Lunes, 6 de julio de
2009
MURCIA
Al final venció la desesperación e incorporándose ligeramente sobre su cama, Celia aceptó que esa noche dormir le resultaría muy complicado. Suspirando miró a su alrededor, parándose en su ventana, abierta de par en par, pero por la que no lograba colarse el más mínimo movimiento. No tenía forma de saber la temperatura exacta, pero si de algo estaba segura era de que no estaría por debajo de los 30 grados.
Sin embargo, no creía que fuera eso lo que le impedía conciliar el sueño. Lo cierto era que estaba acostumbrada, vivía en una de las zonas más calurosas de España y desde hacía semanas, cada noche resultaba igual de insoportable.
Entre nuevos suspiros, apoyó lentamente su cabeza sobre la almohada, apartando su media melena, castaña clara y ondulada, de su cara. Intentaba no pensar en todo lo que había ocurrido, en cómo su vida se había hecho añicos sin apenas darse cuenta. Sabía que de todos los problemas de su familia, lo menos importante era que no había conseguido aprobar el curso, pero saber que tendría que repetir, que no pasaría al siguiente curso como la mayoría de sus amigos, le cortaba la respiración. A nadie le importaba cómo se sentía, todos pensaban que era lo mejor. «Que se tome este verano con calma y que empiece de cero el curso que viene. Mucho mejor que matarse a estudiar este verano, conseguirá además más nota en primero de bachiller e irá más preparada a segundo.» Habían sentenciado los profesores y sus padres lo habían visto bien. Nadie le había echado en cara el resultado, ella era la única que parecía molesta con su fracaso.
Al final no habría castigo, incluso tras semanas de dudas, irían a la playa. Después de todo lo que había pasado durante el último año, sus padres no tenían claro que fuera ni apropiado ni correcto desplazarse a la costa ese verano. Lo habían hablado y discutido en varias ocasiones, posponiendo la decisión día tras día (lo que había producido que llegara julio y que, por primera vez, todavía siguieran en casa). Al final había sido su abuela quien había forzado la decisión, defendiendo que ellos no habían hecho nada malo, que una casa tan «hermosa» era una pena que quedara desaprovechada y que igualmente ya estaban en boca de todos. Su abuela le había dado a su padre la excusa que necesitaba para decidirse y, en cuestión de horas, lo habían preparado todo para el desplazamiento.
La casa que tenían en primera línea de playa se encontraba a menos de una hora de viaje y desde que se hicieron con ella, casi diez años atrás, habían pasado allí todos los veranos. Normalmente, Celia había vivido el traslado con ilusión, como una forma de escapar de la soledad con la que, al no tener hermanos, la envolvía el verano; pero ese año lo único que sentía era resignación. De hecho, en el fondo sabía que el nerviosismo que no le permitía dormir tenía mucho que ver con el malestar que ese cambio de planes le producía. Ese verano no quería ir a la playa, no se lo merecía. Quería pasarlo simplemente en casa, alejada de todo bullicio. Había incluso intentando persuadir a su padre, a lo que él había respondido con un simple: «No digas tonterías, te vendrá bien el cambio». No le había extrañado, sabía que aunque tuviera diecisiete años, poco contaba su opinión en cualquier asunto relacionado con su propia vida.
Fue al pensar en su familia cuando Celia no pudo más, se tiró de nuevo en su cama y en cuestión de segundos, las lágrimas inundaron sus ojos, cayendo a borbotones sobre sus mejillas. ¿Qué había hecho ella para merecer todo lo que le estaba pasando? No tenía la respuesta, nadie la tenía. Sus días se tambaleaban entre momentos aparentemente normales y momentos cargados de dolor, entre risas y llantos. Sentía que su familia se estaba desmoronando y no sabía muy bien qué podía hacer para volver a colocarlo todo en su sitio. Ni tan siquiera tenía claro si el daño no era ya algo irreparable.
Se agarró con fuerza a su almohada y dejó correr su frustración. Lloraba en completo silencio, luchando por contener una rabia y dolor que se apoderaba de ella con demasiada frecuencia. Pero debía tener cuidado, no quería que nadie la oyera, lo que menos deseaba era que su familia se preocupara por ella. Así que, como pudo, se fue tranquilizando, intentando volver a centrarse en dormirse. Para ello, vació su mente, intentando convencerse de que todo acabaría mejorando.
Lo deseaba con tanta fuerza, necesitaba sentir que ese sufrimiento empezaba a quedar atrás. Llevaba mucho tiempo anhelando ese giro en su vida que, tristemente, por alguna razón, se le resistía. Quizá por ello se acabó durmiendo algo más sosegada, pero con la intranquilidad de no confiar realmente en que su suerte estuviera a punto de cambiar.