Capítulo 20 La mirada de los ancianos
Leonora se detuvo a la entrada de la Universidad de Ca’ Foscari, en el centro de Venecia. Había ido a ver al dottore Padovani, el único vínculo que ella tenía en la ciudad con su familia, con su pasado.
La noche anterior, después de la escena en la fonderia, había llegado a su casa consternada y descompuesta; las náuseas continuaron después de marcharse de Murano. Ni siquiera la reconfortante visión de las luces nocturnas de San Marcos logró mejorar su estado de ánimo. Ella había dejado el barco de la isla en Zattere y había esperado, como siempre, el vaporetto para ir desde el Gran Canal hasta Campo Manin. Cuando el vaporetto se detuvo y el hombre de la cancela ató el barco con ademán diestro, Leonora pensó en su padre por primera vez en las últimas semanas. Su presencia allí, su existencia misma, le pareció efímera en comparación con la relación que ella tenía con Corradino, muerto tantos siglos atrás. Ahora veía claramente lo mucho que había confiado en Corradino, que sentía orgullo y amor por él. No podía estar más desconsolada por tales acusaciones de traición, más que si se hubiesen lanzado contra su propio padre. Sentía que éste sólo pertenecía a su madre; Leonora no lo conoció, y el propio Bruno nunca la había visto a ella. Su vínculo era puramente biológico.
«Mi relación con Corradino, paradójicamente, es mucho más real para mí».
Roberto del Piero había atacado las raíces mismas de aquel vínculo establecido a través de los siglos. Leonora se sintió vulnerable, expuesta. Ni siquiera el paisaje de los palacios plateados erigidos a lo largo del Canale, majestuosos en el crepúsculo, lograron brindarle el consuelo habitual. El otoño lo invadía todo, y las familiares fachadas parecían tener un aspecto más retraído, melancólico, ahora que los turistas se habían retirado. Las bellas ventanas la contemplaban, como ojos sin expresión, poco atractivos. Se preguntó si Corradino habría traicionado de verdad todo aquello, qué conversaciones secretas tendría, qué reuniones habría celebrado en esos mismos edificios. Al desembarcar en Santa Stephano y eludir las oscuras calles que se dirigían hacia el Campo Manin, la sensación de inquietud aumentó: comenzó a sentirse acorralada, perseguida, a estar atenta a unos pasos suaves que parecían sonar entre las sombras. Se sentía mancillada por los comentarios del periódico sobre Corradino.
«Si hizo aquello estoy perdida. La ciudad no olvida, y también me condenará a mí».
Leonora se sintió rechazada por las mismas piedras que antes le habían dado la bienvenida. Incluso cuando llegó por fin a su propia calle tuvo la sensación de que era perseguida. Las hermosas sombras también podían esconder elementos, propósitos desagradables.
«No mires ahora», se dijo a sí misma. Alguien andaba por allí. Pero no era aquella figura diminuta y roja a la que temía, sino a Roberto del Piero. Ella había acabado con la carrera de ese hombre en la fundición. Puso fin, aunque sin quererlo, a la tradición de su familia. Él podía, por supuesto, trabajar en otro sitio, pero había sido ella quien lo había echado de su nido.
Corrió por el empedrado del Campo Manin y buscó a tientas sus llaves. Con angustia casi infantil, pensó que estaba ganando la carrera a los asesinos invisibles.
«Sólo necesito abrir la puerta...»
Mientras insertaba la llave en la cerradura temía que una mano la asiera de la manga, o incluso que la agarrara por la garganta. Tras unos segundos que se le hicieron eternos, abrió de un tirón y entró. Se puso de espaldas a la puerta cerrada y se reclinó en ella, respirando con fuerza. Al poco, se llevó un susto de muerte cuando el teléfono comenzó a sonar. Temblando, fue hasta la cocina y cogió el auricular. Sin embargo, no escuchó amenazas guturales, como en las películas de terror. Al contrario. Sonó una voz familiar, de tono algo áspero. Era él.
—¡Alessandro!
Se dejó caer en una silla y encendió la lámpara. Cuando el foco de luz iluminó la cocina y oyó la tan ansiada voz, todas las sombras de sus pesadillas diurnas desaparecieron.
Él se echó a reír, sorprendido por el fervor de su saludo.
—Detective Bardolino, para usted.
—¡Aprobaste!
—Sí. —Había orgullo en su voz—. Me queda una semana de cursillo de orientación aquí, y luego comienzo el trabajo en la división, de vuelta en Venecia.
Leonora no quiso enturbiar su entusiasmo con sus propios problemas. Il Gazzettino era un periódico local y las noticias de su humillación y del hundimiento de la reputación de Corradino todavía no habrían llegado a Vicenza. Habría tiempo de sobra para hablar de eso personalmente. De repente sintió un terrible cansancio y, además, una leve sensación de vergüenza que le impedía contarle nada de lo ocurrido con las revelaciones sobre su antepasado. Mientras Alessandro hablaba sobre las semanas de ausencia y su examen, ella sintió que el miedo, casi pánico, que la atenazaba minutos antes empezaba a desaparecer. Conversar con él le daba confianza, como si su simple voz la protegiera. Claro que Corradino no era ningún traidor. No era cierto. Era un feo rumor inventado y lanzado por su rival. Calumnias. Y, de todos modos, ¿qué importaba? Corradino había muerto hacía mucho tiempo, y su obra perduraba como sólido testimonio de su vida, más allá de cualquier infundio.
«Pero sí importa. Quiero investigarlo, descubrir la verdad».
Acudió a su memoria algo que había dicho Alessandro.
—Cuando nos conocimos, me dijiste que quizá podrías ayudarme a averiguar más cosas sobre mi familia... sobre mi padre. Pues bien, me gustaría hacerlo. Si puedes echarme una mano...
Alessandro se quedó pensativo.
—Cuando tu madre y tu padre vivían juntos en Venecia, ¿tenían algún amigo o colega que todavía pueda estar aquí?
—Había alguien, sí. Un profesor de Ca’ Foscari. Lo conocí cuando era muy pequeña.
—¿Recuerdas su nombre?
—Era Padovani. Recuerdo que mi madre me explicó que su nombre significaba «venido de Padua». Ella me enseñó una antigua rima.
—Ah, sí, Veneziani Gran Signori, Padovani Gran Dottore...
—Vincentini mangia gatti, Veronese tutti matti —terminó Leonora—. Siempre quise saber por qué los habitantes de Vicenza comían gatos en la rima. Pero supongo que es mejor que estar locos, como los Veroneses.
—Ah, sí, pero mejor aún es ser un gran señor, como los venecianos —replicó Alessandro, con orgullo.
—De todos modos, el señor Padovani todavía envía tarjetas de Navidad a mi madre. Pero no sé si aún sigue en Ca’ Foscari.
Leonora pudo oír cómo Alessandro se desperezaba. Evidentemente estaba cansado pero su voz seguía alerta, y ella le acuciaba para que respondiera a su pregunta con seriedad.
—Entonces, creo que lo que debes hacer es hablar con este hombre, si es que todavía sigue allí. Sin duda, él sabrá algo sobre tu padre y parece un buen punto de comienzo. Ve mañana —dijo con su acostumbrada celeridad—, porque el domingo volveré para pasar el día contigo y haremos algo juntos, si es que estás libre.
Leonora apretó el auricular con alegría, feliz como una adolescente. Pero hizo un esfuerzo desesperado por controlarse y siguió con su tema.
—¿De verdad crees que puedo averiguar algo sobre él, después de tantos años? —Se refería a Corradino.
—¡Seguro! Él murió en... ¿qué año? ¿1972? Y ya sabes, si de verdad quieres averiguar algo, deberías tener un detective en tu equipo. —Notó cómo sonreía al otro lado del teléfono, entre palabras de despedida y promesas de verla el domingo.
Leonora tenía, de repente, una irresistible necesidad de desentrañar el misterio de Corradino y creyó que el dottore sería un buen comienzo. No podía esperar hasta el día siguiente. No se explicaba a sí misma por qué no había sido completamente honesta con Alessandro y le había hecho creer que deseaba averiguar cosas sobre su padre.
Durmió mal, y por la mañana vomitó otra vez. «Son los nervios», pensó.
«Sin embargo, yo sé que no son los nervios».
Leonora cruzó la modesta cancela lateral que conducía al recinto de la universidad desde la calle Foscari. Una vez dentro, la ensordeció el bullicio de los estudiantes. Aunque era sábado por la mañana, día de estudio para la mayoría de ellos, parecía celebrarse alguna especie de actividad extraordinaria. Leonora reconoció el mismo desorden, el mismo espíritu anárquico que la había impulsado a disfrazarse de enfermera y ayudar a empujar una cama de hospital por Charing Cross durante la semana de festejos en St. Martins, en su época universitaria. Allí ocurría algo similar.
Volaban huevos y harina por todas partes, y tuvo que agacharse más de una vez mientras cruzaba el profanado césped.
«Deben de estar graduándose. En algún sitio leí que los estudiantes italianos creen que disfrazarse de torta es un modo adecuado de marcar su paso a la categoría de licenciado. Pronto todos se habrán ido, como los turistas».
Buscó con pocas esperanzas en las listas de la facultad, en un panel informativo protegido por un cristal. Contra sus previsiones, tuvo suerte y leyó «Professore Ermanno Padovani».
«Es catedrático de Historia del Renacimiento. Quizá sea mi día de suerte. “Padovani gran dottore”, sin ninguna duda».
Subió las antiguas escaleras y buscó en los pasillos, que estaban vacíos. Uno por uno, leyó los nombres de las puertas de los departamentos de historia. Allí no se escuchaban los gritos y la algarabía del exterior. Parecía no haber absolutamente nadie en los pisos superiores, así que, cuando por fin llegó a la puerta del professore, Leonora tenía pocas esperanzas de encontrarlo dentro. Pero al golpear la puerta oyó una voz débil, «pase», apagada por el grosor del roble, y se estremeció al pensar que el hombre que ocupaba aquella habitación podía tener algunas de las respuestas que ella buscaba. Cuando entró, el panorama que la recibió casi le hizo olvidar por qué había ido allí. Frente a ella había una ventana amplia y ornamentada, compuesta por cuatro marcos moriscos, perfectos, recargados, armoniosos. Los típicos marcos de los que Venecia tanto se enorgullecía. Y más allá, la más increíble vista que cupiera imaginar del Canal Grande en el Rialto, con el agua brillando al pie de los espléndidos palacios. La joven se quedó tan absorta en la contemplación del paisaje que la voz del catedrático la sobresaltó.
—Uno de los privilegios de haber enseñado aquí durante treinta años es que me dieron el mejor despacho de la facultad. Tiene la desventaja de que a veces me resulta muy difícil avanzar en mi trabajo, porque tanta belleza me distrae. Debe de haber entrado por atrás, ¿por la cancela? Una pena. No es la mejor vista del lugar.
Leonora se volvió al anciano, quien había abandonado la protección de su libro y de su escritorio, con ayuda de un bastón. Amable, de barba blanca, muy elegante y de ojos penetrantes, parecía que algo le hacía gracia. Ella se disculpó.
—Pero es tan hermoso para una...
—¿Iba a decir «para una universidad»? Pero es que no siempre lo fue. Ca’Foscari era antiguamente un palacio de los obispos de Venecia, y ya sabe que a los prelados les gustan las comodidades. Y, sin duda, signorina, tendrá hermosos templos del saber en su país, ¿verdad? ¿Oxford y Cambridge?
Leonora se sobresaltó. Se sentía orgullosa de que su acento inglés hubiese desaparecido. Parecía que estaba ante un hombre de una inteligencia formidable, a quien nada podía ocultarse. Tanto más probable era, por tanto, que pudiese ayudarla.
—Professore, le pido disculpas por molestarlo. Quisiera hacerle algunas preguntas sobre cuestiones históricas, si tiene un momento.
El anciano sonrió, con amables ojos brillantes.
—Por supuesto —respondió. Puedo concederle más que eso a la hija de mi vieja amiga Elinor Manin. ¿Cómo estás, mi querida Nora? —Los ojos del sabio brillaron todavía más—. ¿O eres Leonora ahora que estás... asimilada?
La joven se maravilló por la rapidez mental del professore. No sólo fue capaz de recordarla de inmediato, sino que adivinó en muy pocos segundos que había cambiado de vida y de nombre. Sonrió.
—Tiene razón. Soy Leonora. Y me parece increíble que se acuerde de mí. Debía de tener... cuántos... ¿cinco años de edad?
—Seis —corrigió Padovani—. Fue en un cóctel de la universidad, en Londres. Me enseñaste con orgullo tus zapatos nuevos. Eran más bonitos que los que traes hoy. —Sus ojos se dirigieron a las gastadas zapatillas de tenis de Leonora, que ésta movió avergonzada sobre el suelo de madera—. Por cierto, no debes creer tanto en mi perspicacia. Es que te has vuelto bastante... notoria... desde tu llegada, ¿verdad?
«¡Il Gazzettino! Por supuesto. Casi todos los habitantes de Venecia leían ese periódico».
—Con problemas o sin ellos, eres una obra muy bien acabada. La Primavera, ¿verdad? Botticelli te cuadra mucho más que esas poses de Tiziano en las que te retrataron. Pero supongo que ya te lo han dicho muchas veces, y hombres mucho más jóvenes que yo.
Alentada por su encantadora galantería, de antiguo sabor, la chica fue al grano.
—Quisiera hacerle algunas preguntas sobre mi familia, si tiene un poco de tiempo.
El catedrático sonrió.
—A mi edad, tiempo es lo que me sobra. —Hizo un ademán señalando cuatro cómodos sillones situados junto a la ventana, que se usaban para clases con pequeños grupos—. Siéntate. Charlaremos allí.
Se sentaron frente al incomparable paisaje. Tras acomodarse, el profesor empezó a hablar.
—No sé muy bien por qué, pero la verdad es que te estaba esperando. Supongo que Elinor no sabe que estás aquí.
Leonora negó con la cabeza.
—No. Es decir, sabe que estoy en Venecia, pero no sabe que he venido a hablar con usted.
El hombre asintió, mientras jugueteaba con su bastón.
—Ya veo. Entonces debo decirte, en primer lugar, que no divulgaré nada de lo que ella me ha contado confidencialmente; pero, aparte de eso, te ayudaré en lo que pueda. —El viejo miró con franqueza a Leonora, que aguardaba.
Retorcía el corazón de vidrio que colgaba de su cuello. Seguramente era un síntoma de estrés. A él le pareció que aquello era un indicio, una pista sobre qué pariente la interesaba en primer lugar. Y así fue.
—¿Qué sabe de Corradino Manin?
—Corrado Manin fue el mejor soplador de vidrio de su época, y de todos los tiempos. Escapó del asesinato de su familia y se escondió en Murano, donde le enseñaron a trabajar el vidrio y se convirtió en maestro. Era especialmente bueno haciendo espejos, y se hizo famoso por ello. Se dice que el mercurio de los espejos acabó finalmente con su vida, como sucedió con muchos otros.
—¿Entonces falleció en Murano?
—No lo sé con seguridad. Pero parece probable.
Leonora suspiró con alivio, pero insistió.
—¿Sabe algo de esa historia que insinúa que él pudo haberse marchado a Francia?
Por primera vez durante la entrevista, el profesor pareció desconcertado.
—Sí, leí esa especie de revelación. Parece que tu colega está muy resentido. Me gustaría saber cuál es la «fuente primaria» que él cree tener. Me imagino que no te sentirías muy cómoda si se lo preguntaras tú misma.
—Roberto nunca me diría nada, y menos todavía algo que me ayudase a restaurar el honor de Corradino. Está tan furioso conmigo que le tengo miedo. No dejo de temer que me ataque desde las sombras. —Intentó reírse, pero vio que el professore permanecía muy serio.
—¿Y la joven del periódico? La periodista, digo. ¿No podrías acercarte a ella?
Leonora negó con la cabeza. Ya había llamado al maldito periódico en cuanto leyó las revelaciones de Roberto. Finalmente, logró hablar con Vittoria, que esta vez abandonó todo asomo de simpatía. Ella lo lamentaba, dijo a la signorina Manin, pero los documentos que acreditaban sus fuentes eran estrictamente confidenciales, especialmente en ese caso, ya que Roberto del Piero había pedido que así permanecieran. Tal vez hubiese un reportaje posterior, donde se reprodujera la fuente; la signorina Manin no tenía más remedio que esperar que eso sucediera.
—Mmm. —Padovani se encogió de hombros, expresivamente—. Una de las grandes maravillas del estudio de la historia es que nunca hay una sola fuente definitiva. Siempre hay varias. Si los hechos son como diamantes, nuestras fuentes son las distintas caras de la joya. Cada una presenta un ángulo diferente y todas conforman la gema entera. Nosotros podemos investigar por nuestra cuenta y encontrar esas otras facetas.
A Leonora la alentó que él dijera «nosotros», y al mismo tiempo su referencia a la investigación la entusiasmó, porque le recordó a Alessandro, su detective.
—No es imposible que Corrado fuera al extranjero, pero es muy poco probable —prosiguió el profesor—. Es verdad que la fabricación de espejos franceses tuvo un enorme impulso hacia finales del siglo XVII, como se evidencia en el palacio de Versalles, que se convirtió en el mayor exponente del siglo. Algunas fuentes dicen que detrás de ello hubo una inteligencia extranjera; otras, que ambos países obtuvieron similares logros gracias a evoluciones paralelas y simultáneas.
—¿Evolución simultánea? —preguntó Leonora.
El profesor se explicó.
—En África, a partir del magma primigenio de organismos unicelulares, evolucionó un enorme mastodonte de grandes orejas, que hoy conocemos como elefante africano. En India también evolucionó, por el mismo método, una criatura semejante en todos los aspectos, excepto el tamaño de las orejas. Ambos animales evolucionaron independientemente, separados por mares y continentes, por placas tectónicas, para llegar a la misma bestia final. Ninguna se «copió» de la otra. Simplemente compartieron un antepasado lejano. Observa que todos los artículos de vidrio comparten madre, la arena. Experimentaron una evolución simultánea.
Leonora insistió.
—Professore, ¿por qué dice que es muy poco probable que Corradino fuera a Francia?
—Porque los Diez, el organismo ejecutivo del Consiglio Maggiore, se tomaba muy a pecho la deserción de sus artesanos. Amenazaban de muerte a sus familias si llevaban sus secretos a las potencias extranjeras. Murano misma era una especie de prisión, aunque quizá no tanto para un hombre como Corrado, que poseía un talento prodigioso y tenía permiso para visitar la ciudad por motivos de trabajo.
Leonora le interrumpió con la pregunta que a ella le parecía evidente.
—Pero, professore, ¿por qué había de temer Corradino las amenazas de los Diez sobre su gente si toda su familia ya estaba muerta?
—Porque, mi querida jovencita, no toda su familia estaba muerta. Sólo tengo conocimientos rudimentarios de ciencias biológicas, pero sé que, si todos ellos hubiesen muerto, no habría descendientes como tú. ¿No crees? Corradino tuvo una hija.
Leonora apretó la toalla contra su rostro, sin importarle cuántas manos mugrientas de estudiantes se hubiesen secado en ella. Se sintió tonta: había salido corriendo del despacho del professore para meterse en el baño más próximo y vomitar en el váter más cercano. ¿Por qué le asombraba tanto aquella revelación? Si hubiese pensado con lógica, tendría que haber llegado a la misma conclusión. Debía de haber alguien, algún linaje; pues, si no, ¿cómo había nacido ella? ¿Cómo tenía en su poder el corazón de vidrio que fue pasando de generación en generación, hasta llegar a ella? Leonora tocó el corazón para darse coraje, mientras caminaba entre temblores de regreso al pasillo y volvía a entrar tímidamente en el despacho del catedrático. Padovani se había puesto de pie, con aire cortés y la mirada llena de preocupación. Ella volvió a sentarse y pidió disculpas.
—Perdóneme, no me he sentido... muy bien... estos últimos días.
El viejo retomó su historia.
—La hija de Corrado se llamaba Leonora, como tú. Fue el fruto de la unión ilegítima entre Corrado y una mujer noble, Angelina dei Vescovi, que murió al dar a luz. Llevaron a Leonora al orfanato de la Pietà, donde aprendió música. Recibió el apellido de Manin, pero en el orfanato nunca se usaban los apellidos. Las niñas de la Pietà eran siempre conocidas por el instrumento que tocaban —cello, violín—, para mantener en el anonimato a los hijos bastardos de algunas familias de muy alta alcurnia. Ella siempre fue Leonora dalla viola, y era una intérprete de mucho talento. Nadie habría conocido su relación con Corradino, ni siquiera su mera existencia, si él mismo no la hubiese revelado. Incluso los Diez debían respetar los secretos de la Pietà, ya que la fundación tenía el respaldo de la Iglesia y de las leyes de inmunidad que la apoyaban. Después de la muerte de Corradino, un primo lejano, un milanés llamado Lorenzo Visconti-Manin, que trataba de encontrar los restos de su desdichada familia, halló a Leonora. Los dos se enamoraron y se casaron, y ella recuperó su apellido legítimo. Los Manin volvieron a convertirse en una fuerza poderosa en Venecia y su descendiente, Ludovico Manin, llegó a ser dux, el último de Venecia antes de la caída de la República.
Leonora estaba mareada, pero ya no sentía náuseas, quizá gracias a la esperanza que ahora la consolaba.
—Entonces Corradino no se habría marchado por temor a que peligrase la seguridad de su hija.
—No —respondió el professore—. No es eso lo que quise decir. Los Diez no sabían nada de la niña, pues su abuelo la internó en la Pietà y nadie conocía la identidad de su padre. Angelina nunca reveló el nombre de quien la sedujo y se llevó el secreto a la tumba. Sólo quise decir que creo que no es probable que Corradino se haya ido de Venecia mientras Leonora viviera. Las visitas a una hija secreta en la Pietà serían peligrosas, pero no imposibles. Y me imagino que la tentación era muy difícil de resistir.
Leonora permaneció en silencio, digiriendo esta información.
«Entonces, la historia de la traición, aunque improbable, podría ser cierta. ¿Y este nuevo personaje, la niña perdida que llevaba mi nombre, que no tenía más familia que la Pietà ni más amigos que la música? Por lo menos, finalmente encontró el amor».
Decidió hacer otra pregunta.
—¿Cómo podemos averiguar más? ¿Es posible saber con seguridad si Corradino salió de Venecia?
—Podrías investigar en la biblioteca grande de San Marcos, la Sansoviniana. Allí tienen registros de gremios, y también de nacimientos y muertes de siglos pasados. Pero te dije todo lo que sé sobre la historia de Corradino, y es lo mismo que le conté a Elinor. —El anciano se puso de pie para estirar un poco su pierna mala—. Quizá se pudiera encontrar algo por el lado francés. Tengo algunos contactos en la Sorbona que podrían ayudarte.
Leonora siguió el ejemplo del profesor y se puso de pie.
—¿Puedo volver a visitarlo? ¿Y usted se comunicará conmigo si se le ocurre alguna otra cosa?
—Por supuesto. Y puedes mencionar mi nombre, si te piden referencias en la colección de libros raros de la Sansoviniana.
«Recuerdo mi primer día allí, cuando apenas me dejaron pasar por la puerta principal de la biblioteca. Ahora me dejarán entrar al sanctasanctórum».
Il professore caminó hasta su escritorio para apuntar los números y los nombres de distintas colecciones de documentos que podrían resultarle útiles. Leonora escribió sus números de teléfono y, mientras intercambiaban la información, Padovani se preguntó si Leonora se marcharía, en verdad, sin preguntar por otro Manin. Pero al final ella espantó sus temores.
—¿Y mi padre? ¿Usted lo conoció?
Negó moviendo la cabeza, con compasión en su mirada.
—Como suele ocurrir con las mujeres jóvenes cuando están enamoradas, Elinor vio poco a sus amigos y mantuvo a Bruno reservado para ella misma. Yo me enteré de su muerte por las noticias locales.
Al escuchar el nombre de su padre en aquel contexto, Leonora sintió mucha vergüenza por no haberse molestado en preguntar antes por él.
—¿Queda algún familiar nuestro en Venecia?
—No sé. Elinor mencionó que los padres de Bruno vivían en Verona, pero que habían fallecido hacía mucho tiempo.
Leonora sabía todo eso, pero nunca le había preocupado semejante pérdida, la familia cercana que tiene todo el mundo: los abuelos. Ellos habían muerto sin compartir con ella ninguna de las situaciones tan normales para cualquiera: los festejos familiares, las golosinas, los paseos de vacaciones. Leonora se serenó. Sabía que debía irse y estaba ansiosa por comenzar a investigar los documentos que il professore había sugerido, pero sintió que quedaban miles de preguntas sin formular.
Mientras se dirigía a la puerta, con murmullos de agradecimiento y promesas de regresar, el viejo caballero la abrazó cálidamente. Sujetándola de los brazos le dio un último consejo.
—Sólo una cosa más. Mañana es la fiesta de Todos los Santos, cuando el pueblo de Venecia honra a sus muertos. Si quieres ver a tu padre, está enterrado en San Michele. Quizá debas visitarlo. Él también merece ser llorado.
Leonora percibió algo de reproche, pero también mucho afecto.
«Sé que debo ir y visitar su tumba. Debemos encontrarnos por fin. Le pediré a Alessandro que me acompañe».
Caminaron hasta el pasillo y Leonora hizo ademán de dirigirse a la escalera. Il professore la retuvo.
—¡Leonora!
Ella se dio la vuelta. El anciano la miró directamente a los ojos y habló dulcemente.
—Hay cosas que un viejo puede ver y una persona joven no. Cuídate.
—Lo haré —respondió ella.
La puerta de roble se cerró y Leonora se dirigió a la escalera.
«¿Cómo lo ha sabido?».