Capítulo 3
Yo todavía no lograba asimilar lo que me había dicho Daniel sobre el Amigo. Analizando fríamente la situación sólo se podía pensar que su relato no era más que el fruto de la imaginación de un muchacho singular, poseedor de una mente presta a todo tipo de alucinaciones. Esto era lo normal, lo lógico, lo que diría cualquier observador con un mínimo de cordura. Sin embargo...
Sin embargo, cuanto más repasaba nuestra conversación y trataba de reconstruir la conducta de Daniel, mientras me hizo depositario de «su secreto», más se afianzaba en mí la idea de que aquella historia podía tener algo de verdad. Había tal congruencia en la exposición de los hechos, habían sido tan serenas y ponderadas sus palabras —impropias, incluso, de un muchacho de su edad— que todo aquello no manifestaba la menor señal de una alucinación y, mucho menos, de una maraña de embustes. No lograba imaginar a Daniel engañándome tan concienzudamente. De todos modos no quería dejarme llevar por unos sentimientos que, lejos de ayudar al chico, podrían ser motivo, en última instancia, de imprevisibles consecuencias.
La situación era tan inaudita y, al mismo tiempo, tan atractiva para una persona como yo, que decidí reducir el número de mis consultas, para disponer de más tiempo libre, y poder trabajar en aquella experiencia que el destino me brindaba.
Para empezar, terna que informar a Juan Gaya de cómo marchaban las cosas. Hasta el momento me había limitado a ir dando largas al asunto, pero ya no se podía mantener ese estado de cosas. Al mismo tiempo, tenía muy claro que no podía traicionar la confianza que Daniel había depositado en mí. No era una situación cómoda, y su posible resolución me tenía un poco inquieto. Pero lo que más me urgía era comprobar que el relato hecho por Daniel de sus encuentros con el enigmático Amigo era verdad.
Decidí hablar cuanto antes con Juan. Trataría de tranquilizarle con respecto a su sobrino y, al mismo tiempo, intentaría conseguir alguna información que yo consideraba imprescindible.
En mi siguiente visita, y desde el primer momento, fui directo al asunto.
—Verás, Juan, creo que las cosas marchan por buen camino —le dije—. He logrado romper el aislamiento de Daniel, y tengo motivos para pensar que en este tiempo se han establecido ciertos lazos de camaradería entre él y yo. Pero esto es sólo el principio, claro. Como ya me dijiste, el chico es una persona muy especial y debo ir despacio.
Mis palabras consiguieron tranquilizarle, lo cual me permitía hacer alguna indagación sobre lo que quería saber. Le pregunté si había observado en alguna ocasión que a Daniel le gustase fabular, deformar o malinterpretar los hechos, cosa habitual en chicos de su edad.
—Me advertiste que es bastante soñador —apunté.
—Yo diría que sí, pero eso nada tiene que ver con lo que sugieres. Daniel es muy serio, muy sincero. Incluso creo que jamás me ha mentido —aclaró.
Ante una contestación tan rotunda traté de indagar otro punto que me interesaba tanto o más que el anterior.
—¿Está tomando algún medicamento? Me miró, sin saber muy bien a qué venía aquello.
—No, ninguno, ¿por qué lo preguntas? Traté de disimular de la mejor manera.
—Bueno, pensé que tal vez esa conducta suya que tanto nos preocupa, fuera debida al efecto secundario de alguna medicina. Ya sabes que, a veces, se producen cosas así. Se quedó pensativo un momento.
—Pues no. Daniel es muy sano. Es cierto que sufrió un par de enfermedades muy serias; pero eso fue hace años. A partir de entonces se ha vuelto más fuerte que el resto de los chicos de su edad. Es raro que se queje por algo.
«Bien, está claro que por ese lado no hay nada que temer», me dije. «Veamos si consigo algo por otro camino.» Pero como no quería forzar las cosas, dejé que fuese él quien llevase el peso de la conversación.
—Yo diría —continuó— que todo se ha venido complicando desde hace poco más de un año. Pero desconozco la índole de tal complicación. Daniel siempre fue un poco especial, no le gusta hablar de sus cosas y, mucho menos, de hacer confidencias. No obstante, estoy seguro de que ahora está pasando por un momento crítico.
De nuevo se le veía preocupado. En cierto modo, me sentía culpable. Por mi cabeza pasó la idea de que si le dijese lo que me había contado el muchacho, le proporcionaría cierta tranquilidad. Pero había sellado un pacto con Daniel, y estaría muy mal romperlo. Por mi profesión conozco la importancia y las consecuencias de esas pequeñas traiciones. Además, ¿quién sabe lo que imaginaría Juan Gaya si supiese lo de las conversaciones con el Amigo?
—No dispongo de muchos elementos de juicio —aseguré— pero me atrevería a decirte que no hay motivos de alarma. Sin duda, Daniel vive en un mundo diferente al habitual en los muchachos de su edad, pero eso nada significa. Hay que reconocer que las circunstancias de su vida tampoco son ordinarias. Es una persona muy sensible y está empezando a vivir una etapa delicada.
—Es verdad —reconoció.
Seguí diciendo que nuestro último contacto había sido muy positivo y garantizaba la continuidad de las entrevistas.
—Es probable que esta situación dé un cambio, y los dos nos podamos sentir más tranquilos —afirmé.
Su rostro se relajó sensiblemente al escuchar esto. Sin embargo, yo no las tenía todas conmigo. Acababa de hacer un pronóstico bastante arriesgado. De ningún modo podía vaticinar cómo iba a responder Daniel. Pero lo dicho, dicho estaba.
Juan cambió rotundamente de conversación, y nos pusimos a hablar de su trabajo arqueológico. Pronto comprendí hasta qué punto le estaba apasionando; aunque también me di cuenta de que había una serie de cosas que mantenía en secreto. Me pregunté si el proyecto al que se estaba dedicando no encerraría algo más que un mero trabajo de investigación.
Había llegado la hora de encontrarme con Daniel. Por la ventana le había visto cruzar la rotonda ajardinada, seguramente en dirección al lugar en que solíamos encontrarnos cerca del estanque. Me despedí de Juan, y me dirigí hacia allí.
Nada más verle, me di cuenta de que me estaba aguardando con cierta expectación.
—¿Cómo le van las cosas a mi tío? —me preguntó, en cuanto tomé asiento a su lado—. Últimamente parece muy entregado a su trabajo.
—Sí, eso creo yo también —contesté, un poco vagamente.
—Supongo que sus descubrimientos deben ser muy importantes, pero no me suele hablar de ellos.
—Tal vez no quiera cansarte.
—O quizá no tenga confianza en un muchacho como yo.
—¿Por qué dices eso?
Guardó silencio durante un instante.
—Sé que está preocupado por mí, aunque no me lo diga —comentó—. No hace más que preguntarme cómo me encuentro, y si las cosas me marchan bien en el instituto.
—Eso no tiene nada de particular, Daniel.
—Es posible, pero antes no me hacía tantas preguntas —replicó.
Yo no sabía qué decir.
—Creo que el trabajo le tiene un poco inquieto. Quizá sea eso —alegué.
Volvió a callarse. Cogió una ramita y trazó un par de rayas en el suelo.
—¿Y tú? ¿Estás inquieto por lo que te conté el otro día?
La pregunta me cogió tan de improviso, que tardé unos segundos en contestar.
—No, no estoy inquieto, pero sí sorprendido. La verdad es que he estado pensando en lo que me dijiste, y no acabo de entenderlo muy bien.
—Es natural. Supongo que a cualquiera le pasaría lo mismo.
Hablaba de una forma tan espontánea y despreocupada que, por un momento, pensé si no se estaría burlando de mí. Le miré fijamente. El sostuvo mi mirada con serenidad, incluso con dulzura. No, Daniel no se estaba burlando de mí.
—Ese ser, ese... Amigo que te visita ¿es una persona de edad?
—¿De edad? —repitió él, como si no entendiera mis palabras.
—Quiero decir si es una persona mayor —aclaré. —Sí, claro, pero yo no entiendo mucho de edades. A veces me parece muy viejo, otras no —explicó—. Incluso hay momentos en que su rostro cambia tanto que parece otra persona. Veo su cara como si estuviera reflejada en un estanque de aguas movidas.
Daniel siguió hablando. Una vez iniciada la conversación, parecía tan interesado como yo en continuarla.
—Lo que nunca cambia es su voz. Me gusta. Ya te dije que es como si me hablara desde dentro de mí. No sé si me entiendes.
Asentí. De golpe me acordé de un poema persa que aprendí hace muchos años: «Tu mirada es un rayo de luna, tu voz es el suave latir de mi corazón».
—¿Qué dices?
Sin quererlo, había repetido los versos en voz alta.
—Era un poema sufí; bueno, escrito por una especie de monjes orientales —traté de aclarar. —Sé quienes son los sufíes. El Amigo me lo contó.
—¿De eso te habla el Amigo, de los sufíes? —le pregunté, sorprendido. Se echó a reír.
—Me habla de eso y de otras muchas cosas. Estaba a punto de preguntarle de cuáles pero, una vez más, se me adelantó.
—Cuando viene a verme me cuenta infinidad de cosas. Me habla de historias que sucedieron hace cientos y cientos de años. Pasamos horas hablando.
—Debe de ser un personaje muy interesante —comenté; e inmediatamente me arrepentí de haberlo dicho.
—Es más que eso —afirmó, con decidida seriedad.
—Veo que te gusta su compañía; que ya no te asusta, vamos.
Por un momento, dejó pasear su mirada sobre las copas de los árboles. Después, se volvió hacia mí.
—No, no me asusta. Es como si lo conociera de siempre. Me pasa igual contigo.
Le di las gracias. En ese momento comprendí lo mucho que me importaba la opinión que tuviera de mí, aquel muchacho de doce años. Yo, que pretendía haberme liberado de esa clase de sentimientos, advertía que empezaba a supeditarme más de lo debido al joven Daniel. Pero algo me decía que lo que me estaba sucediendo no era tan simple. Había en aquella historia una clave que todavía no lograba descifrar.
—A veces pienso que si el Amigo no hubiera aparecido, mi vida sería muy triste.
—¿Cómo puedes decir tal cosa? —casi le interrumpí—. Eres demasiado joven todavía. No tienes idea de lo que será tu vida.
No respondió. Creo que ni siquiera escuchó lo que acababa de decirle.
—Antes me preguntaste si el Amigo era viejo —siguió diciendo Daniel, haciendo caso omiso de mi interrupción— y te contesté lo que yo pensaba. Pero hay más. El no cree en el tiempo, en el paso de los años. Un día, durante la segunda o tercera visita, me dijo que una persona puede vivir muchas vidas en un segundo, incluso cientos y miles de años. Que eso no tiene importancia, porque aunque estamos acostumbrados a jugar con el tiempo, en realidad es el tiempo el que juega con nosotros.
-¿Y tú entendiste lo que te decía? —pregunté.
—Claro, es muy fácil. Yo ya lo sabía. ¿Tú has estado alguna vez muy, muy enfermo?
—No, creo que no.
—Entonces no puedes saber de qué te hablo. Cuando yo tuve la polio, y estuve a punto de morir, caminé por el tiempo como ahora podemos andar tú y yo por este jardín. En cualquier dirección, a veces muy cerca y otras muy lejos.
—¿Y crees que el Amigo consigue hacer lo mismo?
—Sí, pero él no tiene que enfermar para hacerlo.
Me maravillaba la certidumbre con que hacía sus afirmaciones. Traté de recordar el caso de alguno de mis pacientes, experto en urdir complicadas teorías. La actitud y la serena convicción de Daniel nada tenían que ver con la confusión de aquellas mentes.
—Según tú, ¿quién puede ser el Amigo? —le pregunté de sopetón, siguiendo su misma técnica.
—No estoy muy seguro —dijo, frotándose al mismo tiempo la barbilla, con un espontáneo y cómico gesto de reflexión—. Al principio, me preocupaba mucho por eso, pero ahora ya no me importa. Me basta con pensar que es un ser muy diferente a los demás.
—¿Y nunca se lo has preguntado?
-Ya te dije que no es necesario que lo haga —respondió con un leve tono de reconvención— él me dice las cosas que quiero saber.
Me disculpé. Por un momento tuve la impresión de estar comportándome como un chiquillo y de que, invirtiéndose los papeles, fuera Daniel el auténtico adulto. La curiosidad me llevaba a adoptar posturas que siempre había detestado. Advertí que el fantástico relato de aquel muchacho estaba empezando a cambiar —de forma no muy satisfactoria— algunos de mis comportamientos.
—Cuando apareció por primera vez comprendió que yo estaba muy asustado. Me dijo que no iba a causarme ningún daño, y me contó quién era y de dónde venía.
Esta vez me mordí la lengua, y no dije palabra.
—Entonces me pareció todo muy extraño. Pero ahora que ya ha pasado tiempo y hemos hablado mucho, me resulta fácil entender lo que me dijo ese día.
Hizo una larga pausa. Después afirmó:
—En el fondo, creo que he estado esperando su llegada desde que descubrí el árbol de la Bella Sombra.
Nos quedamos en silencio. Mi cabeza era un hervidero de preguntas, pero me había prometido no formular ninguna, al menos de momento. Consideraba necesario que Daniel desvelara la historia a su aire, sin recibir ninguna presión por mi parte; y, sobre todo, permitirle que pudiera depositar mayor confianza en mí. Siempre estuve convencido de que no se revelan los misterios a los incrédulos.
Con una voz que se hacía por momentos tan tenue que me costaba trabajo entender lo que decía, Daniel empezó a contarme lo que el Amigo le había dicho de su propia e increíble identidad. Yo le escuchaba sin hacer el menor juicio de valor, limitándome a adoptar una disposición mental de completa entrega. Algo que tiempo atrás no me hubiera resultado muy fácil, tal vez debido a los resabios de mi profesión, pero que después de mi estancia en la Amazonia era cosa que admitía sin problemas. Durante unos instantes no pude evitar el recuerdo del jefe Yumai y de sus dos chamanes; a su lado había caminado por el filo de navaja de la vida, vislumbrando la senda desconocida de la otra realidad, abocándome repetidas veces al abismo del no ser y, sin embargo, regresando siempre, aunque con cierta reticencia, a este mundo que, para mí, ya nunca sería el mismo de antes. Por tanto, estaba dispuesto a escuchar sin sobresaltos lo que quisiera relatarme mi joven amigo Daniel Gaya. Fue un largo monólogo, cuyo contenido no podía sospechar, y que trataré de resumir lo más posible.
La historia que el Amigo refirió a Daniel, poco después de su primera aparición junto al árbol, parecía iniciarse en una época imprecisa pero muy remota, cuando su anciano maestro —cuya identidad nunca reveló— lo recogió de su mísera aldea natal, situada en las laderas de la montaña Lao Shan, una de las cumbres más sagradas de la antigua China. El Amigo había permanecido al lado de su maestro a partir del momento en que, habiéndolo identificado aquél como su futuro sucesor, pidió a los padres que lo dejaran a su cargo para ser instruido en el conocimiento de los secretos del cuerpo y del espíritu. El Amigo le había acompañado durante veinte años, aprendiendo de él las ciencias sagradas y practicando las técnicas de la Tradición, hasta conseguir el estado de perfeccionamiento necesario para convertirse en el digno sucesor del sabio anciano. Cuando éste cumplió los noventa y nueve años, le entregó el delicado anillo de jade, símbolo de su magisterio, se retiró a una remota cueva y abandonó la existencia terrenal.
A partir de ese momento el Amigo se convirtió en el nuevo Caminante de los Tres Tiempos, y sucesor de su maestro en el linaje de la Rama del Dragón, escuela esotérica de la más antigua tradición china. Tal cargo le obligaba a curar a los enfermos, proteger a los menesterosos y enseñar a quienes lo solicitasen los principios básicos de la tradición que ahora representaba. La vida que le esperaba era, pues, una senda de sacrificio pero también de gozo, ya que le permitiría adquirir los méritos necesarios para liberarse del lastre de su tosca condición humana. Consciente de su ministerio, recorrió las siete provincias del Sur, enseñando, curando y practicando, al mismo tiempo, las técnicas que en su día aprendiera. Pero llegó a un punto en que consideró que era mejor para su crecimiento interior retirarse a una cueva y entregarse a la práctica del silencio meditativo, que seguir peregrinando de pueblo en pueblo, en una interminable sucesión de sacrificios, que no siempre eran reconocidos. Así pues, en la flor de su madurez se retiró del mundo, abandonando de este modo la misión encomendada. Todavía vivió algunos años en su retiro de la montaña, entregado a la meditación, hasta que halló la muerte en vísperas de un solsticio de invierno, a causa de una picadura de serpiente, de cuya ponzoña no quiso curarse.
Pero, según confesó a Daniel, nadie puede escapar a su destino cuando se ha sido investido Caminante de los Tres Tiempos y sucesor del linaje de la Rama del Dragón. El compromiso contraído con su antiguo maestro no podía ser incumplido, por muy elevados que fueran los motivos alegados. Tal incumplimiento era una falta grave que desequilibraba la armonía establecida por los ancestrales Caminantes y que, por tanto, necesitaba de una pronta satisfacción.
Los Altos Poderes de la Rama del Dragón decidieron, nada más traspasar el Amigo el umbral de la otra dimensión, que debería regresar a su abandonado plano terrenal y cumplir durante un período de tiempo, cuya duración no le fue precisada, la misma labor que había dejado interrumpida. Para desempeñarla, y teniendo en cuenta que durante su vida había practicado todas las virtudes preconizadas por la Tradición, se le concedió que pudiera desempeñar su tarea en las épocas y lugares que escogiera.
Fue así como el Amigo vivió primero en los tiempos en que el venerable Lao Tsé explicaba a sus discípulos los secre tos del Tao; después, en la época en que el Señor Buda predicaba su doctrina, tras haber sido Iluminado bajo el árbol bodhi; más tarde llegó a conocer a Jesús de Nazareth cuando enseñaba la Nueva Ley, por los caminos de Palestina; y, por último, había sido contemporáneo del joven Mahoma, aquel que, andando el tiempo, se convertiría en el Profeta de Alá.
En todas estas ocasiones había desempeñado los más variados oficios y menesteres. Había sido cultivador de gusanos de seda en China, encantador de serpientes en la India central, escriba en Palestina y camellero en La Meca. Y, como no podía ser de otro modo, también había disfrutado, unas veces, del beneplácito de sus circunstanciales conterráneos. En otras, por el contrario, no tuvo más remedio que sufrir todo tipo de penalidades e infortunios. No obstante, jamás había renunciado a su magisterio y a su ciencia, que se acoplaban sin dificultad a las necesidades de los hombres, fuera cual fuera su país y su tiempo.
Esto era, en sucinto resumen, lo que el Amigo relató a Daniel. Había, además, una serie de referencias, anécdotas y citas que el muchacho recordaba muy bien y que completaban la historia. Una historia que me dejó tan confuso y lleno de dudas que preferí omitir cualquier comentario.