Capítulo 26 Purgatorio

Cuando entré en la fundición de Versalles por fin me sentí en casa».

Una vez que Jacques abrió la recámara secreta de la que sólo él y su nuevo maestro tenían llave, Corradino vio que le habían concedido todo lo que había pedido. Allí estaban las cubas con agua y los tanques para el plateado. Allí estaba el horno, con las brasas avivadas y listas, y una masa roja y brillante de incandescente cristal de roca. Allí estaban sus pontiles, sus tubos de soplado, sus paletas. Allí estaban sus asientos de moldeo y sus pinzas. Allí estaban sus pigmentos: lapislázuli, rojo escarabajo y capas de oro entre otros. Allí estaban, en fin, sus botellas y frascos con nitratos, sulfatos y mercurios. Se hallaba, pues, en su casa y podía trabajar una vez más.

Sus dedos sin huellas estaban ansiosos por tocar todo aquel material, volver a la actividad después del largo mes de viaje por mar y tierra. La presencia de Jacques junto a él le resultaba extraña, pues estaba acostumbrado a trabajar solo. Había llegado el día en que por fin iba a compartir sus métodos, y sentía una fuerte desazón, localizada en el pecho. No porque pensara que las habilidades del muchacho pudieran superar alguna vez las suyas, sino porque sólo él había fabricado espejos de aquella manera durante diez años y pensaba que estaba regalando una posesión preciosa; una parte de sí mismo, una habilidad que lo había definido durante mucho tiempo.

«Una habilidad que me ha salvado la vida, pues por ella los Diez no me mataron. Una vez que ya no sea el único, que no tenga esa cualidad, ¿qué me protegerá del capricho del rey?».

¿Decidiría Luis, una vez que Corradino le hubiese contado su secreto, que sería mejor deshacerse de él? Sin embargo, ¿podía hacer algo para evitar ese peligro? Estaba en el purgatorio, esperando que le llevaran a Leonora. Compartir sus métodos era parte del acuerdo que llevaría a la niña a aquellas tierras. Estaba entre el cielo y el infierno. Una evocación inoportuna de los versos de Dante resonó en su cabeza. Recordó que, en el «Purgatorio», su tocayo fue asesinado por un rey francés. Corradino, el condenado príncipe de Sicilia, fue ejecutado por Carlos de Anjou después de un golpe fallido. El padre de ese Corradino, el rey Manfredo, también había sido asesinado.

Pero cuando se dio la vuelta y vio la mirada cálida y oscura de Jacques —sus ojos ansiosos y brillantes, que reflejaban el mismo amor por su oficio que sentía Corradino—, se sintió a gusto y apartó los sombríos pensamientos. No tenía hijos a quienes enseñar sus habilidades, y quizá nunca los tendría, así que aquélla era la gran oportunidad de compartir sus conocimientos y disfrutar del placer de la enseñanza, si es que podía.

«Por supuesto, está Leonora, pero ninguna mujer ha sido nunca sopladora de vidrio, ni lo será jamás».

Lo único que deseaba era que su hija fuese feliz, que se casara bien y disfrutara de la vida familiar que a él le habían arrancado.

—Pues bien —dijo a Jacques, con una firmeza que no dejaba traslucir sus dudas—, comencemos.

Cogió el tubo de soplado más grande y lo metió en el fuego para capturar cristallo fundido. Mientras sentía el golpe de calor sobre su rostro, volvió a pensar en las palabras de Dante, pero esta vez en sus versos favoritos.

Aun así llovió el calor eterno,y, como el acero enciende la madera, encendió las arenas.

Corradino estaba encendiendo las arenas ahora, creando una belleza cristalina desde la quintaesencia del polvo. Tomó una cantidad tan grande de masa en el extremo del tubo que hubo de hacerlo girar firme y constantemente, mientras soplaba el parisón.

Jacques pareció confundido, y habló con timidez.

—Maestro, creí que fabricaríamos un espejo, no que soplaríamos vidrio.

Corradino miró hacia un lado mientras soplaba. Había picardía en sus ojos.

Cuando terminó de soplar el parisón, el maestro hizo girar la burbuja en el extremo del tubo y la transfirió a su pontil. Luego llevó el parisón hasta el tanque lleno de agua y lo dejó descansar allí, flotando como una boya. Mientras se enfriaba, cogió una hoja afilada y cortó rápidamente la burbuja a lo largo, de manera que partes del cilindro cayeron a la superficie del tanque de agua y el vidrio de color ámbar se enfrió sobre la superficie, como una hoja de vidrio transparente y plana.

—Entonces —murmuró Jacques en medio de un reverente silencio—, así es como se hace.

Corradino se agachó y entornó los ojos con aire experto, mirando la superficie del tanque. Asintió.

—Sí. Así es como se hace. Lo descubrí por accidente, pero es el único modo de hacer una hoja de semejante tamaño con el mismo grosor en toda su extensión.

—¿Y el agua?

—El agua, cuando está quieta, es completamente plana, sea cual sea el recipiente o el suelo en que descanse. El agua es el espejo original, el espejo de la naturaleza. Aun si el tanque o el recipiente está torcido, siempre mantiene su horizontal perfección. Sólo espero que las aguas francesas de vuestro pestilente río hagan un espejo tan fino como la dulce acqua de la laguna de Venecia. Ahora debemos vestir al recién nacido. —Levantó la hoja de vidrio enfriada suavemente y la depositó en la superficie del tanque vecino, que albergaba un material plateado, fundido, tan brillante que también parecía un espejo—. Esto es una mezcla de mercurio y sulfato de plata —explicó Corradino—, pero sólo en la superficie. Aquí también hay agua debajo.

—¿Por qué, maestro?

—Porque estos compuestos que tienen plata son muy costosos. Incluso para tu rey sería un despilfarro llenar todo un tanque con ello. Pero hay suficiente en la superficie como para cubrir el vidrio con una delgada película y producir un reflejo. Siempre debes tener cuidado de que se extienda por toda la superficie del tanque, para que no haya huecos vacíos en el vidrio. Y ojo con el mercurio, que es un material maligno, que penetra con facilidad en la piel del hombre. Muchos colegas de nuestro oficio han muerto a causa del mercurio. Un amigo muy cercano sufrió ese mal. —Su rasgo de humor negro le hizo sonreír imperceptiblemente, y recordó cómo había fingido su propio envenenamiento con mercurio, ennegreciendo la lengua con carbón y dejando correr un hilo de saliva oscura desde la boca hasta su «lecho de muerte». Pero al pensar cómo había reaccionado Giacomo al verlo muerto dejó de sonreír. Volvió a dirigirse a Jacques—. Procura tocar la mezcla lo menos posible. Así —indicó, utilizando dos pequeños trozos de cuero para levantar la enorme hoja de vidrio bañada en plata—. La capa plateada se seca rápidamente. ¿Ves? Casi está ya reseca por el calor del horno.

Jacques observó asombrado, mientras los materiales se secaban, y cuando lo hicieron, su imagen borrosa se convirtió en un prodigio de perfección, exactitud y brillantez.

—Ahora, ¿ves que los bordes, las partes por donde corté el parisón, son gruesas? Los marcamos utilizando el mismo cuchillo y una regla de metal —explicó Corradino mientras ponía en práctica lo que decía—. Sólo es necesario romper la superficie plateada, porque, como ves, el vidrio se cortará limpiamente a lo largo de la línea que hayas hecho. Aquí nos han proporcionado muchas reglas de metal, porque ya sabes que las hojas que coronen nuestros espejos en el palazzo deberán ser curvas, y para ésas necesitarás una de éstas. —Cogió una regla flexible de metal, que se adaptaba a la forma deseada. Mientras Jacques asentía, se volvió a la hoja hecha espejo—. Finalmente, cogemos un paño de gamuza —eso hizo—, lo mojamos en sulfato y pulimos la superficie, tanto para proteger como para abrillantar la hoja. ¿Ves?

Jacques pensaba hasta ese momento que el espejo no podía ser más brillante, pero se equivocó, pues ahora el cristal parecía cantar. Su rostro dejó traslucir asombro y admiración, y Corradino pudo ver que su aprendiz estaba lleno de preguntas.

—Maestro, ¿cómo hacen los espejos otras personas?

—Siempre ha habido espejos. Los infieles árabes solían pulir sus escudos para verse reflejados en ellos. Pero en otras naciones intentan hacer vidrio fino de una pieza, como si fabricaran un pastel. Los resultados son pasables, pero es imposible hacer una hoja muy grande de ese modo... el vidrio se enfría y se endurece, queda desigual y grumoso. Pero con el aliento es posible hacer un parisón tan grande como lo permitan tus pulmones, y cuando tratas el vidrio como un cilindro, sus dimensiones se abren hasta más del doble de la forma que has creado. —Se encogió de hombros para esquivar la admiración que veía en los ojos de Jacques. Y entonces vio que las manos del muchacho se movían hacia el fuego, como las suyas acababan de hacer.

«Sé que he hablado demasiado. Me doy cuenta de que hablo más cuando converso sobre mi trabajo que en cualquier otro momento. Muchos de los que me conocen deben pensar que soy mudo como una piedra. Que me dejen hablar del vidrio y verán en qué loro parlanchín me convierto. Bien, ya ha sido suficiente».

Y pronunció las palabras que creyó que nunca diría.

—Ahora inténtalo tú.