Capítulo 11

La realidad ilusoria

La noticia de los dos sucesos me llegó con un intervalo de tiempo muy corto. La primera, apenas una hora después de regresar a casa, el día en que Daniel me dejó sus notas; la segunda, dos días más tarde. Ambas alteraron mi ánimo, e impidieron que me concentrara durante algún tiempo en el trabajo que quería llevar a cabo.

Creo que mencioné al iniciar este relato que entre mis pacientes se encontraba una joven muy problemática, de nombre Alina, con la que había decidido trabajar las técnicas de regresión. Bien. Alina, después de dos o tres sesiones decidió suspenderlas, y no supe nada de ella hasta bastantes meses después, en que regresó de nuevo a mi consulta. Era una muchacha joven e inteligente, pero había en su pasado un cúmulo de acontecimientos que ensombrecían su vida— Yo me estaba tomando mucho interés en su caso porque, salvando notorias diferencias, me recordaba a Daniel. Posiblemente, porque a ambos los había conocido en la misma época. Últimamente había empezado a albergar muchas esperanzas sobre la situación de mi joven paciente. Pero esa noche de octubre, tuve una llamada telefónica de la policía en la que me informaban que Alina Duarte había sufrido, esa misma tarde, un accidente de tráfico, poco claro, que le produjo la muerte. Como habían encontrado en su agenda mi teléfono, solicitaban mi ayuda para dilucidar ciertos puntos.

La muerte de Alina, además de afectarme sensiblemente, me obligó a ocuparme de una serie de asuntos de tipo legal, ya que la muchacha vivía prácticamente sola, y durante los días inmediatos no fue posible ponerse en contacto con sus familiares que residían, como supe más tarde, en el extranjero.

Nunca llegué a saber si aquella muerte fue o no voluntaria. La declaración del conductor del autobús que la atropello, y las de otros testigos presenciales se contradecían tan abiertamente que no había manera de establecer una evidencia del hecho. Pero recuerdo que en el momento de reconocer su cadáver, tuve la sensación de que la corta vida de aquella muchacha había estado marcada por una profunda injusticia.

La segunda noticia se refería a mi buena amiga Eva. Excepto algunas llamadas telefónicas, no nos habíamos visto desde su viaje a París y su posterior estancia en Viena. Y a pesar de que a ambos nos hubiera complacido charlar de forma más personal y prolongada, parecía que nunca encontrábamos ocasión para ello.

La oportunidad, sin embargo, se presentó de forma inesperada. Eva tuvo que operarse urgentemente de una grave complicación abdominal, y cuando superó el postoperatorio me llamó a casa. Todas las tardes, mientras permaneció en el sanatorio, fui a visitarla. Así, la entrevista que se había demorado por ambas partes, se realizó con creces.

Pero estas inesperadas contingencias alteraron durante más días de los previstos mi actividad normal. Así que la lectura detenida del «diario» de Daniel, y las visitas a la finca, tuvieron que dejarse para mejor ocasión. Finalmente, Eva fue dada de alta, y yo me ofrecí para llevarla a casa. El día en que la recogí en el sanatorio la encontré tan animado que no parecía, posible que su vida hubiera pendido de un hilo no hacía mucho. Viéndola ahora tan alegre, y hasta bromista, me acordé de lo que un día le había dicho el Amigo a Daniel sobre la impermanencia de las emociones humanas: «El problema del hombre es que se engaña creyendo que su cuerpo y su mente son una realidad, algo absoluto; y por eso, procura obrar de acuerdo con esa realidad. Si considera que esa realidad está amenazada, siente pánico; si, por el contrario, la ve protegida, se siente seguro. Sin embargo, esa realidad no es tal, sino una ilusión que posee una condición mudable y efímera. Pero como el ser humano se ciñe a ese falso concepto, siempre está cabalgando sobre un corcel indómito, que le lleva a donde quiere; tan pronto le hace atravesar un pequeño valle luminoso, como incesantes bosques de sombras temibles».

En todo caso, yo me alegré de que ese día Eva estuviese cruzando su pequeño valle Iluminado.

—Es una verdadera suerte tener amigos como tú —me dijo al abandonar la habitación del hospital.

—Bueno, supongo que no es cuestión de suerte. Algo hará uno para que sea así —comenté, recogiendo su breve equipaje.

—Seguramente. Pero, en cualquier caso, es magnifico tenerlos —afirmó, mirándome fijamente.

Supuse que se había sentido muy sola en aquel cuarto.

—Ven, salgamos de aquí —dijo, recuperando parte de su vivo temperamento.

Visité a Eva en su casa dos o tres veces más. En una de ellas, y después de hablar extensamente del trabajo que estaba haciendo sobre las religiones, me preguntó por Daniel.

—¿Le sigues viendo?

—Sí, por supuesto. Aunque últimamente no sé mucho.

—Bueno, creo que yo he tenido algo que ver en eso. Pero,

dime ¿continúa teniendo aquellas maravillosas visitas?

Le dije que así era.

—Supongo que no habrás tenido ocasión de estar presente

en ninguna de ellas.

—No. No ha sido posible, y lo siento.

—A lo mejor, más adelante...

—No, no lo creo. Ya hablamos sobre eso tú y yo, ¿recuerdas?

—Claro que me acuerdo. Pero supuse que quizá las cosas habían cambiado.

—Pues no, nada se ha modificado en ese aspecto. El Amigo, al parecer, no desea espectadores.

—¿El Amigo?

—Sí, así es como él le llama. Me parece un nombre acertado.

—En cualquier caso es algo muy interesante lo que le pasa a ese chico. ¿Puedo preguntarte si has llegado a alguna conclusión?

—Bueno, hay una serie de cosas que me están resultando muy válidas. Pero creo que la más importante es el efecto que estoy observando en Daniel. En estos últimos meses ha dado un cambio sustancial. Te confieso que muchas veces me siento avergonzado a su lado.

—¿Avergonzado?

—Sí. Verás, no me resulta muy fácil explicártelo. Me parece como si todo lo que he aprendido a lo largo de mi vida no fuera más que letra muerta, teorías para explicar en una charla trivial. Nada vivo, nada que sirva para transformarte. Me paso el tiempo tratando de buscar un significado para la

vida de los demás, y ahora me doy cuenta de que el único que carece de ese significado soy yo, ¿comprendes? Eso es lo que siento cuando oigo hablar a este chico. Ha conseguido integrar lo milagroso en su mundo, como si fuera lo más natural. Habla del Amigo como si ese ser arcano fuese uno de sus compañeros de instituto. Lo respeta, por supuesto. Y su respeto y su admiración nada tienen que ver con las fórmulas convencionales a las que estamos acostumbrados, por ejemplo, tú y yo.

—Bueno, yo no diría que seas un tipo muy convencional.

—Sí, sí que lo soy. Lo que pasa es que trato de romper los moldes que me inculcaron. Pero cuando oigo a Daniel hablar de ciertas cosas, él, un muchacho que nació anteayer, como si dijéramos, me siento un ignorante, un ignorante pretencioso. Como aquel ciego que conducía a otros ciegos por una senda peligrosa. Perdona. Menuda perorata te he lanzado.

—Nada de eso —dijo ella, levantándose—. ¿Quieres que prepare un café? Hace siglos que no lo tomo. Estoy cansada de infusiones saludables.

—Sí. Un café estará muy bien.

La acompañé a la cocina. El apartamento de Eva está en uno de los últimos pisos de una de esas torres que no enriquecen demasiado la perspectiva urbana, pero desde cuya reducida cocina se puede apreciar una espléndida vista de la ciudad, que llega hasta la sierra. Me quedé contemplando el paisaje de tejados y las manchas verdes de los parques, mientras ella buscaba unas tazas.

—No está mal la ciudad a vista de pájaro, ¿verdad? —comentó.

—Es una vista espléndida. Supongo que ya estarás acostumbrada.

—No creas. Siempre encuentro algo nuevo en ella.

Pasamos al saloncito y nos servimos café, en medio de un silencio que pretendía enlazar con la conversación de un momento antes.

—¿Y sabes si esas visitas del... del Amigo van a durar mucho?

—No tengo la menor idea. Daniel no suele hablar de los detalles personales; por lo general se refiere únicamente a los temas que tocan.

—¿Y son interesantes esos temas?

—Yo diría que sí. Incluso que son esenciales.

—Pero ¿tú crees que un chico de esa edad está preparado para entender temas profundos?

No pude evitar mirarla con ternura. Por un momento Eva se había pasado al bando de los escépticos. Un bando que, paradójicamente, siempre habíamos detestado los dos.

—Yo creo que cualquiera está preparado para escuchar lo que sea, si se le explica adecuadamente.

Movió la cabeza como arrepintiéndose de su pregunta.

—Tienes razón. He dicho una tontería.

—Bueno, es la forma que tenemos de pensar los adultos, ¿no?

—Sí, pero en nuestro caso deberíamos evitar esos tópicos. ¿Quién está más capacitado para entender que un niño?

—Eso pienso yo. Además en el caso de Daniel se dan unas circunstancias bastante especiales. Es un muchacho que también ha conocido el sufrimiento; y eso siempre abre muchas puertas.

—No tengo la menor duda de ello —afirmó.

Su rostro se ensombreció por un momento. Pero, inmediatamente, volvió a recuperar su talante animoso. Me preguntó si quería más café, y nos servimos otra taza.

—Hay algo que quisiera comentarte, Pablo —dijo, arrellanándose en su pequeña butaca y dando a su voz un tono confidencial—. Desde que me hablaste de las extrañas visitas de ese personaje, del Amigo como vosotros le llamáis, he pensado con frecuencia en él, recordando un hecho que me sucedió durante mi viaje a la India. Verás. Yo me encontraba en Cachemira, y un día decidí visitar un templo que hay cerca de Srinagar. Es un templo al que acuden muchos adoradores del dios Shiva, porque posee un lingam muy famoso. Tú ya sabes que los motivos que me impulsaron a viajar a la India fueron exclusivamente profesionales, y que se relacionaban con la obra que estoy concluyendo sobre religiones comparadas. Así que, como puedes suponer, durante mi estancia allí había tenido ocasión de visitar decenas de templos y de santuarios; y, para entonces, a punto de regresar a España, no estaba muy animada a conocer otro templo más, por muy popular que fuera.

—Pero aquella mañana, cuando me desperté en mi cama del hotel de Srinagar —siguió diciendo Eva— sentí el impulso irresistible de visitar aquel templo. No tenía ninguna razón para hacerlo; ni siquiera el acicate de la curiosidad. Se trataba de un simple impulso irrazonado, pero tan intenso que no me cuestioné ni por un momento retrasar la visita. Abandoné el hotel antes de que saliera el sol y me puse a caminar deprisa, como si algo muy importante, pero de lo que no tenía la menor idea, me estuviera aguardando. Tuve suerte, porque al llegar al templo, en lo alto de una colina desde la que se divisa la ciudad y el lago, comprobé que allí no había nadie. Entré, y me puse a recorrer las dependencias. Me sentía agitada, como si algo importante estuviera a punto de suceder. De repente, en un rincón, distinguí un bulto que parecía surgir del suelo. Al acercarme comprobé que se trataba de alguien que se hallaba meditando sentado en la posición del loto. Con frecuencia me he sentido fascinada por la serenidad que se desprende de estos meditadores. El tiempo se ha detenido para ellos, y una paz inefable envuelve sus cuerpos inmóviles. Se diría que nada puede afectarles, anclados en su mundo inaccesible. Los he visto en Oriente y en Occidente, hombres y mujeres, y en los sitios más dispares, pero nunca me sentí tan impresionada como en ese momento.

Eva calló unos instantes, como replegándose en su recuerdo, pero inmediatamente prosiguió.

—Era un sujeto cuyo rostro, Iluminado por los primeros rayos del sol que se filtraban por un estrecho ventanuco cercano al techo, mostraba una belleza indefinible. Sus facciones eran armónicas, de una suavidad no exenta de firmeza, pero que no se decantaban por uno u otro sexo. Era tan sólo, y nada menos, que el rostro perfecto de un ser humano. No sé por qué supuse que debía llevar allí toda la noche meditando. Me alejé de él unos metros, refugiándome en una zona oscura para no molestarle con mi presencia, aunque sabía que en su estado nada podría molestarle. Pero no era capaz de marcharme de allí, de abandonar aquel ser, que ejercía sobre mí una atracción imperiosa.

—No podría decir cuánto tiempo permanecí sentada en el suelo, con la espalda apoyada en la fría pared, y los ojos clavados en aquella figura que seguía inmutable y ausente. Finalmente, me pareció que abría los ojos, y me miraba. Aunque yo estaba sentada a una respetable distancia de él, y el lugar se encontraba envuelto en penumbra, creí distinguir una sonrisa en su rostro, una sonrisa de aceptación, una especie de bienvenida que me dirigía sin palabras. No pude por menos de acercarme y sentarme en el suelo cerca de él. Así estuvimos los dos, sin pronunciar una sola palabra durante un rato que debió ser bastante largo, pero que me pareció cortísimo.

Eva volvió a hacer un alto en su narración.

—No sé si te estoy cansando con todo esto. Hasta ahora no me había atrevido a contárselo a nadie. Es un poco personal, ¿sabes? Pero me alegro de que tú lo sepas.

Le di las gracias, y le aseguré que su relato me interesaba más de lo que podía suponer.

—Bueno, pues entonces continúo —dijo, como hablando para sí—. En un determinado momento el rostro de aquel hombre empezó a borrarse, como si sus rasgos se difumina— ran poco a poco, terminando por desaparecer. Pensé que, de golpe, tenía problemas en la vista; seguramente como consecuencia del cansancio acumulado en los últimos días, o algo así. Pero inmediatamente me invadió la certeza de que no era eso, de que aquel fenómeno no me estaba ocurriendo a mí; de que se trataba de otra cosa muy diferente. Yo sabía que muchos yoguis y shadhus tienen poderes paranormales; y de hecho había presenciado en ese viaje un buen número de fenómenos inexplicables. Pero a la mayoría no les había concedido gran importancia, porque es cierto que abundan las tretas de embaucadores. Sin embargo, en esta ocasión era algo muy distinto. Estaba convencida de que era algo muy distinto. Poco a poco, se fue recomponiendo el rostro de aquel hombre. Pero ahora ya no era el mismo de antes, sino el de una persona a la que quise mucho y de la que nunca te hablé. Me quedé de piedra; era su rostro, tal como yo lo había conocido años atrás, justo en la época en que tuvo su mortal accidente. Le vi con la misma nitidez con que te estoy viendo ahora. A punto estaba de decirle algo, cuando de nuevo se desvanecieron aquellos rasgos que tanto había querido y quedaron sustituidos por los de mi padre, y después por los de mi madre, y seguidamente por una serie de personas, hombres y mujeres, que han tenido mucho que ver en mi vida. Era algo fascinante. Una galena de rostros conocidos que cobraban vida plena ante mis ojos, con una nitidez pasmosa. Finalmente, se fue disolviendo el último rostro, el de una sobrina mía que ahora vive en Canadá, y a la que siempre tuve un gran afecto, y volvió a surgir el rostro original, el de aquel hombre que yo había visto al entrar en el templo. Me di cuenta entonces de que no había cambiado en absoluto su postura; que seguía igual que cuando lo vi por primera vez; que nunca me había sonreído, ni me había invitado a acercarme. Seguía tan inmóvil y lejano como al principio, inmerso en su mundo. En un mundo al que yo no tenía acceso. Me quedé allí unos instantes todavía; después me levanté y abandoné el templo.

Eva calló y se quedó mirándome fijamente.

—Sorprendente —fue todo lo que se me ocurrió comentar.

—Sí, muy sorprendente. Porque además te diré que aquellos rostros me estuvieron hablando en silencio. En unos segundos me trasmitieron mentalmente cosas que les hubiera llevado mucho tiempo expresar con palabras. He querido contártelo porque estos días he vuelto a pensar en todo eso, y no he podido evitar la comparación entre lo que me sucedió entonces y las visitas que hace el Amigo a Daniel.

Me quedé reflexionando sobre lo que acababa de oír.

—Quizá tengas razón —dije más tarde—. Estoy convencido de que nuestro mundo lógico es demasiado reducido.

De que sólo conocemos una parte muy pequeña de cuanto nos rodea.

Seguimos hablando durante un buen rato. Antes de dejarla, prometí que le informaría si surgía alguna novedad referente a Daniel.