijo del caballero es raptado, y ahora no hay rastro del uno ni del otro, aunque el brazalete está en algún lugar del castillo. ¿Coincidencia?
—¿Quieres decir que el bardo chapucero que nos describió Gaesil secuestró al hijo del caballero por algún motivo extraño y que, después, por una razón igualmente inexplicable, no se llevó consigo el brazalete? —preguntó incrédulo Tanis.
El enano hizo caso omiso del escepticismo de su amigo, y se dio unos golpecitos en la barbuda mejilla.
—Lo que digo es que tengo la corazonada de que dos sucesos extraños ocurridos a la par pueden estar relacionados entre sí, eso es todo.
Tanis guardó silencio, pensativo; las corazonadas de Flint solían dar en el blanco. Si, de un modo u otro, el brazalete estaba unido a la desaparición del joven, el asunto iba ser mucho más complicado que el mero hecho de encontrar a Delbridge y vapulearlo por robar la joya.
—En fin, no encontraremos el brazalete si nos quedamos aquí, en el patio —dijo Selana.
—Y también es segura otra cosa —intervino Tas, mirando la puerta de madera cerrada—. No nos van a invitar a entrar para que lo busquemos.
—Si estás pensando en colarnos a hurtadillas, tendremos que esperar a que se haga de noche —replicó Flint.
—Eso es lo que planearía cualquiera —comenzó Tasslehoff, sacudiendo el dedo ante la nariz del enano—. Pero yo he vivido otras experiencias. Sé que no me vais a creer, pero en varias ocasiones a lo largo de mis viajes me he encontrado de repente en un sitio diferente del sitio en que creía estar. Me refiero sobre todo a ese anillo mágico que me transportó a la guarida de un hechicero; claro que aquéllas fueron unas circunstancias muy especiales.
—En fin —continuó, desestimando la historia del anillo con un ademán—, lo que tiene gracia es que, si actúas con naturalidad, como si estuvieras en tu derecho de estar en un lugar, la gente piensa que es así. Integrarse, ése es el secreto.
—¿Sugieres que pasemos con todo el descaro por la puerta principal? —se escandalizó Flint. Tas se encogió de hombros y sacudió el copete.
—Si lo prefieres, podemos buscar una entrada lateral —comentó—. Todavía tengo mis herramientas, así que puedo abrir las cerraduras en un visto y no visto —aseguró, chasqueando los dedos.
—Querrás decir que las puedes forzar —suspiró Tanis. Se pasó la mano por el cabello—. No me gusta la idea de que no tengamos más remedio que irrumpir en el castillo de manera ilegal… Nos rebaja a la misma condición de Delbridge: unos delincuentes.
—¿A qué viene eso de delincuentes? —se mofó Tas—. ¿Sólo porque nos facilitamos la entrada?
—¡Eso no nos pone a su altura! —se mostró de acuerdo Selana, que arrugó la nariz con gesto altanero—. Él se apropió de algo que no le pertenecía. Nosotros nos limitamos a recobrar lo que es nuestro por derecho.
Tanis levantó las manos en una actitud de burlona disculpa y después hizo un ademán invitándolos a ponerse en marcha.
—Ve delante, Tas. Te seguimos —dijo.
Tasslehoff se bajó de un salto del pilón e hizo una pausa, con las manos en las caderas, para estudiar el castillo. Flint, a su lado, tamborileó con nerviosismo en el mango de su hacha, en tanto que dirigía miradas furtivas por encima del hombro. Selana y Tanis aguardaban en silencio, a corta distancia. Unos segundos más tarde, Tas localizó lo que buscaba y se encaminó con paso vivo hacia la fortificación, seguido de cerca por sus amigos.
El lugar elegido por Tas era un edificio más pequeño, que lindaba con el cuerpo principal del castillo. En el punto donde las dos construcciones se unían, un acceso poco visible conducía al interior de la torre. El kender lo cruzó sin vacilación y casi desapareció en las sombras. La puerta estaba en un nicho de casi dos metros de profundidad, practicado en la muralla exterior, por lo que los cuatro compañeros cupieron con holgura en su interior.
Selana observó fascinada a Tas, que sacó un envoltorio de hule de su mochila. El kender apartó un gancho retorcido y la hoja de una navaja sin mango, en cuyo filo se habían limado muescas y hendiduras. En breves momentos, un sonoro chasquido puso de manifiesto que la cerradura estaba abierta.
—Adelante —invitó Tas, empujando la puerta y apartándose a un lado para dejarlos pasar.
Sus tres compañeros penetraron en un estrecho corredor, iluminado momentáneamente por la luz del sol; Tas entró el último y cerró la puerta a sus espaldas con suavidad. Esperó a que los ojos se le acostumbraran a la oscuridad, pero al cabo de unos segundos protestó:
—Maldita sea, no veo nada.
—No podemos arriesgarnos a encender una luz —susurró Tanis, y Selana y Flint mostraron su acuerdo con un susurro.
—Claro, vosotros, los enanos y los elfos, veis en la oscuridad. ¿Pero y yo, qué? Esto está más oscuro que un pozo.
—Tendrás que arreglártelas lo mejor que puedas —respondió el semielfo—. Agárrate al que vaya delante de ti. Yo me pondré a la cabeza, después Selana, Tas, y Flint en la retaguardia. ¿Dónde crees que estamos, Flint?
El enano escudriñaba la negrura que se alzaba ante ellos, tomando al máximo su habilidad innata para distinguir las siluetas de seres y cosas en la oscuridad.
—No es mucho lo que puedo decirte, Tanis. Parece un pasaje sin salida; no hay a la vista puertas o corredores adyacentes, aunque no diviso qué hay más allá de seis o siete metros. Parece que tuerce a la izquierda y es muy angosto.
Tanis estuvo de acuerdo con las apreciaciones del enano.
—Tendremos que ir al frente, hasta que lleguemos a una intersección. No hay otro camino —dijo. Avanzaron despacio corredor adelante; sus pisadas levantaban suaves ecos en el aire húmedo y cargado. Tas caminaba con pasos inseguros, con una mano en la áspera pared de piedra y la otra agarrando un pico del pañuelo de Selana.
—¿Dónde buscaremos en primer lugar? —susurró el kender—. Oye, ahora que lo pienso, ¿por qué no usas otra vez ese hechizo, Selana? Ya sabes, el que te revela dónde esta el brazalete.
—No funciona como una varita adivinadora, Tasslehoff —explicó la elfa marina—. No indica una dirección precisa, aunque es posible concretarla si se plantean las preguntas adecuadas. Sin embargo, sólo puedo hacer el conjuro una vez al día, y hoy ya lo he utilizado.
Flint, desde la retaguardia, carraspeó para aclararse la voz.
—El viejo de la puerta te contó que el hijo del caballero había sido raptado en sus aposentos —dijo—. Propongo que busquemos allí. Si Delbridge es el responsable del secuestro, tal vez dejara caer el brazalete con las prisas de salir del cuarto.
—No es mala sugerencia —susurró Tanis—. El problema es que este corredor no nos lleva hacia arriba, sino que desciende en una espiral pronunciada, y si damos media vuelta nos encontraremos otra vez en la puerta por la que entramos.
Flint, que intentaba por todos los medios no hacer demasiado ruido con sus pesadas botas claveteadas, propinó un suave empujón al kender.
—Buen trabajo, cabeza de chorlito. Es probable que hayas elegido el único acceso al castillo que no conduce a los pisos altos, y que ahora nos dirijamos saben los dioses adonde por este corredor interminable que más parece un sacacorchos. Ni siquiera hemos visto una puerta.
—Estamos dentro, ¿no? —se defendió el kender—. Además, tú no has dado muchas ideas y…
Tanis se tapó las puntiagudas orejas con las manos.
—¡Basta ya! —siseó, volviéndose hacia ellos. Selana se apartó a un lado—. Me vais a volver loco con tanta discusión, por no mencionar que alertaríais a cualquiera que esté a cien metros de distancia.
Enano y kender enmudecieron avergonzados.
—¿Es una puerta aquello que hay a la izquierda? —preguntó Selana, señalando a espaldas del semielfo.
Tanis se volvió y estrechó los ojos; atisbo una vaga silueta unos seis metros más abajo del corredor espiral. Se acercó en unas cuantas zancadas y alargó la mano para tocar la superficie de madera. Tanteó a la izquierda, bus cando el picaporte.
—¡Espera! —susurró Tasslehoff, mientras sobrepasaba a Selana para llegar junto al semielfo—. No se puede manipular una puerta desconocida así, sin más. Sobre todo en un sitio como éste. Quizá tiene una trampa o una alarma o cualquier otra cosa.
El kender revolvió en el interior de uno de sus saquillos y enseguida encontró lo que necesitaba. Acto seguido se lanzó a la delicada tarea de buscar muelles, alambres, pestillos, contrapesos y un sinfín de escollos y peligros que sus compañeros ni siquiera imaginaban.
Tanis se alegró de estar a oscuras, ya que estaba rojo de vergüenza. Era tanta su ansiedad por llegar a alguna parte, que había actuado como un estúpido. En las circunstancias actuales, sólo a un novato se le habría ocurrido abrir una puerta sin antes tomar precauciones.
—Creo que no tiene ninguna trampa, pero estaba cerrada —opinó por fin Tas—. Hay que ser precavido. Caray, una vez, el hijo mayor del hermano mayor de mi madre, primo Rompepestillos, actuó de un modo poco cuidadoso al abrir un cerrojo y… ¡buuum! Claro que ese error sólo puede cometerse una vez, ¿verdad?
—Abre la puerta, Tas —ordenó Tanis con tono inexpresivo.
—Por supuesto. —El kender empujó la hoja de madera y cruzó el umbral—. Antes de morir, primo Rompepestillos era un excelente consejero. «Nunca pegues a tu madre con una badila», solía decirme. «La impresión la dejaría en una grave inestabilidad mental». —Conmovido por el recuerdo, Tasslehoff sacudió la cabeza y su copete brincó a uno y otro lado—. Pobre primo Rompepestillos. Estaba más loco que un chotacabras, ¿sabéis?
Al otro lado de la puerta había un cuarto pequeño, de unos tres metros de ancho por cuatro y medio de largo, con el techo tan bajo que incluso el enano sintió el impulso de agachar la cabeza. En la pared del fondo había otra puerta, más pequeña que la anterior. La habitación estaba vacía, salvo por unas cuantas urnas grandes, un montón de trastos apilados en un rincón y una caja de madera, fabricada con tosquedad, del tamaño de un tronco, que estaba sobre el suelo, en la esquina próxima a la puerta.
—Aquí huele a algo muerto —dijo Selana, arrugando la nariz con desagrado.
—Ratas, probablemente —comentó Tanis, que al hablar vio la condensación de su aliento flotar ante sí. Selana se arrimó un poco más al semielfo, de manera inconsciente.
—Bes schedal —susurró, y un débil fulgor, cuya fuente era imperceptible, inundó de inmediato el cuarto con una bruma ambarina. La elfa marina tembló bajo su fina capa mientras examinaba el suelo en busca de algún movimiento—. Debemos encontrarnos a bastante profundidad bajo tierra.
Flint también se estremeció, aunque no por causa del frío o por la posible presencia de ratas.
—Éste sitio me pone la piel de gallina —confesó—. Es evidente que el brazalete no está aquí, así que vayamos…
—¡Por el gran Reorx!
La exclamación de Tasslehoff hizo que Flint, Tanis y Selana brincaran sobresaltados. Los tres se dieron media vuelta y vieron al kender junto a la caja de madera, con una mano en la tapa medio levantada.
—De aquí viene este espantoso olor. —Tasslehoff apoyó el hombro en la pesada tapa para acabar de levantarla.
—Espera, Tas… —comenzó Tanis, pero su advertencia llegó demasiado tarde.
Jadeando por el esfuerzo, el kender había alzado la tapa y se asomaba a la caja para echar un vistazo. El asombro le hizo abrir los ojos desmesuradamente; el hedor se los llenó de lágrimas y lo obligó a parpadear para poder ver.
—¡Un cadáver! —exclamó entre toses—. Chico, es asqueroso, con ese aspecto amoratado e hinchado. Venid y echad una ojeada.
Flint y Tanis miraron de soslayo a Selana, que se había llevado las manos al estómago; la tez de la joven tenía una palidez más acentuada que la habitual.
—Tas, cierra la tapa. Nos vamos de aquí ahora mismo —ordenó el semielfo, mientras cogía a Selana por el brazo y la conducía hacia la puerta.
El kender observaba con atención el cadáver tendido en el interior de la caja.
—Hay algo en este tipo que me resulta muy familiar, Tanis —murmuró—. Bajo, grueso, nariz roma…
Flint, que abría la boca para reprender con dureza al kender, no llegó a articular las palabras al reconocer también la descripción. Inhaló profundamente y contuvo la respiración antes de acercarse a la pestilente caja, mirar en su interior y asentir con un brusco cabeceo.
—Apuesto mi hacha preferida a que es nuestro hombre —dijo.
A despecho de la repugnancia que sentía, Selana adelantó un paso.
—¡Que alguien compruebe si tiene el brazalete!
Tas, ni corto ni perezoso, se inclinó sobre la caja.
—Oh, no, tú no —advirtió Flint en voz baja. Cogió al kender por el brazo y lo condujo hasta la puerta por la que habían entrado—. No volverás a poner las manos en ese brazalete si puedo evitarlo. Quédate aquí con Selana y vigila. —Tragó saliva antes de añadir—: Tanis y yo lo comprobaremos.
El enano y el semielfo se aproximaron a la caja de mala gana y bajaron la vista con expresión de desagrado.
—Sabía desde el principio que nos iba a dar problemas cuando lo encontráramos, pero confieso que esto no me lo esperaba. Nos la ha jugado bien, ¿eh, Tanis?
El semielfo esbozó una mueca ante la broma macabra de su amigo.
—Puede que él no lo entendiera así. Acabemos de una vez con esto. —Tanis se agachó sobre una rodilla y alargó una mano hacia el interior de la caja, pero un instante después la sacaba y se la limpiaba con gesto furtivo en la pernera de la polaina. Irritado, se miró la mano como si lo hubiese traicionado y la alargó de nuevo. En esta ocasión agarró la manga izquierda de la camisa del muerto. Tiró de la tela hacia arriba, pero la mano estaba torcida y metida bajo el cuerpo. Tiró con más fuerza y por fin logró su propósito. El brazo se dobló por el hombro, rígido. Valiéndose de las dos manos, Tanis subió la manga para retirarla de la muñeca, pero sólo vio carne amoratada e hinchada.
Flint, ocupado en el brazo derecho, tuvo el mismo resultado.
—¿De qué crees que murió nuestro hombre? —preguntó—. No hay heridas visibles.
El respingo de Tanis cortó los comentarios de Flint. El enano alzó la vista y la sangre se le heló en las venas. La mano del hombre muerto, con los anillos reluciendo en los dedos grisáceos, se había cerrado como un cepo sobre el antebrazo de Tanis y sus ojos muertos se habían abierto de par en par, mirando sin ver. El cadáver se sentó con movimientos agarrotados, y la cabeza le colgó de una manera espantosa de un cuello largo en exceso, como si fuera un muelle roto y dado de sí.
—¡Un zombi! —gritó el semielfo, mientras se llevaba desesperadamente la mano derecha a la daga colgada del cinturón. Sus dedos se cerraron sobre la empuñadura y desenvainaron el arma; acto seguido arremetió contra el frío antebrazo de Delbridge, pero el zombi no pareció reaccionar cuando la hoja hendió la piel y la carne endurecidas. Flint se acercó veloz y cercenó la muñeca de Delbridge con su hacha. Tanis retrocedió a trompicones cuando el zombi se desplomó otra vez en el interior de la caja. La mano mutilada del muerto se mantuvo aferrada al brazo del semielfo, pero Tanis, frenéticamente, aflojó uno por uno los dedos enjoyados con la hoja de su daga hasta que la mano cayó al suelo con un golpe sordo.
El zombi no vaciló, ni siquiera gritó, sino que siguió debatiéndose para sujetarse al borde de la caja con el rezumante muñón.
Flint estaba alerta. El vigoroso enano alzó el hacha y la dejó caer una y otra vez con el ritmo de un experto leñador, sin advertir siquiera el repugnante líquido seroso que salpicaba con cada golpe, ni casi darse cuenta de que Tanis estaba a su lado, apuñalando con su daga. Sabía que un zombi persiste de manera obsesiva en su único propósito hasta que se lo destruye, o es rechazado por un clérigo, o acude a la llamada de su amo.
—Creo que es suficiente, Flint —dijo jadeante Tanis, mientras agarraba al enano por el hombro. El muerto viviente, o lo que quedaba de él, sufrió otras dos convulsiones antes de quedarse totalmente inmóvil.
Flint, a quien le zumbaban los oídos a causa del tumultuoso latido de su propia sangre, abrió y cerró las manos, crispadas y salpicadas del repulsivo líquido, sobre el mango del hacha.
Selana y Tas observaban la escena con horror, consternados. El cuarto, todavía bañado por la suave luz ámbar del conjuro realizado por la elfa marina, se sumió en un silencio roto sólo por los jadeos entrecortados de quienes estaban en él.
Con un interés casi científico, Tasslehoff observó un punto luminoso, de color rojizo, que se movía en las vigas. Pareció crecer ante sus ojos, creando un remolino escarlata de infinitas tonalidades rojas, hasta que alcanzó un tamaño tan grande como su cabeza.
Para entonces, los otros también habían reparado en el creciente y rotante foco luminoso, y comprendieron que, en un cuarto que albergaba un zombi, no podía significar nada bueno.
—¡Corred! —gritaron Tanis y Flint casi al unísono.
Pero, antes de que ninguno de ellos pudiera moverse, un rayo hendió el aire de la reducida habitación y chamuscó la barba de Flint y cargó de electricidad el copete de Tasslehoff, dejando tras de sí una humareda aceitosa y asfixiante. En medio de las volutas de humo apareció una figura imponente que superaba el metro ochenta de altura. Selana gritó al ver la cabeza astada y unas alas oscuras y correosas. Entonces Tas, que estaba a su lado, le dijo a gritos que era un hombre, no un monstruo, y la joven reparó en que los cuernos eran un tocado hecho con el cráneo de un carnero y que las alas no eran tal, sino los pliegues de una capa sujeta a un armazón colocado tras los hombros de la figura.
Una espantosa cicatriz surcaba el lado derecho del rostro del hombre y cerraba con un costurón la cuenca ocular vacía. El ojo sano brillaba con una furia ardiente.
—¿A quién tenemos aquí? —La mirada del hechicero se posó en el congestionado semielfo y en el enano que estaban junto al destrozado zombi; después se volvió hacia el pasmado kender y la temblorosa mujer que estaban al otro lado de la catacumba—. ¿Qué habéis hecho con el pobre Omardicar el Omnipotente?
Su tono era frívolo y burlón, pero su ojo izquierdo tenía un brillo duro y colérico al volverse hacia Tanis y Flint. Con un gesto veloz, el hechicero alzó los brazos y musitó una palabra incomprensible. Se materializó una telaraña gigantesca que se extendió desde el techo hasta el suelo y se enroscó sobre el semielfo y el enano. Una sustancia pegajosa goteó de los filamentos y se adhirió a las forcejeantes víctimas. Cuanto más se debatían y agitaban para liberarse, tanto más se enredaba la tela a su alrededor, hasta que por fin apenas pudieron moverse y cayeron al suelo. Después, el hechicero volvió su atención con rapidez hacia los dos que estaban junto a la puerta. Musitó una vez más una palabra arcana y los sinuosos hilos se materializaron para apresar a Tas y Selana. Sin embargo, en lugar de enroscarse a su alrededor, la telaraña se estrelló contra una barrera invisible y resbaló hasta el suelo; lanzó un breve fulgor y desapareció. Selana sonrió con frialdad a su oponente.
—Me sorprendes, mujer —dijo el mago con su imponente voz de barítono, en tanto que una expresión mezcla de admiración y rabia se plasmaba en su semblante—. Pero no me dejaré sorprender una segunda vez.
Selana ya preparaba su siguiente conjuro y, a despecho de lo manifestado por Balcombe, cogió desprevenido al hechicero. La elfa marina alzó las manos y le apuntó con los dedos extendidos al tiempo que gritaba:
—¡Dasen filinda! —Una rociada de colores salió disparada de sus dedos, alcanzó al mago y lo envolvió en un semicírculo rotante. Al recular contra la pared opuesta por la fuerza del hechizo, Balcombe tropezó con un tablón roto y cayó despatarrado en el suelo de tierra. El horrendo tocado de carnero se soltó de la cabeza del mago y rodó hasta un oscuro rincón; el armazón que sostenía la capa se hizo añicos. El vertiginoso remolino de colores siguió lanzando destellos en torno al abatido hechicero mientras éste se revolvía para quitarse la capa estropeada.
—¡No te metas con Selana, o te convertirá en una chinche! —chilló Tasslehoff, a la vez que corría hacia Tanis y Flint para ayudar a la elfa marina a desenredar a sus amigos. Pero los filamentos de la telaraña mágica eran duros y pegajosos. El kender sacó su daga y cortó los hilos suficientes para dejar libre la mano con la que Tanis empuñaba la suya. Mientras el semielfo se afanaba en sesgar más hilos para soltarse, Tas hizo otro tanto con Flint.
—Aprisa, el conjuro no durará mucho más —urgió Selana. Pero los filamentos de la tela se pegaban a las hojas de las dagas y estaban firmemente agarrados a los brazos y las piernas de Tanis y Flint.
—Tuve mucha suerte de que mis hechizos surtieran efecto contra él —susurró la joven al semielfo—. Sea quien sea, sus poderes me superan con creces. He agotado todos mis conjuros y tampoco me quedan componentes de hierbas.
Antes de que Selana terminara de hablar, el puño derecho de Balcombe atravesó el remolino de colores. Uno de los anillos que le adornaban los dedos emitió un destello.
—¡Huid! —gritaron Flint y Tanis al unísono.
Todavía tendido en el suelo, el hechicero trazó dibujos en el aire con las manos, al tiempo que pronunciaba unas palabras. Unas partículas luminosas chisporrotearon a su alrededor y sus manos se tornaron rojas y ardientes de manera paulatina.
Liberando de un tirón la daga de la pegajosa telaraña, Tasslehoff saltó sobre el mago y le lanzó una cuchillada, pero la hoja se desvió a escasos centímetros de la garganta del mago, como si la hubiese rechazado una mano invisible. Balcombe esbozó una maligna sonrisa y alargó la mano derecha para agarrar a Tas; unas chispas azules, semejantes a relámpagos diminutos, saltaban entre sus dedos.
Tas se apartó de un brinco y esquivó por poco la resplandeciente mano. Al retroceder, chocó contra una de las urnas que había en el rincón. La levantó con ambas manos y se la arrojó a Balcombe, y a continuación le propinó una patada en el estómago. La urna se rompió antes de tocar al hechicero, y la patada del kender se desvió, al igual que había ocurrido antes con la daga, aunque logró desestabilizar al hechicero.
—¡Corre, Tas, y no te detengas! —gritó Tanis, en tanto que Flint barbotaba maldiciones y pateaba la telaraña. Llevado por el instinto, el kender agarró a Selana por la cintura y la empujó hacia la puerta. Se detuvo un instante para echar una ojeada al cuarto alumbrado por el mortecino resplandor. Balcombe se sacudía los trozos de la urna y se disponía a lanzar un nuevo hechizo. Tas volvió la vista hacia el punto donde el semielfo y el enano se debatían contra la maraña de filamentos.
—¡No te preocupes por nosotros, cabeza de chorlito! ¡Pon a salvo a Selana! —chilló Flint.
Tas giró sobre sus talones y echó a correr por el oscuro corredor en pos de la elfa marina. De repente, un rayo salió del puño de Balcombe y se estrelló contra la pared del pasillo. En medio de un espantoso estruendo, una lluvia de cascotes se desmoronó en el estrecho corredor a espaldas de la pareja que huía. Tasslehoff miró por encima del hombro y vio la abrasadora luz azul zigzaguear en su dirección, arrancando grandes fragmentos de pared allí donde tocaba. Para entonces, el kender casi había alcanzado a Selana; saltó sobre la joven y la arrojó de bruces al suelo. La descarga mágica pasó siseante sobre ellos, rociándolos con una lluvia de piedras y tierra de las paredes. Un instante más tarde, Tas se había incorporado y arrastraba a Selana corredor adelante. Cuando Balcombe se asomó por el recodo, sólo vio el revoltijo de cascotes amontonados en el suelo del estrecho pasillo. El penetrante olor a ozono en el aire cargado de polvo le inundó las fosas nasales, pero no percibió el inconfundible hedor de la carne chamuscada. El encolerizado hechicero soltó un salvaje gruñido y se volvió hacia los dos cautivos.
—Vuestros amigos han escapado…, por ahora, aunque más les valdría haber muerto en el túnel.
Balcombe sacó un rollo de pergamino de entre los pliegues de su túnica. Tras romper el sello de cera, lo desenrolló y empezó a leerlo en voz alta, torciendo los labios y la lengua a fin de articular los enrevesados vocablos mágicos. Mientras pronunciaba las palabras, unas volutas de humo salieron del pergamino. Tanis vio que se formaban unas manchas oscuras en la hoja, como si un calor intenso la estuviera quemando por el otro lado. Finalizada la lectura, Balcombe soltó el pergamino y lo dejó caer. Un instante después, había estallado en llamas y se había consumido, regando el suelo con una lluvia de cenizas, negras y pulverizadas. La temperatura subió hasta hacerse sofocante y un gran silencio se adueñó del cuarto. Entonces, sopló una fuerte ráfaga de viento que arrojó polvo a los rostros de Flint y Tanis, y agitó la capa de Balcombe. El hechicero se mantuvo erguido e impávido, con la mirada fija al frente.
Tanis sintió que se le erizaba el vello de la nuca cuando vio aparecer un punto negro que giraba y crecía creando formas monstruosas que se deshacían para, un instante después, cobrar forma de nuevo en algo más grande y espantoso que antes. Cuando alcanzó el tamaño final, tenía la misma estatura que Balcombe. Era una especie de felino gigantesco, semejante a una pantera o un puma, pero no era real. A Tanis le parecía un ente materializado de una sombra, algo cambiante que latía al impulso de un ritmo interno y extraño. El mago se dirigió a la misteriosa fuerza.
—Un kender y una elfa me han contrariado. Mátalos. —Lanzó una mirada de soslayo a sus prisioneros.
Un ominoso sonido siseante retumbó en la habitación y después se perdió por el túnel cuando el sombrío ente salió brincando tras su presa.
* * *
Tas abrió de un tirón la puerta que estaba al final del inclinado pasillo, y él y Selana salieron al resguardado nicho de la muralla. La luz del sol los hizo parpadear.
—¿Dónde podemos escondernos? —chilló la joven mientras se limpiaba el sudor y el polvo de la cara.
—En ninguna parte —contestó el kender—. Al menos, de momento. Ese hechicero vendrá tras nosotros. Tenemos que alejarnos de aquí antes de que nos cierre la salida. Vamos, deprisa.
Intentó tirar de Selana, pero la doncella se resistió.
—¿Adonde?
—Al mercado. Sé cómo hacer desaparecer a cualquiera en un mercado, sobre todo si está muy concurrido.
Un fuerte tirón obligó a Selana a moverse, y los dos compañeros echaron a correr hacia la plaza. Fue entonces cuando oyeron el estruendo a sus espaldas. Al mirar atrás, vieron que la puerta por la que acababan de salir había sido arrancada de sus goznes y se desplomaba al suelo. Unas enormes garras habían abierto surcos profundos en la madera y habían roto los sólidos tablones; incluso los refuerzos de hierro estaban cortados, Entonces, emergiendo de las sombras, una figura inmensa y fantasmagórica cargó contra ellos.
—¿Qué es eso?
—Un buen problema —respondió Tas, obligando a la petrificada elfa a moverse mediante un empujón. Kender y elfa, impulsados uno por el coraje y la otra por el terror, cruzaron a la carrera el espacio abierto que los separaba del abarrotado mercado. Al echar un rápido vistazo a sus espaldas, Tas distinguió la oscura silueta y el rastro de polvo que señalaba el paso del monstruo, y advirtió que éste iba ganándoles ventaja de manera progresiva. Giraron en una esquina y se dieron de bruces contra la carreta de un granjero, que estaba cargada de cebolletas y ristras de ajos. Tas se dejó caer de rodillas y gateó bajo el vehículo, seguido de cerca por Selana.
—¿Qué era eso? —repitió la elfa, entre jadeo—. ¿Se habrá transformado el hechicero en esa cosa?
—No tendría sentido. Imagino que ha invocado un monstruo mágico, como un cazador invisible, sólo que a éste puedes verlo como una sombra. Los magos los sacan de otros planos para que cumplan sus mandatos. Son entes horribles, pero no viven mucho tiempo. Tenemos que seguir adelante. —Tas escudriñó las estrechas callejuelas y enseguida eligió el mejor camino para huir. Tan pronto como Selana estuvo dispuesta, reanudaron la carrera.
A sus espaldas, la carreta estalló. La bestia había chocado contra el vehículo y lo había hecho añicos, sembrando la zona de cebolletas y ajos. Los chillidos y los gritos de los comerciantes se mezclaron con el terrorífico rugido de la criatura, que hizo un breve alto en medio de los restos de la carreta a fin de dispersar a la gente que se interponía en su camino.
Los dos fugitivos no perdieron tiempo. Cambiaron una y otra vez de dirección en su huida por el mercado; giraron a la derecha, luego a la izquierda, más tarde a la izquierda otra vez, y así hasta que Selana perdió el sentido de la orientación y del tiempo. Los latidos de su corazón eran tan fuertes que apenas oía las instrucciones que le daba el kender a medida que éste elegía la ruta entre los sinuosos callejones formados por los puestos.
Cuando Selana ya creía que el pecho le iba a estallar y se sentía incapaz de inhalar otra bocanada de aire, Tas frenó por fin la carrera y se detuvo en un callejón.
—Creo que hemos despistado a ese monstruo —jadeó, inclinado hacia adelante, con las manos apoyadas en las rodillas—. Al menos, de momento…
Selana respiraba de una manera tan trabajosa que ni siquiera podía hablar. Miró a Tas y, por fin, logró preguntar entre jadeos:
—¿Crees que aún sigue vivo?
—Sí. No llevamos corriendo ni la mitad del tiempo que nos parece. Sospecho que sigue cerca, en alguna parte.
—¿Y qué puede hacernos una sombra?
—¿Eres hechicera y lo preguntas? —Tas sacudió cabeza—. Siento un gran respeto por todo aquello que ha sido invocado de otro plano.
Gimiendo, Selana estaba a punto de dejarse caer al suelo cuando el kender la agarró por el brazo.
—¿Hueles eso? —La miró con intensidad—. Ajo y cebolletas…
Se miraron un instante y después ambos volvieron la vista atrás. De repente, una cabeza oscura y cambiante asomó por la esquina y los vio. Una garra espectral se disparó, y Selana lanzó un chillido. Tas sujetó a la elfa por la manga de la capa y, una vez más, los dos amigos echaron a correr; la criatura les iba pisando los talones.
Tas cambió de dirección varias veces y después miró atrás; el sombrío monstruo lo seguía, ¡pero Selana había desaparecido! Sus dedos aún sujetaban un trozo de la manga de la joven, pero ella no estaba.
Con la horrible criatura pegada a los talones, Tas se abrió paso entre la gente que se dispersaba en todas direcciones. Al girar en otra esquina, Tas se dio de bruces con un montón de cestos apilados. Resbaló sobre una alfombra en la que se exhibían pares de botas y zapatos, y chocó contra el poste. El impacto lo dejó sin aliento. Intentando librarse del dolor, se puso de pie. Asomado tras el montón de cestos estaba el monstruo, con los negros dientes reluciendo bajo los negros ojos. Tas miró a sus espaldas y descubrió con horror que estaba en un callejón sin salida. La gente empujó para ponerse a salvo, y el kender oyó el chasquido de cerrojos y el golpeteo de las trancas al otro lado de las puertas y ventanas que daban a esta trampa sin salida. El corazón le latió desbocado por la descarga de adrenalina, pero Tas no vaciló en darse la vuelta para mirar cara a cara al monstruo. Hizo un rápido y vano esfuerzo por quitar los pegajosos hilos de telaraña de la hoja de su daga, frotándola contra un poste de madera. Con la embotada arma enarbolada, aguardó el ataque inminente. La monstruosa sombra se agazapó y siseó al tiempo que agitaba la negra cola. Luego se abalanzó hacia adelante, cubriendo la distancia que la separaba de Tas en un solo salto. Aunque sabía que sus reflejos no podían igualarse a los de la bestia mágica, el kender se arrojó a un lado confiando en evitar el impacto de la embestida. El veloz manotazo de una garra lanzó a Tas por el aire y el kender se estrelló contra un montón de pieles curtidas. Rodó sobre sí mismo y se incorporó de un brinco, esperando ser rebanado en tiras de un momento a otro, pero el zarpazo no llegó. La monstruosa sombra sufrió unas extrañas convulsiones y después se disolvió en infinidad de jirones de oscuridad que se desvanecieron con rapidez.
Magullado y jadeante, Tas alzó los brazos y soltó un grito. ¡El conjuro del hechicero había expirado! El jubiloso kender golpeó puertas y contraventanas con el puño de su daga.
—¡Lo maté! ¡Eh! ¡Ya podéis salir! —chilló.
Brincando y pavoneándose, se abrió camino entre las mercancías desparramadas y volvió a la calle principal. Poco a poco, la gente salía de sus casas. «¿Dónde estaría Selana?», se preguntó de repente el kender. Todavía con la respiración entrecortada y los saquillos balanceándose a sus costados, Tas recorrió a saltos el estrecho callejón de vuelta al centro del mercado. Pasó ante el puesto de un panadero; una barra de pan blanco y crujiente le llamó la atención. No había nadie atendiendo el negocio, por lo que cogió el pan sin reducir la marcha y se lo puso bajo el brazo, en tanto que sus ojos escudriñaban los alrededores en busca de la capa índigo de Selana.
—Es un poco raro dejar solo un puesto con comida —murmuró para sí mismo—, pero a mí me ha venido bien. Últimamente ando un poco escaso de fondos. Que no se me olvide buscar al panadero y pagarle en la primera oportunidad que tenga.
Tas miró a su espalda, en caso de que Selana hubiese salido del callejón en pos de él. No vio a nadie, salvo a una anciana que recogía y colocaba su mercancía desperdigada. Giró en otra esquina.
De pronto, unos dedos crispados lo agarraron por el brazo. Tas se volvió con rapidez, y otros dedos se cerraron sobre su boca. Después se vio arrastrado con un brusco tirón hacia las sombras de un pórtico. Tasslehoff no vaciló y mordió los dedos que le apretaban los labios al tiempo que propinaba un codazo al estómago de su atacante, que lo soltó. El kender giró sobre sí mismo y adoptó una postura defensiva, con el pan enarbolado como un arma.
—¡Selana!
La elfa marina estaba de rodillas, gimiendo e intentando de manera alternativa sujetarse el dolorido abdomen y chupar las gotitas de sangre de sus dedos lacerados por el mordisco. Desazonado, el kender sacó un trozo de tela de su mochila y se agachó a su lado para vendarle la mano.
—Dioses, Selana, cuánto lo siento. No sabía que eras tú —se disculpó—. No es muy buena idea saltar así encima de alguien. ¡Podría haberte matado! —Echó un vistazo al oscuro pórtico y después ayudó a la joven a incorporarse—. Te encuentras bien, ¿verdad?
La elfa marina estaba temblorosa y tenía todavía un brazo sobre el estómago. Se puso de pie con evidente esfuerzo y asintió con la cabeza.
—Decidí correr en otra dirección, para que sólo pudiera perseguir a uno de nosotros —explicó con un hilo de voz, ya que aún respiraba con dificultad.
Tasslehoff se cruzó de brazos y alzó la barbilla con gesto altanero.
—Yo podía protegerte. —En su voz había un ligero tono de enojo—. En cualquier caso, ya ha desaparecido.
El pañuelo de seda de la elfa marina se había deslizado hasta sus hombros y la joven lo anudó de nuevo cubriendo su pálido cabello.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó.
Poco o nada dado a rehuir una contienda, el siempre alegre y despreocupado kender notó un creciente mal humor ante la difícil situación a la que se enfrentaban. Agitó el pan frente a Selana.
—Hemos dejado a nuestros amigos en ese castillo. No podemos desentendernos de Tanis y Flint. Propongo que regresemos ahora mismo y los saquemos de allí. —Tasslehoff dio un paso hacia la calle, pero Selana lo agarró por la correa de la mochila y lo arrastró hacia el pórtico—. ¡Suéltame! —siseó, al tiempo que se libraba con facilidad de la mano de la joven.
—¡Recapacita, Tasslehoff! —Los ojos de Selana centelleaban, y, por primera vez, Tas la vio como debía de ser en su propio país: firme y dominante, no la jovencita testaruda e insegura que conocía hasta ahora. Escuchó con atención—. Todos los del castillo tienen que habernos visto correr perseguidos por el monstruo. Aún en el caso de que consigas entrar en el edificio otra vez sin ser visto, ¿qué les dirás? ¿Que merodeabas por los sótanos, encontraste a un zombi y tuviste que huir de un mago…, su mago? Lo único que conseguirás es que te arresten y eso no le haría ningún bien a nadie, y mucho menos a Tanis y a Flint.
Tas cruzó los brazos y se metió las manos bajo las axilas. Se encogió de hombros.
—Pero no podemos dejar allí a nuestros amigos —insistió con gesto sombrío.
Selana lo miró con intensidad.
—Por supuesto que no. —La elfa marina frunció el entrecejo y se mordisqueó una uña mientras cavilaba—. En ese castillo pasa algo muy raro, y creo que nos hemos dado de bruces con una pequeña parte del problema. Si pudiésemos volver y explorar un poco más a fondo…
—Ojalá tuviese todavía mi anillo mágico teleportador —se lamentó Tas—. Entonces nos meteríamos en cualquier sitio que quisiéramos. ¿Te he contado la historia de ese anillo?
Lo había hecho, desde luego. Tasslehoff le relataba a todos cuantos conocía la aventura del objeto más fabuloso que había caído en sus manos. Sin embargo, su mención hizo que Selana recordara algo. Con los labios prietos, la joven buscó entre los pliegues de su capa y al cabo de un momento sacaba una redoma pequeña y alargada, de vidrio púrpura, con un tapón de cristal opaco tallado a semejanza de un helecho marino. Lo sostuvo en alto y lo miró con gesto pensativo. Después tomó una decisión.
—¡Beberemos esto!