Estaba dormido, totalmente inmerso en su sueño y, sin embargo, sabía que algo estaba rondando alrededor de su cabeza, corrompiendo su momento de descanso. La sensación acabó devolviéndole poco a poco la consciencia y, con cuidado, abrió ligeramente uno de sus ojos, con el que pudo ver la silueta de una pequeña mosca, acompañada de su característico zumbido, abalanzarse una y otra vez sobre él. La mosca, sintiéndose segura tras tanto tiempo campando a sus anchas, se posó sobre su pronunciada barriga y allí se quedó durante unos segundos, aprovechando para limpiarse sus pequeñas patitas. Sin dudarlo, se quedó lo más quieto que pudo, intentando que su cuerpo siguiera pareciendo una superficie inerte. Lentamente dirigió su mano hacia la pequeña mesa de cristal, que quedaba justo debajo del sofá en el que estaba acostado, y cogió el matamoscas de plástico que allí se encontraba. El golpe pilló al pequeño insecto totalmente desprevenido, haciéndolo caer vertiginosamente, sin vida, hacia el infinito suelo. Contento con su victoria, ni tan siquiera se molestó en recoger el cuerpo inerte del insecto que quedó tendido, a los pies del sofá.
Como era ya costumbre a esa hora, se encontraba acostado en su pequeño salón con todas las luces apagadas, ventanas cerradas y persianas prácticamente bajadas, disfrutando de una relajante siesta que a veces se prolongaba durante horas. Nunca antes había dormido a mediodía, o bien se lo había impedido su trabajo o su propia familia. Pero allí se encontraba totalmente solo y nadie controlaba realmente lo que hacía cada día, tan solo le exigían que una vez a la semana enviara por el ordenador todo el material que iba consiguiendo. Mucho le había costado aprender a utilizar ese trasto, pero ahora sentía que empezaba a manejarse en eso de la informática. No obstante, todavía sentía cómo el sudor se deslizaba por su frente cada vez que recordaba el día de la semana en el que tenía que cargar todas las fotografías y videos que había conseguido y enviarlos por correo electrónico.
Se incorporó ligeramente hasta quedar sentado sobre el sofá, solo llevaba puestos unos calzoncillos y, angustiado, descubrió como toda su espalda estaba totalmente empapada de sudor. Cogió una toalla que tenía a la mano, tirada sobre el suelo donde también descansaban varios zapatos, camisas y pantalones. Con ella empezó a secarse, especialmente el sudor que caía desde su cuello. Un pequeño ventilador, situado justo enfrente del sofá, abanicaba la estancia día y noche, aun así le resultaba muy difícil soportar las altas temperaturas que se repetían cada día.
Eran casi las cinco de la tarde, el momento de reemprender la marcha, así que, con cierta pereza, se levantó del sofá y, para orientar mejor sus pasos, subió las dos persianas de la habitación. De inmediato, la relajante oscuridad quedó rota por los resplandecientes rayos de sol que atravesaron la ventana. Al descubierto quedó el gran desorden que yacía en la habitación. Desorden que, a sus ojos, apenas era perceptible. Mientras que no recibiera ninguna visita, cosa poco probable, no veía necesario molestarse por tales menesteres.
Rápidamente se puso los pantalones y la camisa blanca de manga corta que había dejado colocada sobre una silla, como siempre había hecho su mujer para evitar que se arrugara. Antes de salir pasó por la cocina, donde un amargo olor empezaba a abrirse paso; muy a su pesar parecía que esa noche tendría que intentar desenredar todo el lío que allí se amontonaba. Apenas quedaba espacio en el fregadero para más platos, sartenes y cacerolas; es más, se atrevía a aventurar que debía de haber acabado ya con todos los utensilios disponibles en la casa.
Acostumbrado ya al olor de la cocina se dirigió al centro donde se encontraba una mesa blanca llena de bártulos y desde donde destacaba un impresionante bizcocho de chocolate; limpiando un cuchillo cortó un trozo y lo engulló de un solo mordisco. Sin poder evitarlo, la mesa se llenó de migajas que acompañaron a los restos de comida y latas de conservas abiertas que allí se encontraban. El bizcocho era casero y tenía que reconocer que estaba delicioso, como todas las semanas se lo había dado su vecina, una señora mayor, de casi 70 años, contra los que sus intentos por pasar desapercibido habían resultado totalmente inútiles. Desde el principio se había interesado por él y, a los pocos días de llegar, se había presentado en su casa con el primer bizcocho, una agradable sonrisa y una invitación a comer con ella y su esposo. Hasta el momento había conseguido evadir la comida familiar, en la que sin duda habría tenido que dar algún detalle sobre lo que hacía allí cada día, pero nada había podido hacer con los bizcochos, con los que seguía obsequiándole cada semana.
Con un amargo suspiro abandonó su vivienda y se adentró en el sofocante calor de la calle. Afortunadamente no había aparcado lejos y se sentía mejor al pensar que, una vez en el coche, podría encender el aire acondicionado. Allí tenía toda la información e instrucciones que le habían dado, así como su cámara y sus prismáticos. Su trabajo se había vuelto bastante más interesante desde la vuelta del padre, pues le resultaba mucho más cómodo seguirle a él que no, por ejemplo, a la pobre chiquilla. Aunque tras varias semanas, cualquier cosa se le empezaba a hacer cuesta arriba. Se sentía parte de una privacidad que no le pertenecía, lo que a menudo le hacía replantearse lo que estaba haciendo. Había incluso valorado seriamente en dejarlo todo, pero resignado había tenido que apartar tales pensamientos de su cabeza. Seguía necesitando el dinero.
Una vez dentro del coche, repasó lo que tenía pensado para esa tarde, en su opinión lo mejor sería acercarse a la casa y desde allí desplazarse a donde fuera más conveniente. Con esa idea en la mente puso su coche en marcha, un Peugeot 206 algo viejo de color azul eléctrico.
Ж Ж Ж
Se movían en silencio, sentados uno al lado del otro en los pocos asientos ocupados del autobús. El trayecto se estaba eternizando, no estaba muy lejos, pero la ruta contaba con un sinfín de paradas. Celia tenía su cabeza ligeramente apoyada sobre la ventana y, aunque físicamente se encontraba allí sentada, en realidad, estaba viajando al pasado, analizando y repasando en detalle todo lo que allí mismo había ocurrido muchos veranos atrás. Para su sorpresa y satisfacción, sabía mucho más de lo que jamás habría imaginado. Esa misma mañana había intentado visitar a su vecina Marisa, que gracias a su padre sabía que había sido una buena amiga de la mujer desaparecida. Pese a que había tocado al timbre de la casa con insistencia, no había obtenido respuesta. En ese instante se había sentido vencida por la desesperación, algo dentro de ella le había dicho que estaba perdiendo su tiempo, dirigiendo sus esfuerzos hacia ninguna parte. Y, de repente, Víctor le había devuelto la fuerza e ilusión que necesitaba para continuar investigando.
Lo miró de reojo. Sus ojos estaban clavados hacia delante y sentía su expresión lejana, perdida también en su propio mundo. Se preguntó qué podría estar recorriendo su cabeza en ese preciso instante. Había descubierto que Víctor, discreto y afable por naturaleza, también tenía sus propios secretos. Durante la comida había protagonizado un momento tenso con su madre, discutiendo con ella sobre su futuro, concretamente sobre el sitio donde debía empezar sus estudios universitarios una vez acabara el verano.
—No me habías dicho nada de que querías estudiar aquí —le reprochó Celia, volviéndose ligeramente en su asiento hacia él.
—Se me había pasado decírtelo —respondió Víctor, regresando con sus palabras a la realidad del autobús—. En Cartagena, aquí al lado, la facultad de ingeniería industrial es de las mejores de España.
—Tu madre está totalmente en contra, de eso no hay duda —afirmó Celia, recordando su terrible reacción durante la comida—. Pero si es lo que tú quieres…
—Siempre he hecho todo lo que ha dicho mi madre. —Sus palabras la cortaron, pero no le importó, permaneció en silencio escuchando la pequeña confesión de su amigo—. Por absurdo que fuera lo que me pedía, siempre le he hecho caso. Pero, Celia, no creo que estudiar aquí sea algo disparatado. Es un buen campus, me encanta la zona, siempre he veraneado aquí y me he sentido como en casa. Adoro a la gente de aquí, su sol y sus calles. Y, ¿sabes qué?, puede que mi madre, con sus tremendistas teorías, tenga razón. Puede que el futuro que nos espera sea totalmente incierto, que acabemos teniendo que buscar trabajo fuera de España. Pero eso me hace tener más claro que es aquí donde quiero estudiar, disfrutar de esta tierra mientras me esfuerzo por aprender y ser un buen profesional. Ya es hora de dejar un poco atrás el control de mi madre. Y… Creo que me merezco pasar unos años aquí, para mí es casi un sueño.
—Lo tienes totalmente decidido, ¿verdad?
—Como te decía, es un sueño y los sueños hay que tomárselos muy en serio —respondió Víctor con una gran sonrisa. Mostrando una confianza y madurez que ponía en relieve el increíble adulto en el que se estaba convirtiendo.
—Me encantaría tenerlo todo tan claro como tú. Es lo único positivo que le encuentro a repetir, todavía no tengo que tomar la decisión —confesó Celia, a la que su presente la tenía tan preocupada que apenas dedicaba tiempo a pensar en el futuro—. Pero no me queda mucho para acabar el instituto y no sé ni qué me gustaría estudiar.
—Bueno, tienes que verlo de esta forma —le dijo Víctor mirándola fijamente a los ojos—. Aún te queda todo ese tiempo para decidirte.
Celia no pudo evitar reír y mirar hacia abajo, divertida por la perspicacia de su amigo. Tenía toda la razón, simplemente debía relajarse e intentar descubrir, a lo largo del próximo curso, a qué era a lo que realmente quería dedicar el resto de su vida.
En ese momento, el autobús se detuvo en una nueva parada. Era la suya, así que se levantaron, se acercaron a la puerta y saltaron casi al unísono hacia el asfalto, emocionados de haber llegado, por fin, a su destino.
Víctor sacó su móvil para repasar la dirección y conectar el GPS que les llevaría hasta la casa donde vivía aquella mujer. La conexión no era del todo buena, pero, pese a ello, no les resultó complicado dar con el edificio que situado frente a la playa formaba parte de una pequeña urbanización que contaba incluso con piscina propia. La puerta del edificio estaba abierta, por lo que consiguieron entrar sin problema. Despacio, sintiendo sus corazones cada vez más acelerados, subieron las escaleras hasta llegar a la segunda planta y luego hasta situarse justo enfrente de la puerta de la casa que estaban buscando.
Se intercambiaron varias miradas, sin atreverse a mediar palabra. Tras unos momentos de indecisión, Víctor se atrevió a tocar el timbre. No hubo respuesta alguna desde el interior de la casa. El corazón de Celia se aceleró descontrolado, miró a su amigo con angustia, se negaba a resignarse a otro nuevo fracaso. Estiró su mano para tocar de nuevo al timbre, pero el movimiento de la puerta la detuvo en seco.
Ante ella apareció el rostro de una demacrada mujer, bajita, regordeta y con el pelo canoso. Algo en sus facciones le decía que debía haber sido hermosa, pero ahora ya nada quedaba en ella que no estuviera marcado por el paso de los años. No era posible decir qué edad podría tener, quizá no tenía más de cincuenta años, pero su aspecto no reflejaba menos de sesenta.
—Buenas tardes —empezó a decir Víctor con bastante confianza—. Perdone que la molestemos, ¿es usted prima de Alberto Puigcerver?
La pregunta la cogió totalmente por sorpresa, como si se tratara de un nombre que hubiera olvidado y que de repente se sintiera obligada a recordar.
—Sí, lo soy —comentó sin añadir nada más, como esperando una explicación sobre la extraña visita y la inesperada pregunta. En ese momento Celia se dio cuenta de que no habían hablado nada sobre lo que le dirían o sobre cómo explicarían su presencia, de que no tenían ningún plan. ¡Qué estúpidos habían sido! Pensó lo más rápido que pudo y decidió tomar la iniciativa para evitar que Víctor, inintencionadamente, pudiera decir algo que los comprometiera.
—Buenas —dijo Celia con una dulce sonrisa—. Es usted Mónica, ¿verdad? Qué alegría que la hayamos encontrado, nos queríamos poner en contacto con usted porque ahora vivimos en la casa que su primo y su mujer tenían al principio de La Manga. La cosa es que hemos encontrado varias pertenencias de ella, Macarena creo que se llamaba. Nos encantaría poder devolvérselo todo.
Con las palabras de Celia, el semblante de la mujer no sufrió cambio alguno. Seguía serio y distante.
—Siento mucho no poder ayudaros, nunca he tenido casi relación con mi primo y, mucho menos, con su esposa. No sabría cómo contactar con ellos.
—¿Tampoco su marido? —preguntó Víctor, intentando no decir nada que contrariara el pequeño juego iniciado por Celia.
—Mi marido y yo llevamos ya casi diez años divorciados —contestó, algo molesta por la pregunta—. Pero él tampoco los conocía, apenas coincidimos con ellos un par de veces. Siento mucho no poder ayudaros.
Y sin más explicaciones cerró la puerta; dejándolos allí plantados, a medio preguntar y sin más opción que hacerse a la idea de que la visita había resultado inútil. Regresaron en silencio, sumidos cada uno en sus cavilaciones. En nada contradecía lo que aquella mujer les acababa de decir a lo que recogía el informe policial, donde declaró que, pese a que había coincidido en varias ocasiones con el matrimonio, no existía apenas relación entre ellos. Sin embargo, tanto Víctor como ella confiaban en que la mujer les acabaría dando detalles sobre cómo vivió todo lo ocurrido. En cambio, solo habían recibido un trato esquivo y reticente.
La vuelta se les hizo mucho más rápida que el viaje de ida y, en no mucho tiempo, se encontraron bajando del autobús y alejándose en direcciones opuestas hacia sus casas. Ya se encontraban a varios metros de distancia, cuando Víctor se giró y comenzó a llamarla a gritos.
—¡Celia! ¿Sabes lo que no termina de encajar? —En ese momento Celia también se giró hacia él y centró su atención en su amigo—. Ella sabía que la mujer desapareció; no hay duda de ello, pues fue interrogada por la policía; sin embargo, no ha mencionado nada. No sabía que nosotros sabíamos ese detalle y no ha querido decirnos nada. Se lo ha callado. Quizá puede haberse guardado más cosas.
Terminada su frase reemprendió su camino, alejándose de Celia, que escuchaba con atención desde el otro lado de la calle. Su cabello y vestido se movían con fuerza hacia él, empujados por el susurrante viento. Víctor tenía razón, aquella mujer había evitado mencionar la misteriosa desaparición. Pero había algo más, les había dicho que llevaba casi diez años divorciada, justo el tiempo que Macarena llevaba desaparecida.
Repasando las últimas palabras de su amigo, también ella, lentamente, empezó a caminar hacia su casa.
Ж Ж Ж
Al llegar, Celia descubrió su hogar a oscuras y sin aparente movimiento. Justo al lado de la puerta del jardín, alguien había dejado una gran bolsa de basura. Sabía que aquella bolsa la estaba esperando, así que, tras comprobar que eran más de las 9 de la noche, la cogió y, con cuidado de no mancharse, se dirigió hacia los contenedores de basura que quedaban al final de la calle.
Levantó la bolsa casi sin tocarla y la dejó caer dentro del gran contenedor verde oscuro. Se frotó las manos, que pese a que no se habían manchado notaba muy sucias. Estaba deseando llegar a casa y lavárselas como era debido. Mientras regresaba, caminó despacio, suspirando ligeramente, invadida por una fragilidad que no sabía muy bien de dónde provenía. Se paró por un momento en el punto donde un par de días atrás le había parecido ver, medio escondida, a su vecina. Un pequeño hueco entre los cipreses que quedaba justo detrás de varios coches aparcados en hilera. Lo miró dubitativa, la verdad era que ya no tenía claro lo que había visto, no estaba segura de nada.
Se acercó un poco más y comenzó a examinar la zona, moviendo sus ojos de un lado a otro, intentando descubrir algo que le confirmara que su vecina había estado allí. Pero, como era de esperar, allí no parecía haber nada. Su gran concentración se rompió por un repentino movimiento entre las ramas. Sobresaltada, contuvo la respiración a la espera de que se repitiera lo que acababa de ver. Pero nada cambió a su alrededor. Sin apenas pensar, se agachó ligeramente y se adentró en el hueco que quedaba entre los cipreses desde donde comenzó a remover las ramas. No veía nada. Desconsolada, sintiendo que de nuevo había sido traicionada por los nervios empezó a dar marcha atrás, hacia la salida. En ese momento escuchó el suave y delicado sonido de un cercano maullido.
Parecía que había un gato escondido allí dentro. Se agachó totalmente y cruzó todo el hueco entre los cipreses, al final ante ella apareció un precioso gato blanco con un delicado collar rosa que jugaba entre las hojas. Lo cogió con cuidado y como pudo salió de aquel sitio. No tardó mucho en reconocer el gato que tenía entre sus manos: se trataba del gato de su amiga Ana. Por su mente pasaron varias ideas de las que no se sentía orgullosa, desde tirarlo a la playa hasta regalárselo a la primera niña que encontrara por el camino; aunque no podía evitar que esas ideas dibujaran una sonrisa en su rostro, sabía que solo podía hacer una cosa. Un poco a regañadientes, encaminó sus pasos hacia la vivienda de su amiga con la intención de devolverle su pequeña mascota.
Entretenida con el gato no se percató de la presencia de un hombre en la puerta de Ana hasta que lo tuvo totalmente frente a ella. Para su sorpresa, estaba golpeando con furia la puerta sin dejar, ni por un solo instante, de tocar al timbre.
La presencia de Celia lo frenó de inmediato y acabó con su raro comportamiento. En cuestión de segundos pasó de llamar como un loco a tocar al timbre con normalidad. No tenía claro de quién podría tratarse, pero aquel hombre le resultaba extrañamente familiar.
—Hola —le dijo al verla frente a él—. Creo que no hay nadie en casa.
Y con esas palabras se montó en su coche, aparcado justo a la entrada de la casa, y se marchó, sin dar a Celia la oportunidad de decirle nada, claramente avergonzado de su comportamiento.
Desorientada tras el sorprendente encuentro, Celia empezó a caminar de vuelta a casa. Sin tener muy claro qué iba a hacer ahora con aquel gato.
—Celia espera —le dijo una mujer que acababa de salir de la casa de Ana—. Dios mío, ¡cuánto tiempo sin verte!
Jamás había visto antes a aquella mujer, aparentaba ser algo menor que su madre, y si ella era bella, mucho más que la mayoría de las madres, no lo era menos la mujer que tenía delante. En su rostro destacaban sus marcados pómulos, sus pequeños ojos azules y su delicado cabello rubio. No pudo evitar quedarse ligeramente embobada contemplándola, su pelo parecía recién salido de la peluquería y tenía una clase a la hora de vestir que solo algunas personas poseen. Esa habilidad que les hace ir bien con cualquier cosa que se ponen.
Había algo que corrompía el rostro de la madre de Ana, su aspecto transmitía también una cierta sensación de desesperación. No sabía si aquel hombre al que había evitado abrir a toda costa, tendría algo que ver.
—Hola, solo venía a traer el gato. Lo he encontrado en la calle —dijo Celia, tragando saliva, sorprendida de que aquella mujer se comportara como si la conociera.
—Muchas gracias, no me había dado cuenta de que se había vuelto a escapar —contestó, mientras cogía a la gatita, que parecía contenta de volver a sentirse en casa—. Gracias, vuelve cuando quieras a tomar algo con Ana y, por favor, da recuerdos en tu casa.
Con esas tiernas palabras cerró la puerta y Celia comenzó a moverse hacia su casa. No entendía muy bien la escena que acababa de presenciar, siempre había pensado que Ana tenía una familia maravillosa, feliz y adinerada. Su casa era la más grande de toda la calle y la que más comentarios atraía desde la playa. Por todo ello, siempre había dado por sentado que la vida de su amiga debía de ser perfecta.
Entró en su casa y cerró la puerta con fuerza tras de sí, ante ella todo parecía estar tal como lo había dejado, completamente cerrado y a oscuras. El inexistente movimiento en la planta de abajo le decía que ni su abuela ni su padre habían regresado, pero con un poco de suerte, su madre se encontraría en su habitación. Necesitaba hablar con ella, preguntarle, por ejemplo, si había sido ella quien la noche anterior había quitado todos los cuadros de las paredes del salón. También podría aprovechar para comentarle lo que había presenciado en casa de Ana, quizá ella supiera algo.
Sin perder tiempo, subió rápidamente las escaleras, sin molestarse en encender la luz y acabar con la gran oscuridad que lo invadía todo. Una vez arriba, entró en la habitación de su madre, esperando encontrarse con ella en su interior. Pero solo el frío que se colaba por las ventanas del balcón, abiertas de par en par, acompañaba a la oscuridad que allí se concentraba. Lamentablemente su madre no estaba allí para despejar todas sus dudas. Resignada se dirigió hacia el pasillo, para conforme iba acercándose ir tomando consciencia de que estaba completamente equivocada. No se encontraba sola en la casa.
—No me puedo creer que me hayas hecho esto Celia, ¡no me lo puedo creer! —gritó su madre entre sollozos desde el pasillo, se movía torpemente, muy nerviosa—. Después del año que hemos pasado, de todo lo que hemos sufrido juntas. Me suplicaste que no se lo dijera a nadie, que podía confiar en ti y ahora… ¿Ahora sales con estas?
Celia, al inicio del pasillo, se quedó muda, sin saber qué decir o qué hacer, sin entender muy bien lo que estaba sucediendo; su madre se paseaba ante ella totalmente ida y fuera de sí, envuelta en interminables lágrimas.
—Mamá, ¿qué pasa? No sé a qué te refieres —contestó Celia, intentando como podía contener las lágrimas.
—Sabes muy bien a lo que me refiero Celia. —Una vez dijo esas palabras, la cogió de la mano y la llevó hasta el cuarto de baño, donde se quedó expectante a la entrada, como si esperara que Celia entendiera lo ocurrido al instante. Con cautela, invadida por el miedo, entró en el aseo. A su derecha quedaba la ducha donde nada raro observó, siguió hacia delante dirigiéndose al lavabo, donde todo lucía también en orden. Torció a la derecha y miró hacia el retrete y fue en ese instante cuando lo entendió todo. Alguien parecía haber olvidado tirar de la cadena, alguien que sin duda había estado vomitando sobre él. Salió a toda prisa del aseo y se acercó a su madre, cogiéndole las manos con fuerza.
—Te prometo que no he sido yo —empezó a decir entre unas lágrimas que ya no era capaz de contener—. Te prometo que yo no he tenido nada que ver, te lo juro.
—¿Quién va a ser Celia? ¿Quién va a ser? —gritó con fuerza su madre. En ese momento se dejó caer lentamente hacia el suelo, deslizando su espalda suavemente por la pared—. ¿Quién va a ser? No sé qué pretendes, tú eres lo único que tengo en la vida, ¿qué quieres, que sienta que también he fracasado contigo? ¿Qué estoy perdiendo lo único que me mantiene con vida?
—No he sido yo, mamá, no he sido yo.
Pero su madre ya no la escuchaba, solo lloraba y se compadecía en medio del oscuro pasillo, en una casa que debería estar llena de vida y en la que solo reconocía tristeza y dolor. Entre suspiros, Celia se puso en pie y casi arrastrándose dejó a su madre allí tirada sobre el suelo. No podía seguir viéndola así. Entró en su habitación y se dejó caer sobre su cama. Ahí tumbada, boca abajo, dejó salir todo el tormento que tenía dentro. Se sentía culpable de todo.
Pero su madre no tardó en seguirla a su habitación y, conteniendo sus lágrimas, se acostó a su lado. Abrazándola y besándola con cariño, atrayéndola hacia ella con toda su fuerza.
—Ya está Celia, ya está. Te creo, si tú dices que no has sido tú, me lo creo. Pero, por favor, no me mientas nunca. No nos engañes a ninguna de las dos.