Capítulo 5 El camelopardo
La enorme araña cruzaba la laguna, colgando del interior del oscuro barril. Sumergida en el agua, balanceándose al ritmo de las olas, protegida de todo sonido, todo contacto, todo peligro. El agua que la rodeaba era oscura como el azabache, pero, aquí y allá, diminutas motas de luz de luna tocaban los prismas, como diamantes en bruto, valiosísimos, únicos. El fluido era acolchado, seguro, amniótico. Al día siguiente, la araña sería colgada en su lugar de destino final. La noche anterior había cerrado su ciclo. Ahora la araña aguardaba. El barril estaba amarrado, erguido, en el barco, sujeto por tantas cuerdas que la gran masa oscura parecía haber sido atrapada en la red de un pescador gigante. Los barqueros provocaban salpicaduras y tiraban de los remos mientras cantaban una antigua canción de los piamonteses. Desde el interior del barril, la lámpara también entonó su canto.
Corradino sufrió, pero no se detuvo. La araña pendía ante él, de una cadena de hierro, casi terminada, brillante como el oro a la luz de las llamas del horno. Sus brazos de cristal se extendían hacia él como una súplica, como si rogaran ser completados. Faltaba una de las cinco delicadas extremidades, así que, por última vez, Corradino se acercó al fuego. Empujando el tubo hacia el núcleo de material fundido, lo giró con mano experta, extrayendo una masa de vidrio derretido que colgaba en el extremo de su tubo de soplado. Hizo girar el vidrio sobre una paleta de madera dura, golpeándolo hasta lograr la forma correcta, para comenzar su transformación. El soplador pensaba en el vidrio como en un ser vivo, siempre vivo. Había creado un capullo, del que ahora podía brotar algo hermoso.
Tomó aire y sopló. Milagrosamente, el vidrio se hinchó surgiendo de sus labios, formando un globo largo y delicado. Corradino siempre contenía el aire salido de sus pulmones hasta asegurarse de que la burbuja que acababa de crear fuese perfecta en todas sus dimensiones. Los compañeros bromeaban a su costa, decían que era tan perfeccionista que si la burbuja no era impecable, divina, Manin aguantaría y aguantaría y acabaría muerto por asfixia. En realidad, Corradino sabía que la más leve modificación de su aliento en el momento de calor crucial constituía la diferencia entre la perfección y la imperfección, entre lo celestial y lo meramente hermoso.
Observó cómo cambiaba el vidrio, igual que un camaleón, recorriendo todas las gamas de rojo, rosa, naranja, ámbar, amarillo y finalmente blanco, cuando comenzaba a enfriarse. Corradino sabía que debía trabajar rápido. Echó el cristal moldeado al fuego, para volver a calentarlo un instante, y luego comenzó a trabajarlo con las manos.
No se habían hecho para él los trozos de algodón ni de papel protector que otros usaban para que la piel no se resecara y se llenara de ampollas por el calor. Mucho tiempo atrás sacrificó las yemas de sus dedos en el altar de su arte. Éstas se habían quemado. Se curaron, pero quedaron lisas, sin huellas.
Corradino recordó los relatos en los que Marco Polo contaba que la antigua dinastía T’ang de China utilizaba las huellas digitales como medio de identificación. Tal práctica había perdurado en Oriente desde entonces.
«Mi identidad había pasado a confundirse con la del vidrio. En algún lugar de Venecia, o allá lejos, al otro lado del mar, mi propia dermis yace incrustada en la dura sílice de una copa o de un candelabro».
Corradino sabía que su arte en cristal era el mejor, pues él lo sostenía entre sus manos, acariciándolo, sintiéndolo respirar. Cogió las tijeras y comenzó a crear una delicada filigrana de arabescos a partir del cilindro principal, hasta que un bosque de ramificaciones cristalinas surgió del tubo. Rápidamente liberó el tubo de soplado y, transfiriendo la pieza a una vara sólida de hierro, comenzó a trabajar con el extremo abierto. Finalmente, quedándose sin tiempo mientras el vidrio se endurecía implacablemente, lo llevó a la estructura madre e insertó la nueva rama en el tronco principal, creando una espiral decorativa. No quedó ningún punto rugoso, ninguna marca que delatara el origen del nuevo brazo.
Sostuvo la rama mientras terminaba de endurecerse. Contempló con admiración su propio trabajo. Luego dio un paso atrás y se enjugó la frente. A pesar de estar con el torso desnudo, como trabajaban todos los cristaleros, sentía el fuego abrasador del horno sobre su piel, desde el amanecer hasta el crepúsculo. Mirando a los diligentes trabajadores que se afanaban a su alrededor, pensó si su profesión no sería una buena preparación para el fuego del infierno. «¿Qué había escrito Dante?», se preguntó.
Altas llamas fluían, feroces,calentándolos al rojo vivo, como jamás se ha vistohierro en la fragua de ningún artífice.
Corradino conocía bien la obra del autor florentino. Su padre había permitido a todos los miembros de la familia llevarse un único objeto, lo que fuera más apreciado por cada cual, del Palazzo Manin, la noche de la huida. El padre había elegido de su biblioteca una valiosísima copia en piel de la Divina comedia de Dante.
«Ésa fue la elección de mi padre. Es el único libro que tengo. Es el único objeto que me queda de él».
Corradino dejó los pensamientos sobre su padre y retornó a las llamas abrasadoras.
No era sorprendente que, allá por 1291, el Gran Consejo de Venecia hubiese decretado que toda la manufactura de cristal se realizara en la isla de Murano, debido a la constante amenaza de incendio que suponía su presencia en la ciudad. El fuego iniciado por los hornos había amenazado más de una vez con arrasar Venecia entera. Fue una idea sensata trasladar el centro de producción, ya que, pocos años antes, la ciudad de Londres casi quedó destruida por el fuego. No es que hubiese comenzado con algo tan artístico como una fundición de vidrio. El último rumor que circulaba entre los mercaderes del Rialto decía que el fuego se había iniciado en una pastelería. Corradino resopló.
«Típico de los ingleses: siempre pensando en la comida».
El incendio de Londres estimuló el comercio allí, en Murano. Parecía que el rey inglés, Carlos, quería rehacer la capital por completo y llenar sus espléndidos y modernos edificios de espejos y cristalería artística. En consecuencia, llegaba mucha demanda desde aquella fría capital para el trabajo de Corradino y sus camaradas.
Aunque Corradino había terminado el armazón principal de la araña, todavía quedaba mucho por hacer. Estaba oscureciendo. Una a una, las bocas de fuego de los hornos se apagaron, las puertas se cerraron y sus compañeros se retiraron.
Llamó a uno de los aprendices para hacerle un último encargo. Mientras el muchacho corría de un lado a otro de la fonderia, saltando sobre los tubos de hierro y esquivando los cubos que los hombres utilizaban en su trabajo, Corradino sonrió y pensó que el apodo que tenían los aprendices, «scimmia di vetria», monos de vidrio, era especialmente adecuado.
El muchacho regresó enseguida con la caja que le había pedido.
—Aquí está, maestro.
Corradino abrió la alargada caja de roja madera de palisandro. En su interior había cien pequeños compartimentos, todos numerados, cada uno relleno con un trozo de lana de oveja. Se puso a trabajar. Tomó un pequeño pontil, la barra de hierro que se usa para extraer el vidrio vaciado, y lo hundió en el cristal que reposaba, fundido y deforme, en el fondo del horno. Extrajo la vara, que ahora parecía una vela encendida. Esperó un momento, cogió la brillante barra e hizo girar el vidrio entre sus palmas y, luego, más delicadamente, entre los dedos. Cuando quedó conforme, separó una punta del vidrio, para formar una lágrima de cristal, y creó un delicado gancho en su extremo. Dejó caer la joya que acababa de crear en el cubo de agua que tenía entre las rodillas. Un momento después, hundió la mano en el cubo y rescató la gema. Era un milagro.
Su acción le trajo a la memoria los relatos de los pescadores de perlas de Oriente, historias contadas en la época del dominio de Venecia sobre Constantinopla, allá por el siglo XIII.
«¿Sentirán la misma satisfacción que yo esos muchachos que bucean en busca de perlas en lo más profundo, luchando para abrir las ostras mientras notan que sus pulmones estallan? Seguramente no: cuando encuentran una perla, es pura suerte, un regalo de la naturaleza. Cuando sus hermanos de las montañas Hartz de Alemania buscan plata en medio del calor y la oscuridad de las montañas y encuentran una veta pura del rico metal, ¿creen ellos que han creado este tesoro? Y vosotros, buscadores de diamantes de África, cuando sacáis una gema perfecta de las rocas, ¿podéis sentir el orgullo que yo siento? No, pues soy yo quien ha creado estas bellezas. Las otras las hizo Dios. Y ahora, en este mundo de hombres, en nuestro siglo XVII, el vidrio es más precioso que cualquiera de vuestros tesoros; más que el oro, más que el azafrán».
Secada y endurecida inmediatamente al calor de las llamas, la gotita que Corradino había creado fue colocada en el compartimento marcado con el número «uno» en la caja de palisandro. Depositada en el vellón de lana, su pureza diamantina no se vio opacada. Corradino elevó una oración silenciosa de agradecimiento a Angelo Barovier, el maestro que, dos siglos atrás, había inventado aquel tipo de vidrio, «cristallo» de sílice dura, con el que Corradino ahora trabajaba. Antes de su invento, todo el vidrio era coloreado, incluso el vidrio blanco tenía cierta impureza u opacidad, un tono de arena, leche o humo. El cristallo significaba que, por primera vez, podía lograrse una transparencia absoluta, una claridad de cristal propiamente dicho, y Corradino bendecía aquella jornada.
El maestro continuó con la creación de sus lágrimas. Todavía le faltaba hacer noventa y nueve, antes de que pudiera permitirse regresar a sus habitaciones a tomar la cena de polenta y vino. No podía confiar aquel trabajo a ninguno de los aprendices, pues cada una de las cien lágrimas había de ser diferente. En una decisión que había dejado atónitos a todos sus compañeros, Corradino insistió en que cada lágrima, debido a su posición en la araña, a la colocación de cada vela, debía ser de una forma singular, para transmitir la misma luminosidad desde cada ángulo cuando estuviera suspendida del techo de una iglesia o de un palazzo. Los demás artesanos de la fonderia y los muchachos solían quedarse horas contemplando el contenido de las cajas de lágrimas de Corradino, mientras movían las cabezas. Todas parecían exactamente iguales. Corradino los veía mirar la luminosa colección y sonreía. Sabía que no tenía necesidad de esconder su trabajo; podían observarlo todo el día, pero nunca sabrían cómo lo hacía. Ni siquiera él comprendía del todo lo que hacían sus dedos mientras pensaba dónde colgaría esa lágrima en particular en la pieza terminada.
Corradino siempre visitaba el lugar donde se iban a colgar las arañas. Hacía a sus clientes preguntas interminables sobre cómo se iluminaría la estancia, observaba las ventanas y los postigos, incluso estudiaba el movimiento de la luz solar y el impacto de los reflejos procedentes del agua del canal. Y siempre apuntaba sus consideraciones y cálculos en un pequeño cuaderno de tela. Registraba todos los detalles. Ese precioso volumen estaba ahora, en el apogeo de la maestría de Corradino, atiborrado de su fea letra y sus hermosos dibujos. Los números, en forma de mediciones e intrincadas ecuaciones, también reclamaban su sitio en las páginas, ya que Corradino creía en el poder de la antigua ciencia de las matemáticas. Así, cada pieza que creaba y cada avance en su técnica estaban documentados; de ese modo podía desarrollar su arte tomando como referencia piezas anteriores.
Después de haber terminado la última gota de vidrio, extrajo su cuaderno. Encontró los cálculos que había hecho en Santa Maria della Pietà e hizo un rápido bosquejo de la pieza recién terminada. Incluso así, dibujada en unos pocos trazos, la lámpara asombraba, parecía un relieve auténtico cristal.
Corradino vigilaba bien el cuaderno, y lo llevaba pegado al cuerpo en todo momento. Pero sabía que, aunque sus compañeros pudiesen verlo, no serían capaces de descifrar sus secretos. También sabía que los demás cristaleros se reían de él y hacían correr la broma de que Manin llevaba consigo su cuaderno incluso cuando satisfacía a una mujer. Verdaderamente, era un hombre poco común. Pero eso sí, un genio, un verdadero genio.
El legado de su arte genial estaba en cada palazzo de Venecia, en cada iglesia, en cada magnífica casa de comida. Era evidente en cada brillante cáliz que creaba, en cada espejo terso como la laguna en verano, incluso en cada burbuja o caramelo de vidrio que hacía como recuerdos de carnevale. Todos ellos tenían el mismo brillo típico de las gemas costosas. Y ahora sabía que su obra más reciente iluminaría los oscuros y abovedados techos de Santa Maria della Pietà como ninguna otra luz jamás vista. Y también cantaría, ya que muchas de sus piezas eran capaces de emitir armónicos sonidos. Con un golpecito de una uña, una de sus copas contaría la historia del oro que pintó su borde, de Samarkanda y el Bósforo, la historia de los cálidos días blancos del verano oriental. Aquella lámpara se haría eco de la música de las niñas que tocaban sus instrumentos en la Pietà. Las pequeñas huérfanas que no tenían a nadie a quien amar ni nadie que las amara y volcaban su afecto en su música. El cristal respondería al canto. Les diría que al menos una de ellas era amada.
La Pietà. Corradino sonrió. Al día siguiente él mismo acudiría a la Pietà, con las piezas de la prodigiosa araña. La lámpara misma viajaría antes que él, en un barco especial, de fondo plano. El maestro en persona había diseñado el sistema de embalaje para sus preciosos candelabros. Suspendidos de la tapa, estaban sumergidos en un enorme barril lleno de agua filtrada de la laguna. Así, la delicada obra quedaba protegida de todo golpe y podía sobrevivir a cualquier cosa menos a una vuelta de campana. Después, una vez llegados a Santa Maria della Pietà, sería sacada del barril y el agua se escurriría frente a la luz de los vitrales, como una extensión de la exquisita cristalería. Así cumpliría su destino, iluminar la iglesia quizá durante siglos, permitir a las niñas ver los oscuros insectos que formaban las notas musicales mientras pasaban página tras página de sus partituras, contribuyendo a producir ese sublime sonido para mayor gloria de Dios. Y Corradino completaría el proceso, colgando con dificultad cada lágrima en su sitio adecuado, antes de que la pieza final se elevara al techo.
«Yo mismo la completaré, como corresponde».
Era el segundo placer más grande de su vida. Y al día siguiente se añadiría al primero: ver a Leonora. Comenzó a crear su última joya de vidrio, a pesar de que todos los espacios de la caja ya estaban llenos. Pero ésta no era una lágrima para la lámpara, sino un regalo para ella.
Corradino sabía que cuando los fabricantes de cristal se habían mudado de Venecia a Murano hubo para ello una razón añadida a la necesaria seguridad cívica. El vidrio veneciano era el mejor del mundo, y así fue desde que las técnicas de fabricación orientales fueron rescatadas tras la caída de Constantinopla. Tales métodos se desarrollaron y se perfeccionaron. Las técnicas fueron pasando de maestro a aprendiz, y en la República creció un poderoso monopolio basado en esos secretos. El Gran Consejo no estaba dispuesto a revelarlos. Casi de inmediato, para los fabricantes de vidrio de Murano, la isla se convirtió no sólo en su lugar de residencia y trabajo, sino en una especie de prisión. El Consiglio Maggiore comprendió muy bien el dicho: «Quien tiene un secreto en primer lugar debe mantenerlo secreto». El aislamiento constituía la clave para que los secretos siguieran siendo tales. Aun en aquellos días, pasado tanto tiempo, rara vez se otorgaba permiso a los artesanos para ir a tierra firme. Y muy a menudo, los vetraie eran seguidos, vigilados por agentes del Consejo. Corradino, gracias a su talento y a su costumbre de tomar cuidadosas medidas, y a verse obligado a dar los toques finales personalmente, tenía más libertad que la mayoría. Sin embargo, en una ocasión, hacía ya tiempo, él abusó de esa confianza que se le otorgaba, pues en uno de aquellos viajes conoció a Angelina.
Era hermosa. El maestro no era célibe, pero tendía a no reconocer más belleza que la de los objetos que creaba. Sin embargo, en aquella mujer vislumbró algo divino, algo que no podía recrear con su arte. La conoció en el palazzo de su padre, en el Gran Canal. El príncipe Nunzio dei Vescovi deseaba hablar sobre un juego de doscientas copas que necesitaba para la celebración del casamiento de su hija. Debían hacer juego con el vestido y la máscara de la bella novia. Corradino llevó a la reunión, como le indicaron, una caja llena de pigmentos y gemas que podría utilizar para lograr el color deseado.
Todas las grandes mansiones de Venecia tenían dos entradas, que denotaban la inconfundible división de la ciudad en clases. La entrada acuática era siempre majestuosa: un portal imponente, decorativo y decorado, con grandes puertas dobles y postes de embarcadero parcialmente sumergidos, pintados con los colores de la casa. El lujo no terminaba ahí. La puerta acuática se abría para recibir a la honorable visita con una piscina cerrada, paredes de mármol y un pequeño muelle que llevaba a los soberbios salones de recepción del palazzo. La entrada de servicio, que daba a la calle lateral de la vivienda, era más modesta, para los comerciantes, mensajeros y sirvientes, y se abría directamente al pavimento. Esa distinción, esa diferencia de puertas, revelaba mucho sobre la ciudad: Venecia le debía todo al agua. La laguna lo era todo. Fue sobre el agua, con sus mareas cambiantes, pero fieles, como Venecia construyó su supremacía y su imperio. Era muy adecuado, por tanto, que a los canales de la ciudad se les diera tanta importancia. La góndola de Corradino fue llevada a la entrada acuática aquel fatídico día. El gran palacio de plata lo acogió, casi lo envolvió, y fue conducido a las habitaciones principales por un amable sirviente de ropa elegante. Cuando Corradino, vestido con las humildes pieles de un cristalero, entró en los hermosos salones con vistas a las aguas venecianas, cayó en la cuenta de que le dispensaban aquel trato por deferencia a su raro talento. El príncipe, un hombre de facciones alargadas y pelo plateado, típico de la nobleza, lo recibió como a un familiar. El lugar de Corradino en el mundo parecía brillante y asegurado.
Un sirviente recibió la orden de llamar a la principessa Angelina y llevar el vestido. El príncipe habló con Corradino sobre los pigmentos y sus precios, mientras bebían una copa de excelente vino de Valpolicella. De repente, el anciano levantó la mirada.
—Aquí estás, mi amor —dijo, y Corradino no escuchó nada más.
«Fue una revelación».
La cabellera rubia parecía hecha de filamentos de oro. Los ojos verdes se dirían hojas bañadas por la lluvia de primavera. Y el rostro era como el de una diosa. Fue una visión de color predominantemente azul: las sedas de su vestido de novia parecían tener cientos de tonos bajo la luz de la mañana y los reflejos moteados del canal.
La principessa sabía quién era Corradino y había querido conocer al artista del que todos hablaban. Se sorprendió al verlo tan joven: no tenía más de veinte años, pensó. Se alegró de que fuese guapo, de ojos oscuros y rizos típicos de la región. Su rostro, perpetuamente bronceado por los hornos, le recordó los iconos que veía en la basílica durante la misa, serios, sombríos, orientales, que parecían observar a todos desde sus marcos incrustados de pedrería. En su persona, dicho aspecto parecía a primera vista un tanto común. Pero no lo era. Tenía, por decirlo así, un valor incalculable, ella lo sabía, como los iconos mismos con todas sus joyas. Aquel hombre lleno de talento era una joya.
Angelina recordó que el año anterior tuvo el privilegio de ir a ver la exhibición de una criatura fabulosa en el palacio del dux, el Palazzo Ducale. La criatura era llamada Camelopardo, la legendaria giraffa Camelopardalis, y era un préstamo de un rey de África. Cuando lo oyó por primera vez, el nombre no significó nada para la principessa. Pero al ver al animal, sintió un entusiasmo casi salvaje. Lo contemplaba emocionada, desde detrás de su máscara. Enormemente alta, con manchas parecidas a las de un arlequín y un cuello increíblemente largo, la criatura se paseaba lentamente. Su silueta cortaba los rayos de luz solar que inundaban el salón a través de las ventanas del palazzo. La enorme habitación de la Sala del Maggior Consiglio, grande y tenebrosa, magníficamente pintada de rojo y adornada con frescos dorados y con los techos más altos de Venecia, parecía la única estancia adecuada para la exhibición de aquella asombrosa bestia. Desde el techo, setenta y seis antiguos duces de Venecia, pintados por el gran Veronés, observaban el espectáculo con indiferencia. Su sucesor viviente miraba desde el trono, coronado con el sombrero ducal, mientras hacía comentarios a su consorte, discretamente, ocultando la boca tras la mano repleta de anillos. Entretanto, la extraña y silenciosa criatura se detenía para examinar un alto cortinaje escarlata con su lengua negra, parecida a una víbora, provocando los alegres murmullos de la audiencia. Levantó la cola y expulsó un montón de excrementos sobre los valiosísimos suelos, pisando luego su propio estiércol. Las damas reían tontamente y chillaban mientras los hombres lo hacían a carcajadas, y Angelina apretó un ramillete de flores contra su nariz. Pero siguió entusiasmada. Se sintió en presencia de algo verdaderamente excepcional, algo único. No se preguntó si el camelopardo era hermoso o no lo era. Tal pregunta era irrelevante. Si la bestia hubiese estado en venta, le habría pedido a su padre que se la comprara.
Luego miró a Corradino y sintió las mismas sensaciones que ante la contemplación de la jirafa. No importaba que fuera joven y guapo, únicamente que era en verdad excepcional, algo único. La bella joven sintió la necesidad de poseerlo. Cuando Angelina dei Vescovi le sonrió, cualquier pensamiento referido a los pigmentos y sus precios se desvaneció de la mente del artista.
Pero pronto los recordó, por supuesto que sí. De hecho, le pareció necesario hacer muchos viajes al Palazzo Vescovi en los meses anteriores a la boda, con el objetivo de conversar sobre los importantísimos pigmentos. A veces veía al príncipe y también a su hija. Pero principalmente se encontraba con la principessa, a solas. Eran cuestiones muy importantes, cualquiera puede entenderlo. Era fundamental que los detalles quedaran absolutamente claros.
Una semana antes del casamiento se descubrió que la principessa Angelina dei Vescovi estaba embarazada. La agobiante doncella de la joven, instrumento y espía del príncipe, observó la ropa de cama de su ama, que siguió siendo de un blanco inmaculado mes tras mes. La muchacha informó al amo sobre el embarazo de la principessa casi antes de que Angelina misma lo supiera. El compromiso se rompió alegando enfermedad y Angelina desapareció, en el mayor de los secretos, para esconderse en la finca de su padre en Vicenza, donde había de permanecer hasta el parto. En un intento de salvar la reputación de su hija, el príncipe amenazó de muerte a sus sirvientes si hacían algún comentario en Venecia sobre la honra de Angelina. Corradino, en una visita clandestina al palacio para ver a la muchacha, fue interceptado por dos gentilhombres del príncipe, quienes lo llevaron a presencia de éste, en su estudio. Allí tuvo una breve y amarga entrevista con Nunzio dei Vescovi, en la cual se le dijo con términos inequívocos que si en algo apreciaba su vida no debía intentar comunicarse con Angelina ni permanecer en la ciudad. Tan duras fueron las palabras del aristócrata, tan denigrantes para la honra de Corradino, que éste perdió de inmediato todo el prestigio, toda la noble consideración que tuviera en su primera recepción en el palacio. Sentía que su talento ya no alcanzaba para compensar la riqueza y el poder del príncipe. Ahora estaba perdido. En años posteriores, su mente no le permitiría recordar muchas de las resentidas palabras del furioso padre, pero uno de los comentarios quedó grabado para siempre en su memoria.
Cuando Nunzio descargó su ira, dio la espalda a Corradino y miró la laguna. Con voz suave y derrotada, habló.
—A veces, señor Manin, con sólo tocar algo hermoso lo arruinamos para siempre. ¿Sabías que una mariposa, ese maravilloso insecto, no puede volver a volar nunca más si sus alas son tocadas por los dedos del hombre? Las escamas se caen, y las alas se vuelven inútiles. Eso es lo que tú has hecho con mi hija.
Tal sentimiento, y la idea de que él fuese capaz de destruir la belleza que siempre había procurado crear, de algún modo lo asustó más que cualquier otra cosa dicha por el príncipe. Por segunda vez en su vida, Corradino huyó con verdadero temor, de regreso a Murano.
Corradino culpó al Libro de Oro. En 1376, en reconocimiento al arte de los sopladores de vidrio y a su valor para la República de Venecia, se había decretado que la hija de un soplador de vidrio podría casarse con el hijo de un noble. Pero la hija de un noble no gozaba de ningún permiso especial para unirse a un humilde soplador de vidrio, ni siquiera uno que fuese de ascendencia noble. No había futuro para Corradino y Angelina. El joven genio regresó a Murano sin tener idea de cómo fue descubierta la relación, ni sobre la existencia del hijo que había engendrado. Sólo confió en su más querido amigo y mentor, quien le aconsejó permanecer en Murano, no fuera que el príncipe cumpliese su amenaza de vengarse.
Durante dos años Corradino no tuvo noticias de su amante y trabajó como poseído por el demonio. Entonces recibió una dispensa para ir a Venecia, con el objetivo de hacer un relicario para la basílica de San Marcos, y consideró que ya podía regresar sin temor. En su primer día en la ciudad desde hacía dos años, se las ingenió para ver a Nunzio dei Vescovi.
En aquella oportunidad, su entrada al Palazzo dei Vescovi fue muy diferente. Las grandes puertas sobre el agua permanecieron otra vez abiertas cuando se acercó la góndola de Corradino. Pero una de ellas estaba parcialmente fuera de sus bisagras y había sido convertida en leña. Los grandes salones estaban despojados de todas sus riquezas; los ricos cortinajes, derribados o mordisqueados por las ratas. No quedaban sirvientes, y mientras Corradino subía las podridas escaleras empezó a imaginarse por qué.
El hedor procedente de la habitación del enfermo provocó náuseas al artista. Retorcido en su lecho, yacía Nunzio dei Vescovi, arrebujado en un inmundo cobertor, con la mitad del rostro consumida por el male francese: la sífilis. El hombre agonizaba. Pero el bulto que yacía en la cama, que una vez fue un soberbio príncipe, se puso a jadear entrecortadamente, hablando a Corradino; pasó un largo rato antes de que éste comprendiera. El rostro de Nunzio era carne retorcida; la enfermedad había consumido grandes porciones de sus labios, cosa que le hacía imposible pronunciar sonidos claros.
—Vi... ino —Una mano, que más parecía una garra, se extendió hacia la mesa colocada junto a la cama.
Sobre ella había un recipiente con vino y una copa polvorienta con restos de un antiguo jarabe en el fondo. Sólo Dios sabía cuánto tiempo hacía que un alma humana no atendía a aquel hombre.
Corradino se persignó y vertió el vino. Una avispa muerta se pudría en el fondo de la copa, pero nadie la había retirado. El príncipe se incorporó sobre su hombro, con evidente agonía, y bebió; el vino cayó como un reguero de sangre desde la boca sin paladar. Corradino supo que no le quedaba mucho tiempo e hizo la única pregunta que tenía para hacer.
—¿Angelina?
—Mu... erta.
Corradino se dio la vuelta para irse. Era lo que temía. Enviaría un sacerdote a Nunzio, pero más no podía hacer.
—En par... to.
El espantoso murmullo le hizo pararse en seco. Corradino se dio la vuelta.
—¿Hay un niño?
—En la... Pie... tá... No...igas...nadie a...adie.
Muy bien. Podía concederle aquel último deseo. Corradino asintió, a modo de tácita conformidad para mantener el secreto.
—¿Y cómo se llama?
—...eo...nora anin.
La suprema ironía.
«Ella lleva mi apellido».
Corradino vio morir a Nunzio, momentos después de que el desdichado se desahogara. No lloró al príncipe ni sintió más que una tristeza momentánea por Angelina. Ya había llorado por ella durante los dos años pasados en Murano. Y en realidad tampoco la amó. Corradino no estuvo enamorado nunca. Pero cuando fue a ver a la pequeña de dos años, Leonora Manin, a Santa Maria della Pietà, se enamoró por primera vez en su vida.
En el muelle de Zattere, a la entrada de la Piazetta di San Marco, se elevan dos altas columnas blancas. Sostienen la estatua de Santo Teodosio de Constantinopla y la famosa quimera, león alado convertido por la ciudad en el León de San Marcos. La garra de la fiera descansa sobre un libro, en cuyas páginas se lee «Pax Marce in tibia» (La paz sea contigo, Marcos), el legendario saludo de los ángeles al bautizar a Marcos, santo patrón de Venecia. Se habían traído tres columnas de la distante Tiro para que fueran colocadas allí, pero la tercera cayó al mar cuando la descargaban, y aún hoy yace en el fondo de la laguna. En el instante en que Corradino miró por primera vez a su hija, el camelopardo, enflaquecido y cansado por sus tres años de viaje por las grandes cortes de Milán, Génova y Turín, era cargado en un barco, de regreso a su lejano hogar. Con una masa de cuerdas envolviéndole el largo cuello, sólo estaba a dos cortos pasos de distancia de la embarcación que lo llevaría de vuelta al reino del potentado africano del norte que había dejado en préstamo al animal. Pero los tablones que unían el barco a tierra estaban resbaladizos por la lluvia y la criatura se mostraba reacia a avanzar hacia el agitado mar. Igual que hiciera la columna, siglos atrás, el camelopardo cayó a la laguna mientras sus cuidadores procuraban ponerse a salvo. Su enorme altura hacía que la noble cabeza emergiera del agua, con los acuosos ojos marrones en blanco, mientras la lengua negra lamía y tragaba agua salada. Una multitud cada vez más grande tiró de las resbaladizas cuerdas, pero las torpes patas de la criatura impidieron el rescate, y una hora después el camelopardo murió. Se hundió hasta el fondo de la laguna, en silenciosa paz; y en un último movimiento grácil, el largo cuello y la pesada cabeza cayeron hasta descansar junto a la columna perdida de Tiro.