Prólogo

Martes, 31 de agosto de 1999
LA MANGA, Costa Levantina

Algo temblorosa, intentando contener su acelerada respiración, Marisa se atrevió por fin a descorrer las cortinas de su habitación y asomarse por la ventana. Estaba empezando a amanecer y sobre la calle caía una desquiciante tranquilidad. Desde allí no podía ver el mar, pero escuchaba sus movimientos; un sonido que no dejaba de repetirle que allí estaba, a pocos metros de distancia, escondido tras la hilera de casas de playa que quedaba justo enfrente. Lo imaginaba también despertando, tímidamente, sereno, en calma, tranquilo. Como si no hubiera sido testigo de algo horrible durante la noche.

Sin apenas ser consciente de ello, sus ojos se desplazaron en busca de la casa de sus vecinos, pero por más que se estiró sobre su ventana, no logró alcanzarla con la mirada. Los propios árboles del jardín le impedían ver calle abajo. Le hubiera gustado saber si seguía algún coche frente a la puerta, si todavía quedaba alguien en aquella casa cuya forma tanto le recordaba a un pequeño castillo.

En ese frío hogar había empezado todo, todo de lo que ahora intentaba huir. Se apoyó con fuerza sobre la fría pared de la habitación, conteniendo sus lágrimas. Todavía notaba su vestido húmedo y salpicado de arena. Aún sentía que estaba en medio de aquella enorme playa, atrapada en medio de la noche.

Una especie de crujido la alejó de sus recuerdos y la devolvió enseguida a su habitación. Venía desde el pasillo, por lo que Marisa decidió acercarse. Lo hizo despacio, tragando saliva, con miedo a encontrar a alguien allí. Pero todo seguía a oscuras y en silencio en aquella zona de la casa. Respiró un poco más aliviada, no sabía qué había producido aquel sonido, pero todo parecía indicar que venía de fuera. Afortunadamente ninguna de sus hijas se había despertado con todo el alboroto de la noche anterior y, desde luego, había sido una suerte que su marido se hubiera tenido que quedar trabajando en Cartagena. Era mucho mejor que no hubiera sido testigo de nada.

Ya eran casi las siete de la mañana, no tardaría en llegar. Faltaba muy poco para que empezaran a cargar todas sus cosas y abandonaran su casa de playa para no regresar hasta el próximo verano. Pero, ¿qué iba a decirle? ¿Debía contarle lo que había ocurrido? Lo conocía, estaba segura de que acabaría llamando a la policía y nada le daba más miedo en ese momento. No podía fiarse de nadie.

Tenía que pensar en sus tres hijas, en su familia, en ella misma. En lo que pasaría si saliera a la luz lo que había hecho, en el lío en el que sin querer se había visto envuelta. No podía permitir que nada la situara en aquella playa, porque antes o después, todo acabaría sabiéndose. Alguien podría haber visto o escuchado algo, y era cuestión de tiempo que apareciera, flotando en las frías aguas de las playas de Calblanque, alguna de las prendas de ropa de esa pobre mujer. Todo acabaría saliendo a la luz y no podía permitir que nada la vinculara con algo así.

En ese momento escuchó cómo el coche de su marido se paraba justo en su puerta. Muy nerviosa, de repente tuvo claro lo que tenía que hacer.

Se preparó para recibir a su marido todo lo serena y tranquila que pudo, como si nada fuera de lo normal hubiera ocurrido. Tenía que olvidar para siempre lo que había pasado. Todo lo que había visto.