La importancia de llamarse Ernesto
y algunas mujeres sin importancia
Alrededor de 1970 me encontraba haciendo una investigación sobre Gabriel Enthoven, cuya pasión por todo lo que atañía al teatro le había llevado a crear el Theatre Museum de Londres. Durante aquella época el museo estuvo cambiando constantemente de sede. Al principio se alojó en la Leighton House y luego, de una manera de lo más inconveniente, en el Victoria and Albert Museum donde yo trabajaba. El director del archivo era Alexander Schouvaloff, una figura legendaria de la aristocracia que llevaba siempre zapatos relucientes, el pelo negro peinado sobre la frente y unos ojos que solía achinar dramáticamente cada vez que alguien se dirigía a él. Se decía que había sido contratado por Roy Strong y que había tenido tal encontronazo con él que Schouvaloff se había sentido obligado a retarlo a un duelo, a lo Pushkin. Conocí entonces a Jennifer Aylmer, la subdirectora, una mujer de pelo canoso que se pintaba los labios color rosa brillante y que venía de una familia reconocida en el ambiente teatral; y a su asistente, una joven muy inteligente que me tenía maravillado. Solíamos ir a tomar algo al cerrar el museo. Mi nueva amiga trabajaba hasta tarde y yo la esperaba deambulando por los pasillos y las salas vacías del museo hasta que se marchaba el último visitante. Fue durante uno de aquellos paseos nocturnos cuando vi por primera vez el busto de Eve Fairfax hecho por Rodin.
Se trataba de un busto de bronce fundido a principios del siglo XX, cuando ella tenía entre treinta y cinco y cuarenta años. Me fascinó aquel rostro. Parecía cambiar sutilmente según el ángulo y la distancia desde donde lo mirara. A veces parecía serena, otras envuelta en un halo de persistente melancolía. Aquella expresión de dolor le otorgaba una autoridad extraña. Pronto la escultura comenzó a ejercer un efecto hipnótico en mí y empecé a informarme sobre Auguste Rodin y Eve Fairfax.

Busto en bronce de Eve Fairfax, obra de Rodin, c. 1909
(Cortesía de V&A Images)
El 24 de febrero de 1905 Rodin cenó en Londres con Ernest Beckett, un nuevo benefactor suyo que estaba a punto de convertirse, como si se tratara de una mariposa que emerge de su crisálida, en el segundo barón Grimthorpe. Beckett le había presentado a varios miembros de la aristocracia británica y había estado reuniendo fondos para comprar y donar a la nación una de sus mayores esculturas, el bronce de Saint Jean-Baptiste prêchant. Para celebrar aquella compra se realizó un banquete en el Café Royal que marcó, según la biógrafa de Rodin, Ruth Butler, «su entrada en la sociedad inglesa».
Dos semanas antes del banquete, Beckett escribió a Rodin con un entusiasmo que rozaba la incoherencia, para decirle cuánto deseaba ver el busto de la señorita Fairfax: «Sé que has estado trabajando mucho para conseguir una obra maestra y por las noticias que me han llegado, lo has conseguido… Creo que tu talento es incluso mayor que el reconocimiento que has alcanzado en todo el mundo». Beckett había encargado el busto de Eve Fairfax en 1901 para que estuviera listo, se entendía, como regalo de bodas para la interesada —aunque para entonces él era viudo, su joven mujer norteamericana había muerto diez años antes, al dar a luz a su hijo—. Se disculpó por no poder pagar en el acto los veintidós mil francos que Rodin le había pedido y en su lugar le ofreció o bien pagarle diez mil francos o bien recibir la pieza con un retraso de uno o dos años. Rodin, como es lógico, prefirió el retraso. Mientras tanto, Beckett le encargó una versión reducida de El pensador y animó a otras personas a que contribuyeran económicamente para el monumento a James McNeill Whistler que Rodin estaba esculpiendo, utilizando como referencia la Victoria de Samotracia, y que se suponía que iba situarse en el dique de Chelsea.
Tras visitar su estudio en febrero de 1901, Ernest Beckett describió a Rodin como «un hombre por debajo de la estatura media con unos incisivos ojos azules, una nariz ancha y curvada hacia abajo, y una barba desgreñada, canosa, con destellos rojizos». Rodin le explicó «el sentido de sus grandes obras con un lenguaje vigoroso y pintoresco» y Beckett se sintió frente a un hombre que no solo era «un artista genial, sino también un gran poeta y filósofo». Lo que más lo conmovió fue el poder de sus esculturas, de las cuales admiró su «fuerza entusiasta, prodigiosa y desmedida». Describió a Rodin como un «Wagner de la escultura…, pero con nuevas habilidades y mayores poderes». En marzo le envió un artículo elogioso al propio Rodin, quien no tardó en darse cuenta de que había encontrado a un nuevo mecenas.
El artículo revelaba a Ernest Beckett como un hombre entusiasta. O para ser más precisos, como un hombre cuyo entusiasmo podía cambiar con rapidez, un amateur, mujeriego, jugador y oportunista. Había cambiado de nombre, profesión, intereses y amantes con cierta regularidad, pero nunca perdió de vista el trabajo de Rodin. Su obra hacía que la del resto de los artistas pareciera «limitada por ideas insignificantes, rígidas y formales» del pasado. Vendió su colección de objetos de arte decorativo francés y sus cuadros del siglo XVI, y encargó a Rodin un busto de Eve Fairfax. La joven iba a viajar a París junto a una acompañante para aprender francés y acudiría a su estudio con una carta de presentación. Lo que Beckett quería era «la cabeza, el cuello y la parte superior de los hombros, como aquel que hiciste de una mujer francesa y que tanto me gustó. También me gustaría que el busto tuviera un pedestal de mármol del mismo tamaño». Por lo general, Rodin hacía los bustos de hombres en bronce y los de mujeres en mármol, aunque primero trabajaba en arcilla.
Las sesiones —que comenzaron y se interrumpieron y volvieron a comenzar de forma intermitente durante un periodo de ocho años— estuvieron a punto de no comenzar nunca porque la acompañante tuvo que regresar a Inglaterra. Eve, como mujer prometida, no podía quedarse sola en París y también regresó. Al cabo de un tiempo consiguió nuevas acompañantes que estuvieran con ella en París y las sesiones se reanudaron en abril. La segunda semana de mayo, Beckett escribió arrebatado una carta a Rodin en la que aseguraba que le «encantaría ver el busto de la señorita Fairfax… (quien) me dice que vendrá a París en junio para las últimas sesiones».
Se han conservado ciento dieciséis cartas de Eve a Rodin y veinticinco de él a ella, escritas entre mayo de 1901 y septiembre de 1914. Fue un lapso «extraordinariamente largo» según la célebre secretaria de Rodin, René Cheruy, «en el fondo, había una historia de amor». Cuando comenzaron las sesiones, Eve tenía casi treinta años. Para Rodin el busto no era más que el encargo de su nuevo mecenas, por lo que la correspondencia entre el escultor y la retratada era formal, pero poco a poco, como observa la alumna de Rodin Marion J. Hare, «sus cartas se volvieron cada vez más personales e incluso íntimas». Para justificar aquellos largos periodos en París aprendiendo francés, Eve comenzó a asistir a la escuela para jovencitas Dieu Donné.

Eve, a punto de entrar en los treinta
(Cortesía de lady Feversham)
En sus cartas ella utiliza un francés simple, renuente e infantil, tiene un vocabulario limitado y su sintaxis desestructurada insinúa sentimientos no muy definidos. Habla de cosas que quedan fuera de su alcance, de sueños que no es capaz ni de olvidar ni de realizar. También Rodin es discreto cuando escribe, aunque a ratos se deja llevar por sus emociones. Se trata de una conversación correcta e inquisitiva entre dos personas de edades diferentes, un diálogo indirecto y poco sofisticado con insinuaciones muy delicadas. ¿A qué les iba a conducir todo aquello?
E. F.: Pienso mucho en usted. ¿Me escribirá pronto?
R.: Yo también pienso que usted llegará de un día para otro y yo me pondré completamente a su servicio.
E. F.: He estado enferma y el doctor me ha obligado a tomar unos de esos baños eléctricos… Me entristece mucho no poder ir, pero no es culpa mía.
R.: También a mí me entristece saber que está enferma. ¡Ah, mi querida modelo! Tiene usted un alma grande, por eso sufre su cuerpo… La espero para finales de julio…, me alegra tanto saber que voy a poder terminar su hermoso y melancólico retrato…
E. F.: Su carta me ha hecho mucho bien y me ha dado fuerzas… porque es el corazón el que hace sufrir al cuerpo. Su devoción por mí me ayuda muchísimo… Siempre me entristece despedirme… Pienso tanto en usted… Me encantaría poder estar en su estudio… Usted hace que mi corazón se mantenga vivo.
En una carta sin fecha enviada a Eve por otra amiga se insinúa que podría tratarse de una infección puerperal y esa observación desató en su momento la suposición de que su compromiso con Ernest se debía a un embarazo que acabó en aborto natural (hay también otra tesis, la de que ese embarazo se produjo más adelante y que la pérdida del niño provocó el fin de la relación). Lo cierto es que hay pocas certezas al respecto y casi ninguna evidencia en su correspondencia.
E. F.: Me hubiese gustado escribir algo, pero no fui capaz de encontrar las palabras francesas que me eran necesarias para expresar todo lo que deseaba decir, el silencio es siempre elocuente… Estoy segura de que el busto será una obra maestra; tengo muchos deseos de verlo de nuevo, y también de volver a verlo a usted, mi gran maestro.
R.: Esa carta suya, tan llena de amables sentimientos hacia mí, me ha renovado por dentro. Sí, estoy cansado de mi vida… Escríbame cada vez que su inspiración se vuelva impetuosa. Su francés es perfecto para mí; me da coraje y ánimo.
E. F.: ¿Por qué está usted triste? Su tristeza me preocupa muchísimo.
R.: La genuina grandeza que emana tanto su cuerpo como su alma siempre me ha emocionado profundamente… Me alegra poder decirle que el busto estará a su altura… Tras su partida, mis recuerdos se cohesionaron con fuerza y al final lo conseguí representar en un momento de buena fortuna… Voilá el busto.
Este intercambio epistolar sucedió en 1903, la última carta de Rodin está fechada el 24 de diciembre de ese año. En su respuesta, cuatro días más tarde, Eve no menciona la escultura. Si el busto está efectivamente terminado, lo que le preocupa es saber si también se terminarán las sesiones. ¿Volverá a ver al escultor? Le dice que su corazón «está lleno de afecto» por él y que le hace infeliz la idea de que ya no podrá verlo «más a menudo». También le pide que le escriba «unas líneas para decirme que se encuentra bien y que no me ha olvidado».
Eve estaba muy presente en la imaginación de Rodin, por lo que siguieron escribiéndose y encontrándose cada cierto tiempo hasta que llegó la guerra. Se daban mucho ánimo el uno al otro. Cuando Rodin viajaba a Inglaterra, solían encontrarse; al principio, junto a Ernest Beckett y, después, por su cuenta. De regreso a París, Rodin continuaba trabajando en el retrato de Eve, intentando encerrar su belleza. «Siempre la espero…, siempre aguardo su llegada, —escribió en el verano de 1904—. Usted es el sol y el cielo de este orden sobrenatural… Aun cuando permanece callada, sus gestos, sus contenidas expresiones y sus atractivos movimientos me resultan tan elocuentes que me conmueven… El busto hace que me sienta siempre a su lado. Aún no he hecho la copia en mármol».
Rodin terminó el modelo de arcilla a principios de 1904 y lo fue trasladando al mármol a lo largo de 1905. En mayo de 1905 comenzó una segunda etapa en las sesiones. Cuando Eve regresó a Inglaterra, Rodin le escribió diciéndole que tenía intención de seguir trabajando en el busto, «de esa forma puedo estar junto a usted sin que lo note».
Unos meses antes había fallecido el tío de Ernest Beckett, un amargado abogado eclesiástico sin descendencia, arquitecto amateur, inventor de aparatos mecánicos y relojero aficionado. Gracias a aquella muerte Ernest ascendió un escalafón en la nobleza, convirtiéndose así en el segundo barón Grimthorpe. Su tío había sido un millonario excéntrico, se había dedicado al estudio de los relojes, las cerraduras, las campanas (su diseño del Big Ben le había convertido en una celebridad) y la «astronomía sin matemáticas». Sus últimas palabras, dirigidas a su esposa, habían sido exactamente: «Nos estamos quedando sin mermelada». Se suponía que Ernest iba a recibir una herencia importante, pero tras la muerte de su tío los veinte apéndices que habían modificado su testamento generaron diversas polémicas que provocaron que la herencia tardara dos años en hacerse efectiva. Ernest viajó a Norteamérica a principios de 1905 y luego a Italia a pasar la primavera. No asistió al funeral de su tío. Poco después, cuando le preguntaron si tenía intenciones de escribir la biografía de su tío, contestó desde el hotel Continental de Biarritz que «tenía trabajos más agradables que hacer». Se decía que desde la muerte de su padre, en 1890, y sobre todo en aquel momento, quince años más tarde, con la muerte de su tío, Ernest se había vuelto sumamente rico —en alguna ocasión se llegó a calcular una suma de hasta siete millones de libras—. La magnitud de sus gastos parece verificar esas suposiciones. Viajaba alrededor del mundo, poseía casas en Yorkshire, Surrey y Londres y —como observa la señora Sackville en su diario el 24 de febrero de 1905— decoró su casa (Portland Place 80) «con ese estilo renacentista, que vuelve loco a todo el mundo en París hoy en día». Su padre le dejó, por desgracia, una suma que apenas llegaba a las cuatrocientas mil libras y como tenía también una mujer, tres hijos, tres hijas y muchísimos nietos, su testamento se diluyó en herencias, pensiones y legados. Ernest debió de tener suerte si le tocaron cincuenta mil libras. Aquella cifra, sumada a su sueldo como banquero, habría supuesto una cantidad más que suficiente para muchos jóvenes, pero Ernest tenía gustos caros y cambiantes, aparte de una gran habilidad para perder dinero. Invirtió en la industria forestal rusa en 1905, justo el año en que hubo una huelga general, un levantamiento fallido y el Manifiesto de Octubre. Especuló con inversiones inmobiliarias en San Francisco en 1906, el año del gran terremoto. Ernest suponía una carga financiera para su familia. En 1905, el año en que se convirtió en el segundo barón Grimthorpe, sus dos hermanos decidieron expulsarlo como socio del banco familiar. «Odio mi título nobiliario, —dijo más tarde—, lo único que me ha traído es mala suerte, me gustaría volver a ser sencillamente Ernest Beckett». Poco después de heredar el título de barón Grimthorpe, olvidó también otras dos promesas: pagar a Rodin el busto de Eve Fairfax y casarse con ella. Compró, eso sí, Villa Cimbrone en Ravello.
Según la hija de Beckett, Muriel, ya se habían producido un par de etapas de «frialdad» entre Eve y su padre, pero aquel último supuso el fin de su relación, que llegó en el verano de 1905. Eve estaba pasando la temporada de primavera en Kirkstall Grange, una de las casas de Ernest en Leeds. Había ido a ver a Rodin en mayo y el 22 de agosto le escribió diciéndole con cierta angustia «no podré ir a París, tal vez por mucho tiempo». Al parecer, había ido a una residencia para ancianos y era posible que se hubiera contagiado allí de una infección. El 3 de septiembre le volvió a escribir: «Estos últimos meses he tenido grandes dificultades, he llegado al límite de lo que puedo soportar, pero siempre me queda algo de valor para seguir adelante. Su amistad me ha ayudado muchísimo y seré la persona más triste del mundo si no lo vuelvo a ver. No, eso no pasará nunca». Le propuso viajar a París para visitarlo en noviembre de ese mismo año, pero no se encontraron hasta febrero del año siguiente, cuando Rodin viajó a Londres.
No hay ningún registro de comunicación entre Beckett/Grimthorpe y Rodin durante ese periodo, pero en marzo de 1908, Ernest anuncia súbitamente su visita a Meudon con «dos mujeres inglesas ansiosas por conocer al gran escultor y por ver algunas de sus obras». Más tarde escribió que se sentía muy orgulloso de que Rodin no lo hubiera olvidado, ya que tenía en «mucha estima su amistad». Tras recuperar su entusiasmo inicial, Grimthorpe (el título con el que firmaba ya en sus cartas) calificaba a Rodin como «el hombre vivo más importante». En su última carta, fechada en noviembre de 1911, ofrece llevarle a su estudio a una norteamericana joven, rica y hermosa que bailaba música griega. Añadía al final que personalmente encontraba aquellas danzas «de lo más artístico». A Eve, en cambio, le costó mucho más recuperar su buen humor. Cada vez se fue volviendo más importante para ella mantener contacto con Rodin. Él le escribió para decirle que no podían verse por el momento. Con aquello no se refería a que no fueran a verse nunca más, sino a que, tras su separación de Beckett, debían dejar pasar un intervalo de tiempo hasta su siguiente encuentro. «Estoy un poco preocupado por no haber recibido noticias suyas», le escribió dos días antes de Navidad. Finalmente ella contestó que había estado enferma y que no había podido escribir hasta entonces: «Me gustaría muchísimo verlo, querido amigo…, ¿por qué no me escribe usted algo que me alegre un poco?». En su respuesta Rodin vincula las facciones de Eve a las de las esculturas de Miguel Ángel, «el gran mago», (su influencia sobre Rodin fue muy poderosa) y le explica por qué ella se ha convertido en una persona tan esencial para él. «Me recuerda usted a los rostros que hacía Miguel Ángel, tanto en las expresiones como en los rasgos». No le podría haber dedicado un cumplido mayor (en un estilo diferente, le diría algo similar a la señora Sackville). «Si quiere que vaya a París para algunas sesiones, basta con un deseo de su corazón», escribió Eve a comienzos del verano de 1906. «Estoy bien, aunque la vida es siempre difícil y triste, pero es lo mismo para todo el mundo; una gran tristeza alternándose con algunos momentos alegres. Me gustaría verlo, ese sería mi momento de alegría». Las sesiones se reanudaron en noviembre. «Siento tanto cariño por usted…», escribió ella desde su hotel en París. «Por eso es necesario que el busto sea precioso».
En el Musée Rodin hay diez moldes de Eve Fairfax en yeso y arcilla cocida que registran todo el proceso. Entre los cuatro modelos de mármol, Marion J. Hare ha identificado dos retratos diferentes, uno «como reacción subjetiva a la belleza de ella» que fue terminado a finales de 1905, y el otro «una idealización de sus rasgos», realizado durante las sesiones de 1906 y esculpido en mármol en 1907. Al parecer algunos de ellos se hicieron a partir del mismo bloque de mármol. En uno, aparece envuelta por el mármol, como si estuviera dentro de un útero; en el otro, surge de él de perfil, como el contorno de un cisne —la pieza da la sensación de una lucha inminente, de una calma a punto de llegar—. El poeta austriaco Stefan Zweig vio cómo Rodin levantaba una espátula y «con un golpe maestro en el hombro, pulía el material tanto que llegaba a parecer la piel de un ser vivo, de una mujer que respiraba».
A finales del verano de 1907, tras seis años y medio de modelado, Rodin le presentó a Eve uno de aquellos bustos de mármol, la versión idealizada, con su aspecto incompleto, sereno y distante —«la efigie de una mujer maravillosa», lo describió—. Eve estaba abrumada por la felicidad. «¡No puedo creer que vaya a ver mi busto!», escribió. «Me ha hecho usted tan feliz…, me ha dado coraje… Se lo agradezco con toda mi alma».
Era un recuerdo de todo el tiempo que habían pasado juntos. «Se vuelve más hermoso cada día que pasa», le escribió ella un año más tarde. Pero ¿significaba aquello que no iban a volver a verse? Ella no lo permitiría, como no lo había permitido antes. Su amistad con Rodin, aquella rama viva de lo que parecía un árbol muerto, creció y prosperó, y las sesiones fueron momentos de alegría en una vida que parecía destinada a ser triste. Compartieron una amistad especial, una amitié amoureuse. No fue una relación sexual: aquel busto, que en palabras de Frank Harris era délicieux, dans sa grâce virginale, lo probaba. Ella era consciente de gustarle mucho a Rodin y aquello le daba confianza en sí misma. Ruth Butler habla de la aparente ingenuidad de Eve, que no parecía darse cuenta de que a Rodin le gustaban en realidad todas las mujeres hermosas, pero no reproduce el discurso completo de Eve que sí aparece en la Vida de Rodin de Frederic V. Grunfeld: «Sé que gusto mucho a Rodin y lo digo con humildad. Me encontró refrescante y nueva en una época en la que se había hecho célebre y tenía a muchas mujeres francesas tras él. Creo que lo atraía porque, a diferencia de la mayoría de las mujeres de aquella época, yo no estaba dispuesta a irme a la cama a la mínima oportunidad… El hecho de que lo tratara con cierta indiferencia me volvió distinta a las demás».
Las palabras «a la mínima oportunidad» dan que pensar al lector. En realidad hace demasiada gala de su propia indiferencia y de una manera muy poco convincente. Sus cartas rezuman miedo de que la olvide y están llenas siempre de planes para volver a verlo y de dolor cuando lo abandona. Le suplica que le mande fotografías y siempre afirma que desearía hablar mejor francés para así poderle expresar de manera adecuada lo que siente, «pero usted sabe cómo lo amo, a pesar de que el sentimiento esté tan pobremente expresado». Acude a visitarlo en septiembre de 1908 y luego, de nuevo, en marzo y en abril de 1909. Ya no se trata de posados. Lo invita al teatro y le dice lo feliz que es en su compañía, dan un paseo en coche y ella se disculpa por estar tan callada mais nous étions très contents parce que nous étions dans grande sympathie n’est-ce pas? Hubo, con toda seguridad, más paseos después de aquel.
Llegó el verano de 1909 y con él una nueva crisis. Eve, a sus treinta y ocho años, seguía soltera y ni siquiera podía pagar sus deudas, de modo que se declaró en la ruina. Se había visto obligada en dos ocasiones a ir a juicio y en las dos ocasiones a declararse insolvente. No tenía casa (casi todas sus cartas a Rodin provienen de direcciones diferentes) y solo tiene un bien reseñable: el busto de Rodin. En julio de ese mismo año escribe una carta a su cher et grand ami en la que le pregunta si le molestaría que vendiera el busto a una galería de arte de Johannesburgo y, en caso afirmativo, cuánto debería pedir por él. Poco después viaja a París y le explica personalmente su bochornosa situación financiera. Rodin le aconseja que pida ochocientas libras si el comprador es la galería y mil si se trata de un comprador particular. Promete regalarle también, por su gran amistad, una de las copias en yeso a la que llama la mère et son petit enfant. En octubre Eve vende el busto a lady (Florence) Phillips, esposa de Lionel Phillips, ambos ricos mecenas de Sudáfrica, por una suma de veinte mil francos (cien años más tarde su precio es de seiscientos mil euros). Lady Phillips lo presenta en la galería y Eve, a pesar de sentirse tellement seule desde que se separó de él, se muestra encantada cuando le cuentan que todo el mundo lo admiró, especialmente los niños que, al parecer, no podían evitar «abrazar el busto, poseídos por un súbito sentimiento de afecto», tal y como le contó ella misma a Rodin en una carta.
Il faut souffrir si on est pauvre, le escribió a Rodin, pero lo que realmente la llenó de orgullo y felicidad fue que, cuando acudió a visitarlo el siguiente agosto, él le pidiera que posara de nuevo. Había comentado al artista Jacques-Emile Blanche que Eve era «Diana y el sátiro en una sola persona». De Diana tenía una cara llena superficies planas y la estructura ósea de las mujeres inglesas (algo que resultaba de gran utilidad a los escultores), y también era Diana en el sentido de poder representar a una diosa de la naturaleza («tienes el fulgor de las diosas de la virtud», le escribió Rodin en una carta del verano de 1904). En su imaginación la debía de ver como una especie de diosa virginal que protegía a la infancia (tal y como la representó en el yeso de la mère et son petit enfant), pero su condición de sátiro es más difícil de entender, a no ser que se interpreten bajo una mirada sexual los estudios que hizo de ella durante 1909 y posteriormente vaciados en bronce. Se trata de bustos más íntimos, tensos y realistas que el busto de mármol. El perfil tiene el encanto y la juventud que es característico en todos los estudios que hizo de ella, pero si se mira la escultura en tres cuartos, se puede apreciar a una mujer mucho más experimentada y la imagen parece evocar algunos de los calificativos que utiliza Rodin en sus cartas para referirse a ella: valiente, cargada de paciencia, melancólica, todo su cuerpo parece estar recomponiendo un corazón roto y produce una enorme sensación de bienestar. En realidad se trataba de un bienestar que parecía emanar de aquella colaboración que al propio Rodin le parecía una colaboración con la naturaleza: «El germen de tu carácter y de tu belleza que plantaste en mi corazón para que naciera cuando llegara el momento».
En la correspondencia hay cartas perdidas por ambas partes, pero por las que han sobrevivido, podemos estar seguros de que se encontraron en París o en Londres en septiembre de 1914. Un año antes, Eve había alquilado una pequeña casa en el jardín de Rodin, en Meudon. Durante su estancia él le hizo un regalo: ce beau dessin al que llamó un souvenir de mon coeur y que je garderai toujours avec amour. Ella se dejó accidentalmente en el jardín o en la casa une petite casse pour la poudre. Tal vez él podía llevársela a Inglaterra cuando viniera o ella la podía recoger cuando hiciera su siguiente viaje a Francia. Cuando la guerra puso fin a sus encuentros, se habían estado viendo durante trece años. Él moriría en 1917 a sus setenta y muchos años y ella, que en aquel momento estaba en la mitad de sus cuarenta, le sobreviviría. Lo que había comenzado como una relación meramente profesional se había convertido al final en una relación importante para los dos. Para Rodin se trataba de una femme inspiratrice que había aparecido en su vida y le había inspirado algunos de sus mejores trabajos de madurez. Para ella aquella amistad estaba cargada con la emoción del hombre con el que había pensado casarse y que luego había desaparecido, y no se asemejaba a ninguna otra. Se convirtió, de hecho, en la experiencia más tierna y duradera de toda su vida.
Lo que yo no podía imaginar mientras paseaba por aquellas salas vacías del Victoria and Albert Museum, en 1970, era que Eve Fairfax todavía estaba viva y que podía haberla ido a visitar al geriátrico que los cuáqueros tenían en York para los desamparados. Sea como sea, las preguntas fueron quedando pospuestas por el apremio de los libros que estaba escribiendo en aquel momento y que con frecuencia me obligaban a viajar al extranjero. Pero no me olvidé de Eve Fairfax y aquella inquietante imagen del busto de Rodin ocupó su lugar en mi mente. Más tarde, a finales de los años noventa, retomé mis pesquisas y traté de averiguar algo más acerca de Eve y de Ernest Beckett, el ambiguo lord Grimthorpe. Sus dos familias habían vivido no muy lejos la una de la otra en Yorkshire y solían invitarse los unos a los otros para las ocasiones formales: bodas, bautizos y entierros. Pero mientras la fortuna de los Fairfax comenzó a declinar a finales del siglo XIX, la de los Beckett comenzó a crecer. Me resultó más fácil trazar los contornos de la vida de Ernest Beckett que los de Eve Fairfax porque el primero fue un personaje público, mientras que la vida de ella parecía siempre oculta tras el horizonte.
Ernest comenzó su vida bajo un nombre distinto. Nació el 25 de noviembre de 1856 en Roundhay Lodge, Yorkshire, a unos kilómetros al norte del lugar en el que vivían sus padres en Leeds, quienes le dieron el nombre de Ernest William Denison. En el certificado de nacimiento, su padre William Beckett Denison afirma que su oficio es el de banquero (el de su esposa Helen era ser la hija del segundo barón Feversham). A medida que Ernest fue creciendo, las ocupaciones de su padre progresaron enormemente. Se convirtió en un miembro del partido Conservador en el Parlamento de North Nottinghamshire y, a pesar de que estaba un poco sordo (si creemos lo que dice el Yorkshire Evening Post), «tenía el oído atento a todas las cuestiones que se le presentaban para que encontrara una solución». Aun así su corazón no estaba en la política, sino en las finanzas. Era hijo de un banquero y entró en el banco familiar, el Beckett’s Bank, a los veintiún años de edad, convirtiéndose en socio tras la muerte de su padre en 1874; nombró socios a sus tres hijos. Fue también magistrado, diputado de la West Riding de Yorkshire, presidente y director de varias compañías y un fervoroso promotor de obras de caridad relacionadas con la Iglesia. Fue exactamente el modelo que deseaba que siguieran sus hijos.
Ernest fue criado en una sucesión de distintas casas de Yorkshire, entre ellas la del nombre prohibido era Meanwood Park, en Leeds. Su padre (conocido por aquel entonces como «el hombre de Meanwood») poseía también una residencia en Londres, Piccadilly 138, en la que residía cada vez que tenía que asistir a una reunión en la Casa de los Comunes. En 1870 alquiló a la familia Milner la casa de Nun Appleton Hall, el lugar en el que la madre de Eve Fairfax, Evelyn Milner, había pasado toda su infancia. Se trataba de una mansión de ladrillo rojo con una enorme ala gótica en medio de una zona verde y conectada con el pueblo de Bolton Percy por una carretera de unos cuatro kilómetros. La mayor parte de la casa había sido construida en el siglo XIX sobre el emplazamiento de una abadía cisterciense y mantenía aún la cara norte de la casa del siglo XVII del general Fairfax, héroe nacional retirado tras renunciar a su puesto en el ejército. Al parecer William Beckett Denison había alquilado la casa para reafirmar su posición social en el condado (una de sus hijas se casaría luego con un miembro de los Milner, cuya vieja fortuna ya estaba comenzando a desaparecer).

Ernest Beckett en Cimbrone, c. 1910
(Cortesía de Tiziana Masucci)
A su hijo mayor lo envió a Eton. Ernest era un estudiante nato y tal vez siguió siéndolo toda su vida. Le fue bien en los exámenes y, mucho más importante que eso, destacó en los deportes; en críquet, remo y en todos los vetustos e intrincados juegos y deportes de Eton. Fundó una sociedad de debate y actuó en la compañía teatral de la universidad. Como termómetro de su éxito fue elegido Pop, la sociedad más selecta de Eton, cosa que le permitió todo tipo de lujos, como poder llevar chalecos de colores vivos. De Eton se trasladó al Trinity College, en Cambridge, donde se esperaba mucho de él, pero fue ahí donde algo desapareció. Se trata en realidad de un misterio, como también lo sería más tarde su salida del Beckett’s Bank o la ruptura de su compromiso con Eve Fairfax. Sentó un precedente. En todos los casos los episodios iban seguidos de rumores de escándalo, silencio y temporadas en el extranjero. Llegó al Trinity College en mayo de 1875, pero ni siquiera alcanzó a completar su primer año académico. Se le menciona como miembro no-participante en el tercer Trinity Boat Club, pero no hay noticias de que jugara al críquet ni a ningún otro deporte. Su única actividad, aparte de actuar, pareció ser la de participar en un club de debate ligero llamado Magpie and Stump, en honor a un burdel local. No se licenció. Viajó al extranjero.
A su regreso a Inglaterra, y bajo la atenta mirada de su padre, se asentó en lo que a todas luces parecía una vida convencional. Se unió a la sucursal del banco familiar que había en Leeds y estableció las bases de una carrera prometedora. Se hizo socio de un buen puñado de clubs de moda como el Reform, el National Liberal Club, el Marlborough, el Brook’s, el St. Jame’s y el Turf. Se dedicó también al golf y al tiro, y a coleccionar obras de arte para decorar su apartamento de Ebury Street. George Moore, autor de Conversaciones en Ebury Street, tuvo la oportunidad de charlar con él en varias ocasiones y lo describe en una carta privada a lady Cunard como «el mejor amante de Londres».
Durante la primavera de 1882 hizo un viaje a través de Francia hacia Italia. «Jamás en toda mi vida he experimentado una sensación de placer tan intensa y una alegría de estar vivo como en Nápoles», le escribió a su madre en una carta hacia el final de su viaje, pero «ir corriendo de un lado a otro como un loco con una guía de viajes en la mano no tiene ningún sentido ni produce placer alguno, —se queja—, a pesar de eso he cumplido también mi obligación como turista». Su mirada con frecuencia se veía distraída y se apartaba de las hermosas construcciones para fijarse en las hermosas muchachas. Ya había ido a las termas de Caracalla en sus viajes tras dejar Cambridge, pero cuando volvió a verlas, le parecieron «completamente nuevas, como si no las hubiese visto nunca, porque la primera vez que las visité fue en compañía de la señorita P. y la verdad es que estaba más pendiente de sus ojos que de las termas». Lucha para mantenerse atado a las obligaciones del buen turista, con su listado de iglesias y museos, pero busca siempre el entretenimiento de la mirada de las jóvenes. Por ejemplo, en el hotel Bristol de Roma, tuvo la oportunidad de ver a una mujer muy hermosa y célebre: madame Bernadocki (Bernadotti), una rusa que al principio había sido poco más que una mujer florero, pero que al casarse con un caballero de su país se había convertido en una celebridad en todas las capitales europeas, incluyendo Londres, donde hasta el propio Príncipe de Gales había pedido que se la presentaran. «En mi opinión se trata de una belleza absolutamente sublime, muy superior a nuestras bellezas, resulta fascinante en cualquier tipo de situación y en todo momento». Por otro lado lo irrita la cantidad de iglesias que todavía le quedan por visitar. «No puedo soportar ver una más de estilo italiano, estoy realmente harto y ni siquiera me parece que San Pedro sea más impresionante que la catedral de York». Se enfrenta con enorme irritación a la «corrupta religión romana» y llega a comentar a su madre en una carta: «Los cuadros, los ornamentos, la decoración, todas esas velas, el incienso y la parafernalia de la iglesia católica no paran de ofender la mirada y el gusto de cualquier persona razonable… Aparte del hecho de que hayan sustituido a Venus por la Virgen María, no consigo ver gran diferencia entre los ritos paganos y las misas católicas. No, yo prefiero los templos góticos y la pureza y la belleza de la religión de Inglaterra…».
Pero también escribe a su madre: «He tenido mucha suerte con la gente con la que me he cruzado en el camino y con las relaciones que he establecido, especialmente con algunos hombres de Roma, ha hecho que todo sea extremadamente placentero… Los Storys (se refiere al gran escultor y a su familia) han sido muy amables conmigo, me han llevado a muchas fiestas y me han invitado también a cenar». William Wetmore Story era un rico expatriado de Boston, un abogado reconvertido en escultor cuya obra se había hecho muy célebre después de que Nathaniel Hawthorne hablara de su estatua de Cleopatra en la novela El cervatillo de mármol (1860). Vivía en el Palazzo Barberini, un extraordinario edificio del siglo XVII, de mármol amarillo, en la cuesta del Quirinal. Con sus siervos de librea, sus casi cincuenta habitaciones, muchas de ellas de una grandeza y un lujo incomparables (las de los pisos superiores misteriosamente iluminadas solo con velas); el lugar tenía todo el ambiente teatral de las antiguas escenas de la Roma de los papas. Y hasta el mismo Wetmore era alto, apuesto y llevaba una puntiaguda barba gris, lo que contribuía también al arcaico tono renacentista que quería dar al conjunto. Henry James, quien lo visitó varias veces a comienzos de 1870, comentó que en rara ocasión se había visto un caso de ostentación tan apabullante como el de Story, y concluía afirmando que si «su inteligencia era grande, más grande había sido la buena disposición con la que lo había tratado el mundo». Ernest formaba parte definitivamente de aquel mundo bien dispuesto. Estaba empeñado en que su padre comprara una de aquellas esculturas a las que Henry James había denominado «efigies interminables». Story esculpía generalmente desnudos suntuosos en posturas sugerentes, apenas cubiertos con telas vaporosas, y consiguió crear un tipo de porno suave que acabó siendo muy popular en la sociedad victoriana. Henry James solía denominar a su musa la «pícara sugerente». Era un escultor completamente distinto de Rodin —«fatalmente poco sencillo», en palabras de James— que tenía siempre a sus artesanos en medio de un caos de esculturas femeninas de mármol, como si fuese un director frente a una orquesta. Henry James describió la carrera de Story como «un hermoso sacrificio para un noble error», pero aquel Ernest de veinticinco años concluyó que la vida del artista le parecía la más placentera de todas.
Los Storys eran la cabeza visible de la comunidad americana en Roma y fue al año siguiente (1883), durante una de sus veladas musicales, cuando Ernest conoció a la joven muchacha americana con la que después se casaría.
Lucy Tracy Lee, a quien todos llamaban Luie, había pasado la mayor parte de su infancia y adolescencia en Ondeora, la granja familiar que estaba en Highland Falls, una enorme finca cercana a la academia militar de West Point, en el estado de Nueva York. Aquellos primeros años de su vida fueron rabiosamente felices. Constantemente había fiestas, partidos de tenis, pícnics, bailes (en los que realmente no importaba demasiado si uno se enamoraba), ensayos hilarantes para representar obras de teatro y, por encima de todo, el poni más amado por nadie en todo el país. Pero aquella felicidad quedó interrumpida tras la muerte de su padre cuando ella tenía trece años y el financiero Pierpont Morgan, para tratar de paliar el dolor de su prima, decidió llevársela de viaje a Inglaterra y Francia en compañía de su hija Louisa (la mejor amiga de Luie). Viajaron en el Britannic, un transatlántico de la compañía White Star, poco después de la pascua de 1879 y se pasaron la mayor parte del tiempo de compras en Londres y en París. «El primo Pierpont», comentó Luie, «es el hombre más adorable y amable de este mundo».
Era una muchacha naturalmente alegre, llena de vida y de buen corazón. Una de sus primas recuerda que «se convirtió casi en un símbolo de perfección para nuestra generación». «Todos los acontecimientos que compusieron su vida estaban pulidos y brillantes, como si se tratara de preciosas reliquias». Era una hija única, tal vez mimada en exceso por su madre, un poco solitaria a ratos y, a medida que pasaban los años, cada vez más confundida con respecto al tipo de vida que le esperaba. Fue creciendo y con los años aumentaron también la insatisfacción y el descontento. Todas las cosas que hacía solo un par de años le habían proporcionado alegría ahora formaban parte de aquello que le parecía aquella vida «estúpidamente aburrida de West Point». Durante el otoño de 1881, a la edad de diecisiete años, comenzó a escribir un diario para consignar «cómo es mi paso por el mundo y para que estas páginas den testimonio tanto de los buenos momentos como de los amargos». Recuerda con placer y con un retrogusto de amargura su viaje a Inglaterra: «Qué fácil y qué sencilla es la vida en Europa si una la compara con cómo es en este espantoso lugar en mitad de la nada». Se sorprendió al enterarse que había una buena parte de la comunidad de Highland Falls que la consideraba demasiado afectada y decidió tomárselo como un cumplido. «Para ellos soy demasiado inglesa», escribió en el diario, «y la verdad es que no me importa, en realidad me agrada». Encontró en aquella tensa manera de fingir modales británicos un truco perfecto para cuando conocía a gente que le desagradaba. Era una forma de ocultar su fragilidad.
Luie no era lo que un conocedor como Ernest hubiese denominado una belleza profesional. «Creo que no poseo el elemento primordial para ser una belleza», escribió en su diario, pero aun así la gente solía sentirse muy atraída por ella. Su vitalidad era especialmente seductora. Era alta y de complexión atlética, tenía unos ojos azules y unas cejas finas y horizontales que le otorgaba una madurez serena a la parte superior de sus rostro. «Dicen que soy tan madura como si tuviera veintiún años», escribió cuando tenía diecisiete, «yo me siento lo bastante madura para tener cualquier edad que a la gente le apetezca asignarme». Su boca era parecida a la de un bebé pero el dibujo de su barbilla le daba un aire determinado, y como tenía un temperamento tenso y romántico, realmente necesitaba aquella determinación para resolver las complicaciones que le esperaban. Vivía con su madre y con su abuelo, rodeada de los recuerdos de su recién fallecido padre, en lo que parecía un intermedio entre «una época muy muy feliz, y una triste que se aproxima». La incertidumbre era cada vez más oprimente. «Oh, me pregunto una y otra vez, una y otra vez… ¿cómo va a acabar todo esto? El amor y el dolor van de la mano en las emociones de una chica de diecisiete años, dice el tío Charlie».
Tanto su corazón como su mente parecen estar en constante conflicto. No era poco ambiciosa. «En mi vida me voy a acabar encontrando con gente que luego formará parte de la historia» predijo, «no quiero ser un florero». Al mismo tiempo se sentía «poseída por el más insoportable anhelo de algo que no consigo determinar. Algo inalcanzable». La espanta descubrir que hay algunas personas que la consideran una coqueta. ¿Y cómo resuelve el misterio doloroso de los hombres? Apenas cumple diecisiete años, recibe su primera propuesta de matrimonio y le repugna solo recordarlo. «Si todas las propuestas que tenga en mi vida me resultan tan desagradables como me ha resultado esta, juro que permaneceré virgen hasta la muerte», decide, «me pareció totalmente asqueroso, tanto que apenas creo que pueda volver a mirarle a la cara». Tiene un par de amigos varones que «han sido una buena influencia, creo, aunque más mentalmente que moralmente». Aun así ninguno de ellos le hace proposiciones ni ella se siente atraída por ellos hasta que conoce a Henry McVicker. «Me ha fascinado más en media hora que ningún otro hombre en toda mi vida», admite, «… es atractivo, casi guapo, tiene unos redondos ojos negros y una planta terriblemente buena, es alto y amable… Con qué sencillez se derrota a una muchacha de diecisiete años. Ha desencadenado en mí toda una furia de intensas emociones… Me he quedado fascinada y he comprobado que él también lo estaba, al menos un poco. Aun así creo que ha estado flirteando y que no se cree de verdad ni la mitad de las cosas que me ha estado diciendo». Continuaron viéndose hasta que sus encuentros comenzaron a alarmar a su tía Kitty, quien se decidió a hablar seriamente del asunto con el señor McVicker provocando en él tal enfado que abandonó la casa de inmediato. Poco después la tía Kitty le explicó a Luie que, por mucho que le gustara, aquel chico no era más que un mujeriego que no pretendía otra cosa más que pasar un buen rato a costa de las jovencitas con las que se cruzaba. El primo Pierpont, quien se había convertido en una especie de padre adoptivo tras la muerte de su padre biológico, le comentó que se «enfadó mucho cuando salí afuera, también de que me hubieran permitido conocer al señor McVicker quien al parecer es un villano. Supongo que él sabrá por qué lo dice, pero a mí me parece que nadie lo sabe en realidad… Dicen que no es ni la mitad de malo que sus hermanas, pero eso muy bien puede ser verdad y no ser ni siquiera un problema». Para ella aquel episodio fue desconcertante e hizo que se enfadara con todo el mundo, pero aun así no se olvidó de Henry McVicker. «Me pregunto qué quiso decirme en realidad… para mí es un absoluto misterio».
Por primera vez en su vida Luie comienza a considerar que tal vez un simple criterio moral no sirva para hacerle encontrar al tipo de hombre con el que desea casarse. Tal vez «un hombre que ha vivido salvajemente durante una época de su vida y luego se ha enamorado de una mujer pura, de verdad pueda convertirse en un mejor marido que uno que no ha sufrido ninguna tentación de ningún tipo y conoce poco o nada el mundo de las mujeres, de las mujeres reales». Como ella misma conocía más bien poco y había experimentado todavía menos, comenzó a observar a parejas casadas tratando de determinar cuáles de ellas se habían casado por amor y cuáles por dinero o por una posición. Se dedicó a examinar el comportamiento de algunos matrimonios y el hecho de que «la mayoría de las mujeres más interesantes están casadas con un barón alemán al que ellas odian, pero por el que son adoradas. Ella lo trata fatal y él tiene un aspecto de lo más triste. Me parece una situación espantosa; dos personas que no se importan ni lo más mínimo y que, sin embargo, están atadas de por vida la una a la otra».
¿Cómo podía estar segura de evitar caer ella misma en una situación similar? ¿Acaso seguía siendo una mujer pura y verdadera después de haber desarrollado aquella inclinación por hombres que preferían vivir sus vidas apostando por ciertos riesgos? «No creo que queramos a las personas solo porque tienen menos defectos», pensó. Un año antes, a la edad de dieciséis años, no habría creído posible verse atrapada entre aquellos complejos dilemas morales y sexuales. «Me pregunto si a todas las personas les decepciona la vida como a mí últimamente. Si tan solo fuese capaz de retener mi corazón para que no se fuese tras de nadie…, tal vez somos nosotros mismos los responsables de nuestra decepción… Realmente creo que esta vida no merece la pena y que si una pudiese dejar de luchar por ella, sería un descanso… Sé que llegará el momento en que acabará este espantoso anhelo y sufrimiento, que llegará un día en que encuentre a una persona y me dedique a él el resto de mi vida, pero la verdad es que ahora me resulta todo muy duro… Cuando me dejan a solas, lo único que hago es llorar sin descanso… Creo que no hay nadie en este mundo que me importe, a parte de mi madre… Me siento espantosamente inquieta, me gustaría ser capaz de librarme de esta compañera constante, yo misma».
Su melancolía se intensificó con la muerte de su abuelo, que vivía con ella en Highland Falls. Lo quería mucho y contempló su muerte. Una vez más Pierpont Morgan tomó cartas en el asunto y sugirió llevar a Luie, junto con su madre y su tía, a un viaje por Europa y el norte de África, aunque aquella vez la duración del viaje iba a ser mucho mayor, tal vez hasta dos años.
Aquel proyecto provocó una crisis en Luie e hizo que cambiara de opinión en muchas cosas. «Es un cambio terrible y me temo que va a haber muchas cadenas que van a ser muy difíciles de romper», escribió. Aquella vida «estúpida y aburrida» en West Point le parecía dolorosamente deseable ahora que se veía obligada a abandonarla; había un hombre al que acababa de conocer y que le gustaba especialmente y sentía que ahora ya no iba a tener nunca la oportunidad de saber si ella le gustaba a él. ¿Era posible esperar un par de años para averiguarlo? Le parecía una eternidad. Iba a ser espantoso tener que despedirse de él (fue al barco a despedirse de ella y le llevó un ramo de flores). ¿Cómo iba a encontrar a un hombre apropiado en Inglaterra, aquel país envarado, frío y formal al que tanto había admirado cuando era joven e ingenua? En aquella época todo lo veía au couleur de rose. Ahora recordaba aquellas palabras vacías que tanto les gustaba utilizar una y otra vez a los ingleses, como si se tratara de breves efusiones de aire caliente sobre una tierra estéril: «realmente», «ciertamente», «se lo aseguro» y también «oh» seguido de «ah». Cuando estaba en Estados Unidos había comenzado a estudiar francés, pero no conocía ninguna otra lengua europea. Tenía la sensación de que sus únicos amigos mientras fuera viajando de un país a otro iban a ser sus autores favoritos, como Susan Coolidge, por ejemplo, la autora de literatura infantil que había escrito las crónicas tituladas Lo que hizo Katy. (En Lo que Katy hizo a continuación la protagonista emprendía un viaje a Europa y allí conocía a un guapo capitán de navío con el que se acababa casando).
En diciembre de 1881, Louie escribió una desesperada nota de despedida en su diario: «Ya hace una semana que estamos en el mar y cada vez que lo pienso me parece terrible, terrible… La semana que se aproxima la temo y me tiene indiferente a partes iguales… Todo me aburre, todos me aburren… Tampoco creo que yo misma sea digna de un solo pensamiento, ni del cuidado de nadie, ni de nada. No sirvo para nada. Para mí no hay nada… Oh, cómo me gustaría sentirme joven».
Cuando llegaron a Europa e iniciaron su itinerario, la melancolía de Luie comenzó a desvanecerse un poco. Fueron de compras en París y en Londres, pero «los vestidos tampoco son tan interesantes y estar allí de pie esperando a que te los prueben es la cosa más tediosa del mundo». Tuvieron más éxito sus visitas a las galerías de arte. Hizo una lista de los cuadros que más le habían gustado: Lady Hamilton de Romney, Mrs. Siddons de Gainsborough y La edad de la inocencia de Joshua Reynolds en Londres y en París un paisaje con unos bueyes arando vistos al fondo de unas colinas verdes de Rosa Bonheur y Dernier jour de la captivité de madame Roland de Goupil. Hizo también unos bosquejos de los cuadros en los que volcaba una gran emoción.
Pierpont Morgan, quien las acompañó durante los primeros meses, hizo muchos regalos a Luie y siempre encargaba que hubiese flores y bombones en su habitación. «Es un amor…, en lo único que piensa es en que nosotras seamos felices…, es demasiado». Aquello que la rodeaba era todo cuanto había anhelado en una ocasión, ¿por qué no era feliz entonces? Tal vez si Pierpont Morgan hubiese sido otro hombre, un joven de su edad… ¡Pero qué feos pensamientos eran aquellos! Merecía que la castigaran. «A veces pienso que casi me resultaría más agradable que me encerraran en una habitación y me dejaran allí confinada».
Fueron en tren desde París hasta Marsella y desde allí viajaron hacia Alejandría por el Mediterráneo en un barco «asqueroso, maloliente, vil, incómodo y repugnante llamado Alphée». A pesar del barco, los primeros días del crucero fueron extraordinarios; atracaron en Córcega y en la isla de Montecristo, también lo hicieron en Capri y en Isquia y en la espléndida bahía de Nápoles: «No creo que haya nada en el mundo tan hermoso como esa bahía», escribió. Pero cuando recorrieron atolondradamente la ciudad de Nápoles de parte a parte se quedó espantada: «Cuando una entra en esa apestosa ciudad le dan ganas de morirse aunque solo sea para acabar con toda esa incomodidad. No quiero volver nunca a Nápoles… Cuando estábamos en el barco, vino un bote lleno de músicos con mandolinas y guitarras. Las canciones eran muy musicales, pero los sentimientos de los intérpretes me parecieron más dudosos».
Y sin embargo, Egipto resultó inesperadamente excitante, sobre todo El Cairo. La gente era muy hermosa, sus ropas parecían abrochadas por una especie de poderes sobrenaturales (no había presencia visible ni de botones ni de ganchillos). La belleza de los árabes la tenía fascinada. Los hombres le parecían «imponentes» y los niños muy vitales e ingeniosos con sus vestidos amarillos, rojos y azules. Todas las mujeres iban cubiertas por velos, pero a través de aquellas vaporosas telas se podía ver cómo brillaban sus ojos. Había por todas partes tal cúmulo de calles, puestos de naranjas, canales, chozas de barro, hombres, mujeres, niños montados en burros, camellos, cabras y ovejas que comenzó a olvidarse de lo infeliz que era en mitad de aquella corriente repleta de vida.
Cuando Pierpont Morgan abandonó la comitiva, Luie fue escoltada a las cenas oficiales, las procesiones islámicas y las veladas de música árabe por el compositor Arthur Sullivan, que por aquel entonces se encontraba pasando unas vacaciones de tres meses en Egipto. «El señor Sullivan ha sido muy amable conmigo y todo el placer de estos días proviene de él», escribió en su diario. Pero en realidad él era mucho más devoto de una joven llamada Emma Colvin. Luie anotó en su diario que «los hombres ingleses están muy acostumbrados a tratar con las mujeres; a veces me resulta extraño, en casa no tenemos mucha compañía de ese tipo…». No termina de decidirse sobre qué cultura le parece mejor. A Arthur Sullivan ella le parece encantadora pero también extraña: altiva a ratos, fastidiosa a veces, y siempre franca en extremo. A ella le habían complacido la operetas a las que la habían llevado en Nueva York, pero odió la opéra bouffe que vio en El Cairo, una obra «desagradable e inapropiada, aunque la música era muy bonita». Tampoco le gustaron los «derviches o cómo se llamen» que retorcían el cuello mientras daban vueltas girando en círculos sin parar de aullar y de gemir «la cosa más espantosa que he visto en mi vida».
Para su sorpresa, Luie se hizo célebre en El Cairo como la Belle Américaine. Un buen número de hombres le dijeron que estaban «fascinados por mi aspecto» y otros tantos estaban ansiosos por conocerla. Ella protestaba: «No soy ninguna belleza». Ser alabada por su belleza y sentirse fea casi constantemente empezó a provocar en su interior una especie de extraña tensión. Tal vez fuera la simple emanación de su infelicidad la que le diera a su rostro aquel aire de misteriosa belleza. Le hubiese gustado que la alabaran por otras cualidades: por su imaginación, por sus modales aristocráticos y su «magnetismo personal» (lo que en otra época se llamaría sex appeal).
Continuaron su viaje hacia Beirut y desde allí a Damasco, Esmirna, Constantinopla y Atenas, pasaron unos meses en Florencia y en los lagos italianos, prepararon una larga estancia en París, pero finalmente se decidieron por Roma. Si Luoie hubiese podido poner aquel viaje en un banco y haber ido administrándoselo al tiempo que podía pasar breves temporadas en Estados Unidos, habría sido maravilloso, pero aquella estaba siendo su ecuación sentimental y, a pesar de sí misma, estaba empezando a mirar cada vez más hacia delante y menos hacia atrás. Tanto su madre como su tía habían decidido no regresar a los Estados Unidos e instalarse en Roma junto a una colonia americana que habría disgustado enormemente a sus amigos de Highland Falls. «Las dos señoras», escribiría más tarde una de sus primas americanas, «se fueron a Roma y se unieron a una colonia de expatriados en la que pasaron el resto de sus días. Adoptaron todos los vicios de esa indescriptible sociedad y se convirtieron en las viejas de mundo más desagradables que he visto en mi vida».
Pero aquello no era lo que le iba a deparar el destino a Luie. «Espero que en Roma alguien se fije en mí», escribió esperanzada. No esperaba enamorarse ni que alguien se enamorara apasionadamente de ella, pero en realidad sí seguía soñando en secreto que pudiera ocurrir y lo necesitaba con urgencia. Tanto su madre como su tía entendieron su deseo a la perfección, pero no podían llamarlo por su nombre, era como si aquel tipo de deseos, en el caso de las mujeres, fuesen inmorales o se produjeran en un territorio en el que no se pudiesen nombrar. Para Louie había llegado la hora de escapar de aquellas hermanas viudas que, por su parte, tampoco eran capaces de relacionarse bien con aquellos modales suyos «tristes e insatisfechos». Había observado sagazmente en sus diarios, «me rodean un buen número de placeres inesperados y no precisamente los previsibles», de modo que cuando, poco después de su decimonoveno cumpleaños, conoció a un Ernest de veintisiete años a la caza de muchachas bonitas, lo más probable es que no albergara ninguna expectativa demasiado romántica.
Para Ernest había sido un año de enorme sufrimiento, en un primer término, y de un enorme placer, en el segundo. Durante la primavera su hermana mayor, «la más querida de todas», se había puesto gravemente enferma. «A ratos está extremadamente sensible y a ratos no», le escribió su madre, «es extraño cómo se mezclan en ella unos estados con otros. Rezo y espero que esta crisis acabe pronto y comience a remitir la fiebre». Ernest responde de inmediato a esa carta expresando su enorme preocupación tanto por la enfermedad de su hermana como por la ansiedad que está produciendo en su madre. «Supongo que los médicos no podrán hacer gran cosa. Lo único que puede salvarla es una buena atención, la naturaleza y la voluntad de Dios». La fiebre no remitió y a finales de marzo de 1883 falleció a la edad de veintitrés años. Se llamaba Violet.
Aquel verano, Ernest conoció a Luie en Roma. El encuentro, el cortejo y el matrimonio no duraron ni siquiera un periodo de cinco meses. «Tanto su madre como su tía consideraron que lo mejor era que no hubiera ningún retraso y una boda en Estados Unidos habría sido demasiada espera», recordaba una de las primas de Luie. Estaban fascinados el uno por el otro. Por fin había conocido a alguien en Europa «a quien le interesaba». Se trataba en realidad de algo más que interés. Ernest se había enamorado apasionadamente de ella. Para ella, él era un hombre maravillosamente apropiado, y no demasiado apropiado: tenía también algunos defectos, o al menos eso le gustaba pensar a ella, suponía de él que había sido un poco salvaje, que había visto mundo y que seguramente sabía en qué consistía la tentación. No tardó en convertirse en el hombre que había estado esperando durante todos aquellos años. Se le secaron las lágrimas y desapareció la melancolía de sus gestos; estaba enamorada. ¿Acaso no se estaba casando con la aristocracia inglesa? Su luna de miel fue encantadora y se sintió intensamente viva. Lo inalcanzable había sido alcanzado.
Ernest también estaba feliz. «Esa mujer es la mayor joya que he visto en mi vida», le escribió a su madre. «El afecto que mostraban por ella todos lo que la conocían, tanto viejos como jóvenes, fue algo que realmente me conmovió. Les parece que ella es única y que nada es lo bastante bueno para ella. Es brillante, inteligente, dulce y generosa, hace que la vida esté iluminada de dicha a su alrededor constantemente. Todo el mundo trata de mimarla y sin embargo no es una muchacha en absoluto consentida. Me siento el objeto de la envidia universal…».
Fueron de viaje a Yorkshire para que Luie pudiese conocer tanto a la familia de Ernest como el lugar en el que iban a vivir. Situada sobre una pequeña meseta, Kirkstall Grange era una enorme casa estilo georgiano que había sido construida en 1752 por un arquitecto llamado Walter Wade como un añadido a la descuidada abadía. Originalmente se llamaba New Grange y había sido adquirida por la familia Beckett a principios de 1830. Fueron ellos quienes cambiaron su nombre, hicieron otras reformas en el edificio, dedicaron una parte de las tierras a la labranza y otras a hacer un parque anejo al edificio que, más tarde, sería bautizado como Beckett’s Park. Aquel fue el lugar en el que Ernest y Luie pasaron una parte de su vida de casados mientras que en Londres compraron una cara propiedad cerca de Piccadilly, en el número 17 de Stratton Street. «Mi querido y crecido niño», escribió su madre poco después de que se fueran de Yorkshire, «Dios te bendiga a ti y a tu querida novia y te dé toda la alegría que sea posible en este mundo, aunque no dejes de recordar que este no es más que el tránsito hacia una alegría mayor. Has sido siempre un muchacho tan sensible y cariñoso que no me cabe ni la menor duda de que vas a ser un buen marido». Ernest parece estar más orgulloso del comportamiento de Luie que del suyo propio. «Para ella y también para mí fue un auténtico placer comprobar que te preocupabas por ella», contestó, «estaba tan nerviosa que yo creo que solo por eso deberían quererla todos mucho, y además es totalmente merecedora de vuestro amor». En septiembre viajaron a París para comprar el ajuar de Luie y al parecer en aquella ocasión ya no la aburrió tanto que le probaran los vestidos. «Dentro de quince días, a partir de ahora, voy a estar atado de por vida», escribió Ernest un tanto ominosamente durante aquel otoño en París, «es un pensamiento serio, pero no me hace dudar».
El matrimonio se celebró en la iglesia de St. Peter, en Eaton Square, Londres, el 4 de octubre de 1883. La ceremonia fue oficiada por el arzobispo de York «en presencia de una numerosa y elegante reunión». Los invitados habían venido desde Italia, Francia, Estados Unidos y Yorkshire y entre ellos se incluían personalidades como el recién nombrado caballero sir Arthur Sullivan, la hermosa lady Sackville y uno de sus testigos fue William Wetmore Story. La familia de Luie había alquilado todo el hotel Pulteney en Albemarle Street. Junto a una mesa en la que se habían dispuesto ochenta desayunos para los invitados a la boda se encontraban expuestos los regalos para la pareja, que incluían: relojes, candelabros, floreros de plata, numerosos servicios de porcelana china, una ensaladera bañada en oro junto a un juego de cuchillos, abanicos, termómetros, lámparas de mesa, cepillos de pelo, tinteros…
A la boda acudieron personalidades como Lily Hamersley (que luego se convertiría en la esposa del octavo duque de Marlborough), Grace Duggan (casada con lord Curzon), Consuelo Vanderbilt (que luego se casaría con el noveno duque de Marlborough) y la ambiciosa Jeanette Jerome (que se casó con Randolph Churchill, amigo de Ernest). Lucy Tracy Lee acompañó a aquellas «hermanas peregrinas» que habían abandonado los Estados Unidos por el Viejo Mundo a comienzos del siglo XIX y que querían retomar el contacto con la aristocracia británica con sus alianzas. Aquella permeabilidad de la alta aristocracia británica hacia las nuevas herederas americanas tuvo su momento cumbre en la última década del siglo y fue reconocida en la historia angloamericana como un suceso realmente significativo en el desarrollo de las relaciones mutuas.
Para el viaje de novios Ernest y Luie eligieron como destino Bonchurch, en la isla de Wight, y luego se instalaron en Kirkstall Grange, lugar en el que casi justo nueve meses después nació su primera hija, a quien llamaron Lucy Katherine, pero que prefería ser llamada Lucille. Hubo una pequeña sombra de decepción en la familia por el hecho de que el primer bebé no fuera un varón y, en los años siguientes, también una sospecha: la de que aquella niña (que parecía necesitar «mano dura») no fue tan favorecida por su madre como su segunda hija, «mi cachorrita», Helen Muriel, nacida en 1886.
La importancia de tener un hijo varón quedó de manifiesto por el cambio de nombre de la familia, unos cambios inexplicables para los ajenos a aquel ambiente y seguramente también para la mayor parte de los británicos, a quienes aquello debía de parecerles un mundo casi de ópera cómica. Por respeto a su mujer (o tal vez para satisfacer sus ambiciones), el bisabuelo de Ernest había adoptado el apellido y el escudo de armas de la familia Denison, pero su hijo renegó del nombre Denison tras la muerte de su padre y dejó al resto de la familia con la duda de cómo debían llamarse. El padre de Ernest de alguna manera había mantenido contento a todo el mundo añadiéndole un guion a su apellido y convirtiéndose así en William Beckett-Denison, aunque más tarde, por orden real, se había visto obligado a asumir el apellido de sus ancestros, el sencillo Beckett. La decisión había sido un poco más complicada para el tío de Ernest (el hermano mayor de su padre), que había sido criado para pertenecer a la aristocracia. Este había sido nombrado barón en 1886 y había elegido el imponente y dickensiano nombre de Grimthorpe. Ernest siguió el ejemplo de su padre, expurgó el Denison y se quedó con el Beckett, de modo que el resultado fue que la familia que ahora ocupaba Kirkstall Grange era la compuesta por el honorable Ernest Beckett, su mujer Lucy Tracy Beckett y sus dos hijas; Lucille y Muriel (las dos nacidas Denison y renombradas Beckett). Como el primer lord Grimthorpe no había tenido hijos, la baronía pasaba en primer término al hermano menor William Beckett y luego al mayor de los hijos de William, es decir, a Ernest. De ahí la importancia de engendrar un heredero varón.
Aquel requerimiento tenía una urgencia casi dramática en 1890. El domingo 23 de noviembre de aquel año el padre de Ernest, William Beckett dio instrucciones al mayordomo de la familia, encargado de la casa de Piccadilly 138, de que mandara en taxi su equipaje a la casa de Oxford Street porque tenía intención de pasar allí la noche y, a continuación, él mismo se marchó en dirección totalmente opuesta a su equipaje sin decir a nadie adónde se dirigía. Algunos opinaban que había ido a visitar a una nieta que vivía en Dorset, otros que había ido a echarle un vistazo a la nueva casa que lord Lonsborough se había comprado en Brockenhurst, y otros que había ido a visitar a lord Winborne para discutir ciertos asuntos financieros, pero lo cierto era que no había ido a visitar a ninguna de aquellas personas. Solo y sin equipaje, cogió uno de los primeros trenes de la tarde desde Londres y llegó a Wimborne un poco antes de las tres. Preguntó a uno de los mozos a qué hora salía el siguiente tren hacia Bournemouth y le contestaron que el siguiente salía dentro de cinco minutos y el próximo al cabo de una hora y cinco minutos. Hacía un día caluroso y, al parecer, decidió tomar el segundo para poder echar un vistazo a la vieja e interesante catedral de Wimborne. Un poco más tarde ya se encontraba en la plaza central de la ciudad y, tal y como le describió un testigo, «se quedó allí detenido, sin mucho aspecto de saber hacia dónde dirigirse». Llevaba colgando un impermeable del brazo y un paraguas en la mano. «No parecía estar bajo los efectos del alcohol», añadió el testigo.
De pronto, como si hubiese tomado una decisión, se dirigió resueltamente cruzando los terrenos de la granja Oxley y caminó con presteza por la carretera de Canford Park en dirección a la estación. La vía del tren cruza Canford Park sobre un alto terraplén. Cerca del puente ornamental había una pequeña caja con señales que el guardavía solía utilizar para llegar a la estación con rapidez. En aquel momento estaba a punto de pasar el tren de las cuatro en punto y William Beckett siguió el camino del guardavía y caminó junto a la caja. Tenía un fuerte viento de cara lo que, unido a su sordera, le impidió escuchar cómo se aproximaba el tren a sus espaladas. Cuando el tren pasó a su lado se le voló el sombrero y, al levantar las manos para cogerlo, el chubasquero y el paraguas se hincharon y produjeron un efecto parecido al de la vela de un barco, succionándolo violentamente bajo las ruedas del segundo vagón. Fue arrastrado a lo largo de todo el puente y, utilizando las palabras de The Times «cortado en pedazos». El conductor del tren ni siquiera notó nada, pero el guardavía recibió noticias por parte de otros dos conductores de tren que habían hallado fragmentos del cuerpo desperdigados por la vía. Nadie sabía de quién se trataba, pero uno de los policías vio el nombre de «W. Beckett Esq. MP» escrito en el cuello del chubasquero. En el bolsillo encontraron asimismo un sobre en el que estaba escrito el nombre y la dirección de una mujer (datos que no fueron revelados en el periódico) y en el interior un cheque por valor de cien libras. Reunieron también un anillo, un reloj, un cheque de cinco libras con el sello del Bachelors Club y, en un lugar un poco más apartado, el paraguas. William Beckett tenía sesenta y cuatro años.
Ernest estaba disfrutando de lo que el Yorkshire Post había denominado unas «merecidas vacaciones» en Argel y no pudo regresar a tiempo para la investigación. El jurado fue hasta el mismo puente ornamental donde se había producido el suceso y se levantó un golpe de viento que por poco les causa también a ellos la muerte. Cuando regresaron no dudaron en establecer un veredicto de muerte accidental. Pero bajo aquel accidente fatal seguía yaciendo un misterio. ¿Qué hacía allí William Beckett? En la comunidad comenzó a correr el rumor de que iba a visitar a una amante; aquel sobre con el nombre de mujer y el cheque con aquella considerable suma (el equivalente a diez mil euros actuales) añadía cierto color a la historia. Un poco más tarde hubo un intento de extorsionar a la familia Beckett, pero Ernest resistió victoriosamente el ataque.
El cuerpo desmembrado de William Beckett fue reunido, llevado hasta el hotel Railway y puesto dentro de un ataúd por el encargado de una funeraria, desde allí fue trasladado primero a la residencia de la familia en Piccadilly y luego a Yorkshire. El funeral tuvo lugar el 6 de diciembre en una remota iglesia de piedra de Alcaster, a unos dos kilómetros de Nun Appleton Hall. No se invitó a nadie fuera del círculo estrictamente familiar, pero tampoco se impidió que nadie que lo deseara realmente asistiera al servicio. La terrible naturaleza de aquella muerte había puesto en funcionamiento la imaginación de la gente y las compañías ferroviarias tuvieron que fletar trenes especiales para poder llevar hasta aquel remoto destino a todas las personas que quisieran acudir. En la estación de Bolton Percy había casi cien carruajes esperando para llevar a los participantes hasta el lugar donde se iba a enterrar al difunto. Podía verse una estrecha y larguísima comitiva de coches fúnebres avanzando lentamente a través de campos cubiertos por la nieve, mientras que en dirección contraria avanzaba el cortejo familiar que acababa de enterrar los restos de William Becket en Nun Appleton. Hombres y mujeres de todas las clases sociales se reunieron para la ceremonia; banqueros y guardavías, políticos, eclesiásticos, caballeros, amigos y sirvientes. Todas las cabezas se descubrieron cuando pasó ante ellas el ataúd camino a la iglesia. Entre aquellas personas se encontraba también una Eve Fairfax de diecinueve años en compañía de su madre. Ernest había regresado vía París e iba acompañado de su mujer, Luie. Su tío, el primer lord Grimthorpe, se había disculpado por no atreverse a soportar las inclemencias del tiempo para asistir al funeral de su hermano.
Ernest Beckett era ahora el presunto heredero del título de Grimthorpe, pero Luie había tenido recientemente un aborto natural durante una visita a su madre en Roma. «El doctor dice que me encuentro en buen estado y que todo lo que tengo que hacer es reposar unos días y no levantarme del sofá. No creo que nadie tenga un fausse couche más blando, pero aun así es muy cansado», escribió a Ernest. Le dijo también que aquello no significaba que no pudiera darle otro hijo: un varón. «No habrá más debilidad ni más obligaciones… No te preocupes más por ese asunto». Pero se siente vulnerable y lejos de él y le dice: «Te quiero tanto, amor mío. No creo que haya habido nunca una mujer que haya tenido un marido más dulce que el mío». Lo único que le duele es que él no le escriba tan a menudo como a ella le gustaría. «Estoy segura de que no te habrías olvidado de escribirme si hubieses sabido que estaba enferma. Me he enfadado muchas veces con los sirvientes y con el cartero porque, cada vez que llamaban a la puerta, pensaba que me traían una carta tuya».
Durante su recuperación, Ernest lo arregló todo para que Edward Hughes, de la Royal Academy, le hiciera un retrato a Luie. Se trata de un retrato de estudio con un fondo compuesto por árboles en el que se ve a Muriel recostada sobre sus hombros y a Lucille de pie junto a su madre, con un ramo de flores en la mano. Es un cuadro amable y celebrativo; se aprecia a Luie con un elegante vestido de noche y con una hermosa y recuperada figura. Tiene un aspecto alegre y joven.
Aquellas cartas de Luie a «mi querido amor» dan a entender que los primeros seis años de su matrimonio transcurrieron sin mayores problemas. Durante el otoño de 1884 viajaron a Estados Unidos y se quedaron la mayor parte del tiempo en Nueva York. «Aquí la gente está siendo extraordinariamente amable y hospitalaria», escribió Ernest, «creo que ahora me va a dar tanta pena marcharme de aquí como a Luie. Se ha dado una cena en nuestro honor todas las noches de esta semana. Las mejores familias de Nueva York quieren invitarnos a sus casas». En una carta a su madre, Ernest sugiere que tal vez los estén entreteniendo de una manera tan llamativa «como estrategia para conseguir que nos quedemos. Te aseguro que no exagero en absoluto si te digo que no hay ninguna mujer en toda Nueva York que reciba más atención que Luie. Nos invitan a palcos privados en la ópera casi todas las noches y los periódicos siguen diciendo a diario cosas agradables sobre nosotros. Luie está en su esplendor con todo el cariño y la admiración que recibe y yo me siento como si fuese un hombre totalmente distinto. Creo que me está haciendo mucho bien toda esta agradable vida social. Es increíble el contraste que ofrece sobre la vida de mis últimos años».

Retrato de Luie Beckett y sus hijas,
por Edward Hughes, c. 1890
(Cortesía de lady Feversham)
Pero a pesar de que «esta visita ha sido un éxito y un placer en todos los sentidos», Ernest añade: «tengo la intuición de que deberíamos estar de vuelta en casa antes de que el año termine». Hay también una pequeña insinuación de que a Luie le gustaría quedarse en Estados Unidos, pero Ernest echa de menos estar en Yorkshire y la caza. Hay también otros motivos. Lo que más admira de Estados Unidos es su continua exhibición de salud. Hay un pasaje de lo más revelador en una de sus cartas en el que describe la visita a una casa espectacular de William Henry Vanderbilt «el hombre más rico del mundo», que redacta con el entusiasmo de un colegial. «Se sabe con certeza que tiene cincuenta millones de libras». Ernest se queda totalmente maravillado con la entrada de mármol y el mosaico que decora el suelo y también con las numerosas y opulentamente decoradas habitaciones (una de ellas tapizada en terciopelo rojo y oro con incrustaciones de piedras preciosas, otra decorada con perlas salvajes y cortinas de seda oriental, y la tercera con un artesonado de madera decorado por un pintor francés que ha cobrado mil libras por cada una de las escenas). Pero lo más maravilloso de todo era la colección de pintura, «posee la colección privada de arte contemporáneo más grande del mundo, una auténtica maravilla. Uno de aquellos pequeños cuadros costaba mil doscientas libras. El señor Vanderbilt tiene un gusto excelente para la pintura y siempre sabe elegir lo mejor del mercado». Ernest parece siempre interesado en el precio de todo y más bien poco en la autoría de nada. Había alcanzado la riqueza, pero quería también algo de poder. En Estados Unidos conocía a mucha gente rica y poderosa, pero los conocía bajo el título de marido de Luie. Sus mejores opciones seguían estando en Inglaterra.
A la edad de diecisiete años Luie había soñado que su vida se desarrollaría entre personas que algún día formarán «parte de la historia». Cuando Ernest fue elegido miembro del Parlamento por Whitby, en noviembre de 1885, empezó a tener la sensación de que iba a cumplirse su sueño. Whitby había sido tradicionalmente radical, pero Charles Stewart Parnell, el poderoso miembro irlandés del Parlamento, había pedido a todos los irlandeses de Inglaterra que votaran a los conservadores y por esa razón, a pesar de que los liberales ganaron las elecciones generales, Ernest salió elegido con una mayoría de doscientos cuarenta votos. De pie en lo alto de la pendiente, mirando hacia el mar y rodeado de gente observándole desde la arena de la playa de Whitby, tenía el aspecto de un orador clásico en un anfiteatro natural. En sus discursos electorales había pedido a sus votantes que rechazaran «la debilidad y la futilidad» de aquellos últimos cinco años de gobierno liberal que habían traído consigo «poco más que fracaso y desgracias», condenaba también «el derroche tanto de hombres como de dinero en guerras innecesarias e injustas», defendía el establecimiento de la Iglesia como «un poderoso baluarte contra los infieles» y reclamaba el mantenimiento de la jurisdicción parlamentaria imperial sobre Irlanda.
En el verano de 1886 Gladstone, que había formado parte del tercer ministerio liberal, creó una Home Rule Bill[1] para Irlanda que fue desestimada en la segunda lectura; se disolvió el Parlamento y se convocaron nuevas elecciones generales. Por aquel entonces, el partido Liberal se había dividido en dos a causa del asunto irlandés y los conservadores acabaron ganando. Lord Salisbury se convirtió en primer ministro y Ernest cuadruplicó su mayoría en Whitby: «Me siento vuestro representante, no vuestro delegado», dijo a sus electores. «Pescadores, marineros, mineros, hombres de la clase trabajadora de todo tipo y condición se han unido aquí a los terratenientes y a los profesionales para conformar esta gran mayoría. ¿Y por qué? Porque desde el fondo de sus honestos corazones ingleses están convencidos de que esta nación está en peligro y porque están decididos a mantener la unión entre Inglaterra e Irlanda. Ya he recibido vuestras órdenes y os aseguro que mantendré las armas firmes».
Le gustaba dar discursos políticos y al público le gustaba escucharlo. Sabía halagarlos y hacer que se sintieran importantes. Descubrió que, si era necesario, era capaz de hablar con tranquilidad y fluidez durante una hora, salpimentando sus discursos con citas de la Biblia, inteligentes bromas de actualidad y produciendo un estado de fantástica inventiva en plena ebullición. En la Home Rule Bill irlandesa declaró: «Es una ley que rezuma errores y complicaciones en cada párrafo, cada suministro provoca un nuevo problema, cada cláusula acaba en un callejón sin salida, el peligro centellea en cada línea, en cada frase hay una jugarreta escondida y de todo el texto se desprende una atmósfera de peligro». Denigró a Gladstone como un hombre que había estado «manipulando a Inglaterra durante veinte años. Bajo sus enfoques el último estado de Irlanda había sido peor que nunca. Y sin embargo, ese es el hombre que ha tenido el tremendo descaro de intentar ser elegido para tener mano libre sobre todos los asuntos que ha estado gestionando mal todos estos años».
Durante el primer año Ernest disfrutó como miembro del Parlamento en la Casa de los Comunes, le recordaba sus alegres días en el club de debate en Eton y en Cambridge, pero las limitaciones del sistema de su partido no tardaron en impacientarlo. No paraba de mirar a su alrededor buscando a alguien con quien aliarse. Había sido educado con lord Salisbury, pero sus alabanzas eran siempre tibias porque consideraba que con una salud tan mala como la suya su futuro político tampoco podía ser muy bueno. Solo había un hombre cuyas habilidades retóricas lo sedujeran y ese era el fascinante lord Randolph Churchill (hijo del séptimo duque de Marlborough y padre de Winston Churchill). A principios de 1880, Randolph Churchill había formado un pequeño grupo llamado el Cuarto Partido que se declaraba en contra de todas las propuestas que presentaba el partido liberal y, eludiendo las instrucciones de los enemigos del partido, proponía también reformas para los conservadores. Ernest no tardó demasiado en unirse a aquel grupo de ambiciosos descontentos. Los brillantes discursos de Churchill lo estaban convirtiendo en el político más famoso del país y el aplastante triunfo de los conservadores en las elecciones de 1886 se le atribuyó a él. «Es el único que ha traído la fortuna al partido conservador», comentó Ernest, «no ha habido nadie que hiciera tanto por moldear el partido hasta su forma actual como él. Lleva la impronta de sus manos en todas sus formas y actitudes, y si hoy es un partido popular, es porque él lo ha convertido en popular». Había pocas personas que dudaran de que Randolph Churchill iba a acabar siendo primer ministro algún día. No por eso se le dejaba de considerar una persona peligrosa dentro del propio partido. Se le dio un puesto de mando en una oficina de la nueva administración en Salisbury hasta que en 1886, ante la oposición del gabinete a su presupuesto, consiguió sorprender a todo el mundo renunciando tanto a su puesto en la Casa de los Comunes como a su puesto de ministro de Hacienda.
En su biografía de lord Randolph Churchill su hijo, Winston Churchill, describe a Ernest como a un íntimo amigo de su padre que siempre «estuvo a su lado, trabajó con él y le hizo muchos favores políticos en los años que sucedieron a su renuncia», servicios, añade «que estaban muy lejos de ser aprobados» por las instancias más altas de su partido.
Luie, quien desde el primer día se tomó muy en serio la carrera política de su marido, albergó siempre serias dudas sobre Randolph Churchill. «Eres la única persona que conozco que sería realmente capaz de agrupar a todo un partido alrededor de Randolph», escribió a Ernest a principios de 1889, «pero antes de lanzarte a la tarea asegúrate de que te va a llevar a Austerlitz y no a Moscú, como todo parece indicar». A continuación, tal vez porque pensaba que lo que acababa de decir había sido un poco desconsiderado, añade: «Es todo un inglés y un caballero, así que supongo que se debe confiar en su palabra». Le alegró que también desconfiara de Gladstone y se lo hizo saber: «no sabes lo que me alegró tu crítica a lord Salisbury». También le alegró la distancia que mantuvo con el sobrino de Salisbury, Arthur Balfour, que en aquel momento trataba de convertirse en el intermediario entre Randolph Churchill y lord Salisbury. Había algo que no le agradaba en la autopromoción de aquellos dos enormes perros viejos de la política. «La pleitesía de Balfour me resulta tan odiosa como la de Gladstone», escribió a Ernest, «y lo único que espero es que Randolph no caiga en eso también. La pleitesía hace que los hombres pierdan su capacidad intelectual y se conviertan en autómatas». Tal vez lo que temía en realidad era que el propio Ernest acabara sufriendo aquella influencia.
Lo que le decía la capacidad intelectual de Ernest era que la estrella política de Randolph Churchill no iba a tardar en alzarse de nuevo. Era el sucesor natural de Disareli y nada iba a frenarlo fácilmente. «Su genio lo ha levantado por encima de la masa y su lucidez es la prerrogativa imperial del hombre que sabe que posee el genio», dijo Ernest en uno de sus discursos, «su mirada es como la del águila que observa desde el cielo y discierne con claridad las cosas que para el común de los mortales están ocultas». ¿Cómo era posible que su propio partido desconfiara de él? La respuesta de Ernest era muy clara: «Siempre que nace un genio dentro del partido Tory se produce una incómoda inquietud: ¿Qué tipo de hombre es este? ¿Es un espíritu del bien o una criatura astuta y maligna? ¿Trae aires de salud o el fuego del infierno? Todo el mundo comienza absurdamente a dudar de él, a desconfiar y a intentar apartarlo, pero como no son capaces, finalmente acaban aceptando implícitamente su liderazgo. Eso es lo que sucederá con Randolph Churchill».
Ernest veía en Randolph Churchill una versión de sí mismo, la versión superior a la que aspiraba. Se decía de Churchill que era «demasiado orgulloso como para aspirar a nada que no fuera el primer puesto» y desde luego era de los que sabían que solo se debe renunciar cuando uno se ha convertido en alguien indispensable, pero mientras se convertía en indispensable para el partido conservador se había convertido también en lo que Sallisbury había llamado «un grano en el culo». Había conseguido la admiración de sus colegas, pero no su afecto. Su astucia los perturbaba y también la forma en la que su individualismo provocaba que las opiniones que exponía fueran estrictamente suyas. Todas aquellas eran cualidades que atraían a Ernest, quien no dudó en invitarlo a hablar en Whity y a quedarse en Kirkstall Grange, su casa. Churchill tenía la extravagancia y el encanto de las personas que han sido mimadas en la infancia. Podía llegar a ser petulante, rudo y hasta caprichoso cuando algo se interponía entre él y sus deseos. Y lo que ahora quería era el poder de los hombres y el amor de las mujeres.
Y Ernest también.
Resulta extraño comprobar la frecuencia con la que Ernest desaparecía en el extranjero con la intensa actividad política y bancaria que desarrollaba en su país. Durante una de sus visitas a Roma a finales de 1880 había acompañado al hijo de William Wetmore Story, Waldo Story, a un baile en el que había conocido a Josephine Cornelia Brink, una voluptuosa joven de diecinueve años proveniente de Sudáfrica a la que todo el mundo llamaba José. Era una de los cinco hijos de un importante legislador que había fallecido a la edad de cuarenta y cinco años y que había dejado a su familia en Cape Town con ciertas dificultades económicas. Su viuda, «la rubia dorada, la señora Brink», encontraba a José la más difícil e ingobernable de sus hijos. Cuando lady Robinson, una aristócrata irlandesa esposa del gobernador de Cape Colony, Hercules Robinson, se ofreció a llevarla a la residencia oficial de Cape, la señora Brink consintió de inmediato. Los Robinson la trataron como si fuese su propia hija y la presentaron en sociedad en cenas y fiestas. Alta, esbelta, con una gran vitalidad y una «maravillosa figura» tuvo un éxito arrollador de inmediato, recibió numerosas ofertas de matrimonio y, al viajar a Inglaterra con lady Robinson, llegó a ser presentada a la reina Victoria. «Tendrás en tu vida mucho de todo: tanto halagos y alegrías como tentaciones», la previno lady Robinson, «disfrútalo bien todo, porque puede que todas estas cosas te sucedan solo una vez en la vida».
José parecía realmente determinada a seguir aquel consejo, incluso después de que su madre se reuniera con ella en Londres. Conoció a Ernest durante su estancia en Roma como invitada de lord y lady Dufferin, el embajador británico y su mujer. La imagen de José había aparecido en numerosos periódicos y revistas y Waldo Story había utilizado una de aquellas imágenes para inspirarse a la hora de esculpir una estatua en mármol a la que quería llamar Victoria. Después de ver la escultura de Story en su estudio, Ernest le suplicó a la joven que le escribiera cuando pasaran por Londres. Y ella lo hizo. Él la invitó a cenar en el hotel Savoy y le preguntó si estaría dispuesta a acudir sin la formalidad de pedir el consentimiento a su madre. A ella ni se le había pasado por la cabeza pedírselo y se reunió con él en aquel lugar. «Nos sentíamos tan enamorados el uno del otro que me pareció perfectamente natural cuando me llevó a la habitación contigua a su suite con amor y ternura y comenzó a desnudarme», escribió. Aquello no era más que el comienzo de una seria aventura amorosa. «Quiero enseñarte lo que significa amar», recuerda que le dijo Ernest.
Para comenzar las clases, Ernest alquiló un pequeño apartamento en St. James Street, entre Piccadilly y el Pall Mall, donde continuaron viéndose. Le hizo saber que estaba casado, aunque lo más probable era que ella ya se hubiese informado del asunto, aunque sí se olvidó de mencionar que a finales de aquel verano de 1890, Luie se había quedado embarazada de nuevo. Le dijo que su mujer estaba enferma y que, en el caso de que muriera, se casaría con ella, cosa que tampoco le había pedido ella en ningún momento. Probablemente eso explique su decisión de no acompañar a Sudáfrica a su madre de regreso para preparar la boda de una de sus hermanas. José ya no estaba bajo la protección de la familia Robinson y su propia familia había amenazado con retirarle su asignación económica si no regresaba inmediatamente. Aun así había recibido una herencia de seiscientas libras y en principio con aquello alcanzaba, aunque ¿cuánto tiempo iba a durar esa suma en una ciudad como Londres? ¿Dónde iba a vivir? ¿Cómo iba a ganarse la vida? Había encontrado una pequeña casita maravillosa llamada Leinster Lodge, en Bayswater, con una terraza a los jardines de Kensington. ¿Debía arriesgarse a alquilarla durante un largo periodo de tiempo? Se lo preguntó a Ernest y fue él, si nos fiamos de la pequeña biografía que escribió de ella Daphne Saul, quien se hizo responsable de todas las facturas que ella confesó que no podía pagar y también de un alquiler de ciento cincuenta libras anuales.
En una temprana y aún inédita autobiografía, José describe su época en Leinster Lodge como «extraordinariamente feliz». La casa, el jardín y los establos estaban rodeados por un alto muro de ladrillo. Su dormitorio estaba situado en la planta baja y al cuarto de estar se llegaba por medio de una escalera jacobina. Había un porche techado en la parte trasera del jardín, y la cocina y las habitaciones de los sirvientes estaban situadas en una planta inferior, seguramente oscura aunque «excelentemente ventilada». A José la cuidaban una cocinera, una sirvienta, un ama de llaves y una dama de compañía. Los caballos estaba a cargo del cochero. Solía ir a montar todas las mañanas a Rotten Row, pero su vida social como amante de Ernest quedaba un poco restringida. Ya no pudo ser invitada a ciertas casas ni a fiestas de fines de semana en el campo. Si veía a otras personas, se trataba por lo general de cenas con un número restringido de personas en las que Ernest y ella oficiaban como anfitriones en Leinster Lodge.
El domingo 3 de mayo de 1891, en la casa familiar de Piccadilly 138, Luie dio a luz a su hijo, Ralph William Ernest Beckett y murió seis días más tarde. El mes anterior había sufrido una bronquitis que se había convertido en una gripe durante la semana previa al parto y en neumonía en cuanto nació el bebé. Había perdido tanta sangre que se desmayó y no recobró el conocimiento hasta el sábado por la tarde, dos días antes de morir. Tenía veintiséis años.
Su muerte fue, por utilizar las palabras de un periódico de Yorkshire, «de una naturaleza particularmente dolorosa y patética». Cuando Ernest estaba en Londres, Luie solía quedarse en Kirkstall Grange, es decir, en Leeds o también en las proximidades de Whitby donde acompañó a su marido incluso hasta los estrados políticos. Era allí donde más afecto había conquistado y donde más se la echaría de menos. La gente era consciente de que estaba enferma, pero confiaban en que su juventud y su vitalidad la hicieran salir adelante. Lo que la gente había denominado «su alegre disposición y su gentileza» había sido la cualidad que le había ganado el cariño de las personas y la había convertido en una celebridad en la comarca, sus obras de caridad completaban el retrato perfecto de la esposa de un político prominente. Su funeral se celebró en la iglesia de St. John the Baptist, en Adel, el viernes 23 de mayo, y a ella acudieron sus dos hijas, su madre, algunos miembros de la familia de Ernest y también de los Fairfax, pero lo que le dio a la comitiva una conmoción especial fue la numerosa cantidad de niños y la casi incontable cantidad de adultos «pertenecientes a las clases sociales más pobres» —los niños de las casas de caridad a las que ella había ayudado: la de St. Chad para huérfanos y delincuentes juveniles y la de Mill Street— que se habían beneficiado de su ferviente actividad caritativa[2].