Capítulo 7
Encontré a Daniel sentado en el borde del estanque, removiendo con una larga varilla de bambú las aguas dormidas. Nada más verme, dejó su juego y vino a mi encuentro.
Le pregunté cómo le había ido desde el último día en que nos viéramos. Hizo un gesto un tanto ambiguo con la cabeza.
—Estuve un poco preocupado —me confesó.
—¿Por qué? —le pregunté.
Como era habitual en él, tardó unos segundos en responder. Un tiempo que yo sabía que se tomaba para reflexionar sobre lo que iba a decir. Al cabo de unos instantes, me indicó un par de tocones ligeramente cubiertos por una fina capa de musgo. Nos sentamos, y yo esperé a que se decidiera a hablar.
—Prometiste que vendrías hace dos días, pero no lo hiciste —me dijo mirándome fijamente.
Me pareció apreciar en su mirada un ligero atisbo de reconvención.
—Tienes razón —confesé, un tanto avergonzado—. Tuve que hacer un corto viaje. Debí haberte avisado. Las cosas se me complicaron un poco y no pude llamarte. Lo siento.
Noté cómo su rostro se distendía, y me sentí aliviado.
—Bueno, no importa. Pensé que ya te habías cansado, y no querías saber nada más de lo que hablo con el Amigo.
Crucé y descrucé las piernas, bastante nervioso. Eso sería lo último que me hubiera podido suceder. Se lo dije así, y mis palabras lograron convencerle. De todos modos, siguió en silencio durante un rato. Pensé que sería una verdadera desgracia que Daniel ya no tuviera confianza en mí.
—Ha vuelto, ¿sabes? —me dijo, al fin. Le miré un tanto sorprendido. ¿Es que acaso aquel inaudito personaje también había estado ausente?
—Le esperé unos cuantos días en vano. Como a ti —comentó Daniel—. Pero él también volvió. Dijo que a veces le era imposible acercarse a mí, si yo no estaba dispuesto a recibirle.
—¿Y eso era cierto?
Se quedó mirando la punta de sus playeras.
—Bueno, verás. Lo que me dijo la última vez me dejó un poco confundido. Cuando estoy a su lado todo me parece muy fácil; pero después, al quedarme solo, hay cosas que no entiendo muy bien.
—Y ahora, ¿cómo te encuentras?
—Bueno, yo sé que no me miente.
Durante un rato no dijimos palabra. Daniel fue el primero en hablar.
—¿Sabes? Me alegro mucho de teneros a los dos. Sois mis mejores amigos. Sonreí sin saber muy bien qué decir. Observé que se mostraba de nuevo animado y alegre, a su manera. Empezó a decirme que, durante la última visita, el Amigo le había hablado de unas gentes solitarias que vivieron en una época muy remota en un desierto de Asia. Daniel le preguntó si también los había conocido.
—Estuve con ellos dos años —le respondió— cuando todavía los dirigía su jefe, Yusuf Hamadani, un hombre muy notable. Tal vez te gustaría saber a qué se dedicaban.
Daniel no deseaba otra cosa, y el Amigo comenzó su historia.
—El jeque Yusuf pertenecía a una tribu que había mantenido durante centurias enconadas luchas con los clanes vecinos. Era un pueblo que no entendía la vida si no estaba peleando. Cuando Yusuf fue aclamado caudillo indiscutible, y a pesar de la índole belicosa de su gente, supo fomentar en ellos un sentido de justicia que incluso llegó a transformar, en buena medida, sus instintos agresivos. De este modo, los crueles y continuados enfrentamientos, que privaban a las madres de sus hijos y a las esposas de sus maridos, dieron paso a una etapa de paz y prosperidad como no recordaban los más ancianos de la tribu. Pero aunque todos le admiraban y le obedecían ciegamente, llegó un momento en que a Yusuf se le hizo muy difícil seguir viviendo entre los suyos. Necesitaba reflexionar sobre el posible significado de ciertos acontecimientos importantes que se habían producido en su vida, y para los cuales no encontraba explicación. Decidió, pues, retirarse a una región solitaria, en las estribaciones de los montes de Kandahar. Pero antes de partir prometió que regresaría al cabo de siete años.
—Durante ese tiempo vivió Yusuf en completa soledad, meditando y reflexionando incansablemente sobre el significado y el misterio de la existencia, pero sin olvidarse, ni un solo día, de las obligaciones que tenía contraídas como buen musulmán. Y Alá, que siempre se muestra misericordioso con quienes le veneran, no sólo cuidó de su vida sino que también quiso premiar sus esfuerzos. Y así fue como un día en que se hallaba limpiando un pozo, descubrió entre las piedras unos antiquísimos manuscritos, escritos al parecer por piadosos ermitaños. En ellos se daba respuesta a muchas de las preguntas que él se había venido planteando durante largo tiempo.
—Llegado al término de los siete años —siguió diciendo el Amigo—, quiso Yusuf cumplir lo prometido, y volvió al poblado de su tribu. Algunos de sus amigos y familiares habían perecido durante su ausencia; otros habían partido en busca de tierras más propicias. A pesar de ello, todavía quedaban allí no pocos de sus más fieles servidores, que se alegraron de su regreso. En largas y prolijas charlas explicó Yusuf Hamadani a sus amigos parte de lo que había descubierto en su prolongado retiro del desierto, sin atreverse a revelarles aquellas verdades que, por su importancia, debía silenciar hasta que sus oyentes estuvieran preparados para oírlas.
«Después de algún tiempo, y una vez cumplida su promesa, el antiguo jeque dijo a su gente que ya nada le retenía entre ellos, por lo que pensaba volver a su retiro. Fue entonces cuando un puñado de amigos, encandilados por sus palabras, decidieron acompañarle. Y así se creó el movimiento de los Sarman, los Buscadores de la Verdad.
—¿Y qué le sucedió al jeque? —preguntó Daniel.
—Yusuf Hamadani vivió todavía muchos años —fue la respuesta—. Los suficientes para poder contemplar el crecimiento de su Escuela, a la que fueron llegando nuevos miembros, dispuestos a emprender la gran aventura del conocimiento interior.
»Los Buscadores de la Verdad iniciaron entonces la construcción de un monasterio, en el que pudieran residir los miembros de la orden, y llevar a cabo los ejercicios que formaban parte de la Enseñanza —siguió diciendo el Amigo—. Para ello escogieron la más agreste de las montañas, cuya ladera rocosa excavaron creando un verdadero entramado de grutas, pasadizos y recintos que sirvieran para sus fines. De este modo, sus moradores quedaban también a salvo de visitantes inoportunos. Sólo aquellos que de verdad querían ingresar en la Escuela, se atrevían a cruzar los terribles precipicios en los que un viajero poco avisado podía hallar fácilmente la muerte. Esto en sí ya constituía toda una prueba, que daba idea al neófito de la dificultad del aprendizaje que le aguardaba.
Daniel preguntó al Amigo si era necesario poner tantas trabas a los que deseaban conocer la enseñanza del maestro Yusuf.
—En el mundo en que vives todas las cosas tienen un precio —contestó el Amigo—. Y cuanto más valioso es aquello que deseas, más grande será el esfuerzo que se tenga que hacer para conseguirlo. Tal hecho forma parte del equilibrio universal, y nadie debe romperlo. Yusuf Hamadani lo sabía, y lejos de facilitar equivocadamente las cosas a los que venían a su Escuela, les preparaba desde el principio para que no cayeran en el error de la vía cómoda.
Yo escuchaba a Daniel como si fuera el propio Amigo el que estuviera hablando. Hacía tiempo que había dejado de sorprenderme la precisión que el muchacho mostraba para repetir cuanto escuchaba en sus entrevistas con el Amigo. Era como si todo lo que aquél le contaba, quedara impreso de forma indeleble en su cerebro. Se trataba de una forma de transmisión nada frecuente, que parecía Ubre de todo posible error. Por supuesto, yo no había conocido cosa igual, y me limitaba a escuchar a Daniel y a interrumpirle lo menos posible.
—Tal vez te gustaría saber algo más sobre el jeque Yusuf —dijo de pronto, como si adivinase mi pensamiento.
—Pues sí, claro —respondí. Entonces continuó:
—Ya te dije que el Amigo vivió con él durante dos años. El jeque era ya muy viejo, y había atesorado una gran sabiduría. Poseía también la virtud de conocer la vida de quienes se le acercaban, sin necesidad de que éstos tuvieran que revelársela. «Lo que los hombres dicen de sí mismos, pocas veces tiene que ver con la realidad», aseguraba. Así que cuando vio al Amigo, que había adoptado la figura de un joven príncipe armenio, se dio cuenta que tenía ante sí a un ser especial, que había vivido muchas vidas y conocido innumerables cosas.
—Precisamente por eso —le había dicho el Amigo a Daniel— no fue necesario que me vendaran los ojos para llegar al monasterio, norma que se seguía de forma rigurosa con todos aquellos que querían entrar en la comunidad de los Sarman, los Buscadores de la Verdad.
El jeque Yusuf sabía que no le quedaban muchos años de vida, y se alegró de que el Amigo hubiera venido a visitarle, ya que de esta forma esperaba transmitir su enseñanza a un ser mucho más preparado que cualquiera de sus discípulos. La estancia del Amigo en el monasterio se prolongó más de lo que en un principio había pensado, y durante ese tiempo Yusuf Hamadani le puso al tanto de lo que había descubierto en los antiguos manuscritos.
Cuando, finalmente, llegó su última hora, Yusuf pidió al Amigo que se quedara todavía algún tiempo más en el monasterio, para afianzar con su presencia el conocimiento de la enseñanza.
—¿Y llegaste a saber en qué consistía tal enseñanza? —no pude por menos de preguntar a Daniel.
Pero él siguió hablando como si no hubiera oído mi pregunta.
—Los manuscritos encontrados por Yusuf hablaban de los distintos niveles de conciencia que existen en el ser humano, y de cómo se pueden estimular y enriquecer, ya que generalmente se encuentran dormidos o alterados.
—En el fondo —decía Yusuf— el ser humano pasa su vida en un estado semejante al sueño. Cree que está despierto porque puede hacer cosas, tiene una serie de pensamientos y se considera dueño de sus actos. Pero, en realidad, está dormido. Y su mayor error consiste en creer que no lo está porque, cuando se levanta cada mañana, le parece haber abandonado el estado de ensoñación en que permaneció durante la noche. Sin embargo, lo único que ha hecho al despertarse es integrarse en otra forma de conciencia dormida. Y de este modo vuelve a obrar de forma mecánica, reaccionando a los estímulos y circunstancias de la misma forma que lo hizo el día anterior, y el otro. Son muy escasos los momentos en que el hombre está verdaderamente «despierto».
Una vez más me sentí impresionado por la claridad con que Daniel exponía unos conocimientos que, sin duda, eran ignorados por la mayoría de los adultos que yo conocía.
—¿Y te dijo el Amigo cómo se logra ese estado de... de... despertar? —le pregunté finalmente, no sin cierta reticencia.
Daniel seguía removiendo las aguas del estanque con su varilla. Se diría que era lo único que le importaba en ese momento. Pero su mente estaba en otro lugar. Sin volverse hacia mí, siguió hablando.
—Sí, me lo dijo —respondió. Su voz se había vuelto súbitamente grave—. Me hizo recordar lo que sentí el día en que mi tío Juan me comunicó que mis padres habían tenido un accidente. O lo que llegué a pensar la tarde en que escuché
que el médico le decía a mi madre que ya no volvería a andar como antes.
Sentí que un nudo me apretaba la garganta al oír esas palabras.
Daniel debió adivinar lo que me pasaba, porque se volvió hacia mí y me dio un pequeño golpe en la rodilla con su vara de bambú. Su rostro se había Iluminado de nuevo.
—No te pongas serio, hombre. También hay otros momentos más alegres que nos hacen «despertar». Por ejemplo, cuando dejamos de pensar de forma automática, despertamos. Mira, hace un momento, antes de que tú llegaras, estaba contemplando el agua del estanque. De pronto me di cuenta de que era como si yo también fuera esa agua. Era yo y, al mismo tiempo, era el agua y todo lo que había en ella. El Amigo me dijo que en tales instantes, cuando se siente eso, uno está despierto. Yo seguía escuchándole sin saber qué decir. Cambiando ligeramente de tono, prosiguió:
—El monasterio de los Sarman, excavado enteramente en la roca, era inmenso. Había salas y habitaciones espaciosas en las que los alumnos practicaban distintos tipos de ejercicios, algunos de los cuales resultaban muy difíciles. También había amplias terrazas exteriores que miraban al valle, unas orientadas a levante y otras a poniente, en las que se ejecutaban danzas muy especiales, de acuerdo con la salida o la puesta del sol. No se trataba de simples bailes, sabes. Según me dijo eran algo muy diferente que formaba parte del trabajo que hacían los alumnos.
—¿Te gusta la música? —me preguntó inopinadamente. Le miré un tanto sorprendido.
—Sí, mucho —le contesté.
—¿Y sabes tocar algún instrumento?
Carraspeé, un poco confundido.
—Bueno, la verdad es que estudié algo de piano, pero de eso hace ya mucho tiempo. Creo que no me sirvió de gran cosa —confesé.
No dijo nada, y durante un buen rato guardó silencio.
Miré el reloj. Era ya bastante tarde. Me acordé entonces de la recomendación hecha por Juan Gaya, sobre el régimen de vida que le convenía llevar a Daniel.
—Oye —le dije levantándome—. Es hora de que te deje. Pero volveré la semana próxima, y esta vez no faltaré. Te lo prometo.
Se levantó, se acercó y me cogió por la manga.
—Te esperaré. Y si quieres te contaré el secreto de los Sarman. El Amigo me dijo que si encontraba la persona adecuada podía confiárselo.
—¿Y tú me consideras esa persona? —le pregunté, tratando de dotar a mis palabras de un cierto aire jovial.
—Creo que sí —dijo él en el mismo tono.
—Entonces te aseguro que me gustará mucho conocerlo.
Abandonamos el rincón del estanque sin decir palabra. Dos mirlos volaron a ras de suelo y se posaron sobre una rama seca. La luz del crepúsculo se iba agotando con pereza.