Capítulo 4

El sentido de las cosas

Ese estado de desazón me duró varios días, durante los cuales no hice otra cosa que dar vueltas a lo contado por Daniel. Pese a la buena voluntad que había puesto para aceptarla, aquella historia superaba con creces cualquier tipo de fantasía. Por segunda vez volví a reconsiderar la posibilidad de que el muchacho estuviera dejándose llevar por la imaginación. Sin embargo, pronto rechacé la idea, porque había demasiados elementos en aquel relato que no podían ser producto de la fabulación de un chico de doce años. La sospecha de que se estuviera fraguando algo inquietante, incluso dramático, para los Gaya me asaltaba continuamente. Aquel personaje estrambótico, aquel Amigo venido de no se sabía dónde, y que aparecía sigilosamente y en exclusiva a un niño reservado y crédulo, podía ser un elemento peligroso. Finalmente, y tras pensarlo con calma, decidí tomar cartas en el asunto. Era necesario que descubriese cuanto antes la auténtica realidad de aquel individuo que, según todos los indicios, había tomado a Daniel por conejillo de Indias.

Para empezar me dispuse a investigar quiénes eran los vecinos de los Gaya. Estaba convencido de que podía tratarse de algún lunático de los alrededores, que disfrutaba gastando bromas muy especiales. Durante varios días, y sin que los habitantes de la finca pudieran imaginarlo, indagué a fondo por toda la vecindad. Mis pesquisas arrojaron un saldo negativo. Los moradores de las pocas casas cercanas eran personas de edad avanzada, cuya aventura mayor consistía en disfrutar del sol en sus pequeños jardines cuando el tiempo lo permitía. Por otro lado había estudiado palmo a palmo los muros que rodeaban la finca. Eran lo suficientemente altos como para disuadir de la escalada a un visitante impertinente. Cuando concluí mis indagaciones y comprobé que mis sospechas carecían de todo fundamento, no pude evitar una profunda sensación de fracaso. ¿De qué artificios se valdría el Amigo para hacer su aparición ante Daniel? La pregunta carecía de respuesta, al menos de momento.

No obstante, estaba decidido a desenmascarar al personaje por mi cuenta, sin necesidad de romper la promesa hecha. Pensé que tal vez en el contenido de las conversaciones que había mantenido con Daniel pudiera hallar algún vestigio que me permitiera dar con la clave de su identidad.

Tengo por norma hacer anotaciones prolijas de mis conversaciones con los pacientes, inmediatamente después de que éstos abandonan la consulta. Con Daniel había hecho lo mismo. En repetidas ocasiones me había parado en la misma carretera, camino de casa, para apuntar lo más sobresaliente de lo dicho por mi joven amigo. La última vez habían sido tantos los apuntes tomados, que me llevó bastante tiempo pasarlos a limpio. Ahora, en la tranquilidad del despacho traté de ir recomponiendo las frases, las descripciones y comentarios que había oído como si fueran las piezas de un rompecabezas que debía completar lo antes posible.

Ya había advertido que la memoria de Daniel era excepcional, por lo que no me sorprendió ahora comprobar la minuciosidad con que me había contado el relato del visitante.

Esa minuciosidad me permitía analizar muchas de las afirmaciones hechas por el Amigo. Y lo primero que llamó mi atención, tras hacer una rápida lectura de los apuntes, fue la perfecta lógica existente en las distintas partes de su exposición. No existían errores en las cronologías ni en los lugares y personajes que se habían mencionado. A pesar de que los hechos manifestaban claramente un carácter fabuloso e increíble, se desprendía de todo el relato una congruencia asombrosa. Si el Amigo era un farsante —para entonces había descartado ya la posibilidad de que aquello fuese invención de Daniel— era un farsante prodigioso.

Volví a leer algunas de las frases que más me sorprendieron. Había una en particular que tenía subrayada varias veces. Se refería a la contestación dada por el Amigo en un momento en que Daniel, maravillado por lo insólito del relato, había mostrado también su incredulidad con algunas preguntas. El Amigo respondió entonces con estas palabras: «No olvides, hijo mío, que la única certidumbre que existe en el mundo es la duda». Algo tan certero, por no decir tan sabio, no podía brotar de la boca de un necio.

A medida que revisaba mis notas advertí que de las palabras del Amigo parecía desprenderse un aire de bondad que resultaba, como mínimo, infrecuente. Pensé que sin duda ésa era una de sus características que había seducido a Daniel. Recordé también lo que me había dicho el día en que me habló del visitante: «Siento su voz como si brotara dentro de mí». ¿Sería cierto?

Me sentía atado por la promesa hecha a Daniel. Había sido muy torpe al aceptar aquel juego que me impedía hablar con su tío. Aunque, bien pensado, tal vez no me hubiera equivocado del todo. A partir de mi tercera o cuarta visita a la finca, Juan Gaya parecía haberse desentendido de lo que, no mucho tiempo antes, constituyera su grave preocupación. Absorbido por su trabajo, apenas si me prestaba atención cuando nos veíamos.

—¿Marchan bien las cosas?

Esa era su pregunta habitual, para la que apenas si esperaba respuesta. Inmediatamente pasaba a mencionar algún punto de su proyecto, en el que esperaba que yo pudiera ayudarle. Pero mi ayuda era pocas veces acertada, porque las teorías sustentadas por Juan Gaya empezaban a rozar un dogmatismo fanático. Estaba convencido de haber descubierto restos fósiles que modificarían las bases en que se apoyaba la antropología moderna. Y a medida que encontraba más argumentos para sus tesis, el estado de su sobrino se iba convirtiendo en una cuestión de tercera clase.

Fue por entonces cuando regresó de su estancia en Oriente una antigua compañera mía de profesión. Había permanecido en varios países asiáticos durante más de un año, recopilando material para una obra sobre religiones comparadas que tenía intención de publicar desde hacía tiempo. Nuestros intereses comunes o, mejor dicho, nuestras mutuas aficiones, habían cimentado una sólida amistad, que se remontaba a los tiempos en que ella iniciaba la carrera en la facultad. Eva era una mujer lúcida, intuitiva y con una sólida cultura a sus espaldas. Todo ello, unido a un físico atractivo, la mantuvieron siempre vigente en mi recuerdo.

Me la encontré casualmente al salir de un concierto, al que había asistido sin muchas ganas. Nos saludamos efusivamente, y en vista de que los dos disponíamos de una noche libre, decidimos cenar juntos. Durante la cena advertí el cambio profundo que aquella mujer había experimentado; un cambio que las escasas postales que me envió, primero desde el Nepal y después desde las montañas de Cachemira, no me permitieron colegir. Aunque Eva siempre mostró un carácter jovial y dinámico, nunca había ocultado su afición por lo que ambos diéramos en llamar, mucho tiempo atrás, «el juego de los espejos». Este juego no era otra cosa que la expresión múltiple y fascinante de la cara oculta de la existencia. Ella lo había practicado intensamente, investigando una serie de fenómenos que suelen calificarse de paranormales. Su trabajo le había permitido conocer una extraña galería de personajes, algunos de los cuales le dejaron una profunda huella.

De todo ello hablamos largamente aquella noche. Pero a medida que escuchaba las anécdotas que Eva me contaba, se iba haciendo más imperiosa la necesidad de referirle, a mi vez, la experiencia que estaba viviendo con Daniel. Eva nada tenía que ver con la promesa hecha y, por tanto, yo no la incumpliría si le hacía partícipe del secreto. De todas formas, quería considerar con más detenimiento mi decisión, y preferí callarme en ese momento.

Al despedirnos, prometimos vernos antes de que pasara mucho tiempo. Yo tenía la impresión de que ese encuentro iba a ser muy pronto.

Aseguraría que fue al día siguiente de haber estado con Eva, cuando empecé a notar aquella sensación extraña. Al principio no le presté la menor atención, pues todo era tan sutil e impreciso, que ni siquiera me tomé la molestia de descubrir si se trataba de una imaginación mía o de una simple combinación de luces y sombras. Me dije que últimamente estaba viviendo tantas situaciones anómalas, que nada tenía de particular que mis sentidos quisieran jugar también su papel protagonista con alguna ilusión óptica. Pero el hecho es que, una vez descubierta, aquella sensación empezó a repetirse con bastante frecuencia. Cuando me quedaba a solas —y pasaba muchas horas en solitario— me parecía sentir como si alguien cruzara a mis espaldas, atravesando con sigilo la habitación en donde yo estaba. A veces, incluso creí percibir una silueta que se detenía una fracción de segundo en el umbral, antes de abandonar el cuarto. En alguna ocasión, molesto por lo que ya empezaba a interferir en mi trabajo, me volví bruscamente con ánimo de sorprender a esa vaga sombra intrusa. Naturalmente no había nada ni nadie a quien sorprender, y me llamé necio por comportarme como un niño asustadizo. Pero el hecho siguió repitiéndose con relativa frecuencia, casi siempre cuando más absorto me encontraba en mi trabajo. Decidí no prestarle más atención, ya que sé por experiencia que a veces el inconsciente tiende a jugarnos este tipo de pasadas.

El miércoles siguiente, día en que solía acudir a la finca de los Gaya, recibí dos llamadas telefónicas que no esperaba. La primera era de Juan, el tío de Daniel. Me avisaba que el chico se encontraba ligeramente indispuesto, y que guardaría cama un par de días. No era nada importante, me tranquilizó; un fuerte resfriado, pero convenía no descuidarlo.

—Te esperamos la semana próxima, como de costumbre —me confirmó.

—De acuerdo.

Tras desear un rápido restablecimiento para Daniel, colgué.

Sin saber muy bien por qué, aquella llamada me produjo una cierta inquietud. Me habían dicho repetidamente que Daniel no solía ponerse enfermo, ni siquiera con las indisposiciones propias de un chico que se encuentra en plena etapa de crecimiento. Y, a medida que le iba conociendo mejor, a mí también me producía esa misma impresión de fortaleza y salud. Algo un tanto paradójico, si se tiene en cuenta que era un chico más bien delgado, incluso frágil; una fragilidad acrecentada por la leve cojera de su pie izquierdo. Pese a ello, se desprendía de su figura una gran lozanía; me recordaba uno de esos tallos esbeltos y flexibles, cuya firmeza y resistencia parecen algo inherente a su constitución. Por todo ello, me cogió de sorpresa la noticia de su indisposición. De todos modos, no quise dar mayor importancia a una cosa que, en el fondo no la tenía, y me dije que lo mejor era esperar a la próxima visita.

La segunda llamada era de Eva. Me preguntaba si podría facilitarle una obra que recordaba haber visto en mi biblioteca, y que era muy difícil de conseguir.

—Siento molestarte —se disculpó— pero no hay manera de hacerse con ella. Espero que sigas teniéndola.

Sí, aquella obra sobre la lengua sagrada, cuya última edición tenía más de sesenta años, seguía en mí poder. ¿Cómo decirle que, justamente la víspera, había estado revisándola? Me ofrecí a llevársela a su casa, pero ella se opuso.

—Sería demasiada molestia, Pablo. Ahora vivo en las afueras y mi dirección es complicada. Preferiría que nos viéramos en la cafetería de siempre ¿recuerdas?

La recordaba muy bien: un pequeño y acogedor local, cerca de la Biblioteca Nacional. Quedamos en vernos al día siguiente.

Esa noche decidí que contaría a Eva todo lo referente a las entrevistas mantenidas por Daniel con el Amigo. Yo, que en mi trabajo procuraba ayudar a los demás, necesitaba ahora que también me proporcionasen esa ayuda. Sabía que Eva era la persona adecuada, en la que podía confiar no sólo por su discreción sino también por su sólida formación profesional. Sin embargo, seguía sintiendo ciertos escrúpulos por tener que hablar de ese tema. ¿Cómo hubiera reaccionado Daniel si supiera que era incapaz de guardar para mí su secreto? Pensando en ello me fue imposible conciliar el sueño. Finalmente, se impuso la interpretación racional de los hechos: si quería ser de utilidad a mi joven amigo, era necesario que tratase de esclarecer las sombras que poblaban aquella extraña aventura.

A Eva le sorprendió mi rostro cansado y la agitación interior, que me era imposible disimular. Dispuesto a sincerarme, entré rápidamente en el tema que ya no quería silenciar. Mientras iba contándole mis conversaciones con Daniel, no dejé de observarla. Me pareció que la situación ofrecía un gran paralelismo con lo que yo había vivido semanas atrás. Pero ahora el protagonista había cambiado, y eran mis palabras las que producían asombro.

Finalmente concluí la historia del Amigo. Al hacerlo tuve la sensación de que me había quitado un pesado fardo de encima.

Eva dio un sorbo a su té helado, y se quedó mirándome fijamente.

—Dijiste que Daniel es el nombre de ese chico ¿verdad?

—Sí, así se llama.

Sonrió un poco enigmáticamente.

—Estaba pensando en otro Daniel. En el del libro de la Biblia que lleva su nombre, no sé si te acordarás de él.

—Pues no, no mucho.

—Es lógico. En mi caso es distinto. Estos días estoy metida de lleno en el estudio del simbolismo en las religiones —y volvió a mirarme con aquella mirada suya inquisitiva—. Resulta muy curioso que en el Libro de Daniel se den explicaciones sobre la interpretación de los símbolos.

—Sí, es una curiosa coincidencia.

—Claro que tú y yo no creemos en las coincidencias —dijo con cierta ironía.

—Claro.

Nos miramos y soltamos la carcajada. Agradecí a Eva que lo que tuviera que decirme lo iniciara de una forma tan distendida.

—¿Sabes? Después de haberte oído, tengo la impresión de que ese Amigo es un ser muy real; aunque no de carne y hueso, por supuesto.

Eva había recuperado su seriedad para hacer esa afirmación. Esperé a que siguiera hablando.

—Comprendo que te sientas turbado, Pablo, porque algo así no sucede todos los días. Pero te recuerdo que ese tipo de encuentros no produciría mucho desconcierto en otras culturas.

Mientras escuchaba a Eva, acudieron a mi mente aquellas palabras que el Amigo había dicho a Daniel: «Hay muchos seres en el universo, para los que no existe el tiempo ni el espacio». Incapaz de callarme, se lo dije a Eva.

—Naturalmente. Lo que sucede es que parece que esta mente nuestra tan racional no quiere enterarse todavía.

A medida que la escuchaba, la serenidad se fue adueñando de mí.

—Entonces, ¿tú crees...?

Eva creía en la multiplicidad de formas de existencia inteligente, que transcendían nuestras categorías limitativas, impuestas por unas leyes físicas en las que queríamos apoyarnos a toda costa. Pero eran unas leyes que incluso la física más avanzada estaba echando por tierra. Para ella, la existencia del Amigo nada tenía que ver con apariciones sobrenaturales de corte falsamente místico. En resumen: las visitas que recibía Daniel de aquel personaje singular podían constituir un hecho tan verificable como las que yo le hacía. La diferencia existente entre unas y otras era que las mías se podían constatar mediante procedimientos mecánicos, y las del Amigo todavía no.

Eva me preguntó si pensaba seguir visitando la finca de los Gaya.

—Estoy decidido. Quiero saber en qué parará todo esto —le respondí.

—Pero supongo que no tendrás ocasión de asistir a ninguna de las entrevistas que mantiene Daniel con ese personaje.

—No, claro que no. Parece ser que el Amigo accedió a que el muchacho me relatara sus encuentros, pero sólo se presenta ante él.

—La inocencia, Pablo, la inocencia. Nosotros la hemos perdido hace tiempo —alegó Eva—. Claro que también podríamos hablar de distintos niveles de percepción. Los nuestros parece que están un poco oxidados.

—Tal vez estés en lo cierto. De todos modos, creo que he tenido bastante suerte.

—Yo diría que eres un privilegiado. Una experiencia de este tipo no es cosa de todos los días.

Estaba de acuerdo con Eva. Ahora me alegraba de haberla convertido en mi confidente. Se lo dije así.

—Bueno, ya sabes que un buen psicólogo necesita siempre de otro; aunque sólo sea como punto de referencia —dijo, medio en broma medio en serio. Nos despedimos, tras prometerle que la tendría al corriente de lo que pasase. Pero quise reservarme un secreto personal: la presencia de aquella vaga sombra que no quería abandonarme de momento.

Regresé a casa en un estado de casi felicidad. La conversación con Eva me había estimulado mucho más de lo que esperaba, borrando múltiples dudas y abriéndome a una nueva forma de comprensión. Recordé las sabias palabras de un autor al que respetaba: «En este mundo todo posee un significado oculto. Hombres, animales, plantas y estrellas; todos constituyen un jeroglífico».