25

Mientras avanzaba por la playa, Víctor todavía podía sentir la arena caliente, deshaciéndose bajo cada uno de sus pasos. El sol ya se estaba empezando a retirar, pero sus rayos habían irradiado tal fuerza aquel día que parecía que solo la caída de la noche conseguiría enfriar por completo aquella zona. Pero de momento, todavía quedaba luz, que adornaba el cielo con un color anaranjado y daba al mar un brillo especial.

Todavía a lo lejos, elevada sobre la playa, quedaba la casa de Celia. Pese a la gran distancia que aún los separaba, Víctor no pudo evitar empezar a buscar entre las personas que se encontraban justo en esa zona de la playa. Tenía la esperanza de poder reconocer la figura de su amiga entre ellas.

Esa misma tarde había recibido un nuevo mensaje de Luis, el exmarido de Mónica, meramente interesándose por sus avances, nada realmente interesante o relevante. De hecho, pensaba que nada útil podría sacar hasta que se dio cuenta de que Luis también había adjuntado un documento. Nada más verlo había salido corriendo de su casa, movido por el incesante deseo de ensañárselo a Celia.

Por ello, su mirada no paró de buscar entre la gente de la playa hasta que consiguió dar con ella. La vio de perfil, sentada justo delante de la orilla, mirando embelesada hacia el mar, agarrando sus piernas desnudas con fuerza contra su cuerpo.

Sin decir nada, se sentó sobre la arena, justo a su lado, mirando también hacia el agua. Solamente una camiseta larga cubría el cuerpo de Celia en bikini. Su cabello estaba mojado y su piel, salpicada de gotas de agua, parecía erizada por la suave brisa marina que soplaba contra ellos. La miró entonces y lo que vio lo sorprendió enormemente: sus ojos estaban enrojecidos y en su rostro destacaba una tristeza que pocas veces había visto en su amiga.

—Celia, ¿te ocurre algo? —se atrevió a preguntar.

—Nada, no te preocupes —le contestó su amiga devolviéndole la mirada. Pero la dificultad con la que salieron sus palabras dejó en entredicho su sinceridad. Celia lo miraba y le hablaba, pero casi tenía que contener las lágrimas para poder hacerlo—. Es solo que he pasado prácticamente todo el día aquí, en la playa, como cuando era niña. Pensando y pensando sobre todo lo que me está ocurriendo, intentando aceptarlo y… —Se paró durante un momento, suspirando—. Es solo… Que me cuesta entenderlo todo.

Víctor no tenía claro a qué se refería su amiga, si estaba hablando de todos los problemas económicos de su familia, del distanciamiento de sus padres o si simplemente se trataba de cómo la historia de Macarena le estaba afectando. Pero no le pareció relevante preguntarlo, lo importante en ese momento era escucharla e intentar que se diera cuenta de las maravillas que todavía la rodeaban.

—He pensado mucho hoy en mi padre —suspiró Celia, volviendo a mirar hacia el mar mientras hablaba—. En cómo nos ha tratado siempre, empequeñeciéndonos con sus comentarios y gritos. Siempre haciéndonos sentir menos de lo que realmente creo que somos.

—¿Ha ocurrido algo hoy, Celia? —preguntó Víctor con cuidado, intentando no incomodarla con sus palabras.

—¿Te puedes creer que ha sido el día más tranquilo desde que hemos llegado? —Le contestó Celia, estirando sus piernas y mirándolo de nuevo—. Aunque te parezca raro eso es lo que me ha incomodado, esa falsa tranquilidad, todas esas mentiras, el querer jugar a la familia feliz. Cuando la triste realidad es que cada vez lo somos menos.

»Eso me ha hecho pensar y pensar en todo lo que estaba pasando —continuó Celia—. En cómo lo que más miedo me da no es lo que pueda decir o hacer mi padre sino sin darme cuenta, poco a poco, acabar siendo como él. A veces hago o digo cosas en las que no me reconozco, en las que parece que es él quien está detrás. A todos nos pasa en mi casa, todos acabamos respondiendo o reaccionando de la misma manera, a gritos e insultos. —Se paró durante unos segundos, para volver a clavar su dolorida mirada sobre él con intensidad—. Es como cuando una manzana se pudre en un cesto junto a las otras, al final acaba pudriendo al resto.

Celia se paró de nuevo durante unos segundos, secando con su propia camiseta las lágrimas que habían empezado a asomarse sobre sus ojos. No permitiéndoles que cayeran en su rostro, ni que ninguna otra las acompañara, serenándose ella misma, allí mismo, mirando hacia el mar.

—No digas tonterías, tú no... —empezó a decir Víctor.

—Piénsalo fríamente por un momento —cortó Celia, girándose a su lado para situarse justo frente a él, como si lo que iba a decir fuera una triste confesión—. Solo tengo 17 años y mi única relación ha sido la superinestable que he tenido con Diego durante los últimos veranos. El año pasado él incluso tenía una amiga especial en su pueblo, pero a mí no me importó. Además, apenas tengo amigos y, como has visto este verano, con los que tengo acabo teniendo problemas. Pero no solo eso, cuando me enfado de verdad, acabo perdiendo el control, gritando sin parar, sin saber muy bien ni lo que hago ni lo que digo… No soy mejor que él…

Víctor no pudo soportarlo más, era verdadero dolor lo que reconocía en cada una de las afirmaciones de su amiga. Sin pensarlo se abalanzó sobre ella y la envolvió en un fuerte abrazo que acabó deteniendo cada uno de sus lamentos. Olvidó lo que quería contarle, qué era lo que lo había traído hasta ese lugar, lo único que le importaba era que su amiga se tranquilizara. Deseó con todas sus fuerzas poder darle un beso, ser capaz de hacerle ver lo que él sentía cada vez que la miraba.

—Celia, eres mucho más que eso… —le dijo muy despacio, susurrándole al oído—. Para mí, eres perfecta.

Ж Ж Ж

Mientras regresaba a casa aquella noche, las palabras de Víctor se repetían una y otra vez en su mente: «Para mí, eres perfecta». ¿Sería totalmente cierto o simplemente lo habría dicho para que se sintiera mejor? Sea por lo que fuera, la verdad era que esa pequeña confesión había logrado que todo se parara para ella durante unos segundos, su respiración, los latidos de su corazón, los sonidos del mar, todo había desaparecido durante ese mágico instante. El momento más intenso de toda su vida, las palabras más bonitas que nunca nadie le había dicho.

Lo cierto era que Celia nunca había temido sentirse incomprendida si eso significaba ser ella misma. Lo que ese día le había aterrado era algo bien distinto, había sido el acabar no sintiéndose orgullosa de lo que significaba «ser ella misma». Pero también creía que ese temor, esa preocupación, le podía acabar ayudando a no dejarse llevar por lo que veía en su casa, a controlar sus impulsos y luchar cada día por ser mejor persona. Víctor le había abierto los ojos con sus palabras, se sentía muy afortunada de que pensara eso de ella y lucharía para que su amigo nunca cambiara de opinión.

Regresó a su casa serena y tranquila. Su madre estaba sentada sobre el sofá del salón, viendo la televisión. Su mirada parecía cansada, pero también mucho más fuerte y segura que antes. Era como si al empezar a tener claro qué camino iba a seguir, volviera a brillar en ella cierta fuerza. Le dedicó una sonrisa y siguió su camino hasta llegar a la cocina, donde Celia se entretuvo preparándose un pequeño bocadillo.

—No piques mucho que no tardaremos mucho en cenar —dijo su abuela al verla, mientras entraba y se sentaba justo enfrente de ella, en el taburete que quedaba al otro lado de la barra de madera que dividía la pequeña cocina y que ahora las separaba.

—No, abuela, lo he hecho pequeño —contestó Celia, sentándose también en uno de los taburetes y comenzando a devorar su bocadillo—. Es solo para aguantar, estaba muerta de hambre.

—Vale, pero no tomes mucho más —contestó su abuela, Encarna, mientras observaba atentamente cómo su nieta empezaba a comer—. Vengo de estar hablando con Ángela, la que está casada ahora con el vecino de detrás, el que trabaja en la notaría. Pobretica, es un encanto de mujer, me ha estado contando cosas de su vida y hay que ver qué feliz que está con Paco, dice que le repite todo el rato, que le ha vuelto a «hacer confiar en las mujeres».

Su abuela siguió hablando sin parar sobre todo lo que su vecina le había estado contando, no escatimando en detalles. Pero sin poder hacer nada para evitarlo, la mente de Celia se trasladó hacia otro lugar, recordando aquel día que le había parecido ver a su vecina, medio escondida en un banco detrás de unos cipreses.

—Mi madre me dijo que estaba bastante deprimida porque no conseguía quedarse embarazada —dijo finalmente Celia, frenando un poco las palabras de su abuela—. Me da mucha pena.

—Sí, pero ya el verano pasado tras varios abortos tuvo que aceptar que no podría quedarse de nuevo —contestó su abuela—. Ahora la pobre ya lo tiene medio superado. Si la ves da gusto, va con el perrico que se han comprado a todas partes. Hay que ver los animales lo que ayudan.

Se quedaron las dos en silencio durante un momento, cada una inmersa en sus propios pensamientos. Al final fue su abuela quien rompió aquel momento de vacío, repitiendo lo que últimamente le recordaba sin parar.

—Acuérdate Celia, que no se te olvide —empezó a decir su abuela—. Nada más que volvamos de la playa, te tienes que venir a mi casa y te tengo que decir donde lo guardo todo. Celia, que si no, no lo vas a encontrar, que lo tengo todo escondido en lugares que no esperas y quiero que sea todo para ti.

—Sí, sí, no te preocupes abuela. Nada más que volvamos lo vemos.

—Que tengo muchas cosas, Celia, que me fue comprando el abuelo con mucho esfuerzo a lo largo de los años. Pulseras, sortijas… Creo que tengo hasta unos pañuelos nuevos de ganchillo… —Su abuela siguió hablando, enumerando animadamente todo lo que tenía preparado para entregarle. Pero Celia no siguió escuchando, había algo que se había clavado en su mente, algo de lo que se debería haberse dado cuenta mucho antes.

—¿Qué has dicho abuela? —le preguntó casi conteniendo la respiración.

—Pues que tengo muchas cosas guardadas…

—Ya, pero justo antes de eso —cortó de nuevo Celia—. Has dicho que todo lo tienes escondido en sitios inesperados, ¿verdad?

—Sí, te los tengo que decir yo, sino no lo vas a encontrar.

—Gracias abuela. —Y con esas palabras le dio un beso en la frente y salió corriendo. No miró atrás, no pensó en otra cosa, lo único que se repetía en su cabeza era que debía llegar a la caseta del jardín lo antes posible.

Solo las palabras de su abuela habían conseguido abrir sus ojos y hacerle ver que aquella mañana no había buscado de forma correcta. Si Macarena había tenido algo que no quería que nadie encontrara debía de haberlo escondido en un lugar extraño, en el que nunca nadie hubiera acabado mirando. Así que abrió de par en par las puertas de la caseta y, de nuevo, se adentró en ella. Empezó a buscar de forma distinta: observando cada una de las cosas que allí se encontraban y preguntándose a sí misma en qué sitios escondería ella algo que no quería que nadie encontrara.

De esta forma, rebuscó en bolsillos internos de abrigos y chaquetas, detrás de los cajones de una pequeña mesilla, detrás de un espejo, entre las páginas de los libros… Nada obtuvo de ninguno de esos lugares. Pero ni sus fracasos ni la oscuridad que la caída de la noche trajo consigo lograron que se rindiera. De hecho, podía sentir que nada la detendría aquel día, que si seguía y creía que lo lograría, podría conseguirlo. Por ello, cuando la cegadora oscuridad apenas le permitía ver, no se detuvo. Simplemente corrió en busca de una linterna con la que seguir alumbrando sus pasos.

Se sentó durante unos segundos sobre un taburete de plástico rojo, cuya forma recordaba a un enorme reloj de arena, donde siguió, muy concentrada, inspeccionando con su linterna todo lo que se encontraba dentro de una caja llena de ropa. De repente, un movimiento a sus espaldas la sacó de su ensimismamiento. Algo que le hizo sentir que una silueta acababa de pasar por el jardín, una especie de sombra que parecía haber cruzado justo delante de la puerta de la caseta.

—¿Papá? —preguntó, girándose hacia la puerta. Podía sentir su piel muy tensa y fría, y como poco a poco, mientras esperaba respuesta, se iba erizando bajo la camiseta blanca, muy larga, que la cubría.

Al no obtener respuesta decidió caminar hasta la entrada, iluminando cada uno de sus pasos con su linterna. Con cierto recelo, asomó su cabeza por el hueco de la puerta, esperando descubrir la silueta de alguien conocido. Todo seguía a oscuras, pero estaba segura de que no había nadie allí fuera.

Con precaución, salió de la caseta y empezó a caminar lentamente por el césped. Solo había dado unos pocos pasos cuando un nuevo sonido la sorprendió. El crujido con el que los aspersores del riego empezaban a funcionar, seguido del seseo y el rítmico movimiento del agua. En cuestión de segundos se vio en medio de una guerra de agua, mojándose tanto sus pies como sus piernas. Aun así le costó reaccionar. Le costó correr de vuelta a la caseta, para encerrarse en su interior.

Casi riendo al verse allí calada de cintura para abajo, decidió no darle mayor importancia a lo ocurrido, no tenía tiempo para calentarse la cabeza con pequeñeces, debía de seguir buscando. Por ello, se movió hacia la caja que había dejado a medio examinar de forma apresurada, lo que por desgracia no le hizo reparar en que justo detrás de ella se encontraba el taburete donde poco antes había estado sentada. Nada pudo hacer para evitar el golpe, el gran tropezón que a punto estuvo de tirarla e hizo al objeto rojo rodar por el suelo hasta chocar contra la pared. Apoyada sobre una de las estanterías, escuchó cómo el taburete chocaba y cómo, tras el golpe, algo más se movía en su interior. Parecía que había algo dentro de aquel objeto.

Rápidamente, se incorporó y corrió hasta el lugar del impacto. Sin dudarlo, levantó el taburete en peso y lo observó con atención. Dentro de aquella especie de gran reloj de arena rojo cabía prácticamente cualquier cosa. Tiró de la parte de superior, que sin mucho esfuerzo acabó cediendo. Tras quitar la tapa fue introduciendo, con cierto temor, sus manos en el hueco que se acababa de formar. Pronto llegó hasta lo que había zurrido desde allí dentro y lo fue sacando con sumo cuidado.

Se trataba de una agenda del año 1999, justo el año en el que Macarena había desaparecido. Sin poder todavía creerse lo que acababa de encontrar, la abrió rápidamente y empezó a ojear entre sus páginas. Maravillada, se dio cuenta de que la persona que la había utilizado había escrito entradas muy largas, describiendo lo que le había sucedido durante el día. Lo que tenía ante ella era en realidad, un diario.